LA Jefa significó el comienzo de una clase distinta de día fatigoso. La siguió el superintendente, un pequeño coronel de gorra roja, apacible, que en verdad sólo se ocupaba en forma abstracta de los hospitales y se sentía muy desvalido frente a los pacientes de carne y hueso. Como comandante de la Base Quince, tenía la responsabilidad de decidir las características de la investigación. Luego de una breve inspección en la casa de baños, llamó al subjefe de la policía, en el cuartel general de la división, y requirió los servicios de un sargento de investigaciones especiales. Hombre ocupado, el superintendente se interesó muy poco en lo que, a sus ojos, era sin duda un caso de suicidio, aunque particularmente desagradable. Por ello, delegó la investigación en el oficial de intendencia, un hombre joven, alto, amable y muy inteligente llamado John Penniquick; y luego, aliviada su mente de su carga considerablemente molesta, volvió a la complicada tarea de clausurar todo un hospital.
El capitán Penniquick, en todo caso, estaba más ocupado aún que el superintendente; pero era un oficial muy eficiente y trabajador, y cuando arribó el sargento de IE del cuartel general, le dio precisas instrucciones.
—Veré yo mismo a cualquiera que usted considere necesario —dijo, mirando por sobre sus anteojos al sargento Watkin, al que encontró perspicaz, sensato y agradable—. Sin embargo, es asunto suyo, totalmente, a menos que aparezca algo impensado, en cuyo caso pegue el grito y yo iré corriendo.
Después de diez minutos en la casa de baños, con el mayor que era patólogo de la base Quince, el sargento Walkin recorrió cuidadosamente la distancia hasta los escalones posteriores del Pabellón X, rodeó el edificio y subió por la rampa del frente. Aunque la Hermana Langtry no estaba en su oficina, el ruido de la cortina espantamoscas la alertó y vino de prisa por el pabellón. Una linda cosita, pensó el sargento, aprobando. Verdadera pasta de oficial, también. No le molestó cuadrarse.
—Hola, sargento —dijo Honour, sonriendo.
—¿La Hermana Langtry? —preguntó el sargento, quitándose el sombrero.
—Sí.
—Soy de la oficina del subjefe de policía, del cuartel general divisional, y vengo a investigar la muerte del sargento Lucius Daggett. Me llamo Watkin —dijo lentamente, con voz casi soñolienta.
Pero no estaba soñoliento en absoluto. Una vez instalados en la oficina, el sargento declinó la oferta de té y pasó directamente al asunto.
—Necesito ver a sus pacientes, Hermana, pero primero quisiera hacerle unas preguntas, si no tiene inconveniente.
—Ninguno —dijo ella, tranquilamente—. La navaja. ¿Era de él?
—Sí, estoy segura. Varios hombres usan esas navajas bengalíes, pero creo que la de Luce era la única con mango de ébano. —La Hermana Langtry decidió ser muy franca y, de ese modo, dar también por sentado que ella estaba al mando—. Pero seguramente usted no tiene ninguna duda de que fue suicidio. Vi la forma como Luce sostenía la navaja. Los dedos quedaron contraídos en la misma forma como la sostendría una mano viva. Y había una enorme cantidad de sangre coagulada sobre la mano y el brazo, por las incisiones que vi. ¿Cuántos cortes había?
—Sólo tres, en realidad. Pero sobraban dos para liquidarse rápidamente.
—¿Qué opina el patólogo? ¿Trajo alguno de afuera o está empleando al mayor Menzies?
El sargento rió.
—¿Qué le parece si yo echo un sueñito en una de sus camas libres y la dejo manejar la investigación?
La enfermera quedó mortificada, vacilante y de algún modo en una actitud infantil.
—¡Oh, Dios! ¿De veras parezco dominante, verdad? ¡Lo siento mucho, sargento! Sólo estoy asombrada.
—Está bien, Hermana. Pregunte. Me divierte mucho. Seriamente, existen pocas dudas de que sea suicidio, y tiene mucha razón en cuanto a la forma como sostenía la navaja. El mayor Menzies dice que no tiene duda alguna de que el sargento Daggett se infligió las heridas. Sólo voy a hacer algunas preguntas a los hombres sobre la navaja, y si todo concuerda creo que el asunto se pude concluir con bastante rapidez.
La enfermera exhaló un profundo suspiro y le dirigió una sonrisa encantadora.
—¡Oh, me agrada tanto! Sé que todos piensan que los pacientes mentalmente inestables son capaces de cualquier cosa, pero sin duda mis hombres constituyen un grupo dócil. El sargento Daggett era el único violento.
El sargento la miró con curiosidad.
—Todos son soldados, ¿no es así, Hermana?
—Por supuesto.
—Y en la mayoría de la línea del frente, apostaría, o no serían «tropps». Lamento contradecirla, Hermana, pero sus hombres no pueden constituir un grupo dócil.
