Capítulo 6

AUNQUE a la Base Quince aún le faltaban tres o cuatro semanas para su cita con la extinción, para los cinco pacientes y una hermana enfermera del Pabellón X la idea de pertenecer a algún tipo de comunidad cesó con la muerte del sargento Lucius Daggett. Hasta que se dio el resultado de la investigación, caminaban como pisando huevos unos alrededor de los otros, todos conscientes de las tremendas corrientes subterráneas no manifiestas, que remolineaban y atronaban en el pabellón, y sólo se podía soportar un ligero contacto con los demás. Era palpable la desdicha general; susceptibles, secretas y vergonzosas, las desdichas individuales. Hablar de ello era imposible, y también provocar una falsa alegría. Todos, simplemente, rogaban por que al final de la investigación se produjera un resultado inocuo.

No tan sumergida en sus propios problemas como para perder de vista a esos hombres frágiles, la Hermana Langtry vigilaba por si aparecía el menor signo de colapso nervioso, en alguno de los hombres o en todos, incluyendo a Michael. Cosa extraña, no apareció. Estaban ensimismados, pero no ausentes de la realidad. Se aislaron de ella, la lanzaron a una fría órbita exterior, donde simplemente podía hacer cosas sin importancia, como el té de la mañana, o despertarlos, o dirigirlos en la limpieza, o llevarlos a la playa, o hacerlos acostar. Siempre corteses y deferentes, pero nunca sincera y cálidamente amistosos.

Quería golpear los puños contra la pared, gritar que no debía ser castigada así, que también sufría, que deseaba, necesitaba desesperadamente que la incorporaran al círculo de su estimación, que la estaban matando. Por supuesto, no podía hacerlo y no lo hizo. Y como sólo podía interpretar la reacción de sus pacientes a la luz de sus propias culpas, por la senda de sus propios pensamientos, comprendió muy bien que ellos eran, fundamentalmente, demasiado generosos como para decírselo con todas las palabras. Había fracasado en el cumplimiento de su deber, y por ello les había fallado. ¡Locura, tenía que ser locura! Perder toda consideración por aquello que era correcto hacer por sus pacientes, hasta abandonarlos espiritualmente para lograr su satisfacción física personal. Pero el equilibrio y la capacidad de razonamiento que normalmente le habrían hecho comprender que ésa era una suposición demasiado simple la habían abandonado.

Honour Langtry conocía muchas y diferentes clases de dolor, pero nunca sintió uno como éste, penetrante, continuo, asfixiante. No era sólo que temía entrar en el Pabellón X; era el amargo conocimiento de que ya no había un Pabellón X adonde entrar. La unidad familiar estaba rota.

—Bien, han dado el veredicto —dijo la Hermana Langtry a Neil por la noche, tres días después de la muerte de Luce.

—¿Cuándo lo oyó? —preguntó él, pero como si no le interesara mucho.

Neil aún seguía yendo a esas pequeñas charlas privadas con la enfermera, pero eso era todo. Observaciones banales sobre esto y aquello.

—Esta tarde, del coronel Chinstrap, que se adelantó a la Jefa. Como ella me lo dijo después, tuvo dos veces la noticia. Suicidio. Resultado de un estado de depresión aguda, seguido de un brusco estallido maníaco… palabras, pero convincentes. Tenían que poner algo impresionante.

—¿Dijeron algo más? —preguntó Neil, inclinándose hacia adelante para volcar la ceniza del cigarrillo.

—Oh, ninguno de nosotros es demasiado apreciado, como puede imaginar; pero oficialmente no se nos adjudica ninguna culpa.

Neil preguntó, en voz baja:

—¿La reprendieron, Nita?

—Oficialmente no. Pero la Jefa tuvo que decir algo porque llevé a Michael a mis habitaciones. Por suerte, mi impecable reputación me benefició. Sencillamente, no podía imaginar que llevara al pobre Michael sino por el más puro de los motivos. Dijo que sólo parecía mal y, como parecía mal, la había decepcionado. Parece que últimamente he estado decepcionando a todos en este lugar.

