ASÍ, la Hermana Langtry se quitó el velo, se puso una toca y se convirtió en la enfermera Langtry en el hospital de enfermos mentales de Morisset. Era una serie de construcciones irregulares, una cantidad de edificios desparramados sobre muchas hectáreas, en un hermosísimo lugar: lagos en una parte de sus límites; montañas salvajes por detrás, colmadas de bosques; plácidas y fértiles llanuras y, no muy lejos las playas costeras.
Al principio su situación era algo desagradable, pues nadie en Morisset había escuchado jamás que una Hermana con instrucción general abandonara su carrera para convertirse en una aprendiz de enfermera de enfermos mentales. Muchas de sus compañeras tenían por lo menos su edad. Algunas estuvieron sirviendo en la guerra, pues ese tipo de enfermería atraía más a las mujeres mayores que a las muchachas. Pero la categoría especial i le Honour la colocaba aparte. Todo el mundo sabía que, según había dicho la Jefa, le permitirían dar el examen de encargada al termino de dos años, en lugar de tres. Y todos sabían que la Jefa no solo la respetaba, sino que la apreciaba. Se murmuraba que Honour había prestado arduos servicios de enfermería durante la guerra, por los cuales había recibido un MBE. Y eso siguió siendo un rumor, pues la enfermera Langtry jamás hizo referencia a aquellos años.
Le llevó seis meses demostrarles a todos que no estaba expiando alguna culpa; ni trabajaba como espía para algún misterioso organismo de Sydney, y que tampoco era un poco chiflada. Y al final de esos seis meses supo que las encargadas le tenían afecto, pues trabajaba mucho y con tremenda eficacia, nunca estaba enferma y demostraba, en numerosísimas ocasiones, que sus conocimientos generales podían ser una bendición en un lugar como Morisset, donde no era posible que un puñado de médicos vigilara a todos los pacientes para detectar enfermedades que complicaban el estado mental. La enfermera Langtry podía descubrir una neumonía incipiente, sabía cómo tratarla, y tenía el don de transmitir sus conocimientos a otros. Ella podía diagnosticar herpes, tuberculosis, afecciones agudas del abdomen, infecciones del oído interno y medio, amigdalitis y la mayoría de las enfermedades que generalmente atacaban a los pacientes. También podía distinguir un dislocamiento de una rotura, un resfrío de una alergia, una jaqueca de un dolor de cabeza simple. Eso la hacía muy valiosa.
El trabajo era agotador. Sólo había dos turnos: el diurno, de 6.30 a 18.30, y el nocturno, que cubría las otras doce horas. La mayoría de los pabellones tenían entre sesenta y ciento veinte pacientes. No había personal doméstico de ninguna clase y sólo tres o cuatro enfermeras, incluyendo a la encargada. Todos los pacientes debían bañarse diariamente, aunque la mayoría de los pabellones sólo tenían una bañera y una ducha. Todas las tareas de limpieza, desde el lavado de las paredes y lámparas hasta el lustrado de pisos, estaban a cargo, exclusivamente, del personal de enfermeras. El agua caliente de cada pabellón lo proporcionaba una caldera que funcionaba con carbón de coque y que las enfermeras debían alimentar. Ellas se ocupaban de las ropas de los pacientes, desde el lavado hasta el zurcido. Aunque se preparaba la comida en una cocina central, la llevaban a cada pabellón en grandes recipientes. Tenían que volver a calentarla y dividirla en porciones y, a menudo debían preparar el postre y las verduras en el pabellón. Todos los platos, cubiertos, cacerolas y sartenes se lavaban en el pabellón. La comida para los pacientes que debían seguir dietas especiales la preparaban las enfermeras, pues no había una cocina a propósito, ni tampoco dietistas.
Por más que estuvieran dispuestas a trabajar mucho, tres o cuatro enfermeras, sin ayuda doméstica, con un mínimo de sesenta pacientes, y a menudo el doble, nunca podrían hacer todo lo que había que hacer. Entonces, como en la Base Quince, los pacientes también trabajaban. Las tareas eran muy estimadas y lo primero que aprendía una enfermera era a no interferir de ninguna forma en el trabajo de un paciente. Cuando surgía un problema habitualmente era porque un paciente le quitaba la tarea a otro, o hacía intolerable su cumplimiento. Se trabajaba bien, y existía una estricta jerarquía entre los pacientes, que dependía de la capacidad y el orgullo de los enfermos. Los pisos siempre brillaban como el cristal, los pabellones estaban impecables, las instalaciones del baño y las cocinas relucían.
