LA evacuación estaba muy bien organizada. Cuando la Hermana Langtry llegó al punto de reunión con sus cuatro hombres, se los arrebataron muy pronto, apenas hubo tiempo para un abrazo, y un beso en la mejilla. Después no podía recordar cómo la miró Michael, o cómo ella lo miró a él. Parecía inútil quedarse esperando volver a verlos, de modo que se deslizó entre los grupos de hombres que aguardaban y enfermeros que los guiaban y regresó a X.
Instintivamente empezó a ordenarlo todo. Recorrió el pabellón alisando las sábanas, ajustando por última vez los mosquiteros de acuerdo al estilo de la Jefa, abriendo armarios, plegando los biombos que ocultaban la mesa del refectorio.
Después fue a su oficina, se quitó los zapatos, con sendos puntapiés, sin desatarlos, y se sentó en su silla con los pies debajo del cuerpo, algo que nunca había hecho en ese asiento oficial. No importaba. Nunca más habría alguien que pudiera verla. Neil también había partido. Un atormentado sargento, que llevaba un anotador, le informó de la partida de Neil. La Hermana Langtry no entendía qué había salido mal, o quién se había equivocado; pero de todos modos ya era demasiado tarde. Y quizá era mejor no verse obligada a enfrentar al cabecilla del complot. Tendría que hacerle demasiadas preguntas incómodas.
Inclinó la cabeza, apoyada en su mano; dormitó y placenteramente soñó con Michael.
Dos horas más tarde Neil llegó caminando con bríos por detrás del Pabellón X. Silbaba con desenvoltura, y parecía a gusto en su pulcro uniforme de capitán, con el bastón bajo el brazo. Ágilmente trepó los escalones en la parte posterior de X y penetró en el desierto pabellón en penumbra. Sorprendido, se detuvo bruscamente. X estaba vacío. Ese vacío le gritaba desde todas partes. Después de un momento comenzó a moverse de nuevo, pero con menos seguridad y ligereza. Abrió la puerta de su cuarto y recibió otro shock, pues se habían llevado todo su equipaje. No quedaba ninguna señal de Neil Parkinson, paciente «troppo».
—¿Quién es? —se oyó la voz de la hermana Langtry a través de la delgada pared—. Por favor, ¿quién es?
Neil nunca la había visto sentada en esa posición, informal, no profesional, de costado en su escritorio, con las piernas recogidas debajo del cuerpo y sus zapatos en el piso. El cuarto estaba lleno de humo. Sus cigarrillos y fósforos a la vista, sobre el escritorio. Y parecía que hubiera estado sentada así durante largo tiempo.
—¡Neil! —dijo la enfermera, mirando fijamente—. ¡Pensé que se había marchado! Me dijeron que había partido hace horas.
—Será mañana para mí. ¿Y usted?
—Me asignarán el cuidado especial de uno de los casos graves, que se trasladan en camillas hasta donde sea su destino; Brisbane o Sydney, supongo. Mañana o pasado mañana. —Cambió de posición—. Le buscaré algo de comer.
—No se moleste, francamente. No tengo hambre. Me alegra no tener que partir hoy. —Lanzó un suspiro de placer—. Por fin, la tengo sólo para mí.
Los ojos de la Hermana Langtry destellaron.
—¿En realidad?
La forma como lo dijo detuvo a Neil, pero éste se recostó cómodamente en la silla de los visitantes y sonrió.
—Por cierto. Y no antes de tiempo. Hubo que recurrir a algunos trucos, pero el coronel todavía está algo sensible por el asunto del whisky, así que logró postergar mi partida. Y mientras tanto me extendió un certificado de salud. Lo que quiere decir que ya no soy paciente del Pabellón X. Por esta noche, sólo soy residente.
La enfermera contestó en forma indirecta.
—¿Sabe, Neil, que detesto la guerra y lo que nos ha hecho a nosotros? Me siento personalmente responsable.