Eso le indicó que las investigaciones serían tan completas como el sargento considerara necesario. Entonces, todo dependía de que hubiera dicho la verdad cuando afirmó que, a su juicio, Luce se había suicidado.
El interrogatorio sobre la navaja reveló que, realmente, la única con mango de ébano había pertenecido a Luce. Matt tenía una con mango de marfil y Neil un conjunto de tres, con mangos de madreperla, fabricadas especialmente para su padre antes de la Primera Guerra Mundial. Michael usaba una maquinita, lo mismo que Benedict y Nugget.
Los hombres del X no intentaron ocultar su desagrado por el hombre muerto, ni obstaculizar las investigaciones del sargento Watkin por ninguno de los medios a su disposición, desde la supuesta demencia hasta el supuesto aislamiento. Al principio la Hermana Langtry temió que fueran recalcitrantes, pues la soledad, la segregación y la inactividad a veces los impulsaban a actuar en forma infantil, como lo hicieron la tarde del ingreso de Michael. Pero acudieron al llamado del buen sentido y cooperaron espléndidamente. En cuanto a si el sargento Watkin consideró su larga conversación con los hombres como una tarea agradable, no lo manifestó; pero prestó total atención a cada cosa, incluso a la lírica descripción que Nugget hizo del escotoma que le impidió ver más que simples pestillos y agujeros de nudos en la madera, y únicamente las mitades izquierdas.
Michael fue el único miembro del Pabellón X que el oficial de intendencia pidió ver personalmente, pero fue una conversación amistosa más que un interrogatorio. Lo hizo en su oficina sólo porque el Pabellón X era un lugar donde resultaba difícil estar en privado.
Aunque Michael no lo advirtió, su apariencia fue su mejor defensa. Se presentó con el uniforme completo, salvo el sombrero, y no saludó al entrar; sólo se cuadró hasta que le ordenaron tomar asiento.
—No hay necesidad de inquietarse, sargento —dijo el capitán John Penniquick. Sobre su escritorio sólo tenía los papeles correspondientes a la muerte del sargento Lucius Daggett. El informe del patólogo abarcaba dos páginas manuscritas, que, además de una descripción detallada de las heridas que causaron la muerte, indicaba que no había sustancias extrañas en el estómago o en la corriente sanguínea, como barbitúricos u opiáceos. El informe del sargento Watkin era más extenso, también manuscrito, e incluía resúmenes de todas las conversaciones sostenidas con los hombres del X y con la Hermana Langtry. Las investigaciones forenses eran muy limitadas en un ejército activo y no comprendían la toma de impresiones digitales. Si el sargento Watkin hubiera advertido algo sospechoso, heroicamente habría cumplido con su deber en tal sentido. Pero un sargento de investigaciones especiales del ejército, en tiempo de guerra, no estaba muy familiarizado con las impresiones digitales. Sin embargo, no vio nada sospechoso y el patólogo coincidió.
—En realidad sólo quería interrogarlo sobre las circunstancias que condujeron a la muerte del sargento Daggett —dijo el oficial de intendencia, algo incómodo—. ¿Tuvo usted alguna sospecha de que el sargento Daggett intentaba hacerle una insinuación? ¿Lo había hecho antes?
—Una vez —dijo Michael—. Pero no llegó a nada. Con toda honestidad, no creo que el sargento Daggett fuera un verdadero homosexual, señor. Era un buscalíos, nada más.
—¿Tiene usted inclinaciones homosexuales, sargento?
—No, señor.
—¿Le desagradan los homosexuales?
—No, señor.
—¿Por qué no?
—He luchado junto a ellos y bajo su mando, señor. He tenido amigos con esas inclinaciones, uno especialmente muy bueno, y eran tipos decentes. Es lo único que pido, que sean decentes. Estimo que los homosexuales son como cualquier otro grupo de hombres: algunos buenos, algunos malos y algunos indiferentes.
El oficial de intendencia sonrió ligeramente.
—¿Tiene alguna idea de la razón por la cual el sargento Daggett le había echado el ojo?
Michael suspiró.
—Creo que vio mis papeles y los leyó, señor. No se me ocurre otra razón. —Miró muy directamente al oficial de intendencia—. Si ha leído mis papeles, señor, sabrá que ésta no es la primera vez que he estado en dificultades a causa de homosexuales.
—Sí, lo sé. Es muy lamentable para usted sargento. ¿En algún momento salió del cuarto de la Hermana Langtry, durante la noche?
—No, señor.
—¿De modo que, después del incidente en la casa de baños, no volvió a ver al sargento Daggett?
—No, señor; nunca más lo vi.
El oficial de intendencia asintió con energía.
—Gracias, sargento. Eso es todo.
—Gracias a usted, señor.
Una vez que Michael se hubo retirado, el capitán Penniquick juntó todos los papeles sobre la muerte del sargento Lucius Daggett, sacó una hoja en blanco y empezó a escribir su informe al superintendente.