CUANDO una noche le notificaron que alguien esperaba en la sala de visitantes, la enfermera Langtry pensó inmediatamente en Michael. Si tuvo la paciencia de rastrearla, sin duda debía necesitarla. Aunque también podía ser Neil, que poseía la capacidad y el dinero para saber cómo encontrar a alguien. Era probable que fuese Neil, el nuevo y templado Neil —del que se había separado dieciocho largos meses atrás— cansado de esperarla, y decidido a insinuarse otra vez en su vida. Además, sabía que su madre y la de Neil podían encontrarse en cualquier momento; pero nada de eso indicaba una última carta de Faith.
Entró en la sala de visitantes con toda la calma posible, imaginando la escena siguiente con todas sus variantes, y para dos hombres distintos. Porque no tenía ninguna duda de que iba a agradarle mucho ver a cualquiera de los dos.
Pero la persona sentada en la silla, con los pies estirados y sin zapatos, era la Hermana Sally Dawkin.
La enfermera Langtry se detuvo como si le hubiesen disparado, con las dos manos sobre el corazón. ¡Oh, Dios! ¿Por qué son tan tontas las mujeres?, se preguntó, tratando de sonreír para el primer visitante que recibía en Morisset. Todas vivimos concentradas en algún hombre. Durante meses estamos convencidas de que no es así, pero apenas nos dan una oportunidad, allí está el hombre nuevamente, en medio de todo.
La Hermana Dawkin sonrió abiertamente, pero no se levantó.
—Estuve antes pero no quise sacarte de tu pabellón, así que fui a Wyong a comer algo y tomar un té, y volví. ¿Cómo estás, Honour?
La enfermera Langtry se sentó frente a su amiga, todavía sonriendo.
—Estoy muy bien. ¿Y tú?
—Oh, un poco como esas pelotas atadas a una raqueta, con un elástico largo. No sé qué se romperá primero: yo o el elástico.
—Nunca serás tú —dijo la enfermera Langtry—. Eres indestructible.
—Díselo a mis pies. Ya no los cuido más. Quizá te crean a ti —dijo la Hermana Dawkin, mirándolos ferozmente.
—¡Tú y tus pies! Algunas cosas no cambian nunca.
La Hermana Dawkin tenía puesto un vestido bastante opaco y desaliñado, como solía ocurrir con muchas enfermeras veteranas, acostumbradas a parecer imponentes sólo con la almidonada severidad de su uniforme y su velo.
—Estás tan distinta, Honour —dijo la Hermana Dawkin, mirándola atentamente—. ¡Mucho más joven y feliz!
Y en verdad no parecía mayor que el promedio de las aprendices enfermeras de cualquier parte, con el mismo tipo de uniforme que tenía en PA. Las variaciones eran pocas. En Morisset llevaba un vestido a rayas blancas y lilas, de mangas largas y cuello cerrado, con puños y cuellos postizos de celuloide. El delantal era igual, voluminoso, blanco, rígido de almidón, rodeando completamente la falda del vestido, y con pechera que se ataba en la espalda con cintas anchas. La cintura, esbelta, diminuta, estaba confinada en un ancho y tieso cinturón blanco. El vestido y el delantal llegaban hasta la mitad de la pantorrilla. Los zapatos eran negros, de tacón bajo y con cordones, y las medias, de algodón negro y opaco, como en PA. La toca de Morisset era menos atractiva que la del PA, de tela blanca, como un budín, asegurada en la nuca con una cinta ajustable y una banda ancha y rígida adelante, con dos marcas, en el caso de la enfermera Langtry, para indicar que estaba en el segundo año de aprendizaje.
—Es el uniforme —dijo—. Estás acostumbrada a verme sin delantal y con un velo.
—Bien; con cualquier vestido sigues pareciendo una niña.
—¿Conseguiste el puesto de subjefa en North Shore? El rostro de la Hermana Dawkin se entristeció.
—No. Finalmente, no pude quedarme en Sydney. Mala suerte. Estoy de nuevo en Royal Newcastle porque está bastante cerca como para vivir en mi casa. ¿Cómo es el cuidado de enfermos mentales?
