UN asistente de cocina llevó al Pabellón X la noticia de la inminente clausura de la Base Quince, y se la transmitió a Michael en la sala de estar sonriendo de oreja a oreja mientras hablaba incoherentemente de volver a casa y para siempre.
Una vez que se retiró el asistente, Michael no volvió a la galería. Permaneció en medio de la sala de estar con una mano apoyada en la cara y la otra en un costado del cuerpo, masajeándolo. Tan pronto, pensó sombríamente. ¡Tan pronto! No estoy listo, porque me asusta. No me siento deprimido, ni me falta voluntad. Sólo atemorizado por lo que me reserva el futuro, por lo que será de mí, por lo que me va a ocurrir. Pero hay que hacerlo y yo soy suficientemente fuerte. Es lo mejor para todos, incluso para mí, incluso para ella.
—La semana próxima, a esta hora, todos estaremos en camino de regreso a Australia —dijo cuando volvió a la galería.
Un silencio plomizo recibió la noticia. Reclinado sobre la cama más cercana, Nugget tenía delante un Best & Taylor que había logrado sacarle al coronel Chinstrap, toda una hazaña. Bajó el enorme libro y miró fijamente. Las largas manos de Matt se cerraron y su rostro se volvió rígido. Neil, que estaba trabajando con un lápiz y un pedazo de papel, arrojó el lápiz sobre el dibujo, que resultó ser de las manos de Matt, y pareció diez años más viejo. Sólo Benedict, que utilizaba como mecedora una silla que no había sido diseñada para ese fin, pareció indiferente.
Una ligera sonrisa empezó a dibujarse en la boca de Nugget.
—¡A casa! —dijo experimentalmente—. ¿A casa? ¡Voy a ver a mamá!
Pero la tirantez de Matt no disminuía y Michael sabía que estaba pensando en el primer encuentro con su esposa.
—¡Qué fastidio! —dijo Neil, recogiendo de nuevo su lápiz y descubriendo que se había quebrado el reposo de las hermosas manos. Dejó el lápiz, se levantó, caminó hasta el borde de la galería y permaneció de espaldas a todo—. ¡Qué fastidio del diablo! —dijo con voz amarga, mirando hacia las palmeras.
—¡Ben! —dijo bruscamente Michael—. ¿Ben, has oído? Es hora de ir a casa. ¡Volvemos a Australia!
Pero Benedict siguió meciéndose, atrás y adelante, atrás y adelante, con una silla que crujía peligrosamente, ausentes su rostro y sus ojos.
—Voy a decírselo a ella —declaró de golpe Michael, con firmeza. Habló a cualquiera y a todos ellos, pero miraba con gravedad a Neil.
Neil no se volvió, pero su espalda esbelta y larga se alteró en forma sutil. Al instante perdió toda apariencia de debilidad, fatiga o carencia de recursos. Esa espalda parecía la de un hombre poderoso y agresivo.
—No, Mike, no se lo vas a decir —contestó.
—Tengo que hacerlo —dijo Michael sin rogar, sin mirar a Matt, a Nugget o a Benedict, aunque Matt y Nugget se habían puesto cautelosamente tensos.
—No puedes decirle nada, Mike. ¡Ni una sola cosa! No puedes hacerlo sin el consentimiento de todos nosotros, y nosotros no lo otorgamos.
—Puedo hacerlo, y lo haré. ¿Qué importa ahora? El hecho de que ella lo sepa no puede cambiar nada. Todos decidimos lo que hay que hacer en este caso. —Apoyó una mano sobre el hombro de Benedict, como si le molestara el vaivén, y Benedict dejó de mecerse inmediatamente—. He aceptado la peor parte porque soy el único que puede hacerlo, y porque fue más mi culpa que de ningún otro. ¡Pero no estoy dispuesto a sufrir en silencio! Sencillamente, no soy un héroe de esa clase. Sí, sé que no soy el único que sufre. Pero voy a decírselo.
—No puedes —insistió Neil, con tono severo—. Si lo haces, tendré que matarte. Es demasiado peligroso.
Michael no se burló, como lo habría hecho Luce, pero no había temor en su rostro.
—No tendría sentido matarme, Neil, y tú lo sabes. Ya ha habido bastantes muertes.