Durante los últimos tres días, la imaginación de Neil le jugó trucos indescriptibles. La veía con Michael en mil diferentes formas, de alguna manera todas relacionadas con el sexo. La traición de la Hermana Langtry lo carcomía. Trataba de ser desapasionado y comprender. Pero no había lugar para la comprensión cuando también tenía que contemplar su propio tormento, sus celos, su inconmovible determinación de conseguir lo que deseaba, lo que necesitaba, a pesar de la obvia preferencia por Michael. Ella se volcó hacia Michael sin pensar en los demás, y a Neil le parecía que no podía perdonarla. No obstante, sus sentimientos eran tan fuertes, tan intensos como siempre. Voy a conseguirla, pensó. No voy a ceder. Y soy el hijo de mi padre. Ha tenido que pasar todo esto para hacerme ver que soy el hijo de mi padre. Es una extraña sensación. Pero es buena.

Ella, pobre mujer, también sufría. Neil no podía complacerse por ello, ni se lo deseaba. Pero él pensaba que el sufrimiento la llevaría finalmente de vuelta adonde había estado, adonde él, Neil, y no Michael, pertenecía.

—No lo tome así —dijo el capitán.

La enfermera pensó que se refería a la reprimenda y sonrió irónicamente.

—Bueno, gracias a Dios ya pasó. Es una lástima que la vida con Luce no haya sido más agradable. Nunca deseé su muerte, pero sí que no tuviéramos que soportar su presencia. Sólo que ahora es una especie de infierno.

—¿Realmente hay que culpar a Luce por eso? —preguntó Neil. Quizás ahora, con el veredicto dictado, los dos podían tranquilizarse y empezar a comunicarse otra vez.

—No —dijo ella, con tristeza—. A mí, y a nadie más.

Michael golpeó a la puerta.

—El té está listo, Nita.

La Hermana Langtry olvidó dónde podía haber conducido la conversación con Neil y miró a Michael.

—¿Quiere entrar, por un momento? Deseo hablar con usted. Neil, ¿podría hacerse cargo? Iré en seguida, pero podría dar la noticia a los otros.

Michael cerró la puerta una vez que Neil salió. Su rostro era una mezcla de desdicha y temor. E incomodidad. Y miedo. Como si prefiriese estar en cualquier otro sitio de la tierra y no frente al escritorio de ella, su escritorio.

En eso la enfermera tenía razón. Él prefería estar en cualquier otra parte. Pero lo que vio en el rostro de Michael no tenía nada que ver con ella. Y sin embargo, tenía que ver. Temía derrumbarse delante de ella. Deseaba revelar todas las razones de su dolor; pero eso sería levantar una compuerta que debía permanecer cerrada. Todo estaba terminado, y quizás nunca había existido, y por cierto nunca existiría. Un caos. Una confusión más desesperante que ninguna. Estaba allí deseando que las cosas fueran diferentes, y sabía que no podían serlo. Sentía congoja por ella, porque no lo sabía; pero aceptaba que no debía saberlo y luchaba consigo mismo y con sus deseos. Sabía que lo que ella quería no la haría feliz y observando su rostro se daba cuenta de que la había herido muy cruelmente.

Algo de esto también se reflejó en la cara de Michael mientras esperaba frente al escritorio.

Y de golpe esa mirada literalmente la incendió, puso fuego a un depósito de orgullo herido y de dolor que ella apenas sabía que poseía.

—¡Oh, por Dios! ¿Quieres quitar esa condenada expresión de tu cara? —gritó, con un grito silencioso—. ¿Qué diablos crees que voy a hacer? ¿Ponerme de rodillas y rogarte que repitas tu actuación? ¡Prefiero morir! ¿Me entiendes? ¡Morir!

Michael se echó atrás, palideció, hizo un gesto con los labios y no dijo nada.

—¡Puedo asegurarle, sargento Wilson, que la idea de una relación personal con usted es la cosa más alejada de mi pensamiento! —continuó ella febrilmente—. Sólo lo llamé aquí, en privado, para informarle que se ha dado el veredicto sobre la muerte de Luce, y es suicidio. Junto con el resto de nosotros, usted ha sido exculpado. Y ahora tal vez pueda poner término a su nauseabunda exhibición de autorreproche. Eso es todo.