—Me encanta —dijo la enfermera Langtry, con satisfacción—. Por supuesto, no es como la enfermería general, aunque tenemos nuestras crisis médicas. ¡No he visto en toda mi vida tantos casos de epilépticos! Pobres, no salvamos a todos. Pero, de alguna forma, me siento más importante, más querida, más necesitada. Como Hermana con jerarquía habría perdido todo contacto con la verdadera enfermería; pero aquí en cualquier caso, uno cuida a los pacientes. Ellos son casi como parientes. Se sabe que van a estar aquí mientras uno se quede, y más, a menos que mueran de un ataque o de una neumonía. He comprobado que son más débiles que las personas cuyos cerebros están intactos. Y te diré esto, Sally: si crees que la enfermería general significa una consagración, tienes que probar con el cuidado de enfermos mentales. —Suspiró—. Ojalá hubiese estado aquí un par de años antes de tomar a mi cargo el Pabellón X. Cometí muchísimos errores por pura ignorancia. Con todo, más vale tarde que nunca, como dijo el obispo a la bailarina.
La Hermana Dawkin sonrió burlona.
—¡Epa, epa! ¡Ése es mi estilo, no el tuyo! Si no te cuidas terminarás exactamente como yo, un cruce de dragón y bufón de la corte.
—Creo que hay destinos peores —dijo la enfermera Langtry, sonriendo con repentino y auténtico placer—. ¡Oh, Sally querida, es tan agradable verte! No sabía quién podría estar esperándome. Este lugar está tan alejado que nunca tuve un visitante.
—A mí también me agrada verte. Te has destacado por tu ausencia en reuniones o cosas por el estilo. ¿Ni siquiera tratas de mantener contacto con la vieja pandilla de la Base Quince?
—No. Es gracioso; siempre detesté los postmórtem —dijo la enfermera Langtry con inquietud—. Creo que es la forma como se toman el rostro, lo agarran por los bordes y se lo sacan violentamente, de un tirón… uno nunca tendría que ver lo que hay detrás de una cara.
—Pero estás describiendo la enfermería psiquiátrica.
La enfermera Langtry cruzó los brazos sobre su estómago y se inclinó hacia adelante.
—Nunca lo pensé así. Pero sigo detestando los postmórtem.
—Tu problema es qué te estás volviendo chiflada —dijo la Hermana Dawkin, afablemente—. Yo sabía que te ocurriría, viviendo y trabajando en un sitio como éste, con lindos jardines y todo.
—¿Por qué preguntaste por la Base Quince, Sally?
—Oh, nada, realmente, excepto que antes de dejar North Shore para ir a Newcastle tuve a uno de tus hombres de X como paciente.
La piel de la enfermera Langtry se erizó.
—¿Quién? —preguntó, con la boca seca.
—Matt Sawyer. Su ceguera no era histérica.
—Lo sabía. ¿Qué era?
—Un gran tumor galopante que afectaba el tracto ocular. Un meningioma del canal olfatorio. Cada vez se volvía más grande. Pero no fue la causa de su ingreso en North Shore. Tuvo una hemorragia bajo la aracnoides.
La enfermera Langtry suspiró.
—Entonces murió, por supuesto. Entró en coma y falleció una semana después, sin sufrir. Una lástima para su familia. Adorables chiquillas, una mujercita agradable.
—Sí, es una lástima —dijo la enfermera Langtry, con voz apagada.
Se produjo un breve silencio, que no fue distinto del silencio de respeto que se acuerda a las personas suficientemente notables que van a encontrarse con su Creador. La enfermera Langtry lo ocupó preguntándose cómo habría tomado la esposa de Matt la ceguera de éste, cuando finalmente se enteró. ¿Qué efecto había tenido en sus hijas? ¿Su esposa comprendió la magnitud del estigma que le adjudicaron, el diagnóstico de histeria? ¿Habría vituperado a esa mente que, obstinada, se negaba a permitir que sus ojos volvieran a ver? ¿O estaba convencida de que algo más maligno estaba causando la ceguera? Seguramente esto último, si es que el fotógrafo captó realmente los ojos de la señora Sawyer en aquella instantánea que él tenía sobre el armario. Bien. Duerme en paz, mi querido Matt, pensó tiernamente la enfermera Langtry. La larga batalla ha terminado.
—¿Qué te hizo dejar North Shore para ir a Newcastle, Sally? —preguntó, intrigada, pues la Hermana Dawkin soñaba con la subjefatura y, sin embargo, la dejaba escapar.
—En realidad es por mi anciano padre —dijo con tristeza la Hermana Dawkin—. Arteriosclerosis, demencia senil, atrofia cortical. Tuve que internarlo esta mañana.
—¡Oh, Sally! ¡Lo siento tanto! ¿Dónde está? ¿Aquí?
