CUANDO Honour Langtry bajó del tren en Yass no había nadie esperándola, cosa que no la consternó. No había avisado a su familia que llegaba. Quererlos era una cosa; estar frente a ellos, otra muy distinta, y prefería hacerlo en privado. Volvía a la infancia y parecía tan lejana… ¿Cómo la verían ahora? ¿Qué pensarían? Por eso, postergó el momento del encuentro. La propiedad de su padre no estaba lejos del pueblo; alguien la llevaría.
Alguien lo hizo, pero nadie que conociera, y así pudo sentarse y disfrutar en paz del viaje de veinticuatro kilómetros. Por supuesto, cuando llegara, la familia ya sabría que había vuelto. El jefe de la estación la recibió con los brazos abiertos, buscó quién la llevara y seguramente telefoneó avisando que estaba en camino.
Todos se encontraban reunidos en la galería delantera, esperando: su padre más grueso y calvo; su madre exactamente igual, y su hermano Ian, una edición más joven y delgada de su padre. Hubo abrazos, besos, pasos atrás para mirar, exclamaciones y frases que no terminaban porque alguien interrumpía.
Sólo después de una cena de ternero retornó cierta semblanza de normalidad. Charlie Langtry y su hijo se acostaron, porque sus días comenzaban al amanecer, mientras Faith Langtry siguió a su hija al dormitorio, para sentarse y observarla desempacar. Y charlar.
El cuarto de Honour era agradable y modesto. Sin embargo, tenía buenas dimensiones y se había gastado bastante dinero en él. Nada en particular en cuanto a color o línea, pero la cama, grande, era confortable, igual que el sillón tapizado de chintz en el que Faith Langtry se sentó. Había una mesa antigua, muy lustrada, con una silla Carver de madera, que constituían el área de trabajo, un vasto ropero, un espejo de cuerpo entero, sobre un pie, un pequeño ocador y otro sillón.
Mientras Honour iba y venía entre el ropero, los cajones del tocador y sus maletas, que estaban sobre la cama, su madre permanecía sentada, absorbiendo totalmente la presencia de su hija por primera vez desde su llegada. Por supuesto, hubo períodos de licencia durante esos años en el ejército, pero la brevedad, la atmosfera de urgencia, no permitían obtener impresiones reales y duraderas. Esto era distinto; Faith Langtry podía mirarla sin tener que aplicar la mitad de su pensamiento a lo que debía hacerse mañana, o a cómo iban a soportar el siguiente período de servicio de Honour, que seguramente sería peligroso. Ian no estuvo en condiciones de entrar al ejército; lo necesitaban en el campo. Pero cuando ella nació —se decía Faith Langtry— nunca pensé que sería a mi hija a la que mandaría a una guerra. Mi primogénita. El sexo no es tan diferente ni tan importante como antes.
Cada vez que Honour volvía a casa ellos notaban cambios, desde el amarillo atabrino de la piel hasta los pequeños tics y hábitos de adulto y de mujer. Seis años. Dios sabía exactamente lo que contenían esos seis años, porque Honour nunca quiso hablar de la guerra cuando venía a casa; y si le preguntaban, contestaba con evasivas. Pero, independientemente de lo que hubiera ocurrido en esos años, al contemplar a Honour, Faith Langtry comprendió que su hija se había alejado de su hogar a una distancia mayor que la de la luna.
Estaba delgada. Por supuesto, era de esperar. Tenía líneas en el rostro, aunque no había señales de canas en su cabello, gracias a Dios. Austera sin ser dura, extraordinariamente segura en sus movimientos, ensimismada sin estar ausente. Y aunque nunca podía ser una extraña, era una persona diferente.
¡Qué contentos estuvieron cuando ella prefirió seguir enfermería en lugar de medicina! Pensaban en el sufrimiento que esa decisión le ahorraría a su hija. Pero si hubiese estudiado medicina habría permanecido en el hogar, y ahora, observando a Honour, Faith se preguntaba si, a la larga, no hubiera sido mejor.
Aparecieron sus medallas de servicio y sus condecoraciones.
¡Qué extraño tener una hija que era Member of the British Empire! ¡Y qué orgullosos estarían Charlie y Ian!
—Nunca me hablaste de tu MBE —dijo Faith, con leve tono de reproche.
Honour levantó la vista, sorprendida.
—¿De veras? Debo de haberlo olvidado. En esa época estaba muy ocupada. Tenía que escribir apurada. Además, lo confirmaron hace muy poco.
—¿Tienes algunas fotos, tesoro?