—¿Quiere responsabilizarse por las culpas del mundo entero, Nita? ¡Vamos! —la regañó con cariño.
—No, no del mundo entero, Neil. Sólo por la parte de culpa que usted y los demás me impidieron asumir —dijo la Hermana Langtry con aspereza y mirando al capitán.
Neil suspiró largamente, silbando.
—Así que, al final, Michael no pudo mantener cerrada su condenada boca.
—Michael estaba en su derecho. Y yo, de saberlo. Y quiero saber. Todo, Neil. ¿Qué ocurrió aquella noche?
Neil se encogió de hombros y con la boca fruncida se acomodó como si fuera a contar una anécdota bastante aburrida que, secretamente, consideraba que no valía la pena. La Hermana Langtry lo observaba con atención pensando que la pared, detrás de él, despojada ahora de sus dibujos —que ella llevaba en su equipaje— daba al rostro del capitán una imagen de inmenso alivio que siempre había necesitado.
—Bueno, tuve que tomar otro trago, así que volví al whisky —dijo Neil, mientras encendía un cigarrillo, olvidándose de convidarla. El barullo que estaba armando Luce despertó a Matt y Nugget, así que decidieron ayudarme a liquidar la segunda botella. Eso dejó solo a Benedict para vigilar a Luce, que se había acostado. Me temo que nos olvidamos de Luce. O quizás simplemente no queríamos acordarnos de él.
Mientras hablaba comenzaron a invadirlo los recuerdos de esa noche, recreando en parte el horror original, y su rostro lo reflejó vívidamente.
—Ben buscó en su equipo y encontró uno de esos recuerdos ilícitos que todos hemos escondido en alguna parte… la pistola de un oficial japonés. Obligó a Luce a tomar su propia navaja y lo llevó a la casa de baños, con la pistola contra sus costillas.
—¿Fue Ben quien le dijo que llevó a Luce a la casa de baños? —preguntó la Hermana Langtry.
—Sí. Eso conseguimos sacarle, pero en cuanto a lo que realmente ocurrió adentro, tengo una idea muy vaga. El propio Ben está confundido al respecto. —Guardó silencio.
—¿Y? —ella lo incitó a continuar.
—Escuchamos que Luce gritaba como un condenado, desde la casa de baños; chillaba y chillaba… —Neil hizo una mueca.
—Pero cuando llegamos era demasiado tarde. Fue un milagro que nadie más escuchara, pero el viento soplaba hacia los bosques de palmeras, y nosotros estamos lejos de la civilización. Llegamos demasiado tarde… ¿Ya lo dije, verdad?
—Sí. ¿Puede darme una idea de cómo lo hizo Ben?
—Se me ocurre que Luce no tuvo el valor de luchar para escapar, y quizá ni siquiera creyó lo que iba a ocurrir, hasta que fue demasiado tarde. Esas malditas navajas son tan afiladas… Después de obligar a Luce, con el revólver, a tener la navaja en la posición adecuada, creo que Ben agarró la mano de Luce, y todo terminó. Puedo imaginar a Luce gritando y farfullando su miedo, sin siquiera percatarse de lo que hacía Ben con él, hasta que estuvo hecho. Uno no se da cuenta, con algo tan filoso como una navaja bengalí.
Con el ceño fruncido, la Hermana Langtry meditó.
—Pero no tenía las manos lastimadas —objetó—. De lo contrario, el mayor Menzies lo habría visto. Y Ben seguramente tuvo que agarrar con mucha fuerza a Luce.
—Las manos no se lastiman con tanta facilidad, Nita. No como los brazos. El mayor no habría buscado más que heridas externas. Gracias a Dios, esto no es Scotland Yard. Y conociendo a Ben, sé que lo hizo muy rápidamente. Debió de haber pensado y pensado cómo iba a matar a Luce. No fue cosa del momento. Pero nunca pudo haberlo hecho sin que se supiera, porque en el mismo momento empezó a enloquecer… o enloqueció de distinto modo, no lo sé. Por otra parte, no le preocupaba que lo atraparan. Sólo quería despachar a Luce de manera que éste pudiera mantener la conciencia hasta el final. Porque creo que lo que realmente Ben quería era que Luce viera la mutilación de sus propios órganos genitales.