—Sí, está aquí. Odiaba tener que hacerlo y sinceramente traté de evitarlo, créeme. Volví a Newcastle esperando poder arreglarme, pero mamá tiene setenta largos y no puede hacerse cargo de papá, que se orina en los pantalones y va trotando al almacén sin la más mínima ropa. La única posibilidad hubiera sido abandonar totalmente mi trabajo, pero yo soy única hija, no tenemos dinero y, por añadidura, soy una solterona. No hay esposo que traiga el sustento a los Dawkin, desgraciadamente.
—No te preocupes; estará muy bien —dijo la enfermera Langtry, tranquilizándola—. Aquí somos buenos con los ancianos, y tenemos muchos. Lo vigilaré regularmente. ¿Por eso averiguaste que yo estaba aquí?
—No. Pensaba que estabas en Callan Park, así que traté desesperadamente de internar a papá allá, más que aquí. Incluso fui a ver a la jefa de Callan Park, gracias a Dios estoy en la profesión, y eso hace una gran diferencia, y por ella supe que estabas aquí. De inmediato recordó tu entrevista. Supongo que no es común que muchas personas con tus antecedentes quieran entrenarse como enfermeras en enfermos mentales. Bueno, como podrás imaginar, fue como el maná del cielo saber que te encontrabas aquí. He estado dando vueltas por este lugar todo el día. La Jefa me ofreció sacarte de tu guardia para que vinieras a verme, pero no quise, y de todos modos soy una terrible cobarde. Señor, no quiero tener que volver a casa esta noche y enfrentar a la pobre mamá… —Se detuvo por un momento para dominarse—. Así que postergué ese momento desagradable por unas horas, y aquí estoy para llorar sobre tu hombro.
—Sí, Sally. Yo lloré sobre el tuyo.
La Hermana Dawkin se reanimó.
—Sí, ciertamente, así fue. ¡Aquella condenada zorrita Pedder!
—Supongo que no sabrás lo que ha sido de ella.
—No, y no me importa. Oh, ya estará casada; apostaría mi sueldo de un año. Pedder no estaba hecha para ganarse la vida trabajando.
—Entonces, esperemos que quienquiera que sea su esposo, esté bien acomodado y sea sanguíneo por naturaleza.
—Sí —dijo la Hermana Dawkin, pero algo ausente. Dudó, inspiró como si fuera a encarar algo que le resultaba desagradable, y habló embarazosamente—. Realmente, Honour, además de papá hay otra razón por la que deseaba verte. Cuando la jefa de Callan Park me dijo dónde estabas, me di cuenta. ¿Por casualidad lees los periódicos de Newcastle?
La enfermera Langtry permaneció con el rostro en blanco pero alerta.
—No.
La Hermana Dawkin asintió.
—Bueno, sabía que no eras de Hunter Valley, y cuando supe dónde estabas tuve la idea de que no leerías nada de Newcastle. Porque si lo hicieras, no creo que aún estuvieras aquí.
La enfermera Langtry enrojeció, pero su gesto era tan orgulloso e inaccesible que a la Hermana Dawkin le resultaba difícil continuar.
—Tu afecto por Michael Wilson era muy obvio para mí en la Base Quince, y debo confesar que esperaba que tú y él continuaran la relación. Pero cuando leí la noticia en el periódico de Newcastle supe que no lo hicieron. Después averigüé que estabas aquí, en Morisset, y me pareció que te habías ubicado cerca, pero no demasiado, quizás esperando encontrarte con él, o planeando verlo después de algún tiempo… Honour, ¿no tienes la menor idea de lo que estoy hablando, verdad?
—No —susurró la enfermera Langtry, aturdida.
La Hermana Dawkin no se echó atrás; había enfrentado situaciones parecidas a ésa durante demasiados años como para dudar ahora. Pero cumplió con su deber con gran delicadeza, comprensión y franqueza.
—Querida, Michael Wilson murió hace más de cuatro meses.
El rostro de la enfermera Langtry quedó sin expresión y sin vida.
—No soy chismosa y no te digo esto para verte sufrir. Pero pensé que, si no lo sabías, tenías que saberlo. Una vez tuve tu edad y comprendo perfectamente tu situación. La esperanza puede ser lo más cruel del mundo, y a veces lo mejor que se puede hacer es matar una esperanza vana. Pensé que, si te lo decía, tú podrías hacer otra cosa con tu vida antes de que sea demasiado tarde y no puedas cambiar. Como yo. Y es mejor que te lo diga yo que algún comerciante de Maitland, un lindo día de sol.
—Benedict lo mató —dijo la enfermera Langtry, con voz apagada.