Se oyeron los suaves pasos de la Hermana Langtry. El grupo se paralizó. Cuando ella llegó a la galería los contempló, algo intrigada, preguntándose qué era lo que había interrumpido. Si alguien se había adelantado con la noticia sobre la Base Quince, ¿por qué ello habría de provocar una disputa? Pero sabían lo que ocurriría, y estaban disputando.
—¡Esos pasos! —dijo repentinamente Matt, rompiendo el silencio—. ¡Esos maravillosos pasos! Son los únicos pasos femeninos que conozco. Cuando podía ver, no escuchaba. Si mi esposa viniera ahora, no podría advertirlo por el sonido.
—No, los míos no son los únicos pasos femeninos que usted conoce. Hay otros —señaló la Hermana Langtry, acercándose a Matt. Se puso detrás de él, con las manos sobre sus hombros.
Matt cerró los ojos que no podían ver y se inclinó un poco hacia atrás, hacia la enfermera, pero no lo suficiente como para que el gesto fuera ofensivo.
—Usted escucha los pasos de la Jefa por lo menos una vez por semana —dijo la Hermana Langtry.
—¡Oh, ella! —exclamó Matt, sonriendo—. Pero la Jefa taconea como un SEA, Nita. Sus pies no suenan femeninos.
—¿Un SEA? —preguntó la Hermana Langtry, confundida.
—Un Suboficial Exageradamente Ascendido —dijo Matt.
La Hermana estalló en risas, agarrando firmemente los hombros del ciego. Festejaba una broma que era la suya propia, y reía con verdadero y feliz abandono.
—¡Oh, Matt, es una descripción más fiel de lo que nunca se imaginará! —dijo ella, cuando pudo contenerse—. ¡Espere a que se lo diga a Sally Dawkin! Ella lo adorará para siempre.
—¡Nita! ¡Nita! ¿Buenas noticias, eh? —exclamó Nugget desde su cama, olvidado del Best & Taylor—. ¡Voy a ir a casa, pronto voy a ver a mi mamá!
—Ciertamente, es una buena noticia, Nugget.
Neil continuaba de pie, dando la espalda. La Hermana Langtry se inclinó para estudiar el dibujo de las manos de Matt. Después se enderezó y soltó los hombros del ciego, separándose un poco. Y finalmente miró a Michael, cuya mano aún se posaba en el hombro de Benedict, en una parodia de lo que ella había hecho con Matt. Sus ojos se encontraron, acorazados contra el dolor, ambos inflexibles, con algún propósito; como los ojos de extraños, con cortesía, sin interés personal.
La Hermana Langtry giró y volvió al interior del pabellón.
No mucho después apareció Neil, cerrando la puerta tras de sí con un gesto que indicaba su deseo de que nadie lo molestara. Cuando observó el rostro de la enfermera y sus ojos hinchados, lo estudió severamente.
—Ha estado llorando.
—Como un torrente —admitió ella enseguida—. Me puse en absoluto ridículo en la sala de estar de las enfermeras, y no estaba sola. Tuve una buena audiencia. Supongo que fue una reacción tardía. La joven de Woop-Woop, usted sabe, la hija del gerente del Banco, entró en un momento inoportuno y me acusó de haber sacrificado a Luce. Eso fastidió a mi amiga la Hermana Dawkin, del Pabellón D, y empezaron a discutir. Y de pronto allí estaba yo, inundada en lágrimas. Ridículo, ¿verdad?
—¿Es eso lo que realmente ocurrió?
—¿Acaso podría inventar una historia como ésa? —parecía haber recuperado su antigua personalidad, plácida y tranquila.
—¿Se siente mejor ahora? —preguntó Neil, ofreciéndole un cigarrillo.
La Hermana Langtry sonrió levemente.
—En lo profundo, sí. En la superficie, todo lo contrario. Me siento terriblemente mal. Como algo atrapado por el gato. Se me acabó la cuerda.
—Es una metáfora muy mezclada —dijo Neil con afabilidad.
La enfermera reflexionó.
—Diría que todo depende de lo que el gato atrapó, ¿verdad? Quizá fue un ratón mecánico. Me siento como algo mecánico.