—¿Cuando usted llegó Luce estaba muerto?
—No. Eso fue lo que nos salvó. Separamos a Ben de Luce justo cuando éste entró en una especie de estertor de muerte y aún agarraba la navaja y sangraba como una fuente. Tenía cortadas arterias vitales. Así que, mientras Matt llevó a Ben afuera y se quedó vigilando, Nugget y yo limpiamos. Sólo llevó unos minutos. Lo que resultó largo fue esperar hasta que estuvimos absolutamente seguros de que Luce hubiera exhalado su último suspiro, porque no nos atrevíamos a tocarlo.
—Debió ocurrírsele ir a buscar ayuda, tratar de salvarlo —dijo la Hermana Langtry, con los labios apretados.
—¡Oh, Dios, no había la menor oportunidad de salvarlo! ¡No piense así de mí! Si hubiésemos podido salvarlo, Ben no habría estado en semejante peligro. No tengo entrenamiento de médico, no, pero soy soldado. Admito que nunca me gustó Luce, ¡pero fue un infierno tener que permanecer allí y observarlo morir!
Con el rostro grisáceo se inclinó para dejar caer la ceniza del cigarrillo y observó a la Hermana Langtry, totalmente absorbida, con los ojos llenos de dolor.
—¿Puede creer que Nugget actuó con notable calma y competencia? Eso demuestra que uno puede vivir durante meses junto a un hombre sin saber lo que hay dentro de él. Y en los días posteriores, ni una sola vez me pareció que fuera a perder la calma.
Apagó el cigarrillo.
—La peor parte fue asegurarse de que habíamos hecho todo lo posible para que pareciese un suicidio; que no habíamos pasado nada por alto, que pudiera dar lugar a una sospecha de asesinato… Bueno; cuando terminamos, llevamos a Ben a la casa de baños próxima, y mientras Matt vigilaba —es un excelente guardián, oye todo—, Nugget y yo lo lavamos. Estaba cubierto de sangre, pero afortunadamente no había puesto sus pies en ella. No creo que hubiéramos podido borrar las señales. Quemamos su pantalón pijama. A usted le faltaba un par cuando hizo la cuenta del lavado, ¿recuerda?
—¿Cómo estaba Ben? —preguntó la Hermana Langtry.
—Muy tranquilo, no mostraba arrepentimiento. Creo que aún piensa que sólo cumplía con su deber cristiano. Para él Luce no era un hombre, era un demonio infernal.
—De modo que ustedes protegieron a Ben —dijo ella fríamente—. Todos ustedes lo protegieron.
—Sí, todos nosotros. Incluso Michael. En el instante en que usted le dijo que Luce había muerto, él se dio cuenta de lo que realmente tenía que haber ocurrido. Lo sentí mucho por Mike. Lo afectó tanto, tenía tal remordimiento que uno hubiera pensado que lo había matado con sus propias manos. Decía continuamente que no debió haber sido tan egoísta, que no debió permanecer con usted, que su deber era quedarse con Benedict.
La Hermana Langtry no vaciló, en eso también compartía la culpa.
—También me lo dijo a mí. Que no debió permanecer conmigo, que debió estar con él. ¡Con… él! ¡Nunca empleó un nombre! Pensé que se refería a Luce. —Su voz se quebró y tuvo que hacer una pausa para recuperarse antes de continuar—. ¡Nunca, nunca se me ocurrió que hablara de Benedict! Pensé que era Luce, y que tenía una vinculación homosexual con él. ¡Todo lo que dije, todo lo que hice! ¡Cuánto lo lastimé! ¡Y qué desastre hice de todo esto! Me repugna incluso recordarlo.