A Michael no se le ocurrió que lo que más la había herido era lo que ella consideraba su rechazo. Horrorizado, trató de ponerse en el lugar de Honour, sentir el desaire, como ella, algo puramente personal vinculado con su femineidad. Si se hubiera valorado mejor a sí mismo, habría entendido antes, más fácilmente. Pero para Michael la reacción de Honour era casi inconcebible. Interpretaba todo de una forma en que él no podía hacerlo. No porque no fuera sensible o perceptivo, o no la quisiera. Pero desde la muerte de Luce su mente estaba muy lejos, divorciada de los aspectos personales, de lo que había ocurrido en su cuarto. Muchas otras ideas lo atormentaban, y había tantas cosas que hacer. No dejaba de pensar en lo que ella creería. Y ya era demasiado tarde.

Michael parecía enfermo, acongojado, curiosamente indefenso. Y no obstante el Michael de siempre, el mismo hombre.

—Gracias —dijo, sin ironía.

—¡No me mire así!

—Lo siento —dijo él—. No voy a mirar, en absoluto.

La Hermana Langtry observó los papeles sobre su escritorio.

—Lo siento, sargento, créame —dijo con tono frío y concluyente. Los papeles podían estar escritos en japonés, porque no podía concentrarse. Y de pronto fue demasiado intolerable. Levantó la vista, con el corazón en los ojos, y gritó—: ¡Oh Michael! —con un tono de voz diferente.

Pero él ya se había ido.

La reacción fue tan terrible que tuvo que esperar cinco minutos para reponerse. Temblaba, sus dientes castañeteaban. Por un momento pensó si no estaría volviéndose loca. Tanta vergüenza y tan poco control de sí misma. No pensaba que tuviera tanta necesidad de herir a alguien que amaba, y que el saber que lo había logrado pudiera resultar tan incómodo e intolerable. ¡Oh, Dios, Dios mío!, rogó. ¡Si esto es amor, cúrame! Cúrame o déjame morir, porque no puedo vivir un minuto más en esta agonía…

Fue hasta la puerta de la oficina, para descolgar su sombrero. Luego recordó que tenía que ponerse las botas. Las manos aún le temblaban. Llevó tiempo atar los cordones de las botas y ajustar las polainas.

Cuando se inclinó para recoger su canasta, apareció Neil.

—¿Se retira ahora? —preguntó, sorprendido y decepcionado. Después de esa prometedora observación final, antes de que apareciera Michael, esperaba reanudar la conversación. Pero, como de costumbre, primero estaba Michael.

—Estoy terriblemente cansada —dijo la enfermera—. ¿Cree que pueden arreglarse solos por el resto de la noche?

Lo dijo valientemente, pero Neil sólo tuvo que mirarla a los ojos para ver que había muy poca distancia entre la valentía y la desesperación. A pesar de sí mismo le tomó una mano y la frotó, para infundirle un poco de calor.

—No, mi muy estimada Hermana Langtry. No es posible, sin usted —dijo Neil, sonriendo—. Pero lo haremos, por única vez. Vaya a acostarse y duerma.

Ella le devolvió la sonrisa; era su camarada de tantos meses en X. Se preguntó adonde había ido a parar el amor por Neil que estaba floreciendo, y por qué la llegada de Michael lo apagó tan bruscamente. El problema era que no tenía la clave de la lógica del amor, si es que existía, y si había lógica.

—Usted siempre consigue alejar la angustia —dijo ella.

Era la frase que usaba Neil. Lo conmovió tanto que tuvo que retirar sus manos rápidamente. No era el momento de decir lo que deseaba.

Neil tomó la canasta y condujo a la Hermana Langtry fuera del pabellón, como si fuera una visitante, y sólo se la devolvió cuando llegaron al final de la rampa. Se quedó allí hasta mucho después que se desvaneciera la forma gris de la enfermera en la oscuridad. Levantó la vista, escuchando el suave gotear de la condensación en los aleros, el vasto coro de ranas y el interminable murmullo del oleaje lejos, en el arrecife. Había una tormenta en el aire. No tardaría en llover. Si Nita no se apuraba, iba a mojarse.