Contrariamente a la opinión popular sobre los hospitales psiquiátricos, y quizás una característica de Morisset, había muchísimo cariño. Se hacía todo lo posible por crear una atmósfera hogareña y la vasta mayoría de las enfermeras cuidaban bien a sus pacientes. El personal formaba parte de la misma comunidad, con los enfermos. En verdad, familias enteras —madre, padre, hijos adultos—, empleados en Morisset, vivían en el hospital, de modo que, para muchos integrantes del personal, era un auténtico hogar y significaba lo que todo verdadero hogar significa.
La vida social era muy activa, de gran interés tanto para los pacientes como para el personal. Todos los lunes, por la noche, se pasaban películas en el hall, para los pacientes y el personal en conjunto. Se realizaban frecuentes conciertos, en los cuales participaban los pacientes y el personal, o formaban la entusiasta audiencia. Una vez por mes se hacía un baile, seguido por una abundante y deliciosa cena. Allí los pacientes varones se sentaban a lo largo de una pared y las mujeres del lado opuesto. Cuando se anunciaba una pieza, los varones cruzaban velozmente el salón para sacar a sus compañeras favoritas. También se instaba a bailar al personal, pero sólo con los pacientes.
Todos los pabellones se cerraban y los pacientes varones estaban en edificios separados de las mujeres. Antes y después de las reuniones sociales, donde se permitía la asistencia de ambos sexos, se realizaba un cuidadoso control de los pacientes. Las enfermas eran atendidas por personal femenino, y los enfermos sólo por varones.
Muy pocos pacientes tenían visitas, y muy pocos poseían ingresos privados. Algunos recibían una pequeña remuneración por tareas especiales en el hospital o alrededores. En todo sentido, los internos consideraban al hospital como un hogar permanente. Algunos de ellos no recordaban otro; algunas no habían olvidado, y otros suspiraban por un verdadero hogar que recordaban, con padres o esposas amantes. No era raro ver a un anciano demente —durante las horas permitidas— en compañía de una esposa que, aunque sana, se había consagrado al enfermo en lugar de separarse completamente.
No era un paraíso, pero la actitud era de afecto, y la mayoría del personal se daba cuenta que no se ganaba nada —pero se perdía mucho— convirtiéndolo en un lugar desdichado. Para empezar, los pacientes en conjunto eran bastante desdichados. Por supuesto, había malos pabellones, malas encargadas y malas enfermeras, pero no en las proporciones que se mencionan en la leyenda. No se toleraba al personal sádico, por lo menos en los pabellones femeninos donde trabajaba la enfermera Langtry, ni se permitía a las encargadas que los gobernaran como feudos independientes.
A veces, sin proponérselo, el hospital era un lugar gracioso, pasado de moda. Algunos pabellones estaban muy lejos del alojamiento de las enfermeras. Por eso, las transportaban a sus tareas, y las traían de vuelta, en un coche cubierto tirado por un caballo y conducido por un paciente. La Jefa y el superintendente hacían recorridos diarios, comenzando a las nueve de la mañana. Se trasladaban de pabellón en pabellón con un sulky guiado por un paciente. La Jefa iba sentada regiamente, en todo el esplendor de sus ropas blancas, con un parasol para protegerse del sol, o un paraguas en caso de lluvia. En pleno verano el caballo llevaba un gran sombrero de paja, con dos agujeros en los costados, para las orejas.
La enfermera Langtry sabía que las cosas que más le molestaban eran previsibles. Era difícil volver a la categoría de prueba, no tanto por tener que cumplir órdenes sino por la falta de privilegios y comodidades, aunque sospechaba que habría sido más difícil si no hubiese tenido que soportar la fatiga del trabajo durante la guerra. Sin embargo, para una mujer de treinta años, que tuvo mando, que condujo ambulancias en combate, bajo el fuego, que trabajó en puestos de evacuación de heridos y en un hospital militar general, resultaba duro tener que dar vuelta todo su cuarto para que su jefa lo inspeccionara los martes por la mañana. Tenía que enrollar el colchón para que ella pudiera revisar debajo de la cama, y colocar encima las mantas y sábanas, dobladas de una manera determinada y cuidadosamente dispuestas. Trataba de no molestarse por eso. Por fortuna, no le hicieron compartir su cuarto con otra enfermera; una pequeña concesión a su edad y categoría profesional.
Al concluir su primer año en Morisset, la enfermera Langtry empezó a acostumbrarse y su personalidad salió a la superficie nuevamente, en toda su plenitud. No tuvo que luchar para subyugarla, pues se había hundido hasta el fondo por propia voluntad, un mecanismo protector ideado para hacer frente al período de prueba y a un trabajo que aún no conocía al dedillo.