—En alguna parte están. —Honour buscó en el bolsillo de una maleta y sacó dos sobres, uno mucho más grande que el otro—. Aquí están. —Se sentó en el otro sillón y tomó los cigarrillos.
—Estos somos Sally y Teddy y Willa y yo… Ése es el jefe en Lae… Yo, en Darwin, a punto de salir no recuerdo para dónde… Moresby… El personal de enfermería de Morotai… La parte exterior del Pabellón X…
—Estás maravillosamente bien con ese sombrero.
—Son más cómodos que los velos, probablemente porque hay que quitárselos cuando uno entra.
—¿Qué hay en el otro sobre? ¿Más fotos?
Honour extendió la mano como si no estuviera decidida a revelar el contenido del segundo sobre, el más grande. Luego de una ligera duda, lo abrió.
—No, no son fotos. Son retratos de algunos de mis pacientes del Pabellón X… mi última jefatura, si es que puedo decirlo así.
—Están maravillosamente bien hechos —dijo Faith, mirando con atención cada rostro, pero pasando el de Michael advirtió Honour, aliviada como si no fuera más importante que los demás… ¿Pero cómo podía no serlo? Y qué extraño, esperaba que su madre viera lo que ella había visto aquella primera mañana en el corredor del Pabellón X.
—¿Quién los hizo? —preguntó Faith.
—Este muchacho —dijo Honour, pasando las hojas y poniendo el de Neil arriba—. Neil Parkinson. El retrato no es muy bueno; fracasó por completo cuando trató de dibujarse a sí mismo.
—Es suficientemente bueno para que su cara me recuerde a alguien, o de lo contrario lo he visto en alguna parte. ¿De dónde es?
—Melbourne. Entiendo que su padre es un magnate.
—¡Longland Parkinson! —Dijo Faith, triunfante—. Entonces conocí a este muchacho. Fue en 1939, la Copa de Melbourne. Ese año él estaba con su madre y su padre, de uniforme. Me encontré varias veces con Francés, su madre, en Melbourne, en un sitio u otro.
¿Qué había dicho Michael? Que en su mundo ella conocía hombres como Neil, no como él. Qué extraño. En verdad, con el correr del tiempo podría haber conocido a Neil. Si no hubiese habido guerra.
Faith volvió a recorrer las hojas y halló el bosquejo que buscaba. Lo colocó sobre el de Neil.
—¿Quién es éste, Honour? ¡Ese rostro! ¡La expresión de los ojos! —Parecía casi hechizada—. No sé si me agrada, pero es una cara fascinante.
—El sargento Lucius Daggett. Luce. Él fue… él se suicidó no mucho antes de que se cerrara la Base Quince. —¡Oh, Dios! Casi había dicho que fue asesinado.
—Pobre muchacho. ¿Qué puede haberlo impulsado a eso? Tiene tan buen aspecto, tan lejos de una cosa así —Faith le devolvió los dibujos a Honour—. Debo decir que me agradan mucho más que las fotos. Los brazos y las piernas no dicen ni de cerca lo que dicen las caras con respecto a las personas, y siempre me pongo bizca tratando de ver las caras en las fotos; pero sólo logro ver borrones. ¿Quién era tu favorito del grupo?
—Éste. Sargento Michael Wilson.
—¿De veras? —preguntó Faith, mirando algo incrédula a su hija—. Bueno, tú los conociste a todos personalmente, por supuesto. Un lindo muchacho, se ve… Parece un peón de hacienda.
¡Bravo, Michael!, pensó Honour. Así habla la esposa rica del ovejero que se encuentra con Neil Parkinson en las carreras y conoce instintivamente su estrato social, casi tan bien como es posible sin ser un esnob. Porque mamá no es una esnob.
—Tiene una granja lechera —dijo ella.
—Oh, eso explica su aspecto campesino —suspiró Faith, y estiró los músculos—. ¿Estás cansada, querida?
—No, mami, nada. —Honour puso los dibujos en el suelo, junto a su sillón, y encendió un cigarrillo.
—¿Todavía no hay señales de matrimonio? —preguntó Faith.
—No —dijo Honour, sonriendo.
—Oh, bueno, es mejor ser una solterona que casarse equivocadamente. —Lo dijo con un recato fingido que hizo reír a su hija.
—Estoy muy de acuerdo, mami.
—¿Eso significa que volverás a tu profesión?
—Sí.
—¿Al Prince Alfred otra vez? —Faith sabía que su hija no se quedaría a trabajar en el pequeño pueblo de Yass. A Honour siempre le gustaron los sitios importantes para su profesión.