Neil suspiró.
—¡Oh, Nita! Que sea como usted quiera, entonces. Dejaré el tema de lado, y a usted totalmente tranquila.
—Gracias, se lo agradezco —contestó la enfermera.
—Y en una semana esto llega a su fin —dijo Neil, para continuar la conversación.
—Sí. Sospeché que tratarían de sacarnos a todos antes de que los monzones empiecen realmente.
—¿Va a volver a Australia? ¿Quiero decir, cuando la den de baja?
—Sí.
—¿Para hacer qué, puedo preguntar?
Aún con los vestigios del llanto en el rostro, la Hermana Langtry parecía muy lejana.
—Voy a ser enfermera en Callan Park. Como usted es de Melbourne, tal vez no sepa que Callan Park es un gran hospital de enfermos mentales de Sydney.
Neil se conmovió; luego vio que realmente lo decía en serio.
—¡Dios, qué desperdicio!
—De ningún modo —dijo Honour con firmeza—. Es un trabajo útil y necesario. Tengo mucha necesidad de seguir haciendo algo útil y necesario. Soy afortunada, ¿sabe? Mi familia tiene medios suficientes para asegurar mi vida sin estrecheces, cuando sea vieja y no pueda trabajar. De modo que puedo hacer lo que me plazca. —Levantó los párpados congestionados y sus ojos serenos lo observaron—. ¿Pero usted? ¿Qué va a hacer usted, Neil?
Eso era todo. El fin de Neil Parkinson. Todo en ella —la voz, el gesto y el modo— decía que después de la guerra no habría lugar para él en su vida.
—Oh, iré a Melbourne —dijo tranquilamente—. Lo que en realidad me agradaría es volver al Peloponeso. Tengo una cabaña cerca de Pylos. Pero mis padres, en especial mi padre, ya no son jóvenes, y yo tampoco. Así que mi destino será Melbourne más que Grecia. Además, Grecia querría decir pintura, y yo solamente soy un pintor competente; nada más. Es extraño, eso solía dolerme. Pero ahora no. Parece algo sin importancia. Durante los últimos seis años he aprendido mucho, y el Pabellón X ha servido a las mil maravillas para completar mi educación. He puesto en orden mis prioridades y ahora sé que puedo ayudar activamente al viejo, a mi padre. Si he de seguir sus pasos, más vale que comience a aprender los negocios de la familia.
—Estará muy ocupado.
—Sí, así es. —Se puso de pie—. ¿Me perdona? Si en verdad saldremos pronto de aquí, tengo un montón de cosas que empacar.
La Hermana Langtry observó cómo se cerraba la puerta después que Neil salió, y suspiró. Aunque no hubiera hecho nada más por ella, Michael por lo menos le había demostrado que existía una enorme diferencia entre el cariño y el amor. Sentía afecto por Neil, pero ciertamente no lo amaba. Firme, digno de fe, recto, cortés, bien educado, dispuesto a brindarle todo. Una buena perspectiva de matrimonio. Buen mozo, también. Poseedor de todas las virtudes sociales. No era sensato preferir a Michael. Pero lo que ella valoraba en éste era su integridad, ese aire que decía que nadie jamás podría desviarlo en su camino. Quizá fuera un enigma, pero eso no le impidió amarlo. Amaba su fuerza. No amaba la disposición de Neil a someter sus propios deseos a los de ella.
Era extraño que Neil pareciera recuperado estos días, aunque debía saber que ella tenía decidido que no hubiera ninguna relación futura, después de la guerra. Y fue un alivio que esa decisión no lo afectara, que no se sintiera rechazado. Desde el incidente en la sala de estar tenía conciencia de que lo estaba hiriendo; pero habían ocurrido tantas cosas que no pudo detenerse a pensar en los sentimientos de Neil. Éste era el momento en que su sentimiento de culpa la hubiera abrumado, pero no parecía que esto fuera a ocurrir forzosamente. El cariño de Neil quedó demostrado de nuevo, pero no hubo señal de amargura, de ofensa. ¡Y qué alivio era! Dar rienda suelta a su pena, por fin, y ahora hallar que Neil no estaba afectado por su rechazo. Era el primer día bueno, en semanas.