—¿Dónde está Nita? —preguntó Nugget, cuando Neil ocupó la silla de la Hermana Langtry y tomó la tetera.

—Le duele la cabeza —dijo brevemente Neil, evitando mirar a Michael, quien también parecía tener jaqueca. El capitán hizo una mueca—. ¡Dios, detesto el papel de madre! ¿Quién le pone leche?

—Yo —dijo Nugget—. ¿Buenas noticias?, ¿eh? Por fin, Luce está bien muerto y enterrado. ¡Puf! Es un alivio, debo decirlo.

—Dios se apiade de su alma —dijo Benedict.

—De todas nuestras almas —agregó Matt.

Neil terminó su tarea con la tetera y empezó a empujar los diversos jarros sobre la mesa. Sin Nita el té de última hora tenía poca gracia, reflexionó, mirando atentamente a Michael, porque éste estaba concentrado en Matt y Benedict.

Con mucha ostentación Nugget hizo aparecer un libro de gran tamaño, lo apoyó donde no había peligro de derramar el té y empezó en la página uno.

Michael lo miró, divertido pero con interés.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—He estado pensando en lo que dijo el coronel —explicó Nugget, con la mano extendida sobre el libro abierto, con la veneración de un sacerdote por su Biblia—. No hay ninguna razón para que no vaya a la escuela nocturna a obtener mi matrícula. Luego podría ir a la universidad y seguir medicina.

—Y hacer algo por tu vida —dijo Michael—. ¡Bien por ti y buena suerte, Nugget!

Ojalá no lo apreciara cada vez que llega el momento de odiarlo, pensó Neil. Pero ésta es la verdadera lección que el viejo quería que sacara de la guerra: no dejar que el corazón se pusiera en el camino de lo que tenía que hacerse, y aprender a vivir con él después que estuviera hecho. Así que Neil pudo decir, muy tranquilo:

—Todos nosotros tenemos que hacer algo por nuestras vidas cuando salgamos de la jungla. Me pregunto qué aspecto tendré con un traje de calle. No me he puesto uno en toda mi vida. —Luego se acomodó en la silla y esperó que Matt respondiera al estímulo deliberado.

Matt lo hizo, estremeciéndose.

—¿Cómo voy a ganarme la vida? —preguntó. Las palabras brotaron como si no hubiera querido decirlas, pero como si no hubiese estado pensando en ninguna otra cosa—. ¡Soy contador, necesito ver! El Ejército no me dará una pensión. ¡Estiman que no tengo nada en los ojos! ¡Oh, por Dios, Neil!, ¿qué voy a hacer?

Los otros permanecieron inmóviles, mirando a Neil. Bien, allá vamos, pensó, tan profundamente conmovido como los demás por el lamento de Matt, más imbuido de un propósito que predominaba sobre la piedad. No es el lugar ni el momento de ir a lo concreto, pero hay bastante base para ver si Mike capta la indirecta.

—Ésa es mi contribución, Matt —dijo Neil enérgicamente, apoyando con firmeza su mano sobre el brazo del ciego—. No te inquietes por nada. Me ocuparé de que estés bien.

—No he vivido de la caridad en toda mi vida, y no voy a empezar ahora —dijo Matt, irguiéndose orgulloso.

—¡No es caridad! —insistió Neil—. Es mi contribución. Tú sabes lo que quiero decir. Hicimos un pacto, todos nosotros, pero aún debo aportar toda mi contribución. —Dijo esto mirando a Michael, no a Matt.

—Sí, muy bien —dijo Michael, que supo inmediatamente lo que iban a pedirle. En cierto modo, fue un gran alivio que lo hicieran, y no tener que ofrecerlo. Sabía cuál era la única solución desde algún tiempo atrás, pero no la deseaba y no tuvo el valor de ofrecerla—. Estoy de acuerdo, Neil. Tu contribución. —Apartó los ojos del rostro grave e inflexible de Neil y los dirigió a Matt con gran afecto—. No es caridad, Matt. Es una adecuada contribución —dijo.