—No —dijo Honour, e hizo una pausa, sin deseos de continuar.
—Bien; ¿dónde, entonces?
—Iré a un lugar llamado Morisset para entrenarme como enfermera de enfermos mentales.
Faith Langtry se quedó con la boca abierta.
—¡Estás bromeando!
—No, no estoy bromeando.
—¡Pero… pero eso es ridículo! ¡Eres una Hermana con jerarquía! ¡Con tu experiencia puedes ir a cualquier lado! ¿Enfermera de psiquiatría? ¡Dios mío. Honour! ¡También podrías solicitar un puesto de guardiacárcel! ¡El salario es mejor!
La boca de Honour se endureció. Repentinamente, su madre vio la mejor exhibición de energía y decisión, tan ajenos a la idea que tenía de su hija.
—Ésa es una de las razones por las cuales voy a hacerlo —dijo Honour—. En el último año y medio he atendido a hombres que estaban emocionalmente perturbados, y me di cuenta de que ese trabajo me agradaba más que ninguna otra rama de la enfermería. Se necesita gente como yo… ¡porque la gente como tú se horroriza al pensar en eso, entre otras razones! Las enfermeras de psiquiatría tienen tan poca categoría que casi es un estigma serlo. Por ello, si no se incorporan personas como yo, nunca van a seguir los progresos de la época. Cuando llamé al Departamento de Salud Pública para obtener información sobre el entrenamiento como enfermera de psiquiatría, y les dije quién era y qué era, ¡pensaron que era una chiflada! Tuve que ir dos veces en persona para convencerlos de que yo, una enfermera con jerarquía, estaba auténticamente interesada en convertirme en enfermera de psiquiatría. ¡Hasta el Departamento de Salud Pública, que administra todos los hospitales de enfermos mentales, considera que es convertirse en un cuidador de locos!
—Eso es exactamente lo que serás —dijo Faith.
—Cuando un paciente ingresa en un hospital de mentales, entra en un mundo que probablemente nunca abandonará —trató de explicar Honour, con voz llena de sentimiento—. Los hombres que atendí no estaban en tan malas condiciones, pero con todo pude hacer suficientes comparaciones directas como para ver que se necesitan personas como yo.
—¡Honour, parece que estuvieras haciendo penitencia, o predicando alguna religión! ¡Lo que puede haberte ocurrido durante la guerra seguramente no ha podido descarriar tanto tu juicio!
—Supongo que suena como si estuviera iluminada por algún sentimiento de misión —dijo Honour pensativamente, encendiendo otro cigarrillo—. Pero no es así. Tampoco estoy expiando nada. ¡Pero no voy a aceptar que mi deseo apasionado de contribuir a aliviar la desgracia de los pacientes mentales sea un síntoma de inestabilidad mental!
—Está bien, querida, está bien —concedió Faith—. Me equivoqué al sugerirlo. ¿Ahora no vas a enojarte si te pregunto si vas a obtener algo concreto de eso, como otro diploma?
Honour rió, disipada su indignación.
—Mucho me temo que no voy a sacar nada, mamá. No hay curso de instrucción propiamente dicho, ni diploma, ni nada. Y cuando termine el entrenamiento no volveré a ser Hermana; seguiré siendo simplemente la enfermera Langtry. No obstante, cuando esté encargada de un pabellón, mi título será enfermera encargada Langtry. «Encargada», para abreviar.
—¿Cómo averiguaste todo eso?
—Fui a ver a la jefa de Callan Park. Al principio pensé en ir allí, pero después de hablar un rato me aconsejó con firmeza que fuera a Morisset. La instrucción es igualmente adecuada, según parece, y el ambiente mucho mejor.
Faith se puso de pie y empezó a pasearse.
—Morisset. ¿Es cerca de Newcastle, verdad?
—Sí, del lado de Sydney. A unos cien kilómetros de Sydney, lo que significa que podré ir cuando necesite diversión, y creo que voy a necesitar mucha. Mira, no veo esto con cristales color de rosa. Va a ser muy difícil, especialmente estar de nuevo a prueba. Pero sabes, mamá prefiero estar a prueba y aprender algo que quedarme en PA haciendo reverencias y adulando a todos, desde la jefa hasta el delegado y el superintendente, y teniendo que pasar por alto ciertas normas y reglamentos cada cinco minutos. Sencillamente, no podría tolerar la formalidad y las boberías, después de la vida que he llevado en el ejército.
Faith tomó el paquete de cigarrillos de Honour, sacó uno y lo encendió.
—¡Mamá! ¡Estás fumando! —exclamó Honour, sorprendida.