—No. Él mató a Benedict, y después se quitó la vida. Todo fue por un perro idiota que tenían que fue a molestar a las gallinas de otro granjero. El hombre fue a buscar a Michael, enfurecido, y lo quiso atacar. Benedict se abalanzó sobre el granjero, y si Michael no lo hubiese contenido, el tipo también estaría muerto. En cambio fue a la policía, pero cuando llegaron a la granja de Michael, todo había terminado. Ambos estaban muertos. Michael le dio a Benedict una dosis excesiva de barbitúricos y después se disparó un tiro. No sufrió nada. Sabía demasiado bien adonde apuntar.
La enfermera Langtry literalmente se desplomó, apartándose de la Hermana Dawkin. Quedó derrumbada, encorvada y fláccida como una vieja muñeca de trapo.
¡Oh, Michael, mi Michael! Todo el amor sepultado, el anhelo y el deseo de tenerlo saltaron en plenitud a la conciencia. El dolor la abrumó, la envolvió y la ahogó. ¡Oh, Michael! Nunca, nunca, nunca lo vería y lo había extrañado tan insoportablemente… Todos estos meses a punto de visitarlo, cualquier día que estuviera libre, y no lo hizo. Murió y ella ni siquiera lo supo; ni siquiera lo sintió en su cuerpo que tanto lo extrañaba.
Lo de Benedict llegó a su fin inevitable. Ahora veía que era el único posible. Mientras él viviera, Benedict estaría a salvo. Eso tenía que creer Michael, porque aceptó voluntariamente la carga que significaba cuidar a Benedict. Y toda obligación debía tener su recompensa en una tarea bien cumplida. Por ello, cuando ya no pudo estar seguro, silenció para siempre a Benedict, tranquila y compasivamente. Después de lo cual no tuvo más alternativa que eliminarse. Ninguna prisión podía contener a Michael, ni el Pabellón X, ni Morisset. Era un pájaro, pero la jaula tenía que fabricarla él.
¡Oh, Michael, mi Michael! El hombre no es más de lo que puede ser. Cortado como la hierba.
Se volvió hacia la Hermana Dawkin, furiosa.
—¿Por qué no acudió a mí? —exigió—. ¿Por qué no vino?
¿Había alguna forma de decir la verdad sin lastimar? La Hermana Dawkin lo dudaba, pero trató de hacerlo.
—Quizá simplemente se olvidó de ti. Mira, ellos se olvidan de nosotros —dijo suavemente.
Eso era intolerable.
—¡No tienen derecho a olvidarnos! —gritó la enfermera Langtry.
—Pero nos olvidan. Es natural. Honour. No es que no nos quieran. ¡Ellos siguen adelante! Y nosotros también. Nadie puede vivir en el pasado. —Señaló alrededor con una mano, abarcando al hospital Morisset—. Si lo hiciéramos, terminaríamos aquí.
Uno por uno la enfermera Langtry recogió los pedazos que quedaban de ella, viejos, fríos y solitarios.
—Sí, supongo que sí —dijo—. Pero yo ya estoy aquí.
La Hermana Dawkin se puso de pie, se calzó los zapatos, estiró un brazo y levantó a la enfermera Langtry de la silla.
—Así es, estás aquí. Pero del lado del que cuida. Tienes que permanecer de ese lado; nunca lo olvides, independientemente de lo que decidas hacer. —Suspiró—. Tengo que marcharme. Mamá está esperando.
«¡Oh, Sally, tú sí tienes verdaderos problemas!», pensó la enfermera Langtry, mientras caminaba junto a su amiga por el salón de entrada de la residencia de las enfermeras. No era forma de terminar una vida, con muy poco dinero, padres ancianos y sin esperanza de ayuda. Y la eventual soledad. Todo lo que había conseguido Sally Dawkin con el cumplimiento del deber eran nuevos deberes. Bueno, por mi parte —decidió la enfermera Langtry— estoy harta del deber. Ha gobernado toda mi vida. Y mató a Michael.
Caminaron hasta donde la Hermana Dawkin había dejado el coche que pidió prestado para trasladar a su padre a Morisset. Antes de que Sally subiera al vehículo, la enfermera Langtry la abrazó brevemente y con fuerza.
—Cuídate, Sally, y no te preocupes por tu padre. Aquí siempre estará bien.
—Me cuidaré, no te inquietes. Hoy estoy vencida, pero mañana, ¿quién sabe? Quizá gane la lotería. Y Royal, en Newcastle, no es tan insignificante. Tal vez pueda llegar a jefa y no sólo a subjefa. —Subió al automóvil—. Si alguna vez decides ir hacia el norte, a Newcastle, llámame y nos encontraremos para comer y charlar. No es bueno perder todo contacto con la gente, Honour. Además, cada vez que venga a ver a papá voy a imponerte mi compañía.