—Si Michael no dio un nombre, usted cometió un error natural —dijo Neil—. Sus papeles se referían a homosexualidad.
—¿Cómo sabe eso?
—Por Luce, vía Ben y Matt.
—Es un hombre muy listo, Neil. Lo sabía o lo adivinaba todo, ¿verdad? Y se dispuso a aumentar deliberadamente la confusión. ¿Cómo pudo hacer eso?
—¿Qué otra cosa esperaba que hiciéramos? —preguntó Neil, usando el plural y no el singular. ¡No podíamos, simplemente entregar a Ben a las autoridades! Luce no era ninguna pérdida para el mundo, y por cierto Ben no merece quedar encerrado en algún asilo civil de enfermos mentales por el resto de su vida, porque mató a Luce. ¡Usted se olvida! ¡Todos éramos internos del Pabellón X! Probamos un poquito de lo que debe de ser la vida para los pacientes mentales.
—Sí, comprendo todo eso —dijo la Hermana Langtry con paciencia—. Pero no niega el hecho de que ustedes tomaron la ley en sus propias manos, que deliberadamente decidieron ocultar un asesinato, y que también resolvieron privarme de una oportunidad de hacer lo que correspondía. ¡De haber sabido, lo habría entregado de inmediato! Es peligroso, ¿ninguno de ustedes lo comprende? ¡Benedict debe estar en un asilo de enfermos mentales! Todos ustedes se equivocaron, pero especialmente usted, Neil. Es un oficial, conoce las reglas y se supone que debe acatarlas. ¡Si se excusa con su propia enfermedad, entonces usted también debería estar en una institución! Sin obtener mi consentimiento me ha complicado en el asunto y de no haber sido por Michael, jamás lo habría sabido. Tengo mucho que agradecer a Michael pero, sobre todo, por decirme cómo murió Luce realmente. Lo que Michael piensa tampoco es lo más correcto, ¡pero le lleva ventaja al resto de ustedes! ¡Gracias a Dios que me lo dijo!
Neil arrojó su cigarrera sobre el escritorio con tanta violencia que la caja rebotó en el aire y cayó al piso con ruido sordo. La traba se soltó y los cigarrillos volaron. Ninguno de ellos lo notó; estaban demasiado absorbidos, recíprocamente.
—¡Michael, Michael, Michael! —gritó Neil con el rostro convulsionado, mientras le brotaban las lágrimas—. ¡Siempre, siempre Michael! ¡Por Dios, libérese de esa… esa obsesión que tiene por Michael! ¡Michael esto, Michael aquello, Michael, Michael, Michael! ¡Estoy enfermo por ese maldito nombre! ¡Desde el momento en que usted lo miró por primera vez ya no tuvo tiempo para nadie más! ¿Y el resto de nosotros?
Como en la escena con Luce, no había adónde ir, dónde esconderse. La Hermana Langtry permaneció sentada allí, empezando a comprender la razón por la cual Neil lloraba con el corazón destrozado y súbitamente se desvaneció su enojo.
Fastidiado, Neil se restregaba los ojos con la mano, luchando visiblemente por controlarse, y cuando, volvió a hablar trató de que su voz sonara más tranquila y razonable. «¡Oh, Neil, pensó ella, cómo ha cambiado! Ha crecido. Hace dos meses nunca hubiera logrado esa clase de autodisciplina en medio de semejante tormenta.»
