II

Por la noche llegó la banda de música. El señor Pappenheim se puso tan contento como si hubiese ocurrido un milagro. Los mozos descargaron los tambores y las trompetas. Los músicos se quedaron junto a la puerta como pájaros amaestrados sobre un palo. El señor Pappenheim repartió caramelos y chocolatinas. El conductor apremió a los mozos y los músicos comieron y guardaron silencio.

—¿Por qué habéis llegado tarde? —preguntó Pappenheim con cierta sensación de alivio.

—El coche se ha retrasado —le respondieron.

El director, que llevaba una capa hecha a medida, permanecía a un lado como si el asunto no fuera con él. El año anterior había tenido un duro enfrentamiento con el señor Pappenheim. Pappenheim quiso despedirlo, pero los veteranos músicos se pusieron del lado del director y no ocurrió nada. El director exigió un contrato detallado, un contrato por tres años, como era habitual. Al final se llegó a un acuerdo.

En su día, el señor Pappenheim los alojaba en la planta baja del hotel, en unas habitaciones estrechas y oscuras. Una cláusula del nuevo contrato exigía categóricamente un alojamiento decente. Ahora todos estaban esperando a ver las habitaciones. Pappenheim se acercó al director y le susurró al oído: «Las habitaciones están listas, en el último piso, son amplias y ventiladas». «¿Sábanas?», preguntó el director. «También hay sábanas». Pappenheim había cumplido sus promesas. Eran unas bonitas habitaciones. Al verlas, los músicos se apresuraron a desvestirse y a ponerse los uniformes azules. El señor Pappenheim permaneció a un lado sin apremiarles. En una de las habitaciones hubo una pequeña riña. Una pelea por una cama. El director los reprendió: «Estas bonitas habitaciones merecen un poco de silencio. Hay que recogerlo todo antes de bajar».

A las diez todo estaba preparado. Los músicos se agruparon en tríos con los instrumentos en la mano, pero Pappenheim estaba furioso. Si hubiera tenido dinero, les habría pagado una indemnización y les habría despedido. Le recordaban sobre todo sus propios fracasos. Treinta años ya. Siempre con retraso. No eran leales. Los instrumentos solo hacían ruido. Y cada año nuevas exigencias.

Y la velada comenzó. La gente rodeó a la banda como avispas. La banda sopló y golpeó como si intentara echarlos a todos. El señor Pappenheim se sentó en la galería y bebió una jarra tras otra.

Al día siguiente todo estaba tranquilo y en silencio. Martin se levantó temprano, barrió la entrada, limpió las estanterías y preparó un detallado pedido. Había pasado una noche terrible. Trude no se calmaba y se negaba a tomarse las pastillas. Al final tuvo que engañarla y darle un somnífero.

Sobre las diez apareció un inspector del Departamento de Sanidad para hacer un reconocimiento del lugar. El inspector preguntó detalles muy extraños. Quién era el propietario, si lo había heredado, cuándo y a quién lo había comprado, cuál era el valor de la tienda. Martín, sorprendido, explicó que todo estaba encalado y había pasado por una profunda desinfección. El funcionario sacó el metro y midió. Y sin disculparse ni dar las gracias se dirigió directamente hacia la calle.

La visita enfureció a Martin. Confiaba en las autoridades y, por supuesto, se culpó a sí mismo. Posiblemente la entrada trasera no estaba lo suficientemente arreglada. Esa repentina visita le amargó la mañana. Estaba sobre el césped. Era una mañana como otra cualquiera. El lechero caminaba con andares de campesino, los músicos salieron al jardín, Pappenheim no les apremió y ellos se tumbaron en la hierba a tomar el sol. El director de la banda se sentó en un rincón y barajó las cartas para sí mismo. Por la tarde la señora Zauberblit apareció en la farmacia y anunció solemnemente que no había nada como unas vacaciones en Badenheim. Llevaba un vestido moteado de popelina. Pero a Martín le parecía que, de un momento a otro, iba a entrar su difunto hermano.

—¿No es extraño? —preguntó.

—Todo es posible —dijo ella, como si hubiera comprendido la pregunta.

Por la tarde los músicos también se tumbaron en el jardín. Sin los uniformes parecían desdichados. Llevaban años habituados a pelearse con Pappenheim. Ahora se peleaban entre ellos. El director no intervino. Dejó las cartas y los observo.

Uno de los músicos, que estaba escuálido, sacó del bolsillo de su chaleco un talón y se lo enseñó a sus compañeros. Los músicos le demostraron que estaba equivocado. Desde el jardín de Martin todo parecía un espejismo, tal vez porque la luz se iba volviendo gris y sombras alargadas se tendían una tras otra a lo largo del verde césped.

Y cuando oscureció, el director les sugirió que subieran a ponerse los uniformes. Ellos no se dieron prisa, parecían soldados agotados tras un largo servicio. El director intercambió algunas palabras con Pappenheim. El señor Pappenheim explicó detalladamente el programa del festival. «He oído que también actuará Mandelbaum, eso sí que es un logro excepcional. ¿Cómo lo ha conseguido?». «He trabajado mucho», dijo Pappenheim, y se dirigió hacia el comedor. Los veraneantes ya estaban comiendo a dos carrillos. La camarera lanzaba penetrantes miradas hacia la cocina. Los pedidos tardaban en llegarle a las manos. Pero los camareros veteranos alababan con cinismo la comida dándose aires de importancia. Trude no se encontraba mejor. Martin hablaba sin cesar, pero sus palabras no servían de nada. Todo le parecía transparente y enfermo. Helena estaba cautiva en la propiedad de Leopold y cada tarde, al volver del cuartel, le pegaba.

—¿Es que no lo ves? —preguntó.

—No, no lo veo.

—¿Son solo imaginaciones mías?

Martin estaba furioso. Trude mencionaba a veces a sus padres, la pequeña casa que estaba en la ribera del Vístula. Sus padres murieron. Había dejado de tener relación con sus hermanos. Martin decía que aún seguía anclada en aquel mundo, en las montañas, entre los judíos. Y, en cierta medida, era verdad. Un miedo oculto y extraño la atormentaba, y Martín sintió que las alucinaciones de Trude se iban infiltrando en él.