—Me encantaría, pero no creo que esté aquí muchos días más. Hay alguien en Melbourne al que me propongo recordarle que aún existo, antes de que sea demasiado tarde —dijo la enfermera Langtry.
La Hermana Dawkin la miró con regocijo.
—¡Muy bien! Sigue tu vida como tú sientes que debes vivirla. —Soltó el embrague, saludó alegremente con la mano y se alejó haciendo saltar al auto como un canguro.
La enfermera Langtry se quedó mirando durante un instante, devolviendo el saludo, y luego volvió a la residencia con la cabeza baja, observando sus propios pasos en la noche.
Neil dijo que la esperaría. Melbourne no quedaba muy lejos, si iba en avión. Podía volar la siguiente vez que tuviera cuatro días libres. Y si él realmente todavía la esperaba, nunca tendría que regresar a Morisset. Tenía treinta y dos años. ¿Y qué podía exhibir? Unos pocos pedazos de papel oficial, algunos galones, un par de medallas. Sin esposo, sin bebés, sin vida propia. Sólo servir a otros, un recuerdo y un hombre muerto. No era suficiente, ni mucho menos.
Levantó la cabeza. Miró fijamente los cuadrados amarillos de luz, que la rodeaban en ese vasto vaciadero para los desahuciados y sin amparo. ¿Cuándo iba a tener cuatro días libres? Tenía tres días más de guardia, luego tres días libres, después cuatro de trabajo, y finalmente otros cuatro libres. Aproximadamente dentro de diez días.
¡Oh, eso le venía muy bien! No iría a Melbourne hasta después del gran concierto. Iba a ser el más importante, siempre que la pobre vieja Marg pudiera recordar las dos palabras que tenía que decir. Pero tanto quería participar que nadie tuvo el coraje de decirle que no. Todos rezaban muchísimo, nada más. ¡Qué suerte que la encargada averiguara que Annie sabía cantar! Cuando estaba arreglada era una muchacha bonita. Algunos pacientes de cestería iban a fabricar una grandiosa jaula de mimbre, pintada de color oro, y Annie iba a cantar Soy sólo un Pájaro en una Jaula Dorada. La pieza sobre el gato y el ratón haría venir abajo la sala, sin reservas, si Su-Su pudiera hacer su parte sin que le dé un ataque…
La enfermera Langtry se detuvo como si de repente un gigante se hubiera colocado en su camino. ¿En qué diantres estoy pensando? ¡No puedo abandonarlos! ¿Con quién se quedan ellos, si las personas como yo corren ciegamente en pos de un sueño? ¡Porque es un sueño! El sueño de una muchacha tonta, inmadura. Ésta es mi vida. Para esto hice mi aprendizaje. Michael lo sabía. Y Sally Dawkin tiene razón. La verdad es cruel, pero no se puede escapar de ella eternamente; y si lastima, uno tiene que soportar el dolor. Ellos nos olvidan. Dieciocho meses sin siquiera una palabra de Michael. Neil también me ha olvidado. Cuando yo era el centro de su universo, me amaba y me necesitaba. ¿Para qué me necesita ahora? ¿Y por qué habría de amarme? Lo envié de regreso a una vida diferente, más amplia, más excitante. ¡Oh, sí! Mucho más excitante, con otras mujeres. ¿Por qué diablos va a recordar una parte de su vida que le causó tanto dolor? Y, más importante aún, ¿por qué tengo la esperanza de que me recuerde? Michael tenía razón. Michael sabía. Un pájaro fuerte necesita mucho espacio para volar.
Honour tenía un deber que cumplir. ¿Cuántas personas reunían las condiciones necesarias para hacer lo que ella podía realizar sin esfuerzo? ¿Cuántas estaban capacitadas? ¿Cuántas poseían los conocimientos, la destreza innata? Por cada enfermera de mentales con la fibra requerida para soportar el período de entrenamiento de tres años, diez no podían superarlo. Ella tenía esa fibra. Y el amor. Ése no era sólo un trabajo. Allí también estaba su corazón. ¡Y muy profundamente! Era lo que en verdad deseaba. Allí estaba su deber, entre aquéllos que el mundo había olvidado, o no podía utilizar, o cuya vista simplemente no podía tolerar.
La enfermera Langtry reanudó su marcha, con energía, sin ningún temor, comprendiéndose por fin a sí misma. Y comprendiendo que el deber, la más indigna de las obsesiones, era sólo otro nombre del amor.