Faith rió hasta las lágrimas.
—¡Oh, bueno, es un consuelo saber que aún conservas ciertos prejuicios! Empezaba a pensar que te daba la impresión de una especie de Sylvia Pankhurst de nuestros días. Tú fumas como una chimenea. ¿Por qué no habría de hacerlo yo?
Honour se levantó y fue a abrazarla.
—Tienes mucha razón. ¡Pero siéntate y ponte cómoda! Por más inteligente que uno piense que es, los padres siempre son como dioses. Sin defectos ni apetitos humanos. Perdóname.
—Aceptado. Charlie fuma, Ian fuma, tú fumas. Simplemente, pensé que me dejaban afuera. También bebo. Todas las noches, antes de la cena, tomo un whisky con Charlie, y es muy agradable.
—Muy civilizado, también —dijo Honour, sonriendo.
—Bien, confío en que todo salga como tú esperas, querida —dijo Faith, exhalando el humo—. Aunque confieso que hubiese preferido que no te destinaran a un pabellón de «troppos».
Honour reflexionó antes de hablar, queriendo que sus palabras fueran expresivas.
—Mamá, ni siquiera a ti puedo hablarte de las cosas que me ocurrieron mientras atendí a hombres «troppo», y creo que nunca podré hacerlo. No es por tu culpa, sino por mí. Pero ciertas cosas llegan demasiado profundo. Lastiman demasiado No es precisamente que las entierre. Sólo que nadie las entendería nunca, a menos que conocieran el mundo del Pabellón X. Y tratar de explicarlo con todos los detalles necesarios para que entiendas… no tengo esa energía. Me mataría. Pero puedo decirte esto. No sé por qué lo pienso, pero sé que no he terminado con el Pabellón X. Falta algo. Y si soy una enfermera de psiquiatría, estaré mejor preparada para lo que falta.
—¿Qué es posible que falte?
—No lo sé. Tengo algunas ideas, quizá, pero nada concreto.
Faith apagó el cigarrillo, se puso de pie y se inclinó para besar a su hija con ternura.
—Buenas noches, querida. ¡Qué bueno es tenerte aquí! Nos inquietábamos muchísimo cuando no sabíamos dónde estabas exactamente, o cuando te encontrabas muy cerca de las líneas. Después de eso, cuidar enfermos mentales es una sinecura.
Faith fue a su dormitorio, encendió sin piedad la lámpara sobre la mesita de noche, inundando con su luz la cara de su esposo dormido. Él hizo una mueca, gruñó y se dio vuelta. Faith, con la luz encendida, trepó a la cama y se apoyó pesadamente en el hombro de Charlie, palmeándolo en la mejilla con una mano y sacudiéndolo con la otra.
—¡Charlie, si no te despiertas te mato! —dijo.
El hombre abrió los ojos y se sentó, pasándose los dedos por los casi inexistentes cabellos y bostezando.
—¿Qué pasa? —preguntó, sin fastidiarse. La conocía muy bien y sabía que Faith no despertaba a un hombre por divertirse.
—¡Es Honour! —dijo ella, con el rostro contraído—. ¡Oh, Charlie, no me di cuenta hasta ahora, cuando hablé con ella en su cuarto!
—¿De qué te diste cuenta? —La voz de Charlie sonaba muy alerta.
Pero Faith no pudo decírselo, pues la pena y el temor la abrumaron. En cambio lloró larga y amargamente.
—Se ha ido y nunca podrá volver —dijo, cuando pudo hacerlo.
Charlie se puso tenso.
—¿Se ha ido? ¿A dónde?
—No físicamente. Todavía está en su cuarto. Lo siento, no quise asustarte. Hablo de su alma, lo que la mantiene. ¡Oh, Dios, Charlie, comparados con ella somos unos bebés! Es peor que tener una hija monja. Por lo menos, sabes que está a salvo, que el mundo no la ha tocado. Pero Honour tiene las huellas del mundo en ella. Y no obstante es, de algún modo, más grande que el mundo. No sé lo que estoy diciendo, no está bien; tienes que hablar con ella y ver por ti mismo. Creo que Honour quiere hacerse cargo del mundo, y eso es insoportable. Uno no quiere que sus hijos tengan que sufrir así.
—Es la guerra —dijo Charlie Langtry—. No debimos dejarla ir.
—Nunca nos pidió permiso, Charlie. ¿Por qué habría de hacerlo? Tenía veinticinco años. Una mujer adulta, pensé entonces, con suficiente edad para sobrevivir. Sí, es la guerra.