—Escuche —dijo Neil—. Sé que usted lo ama. Incluso Matt, ciego como está, lo vio hace mucho tiempo. Démoslo por sentado y pongámoslo a un lado como principal consideración. Antes de que llegara Mike usted nos pertenecía a todos, y nosotros a usted. ¡Se preocupaba por nosotros! Todo lo que tenía, lo que era, se canalizaba hacia nosotros… a curarnos, si lo prefiere. Pero cuando uno está enfermo, no puede verlo tan objetivamente; es completa y exclusivamente personal. ¡Usted… nos colmó de cuidados! Y nunca nadie pensó que pudiera derramar su cariño sino dentro de X, y sobre nosotros. Cuando vino Michael, fue evidente que no estaba enfermo. Para nosotros, ello significaba que usted no tenía que preocuparse en absoluto por él. En cambio, se alejó de nosotros y se acercó a él. ¡Nos abandonó! ¡Nos traicionó! Y por eso murió Luce. Murió porque usted vio lo que Michael era, tan saludable y fuerte, y lo amó. ¡Lo amó! ¿Cómo cree que nos hizo sentir a los demás?
La Hermana Langtry quería gritar: «¡Pero no dejé de cuidarlos! ¡No dejé de hacerlo, no dejé de hacerlo! ¡Sólo quería algo para mí, por única vez! ¡Hay un límite de lo que uno puede dar sin tomar algo para sí, Neil! En ese momento, no parecía demasiado. Mi labor en X terminaba, y yo lo amaba. ¡Oh, Dios, estoy tan cansada de dar, siempre dar! ¿Por qué no puede ser suficientemente generoso para dejar que yo también reciba algo?».
Pero la Hermana Langtry no pudo decir nada de eso. En cambio, se puso de pie de un salto y se dirigió hacia la puerta, a cualquier lado, para alejarse de Neil. Cuando pasaba a su lado, él la tomó de la muñeca, la hizo dar vuelta y le apretó las manos cruelmente, hasta que ella dejó de luchar.
—¿Ve usted? —preguntó en voz baja, soltándole las manos y deslizando sus dedos por los brazos de ella. La he agarrado mucho más fuerte de lo que Ben probablemente tuvo que agarrar a Luce, y no creo que usted tenga ninguna magulladura.
La Hermana Langtry lo miró a la cara, mucho más lejana de lo que habría sido la de Michael, porque Neil era muy alto. Su expresión era seria y distante, como si supiera muy bien lo que ella sentía y no la culpaba. Pero como si, al igual que un sacerdote de otros tiempos, estuviera absolutamente dispuesto a soportarlo todo para lograr el objetivo final.
Hasta esa entrevista la Hermana Langtry ni siquiera había empezado a comprender qué tipo de hombre era Neil y cuánta pasión y determinación poseía. Ni la profundidad de sus sentimientos. Quizás había escondido su dolor con demasiada habilidad; quizás —como él la acusaba— al estar absorbida por Michael le resultó demasiado fácil tranquilizarse pensando que Neil no estaba destruido por su defección. Pero lo estaba. Con todo, eso no le había impedido tratar de contener la amenaza que representaba Michael. Neil no había dejado de funcionar. ¡Bravo, Neil!
—Lo siento mucho —dijo la Hermana Langtry, desapasionadamente—. No me quedan fuerzas para restregarme las manos al decirlo, o para llorar, o para arrodillarme ante usted. Pero lo siento. Más de lo que jamás se imaginará. Lo siento demasiado como para tratar de justificarme. Sólo puedo decir que nosotros, los que cuidamos de ustedes, nuestros pacientes, podemos estar tan ciegos y equivocados como cualquier enfermo que haya entrado a un Pabellón X. No debe pensar en mí como una diosa, como una especie de ser infalible. No lo soy. ¡Ninguno de nosotros lo es! —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¡Pero, oh, Neil, no sabe cuánto deseaba serlo!
Neil la abrazó ligeramente, la besó en la frente y la soltó.
—Bien; está hecho y lo hecho, hecho está. Me siento mejor por haberme descargado, pero también lo lamento. No me alegra saber que puedo lastimarla, aun cuando no me ame.
—Ojalá pudiera amarlo —dijo la Hermana Langtry.