Pero la verdad emerge, y la fuerte personalidad de Honour Langtry todavía estaba viva, reanimada por su descanso obligado. Su reaparición no le hizo daño, pues nunca atacó sino la estupidez, la incompetencia o la negligencia, como lo hacía ahora de nuevo.
Sorprendió a una enfermera abusando físicamente de una paciente e informó del incidente a la encargada, que se sintió inclinada a pensar que Langtry interpretaba lo ocurrido de manera histérica.
—Su-Su es una epiléptica —dijo la encargada— y no se puede confiar en ella.
—¡Qué disparate! —exclamó la enfermera Langtry, con sorna.
—¡No trate de enseñarme mi trabajo porque tiene su entrenamiento general! —espetó la encargada—. Si lo duda, lea su Libro Rojo; allí está, en letras de molde. No se debe confiar en los epilépticos. Son taimados, falsos y maliciosos.
—El Libro Rojo está equivocado —dijo la enfermera Langtry—. Conozco bien a Su-Su, lo mismo que usted, y es totalmente digna de confianza. Lo que, de todos modos, no tiene nada que ver. Ni siquiera el Libro Rojo aconseja que se golpee a los pacientes.
La encargada la miró como si hubiera blasfemado, como en verdad ocurrió. El Libro Rojo era un manual para enfermeras psiquiátricas, y representaba la única fuente escrita de autoridad que ellas poseían. Pero era anticuado, terriblemente inexacto y destinado a estudiantes de muy bajo nivel. Cualquiera que fuese la enfermedad, recomendaba un enema. La enfermera Langtry le dio una leída y comprobó tantos errores garrafales que lo abandonó por completo, prefiriendo usar su propia capacidad para aprender sobre los desórdenes mentales y comprar libros de texto de psiquiatría cada vez que iba a Sydney. Estaba convencida de que, cuando llegara, la reforma de las técnicas de enfermería reflejaría lo que ya decían los últimos libros de psiquiatría.
La batalla por Su-Su llegó hasta la Jefa, pero nada podía silenciar a la enfermera Langtry, o hacerla desistir. Por último la enfermera culpable fue castigada y trasladada a otro pabellón, donde la vigilaron atentamente. No castigaron a la encargada, pero ésta captó el mensaje en cuanto a la enfermera Langtry se refería: había que proceder en forma absolutamente correcta, o lamentar el día en que tuviera que enfrentarse con ella. No sólo era inteligente. No la asustaba la autoridad de los títulos y tenía una enorme capacidad de persuasión.
Cuando Honour Langtry fue a Morisset, sabía bien que la granja de Michael estaba a sólo ciento treinta kilómetros al noroeste, aunque esa proximidad no fue la razón para elegir ese lugar para su trabajo. En eso se había guiado por la Jefa de Callan Park, y después de un año en Morisset se dio cuenta de que el consejo era excelente.
Cuando no estaba físicamente agotada y simplemente dormía y comía en sus horas libres, a menudo pensaba en Michael. Y en Benedict. Un día iría a Maitland en lugar de Sydney, lo sabía, pero aún no. La herida todavía dolía, sí, pero ésa no era la razón por la cual seguía postergando el día de la visita. Tenía que dar tiempo a Michael para que comprendiera que lo que intentaba hacer con Ben no podía resultar. Si algo le enseñó su primer año en Morisset, fue que no se podía dejar a las personas como Benedict en el aislamiento en una granja; no se podía permitir que se limitaran más a sí mismos con la compañía de un solo ser humano, por afable y afectuoso que fuese. En una situación como la de la granja de Michael, Benedict sólo podía empeorar. Eso la inquietaba, aunque pensaba que no tendría sentido interferir hasta que pasara suficiente tiempo para demostrar que Michael estaba equivocado y que ella tenía razón.
Dentro de los límites del Hospital Morisset había un hospital prisión para los criminales insanos. Su visión, sobre los árboles, con sus rojos bloques de ladrillo, aislamiento y tapiado, y bajo la rígida supervisión de un personal separado, siempre la estremecía. Allí estaría viviendo Benedict si los acontecimientos de la casa de baños hubiera tomado un giro diferente. Y no era un buen lugar para vivir. ¿Cómo podía, entonces, culpar a Michael por su intento? Sólo podía prepararse para el día en que él pudiera pedirle ayuda, o en que ella estimara que podía ofrecerla.