—Pero no puede. Lo sé. Es inevitable. Me vio como era cuando llegué a X y me consideró como una responsabilidad. No creo que hubiera podido cambiarlo, aun cuando no existiera Michael. Se enamoró de él porque, para usted, fue un hombre desde el principio, un hombre íntegro. Nunca se escondió, ni lloró apiadándose de sí mismo, o se despojó totalmente de su hombría. Usted nunca tuvo que cambiarle los pantalones, o limpiarlo, o escuchar durante largas y aburridas horas la letanía de su infortunio… la misma letanía que debe de haber escuchado de dos docenas de hombres como yo.
—¡Oh, por favor! —gritó ella—. ¡Jamás, jamás pensé en eso, o en ustedes, de esa manera!
—Es como pienso de mí mismo, retrospectivamente. Ahora puedo hacerlo. Por eso, quizás sea una descripción más exacta de mí que la que usted está dispuesta a admitir. Pero ahora estoy curado. Ahora incluso puedo ver por qué me ocurrió.
—Me alegro —dijo la enfermera, caminando hacia la puerta—. Neil, por favor, ¿podemos despedirnos? Ahora mismo, me refiero. ¿Y puede tomarlo como es, no una señal de desagrado, descuido o falta de afecto? Sencillamente, deseo con desesperación que este día termine. Y veo que no puede terminar con usted. Prefiero no verlo de nuevo. Sólo porque sería como celebrar un funeral. El Pabellón X ya no existe.
Neil la acompañó al corredor.
—Entonces celebraré mi propio funeral. Si alguna vez siente deseos de verme, me encontrará en Melbourne. Mi dirección está en la guía de teléfonos. Toorak. Parkinson, N. L. G. Me llevó mucho tiempo encontrar la mujer que quiero. Tengo treinta y siete años, así que no voy a cambiar de opinión de un momento a otro. —Rió—. ¿Cómo podría olvidarla? Nunca la he besado.
—Entonces béseme ahora —dijo la Hermana Langtry, casi amándolo. Casi.
—No. Usted tiene razón. El Pabellón X no existe más, pero yo aún estoy sobre su cadáver tibio. Lo que me ofrece es un favor, y no deseo favores. Nunca, ningún favor.
La enfermera extendió la mano.
—Adiós, Neil. Le deseo la mejor suerte. Pero estoy segura de que la tendrá.
Neil tomó la mano que ella le ofrecía, la estrechó con calidez y luego la levantó y la besó ligeramente.
—Adiós, Honour. No lo olvide nunca. Estoy en la guía de teléfonos de Melbourne.
La última expedición desde X, a través del complejo. Realmente nunca pensó que llegaría el momento, aun cuando empezaba a desearlo. Como si la Base Quince representara una parte de la vida tan grande como la propia vida. Ahora había terminado. Y terminó con Neil, que era lo pertinente. Era todo un hombre. No obstante, advertía la verdad de lo que Neil dijo: que había empezado con una gran desventaja. Ella pensó en Neil sobre todo como paciente. Y lo amontonó con el resto. Pobre, triste, frágil… Y nada de eso era estimulante. Neil insinuó que su cura la había provocado la situación que existía en X durante las últimas semanas, pero eso no era cierto. Su curación había salido de él mismo. Siempre ocurría así. Por eso, a pesar de la angustia, el horror y el dolor, comenzó esa última expedición sintiendo que el Pabellón X había existido con un propósito, un buen propósito.
Neil ni siquiera se molestó en preguntarle si iba a tratar de exigir que se hiciera justicia. Él pensaba que ya estaba hecha y a la Hermana Larigtry le parecía un error. Demasiado tarde. ¡Gracias a Dios, Michael se lo había dicho! Eso la liberó de una gran parte de la culpa que hubiera sentido. Si ellos pensaban que los había traicionado al inclinarme hacia Michael, también la habían engañado. Todos cargarían con Lace Daggett por el resto de sus vida. Ella también. Neil no quería que lo supiera porque temía que su intervención liberase a Michael y porque deseaba auténticamente que no soportara parte de la culpa. Buenas y malas intenciones. Egoísmo y generosidad. Una actitud bastante normal.