LA Hermana Langtry observó sin moverse hasta que el Coronel estuvo bien adelantado en el camino de regreso a su cabaña, y luego bajó la rampa y comenzó el recorrido hacia su cuarto.
¡Ojalá, cuando ocurre alguna cosa, hubiera tiempo para pensar! Nunca era así, por desgracia. Lo mejor que podía hacer era moverse y estar un paso adelante. No confiaba en absoluto en el coronel Chinstrap. Seguramente se refugiaría como una cucaracha, en su cabaña, y haría su trabajo sucio despachando a la Jefa hacia su cuarto. Tenía que sacar a Michael. Hubiera querido tener más tiempo antes de verlo, unas horas preciosas para buscar la forma perfecta de decir lo que había que decir. Unas pocas y preciosas horas. Para eso no bastarían los días.
Había algo malo en el aire. Las personas cínicas podían adjudicarlo simplemente a un monzón en cierne. Pero la Hermana Langtry sabía que no era así. Las cosas aparecían y desaparecían con tanta rapidez que uno se daba cuenta de que faltaban cimientos adecuados. Lo que, por cierto, era la verdad con Michael y ella. ¿Cómo pudo esperar algo perdurable de una situación tan artificial? ¿Acaso no se negó resueltamente a alentar su relación con Neil Parkinson por esa misma razón? Por lo general, un hombre se acostaba, si no con alguien que conocía, por lo menos con alguien que pensaba que conocía. Pero para Michael no podía haber nada real en Honour Langtry. Ella era una ficción, un fantasma. La única Langtry que conocía era la Hermana Langtry. Con Neil había conservado la suficiente sensatez como para comprenderlo, para no abrigar esperanzas hasta que ambos regresaran a un medio más normal, hasta que él tuviera la oportunidad de conocer a Honour Langtry, más que a la Hermana Langtry. Pero con Michael no hubo reflexión, ni sensatez, nada salvo un impulso de hallar el amor con él, aquí y ahora, sin medir las consecuencias. Como si en alguna parte de día, absolutamente inconsciente, hubiese sabido que esa relación era insustancial y que no podría sobrevivir.
Años atrás, una Hermana de la escuela de capacitación preliminar, en PA, dio a las enfermeras en período de prueba una conferencia especial sobre los riesgos emocionales implícitos en la profesión. Honour Langtry fue una de las asistentes. Entre los riesgos, dijo la enfermera preceptora, estaba el de enamorarse de un paciente. Y si una enfermera insistía en enamorarse de un paciente, señaló, que sea un caso agudo. Nunca, nunca uno crónico. El amor podría crecer y perdurar con un caso agudo de abdomen o de fémur fracturado. Pero, según las mesuradas palabras de aquella mesurada voz, el amor con un espástico, un parapléjico o un tuberculoso, no era una propuesta viable. Una propuesta viable. Era la frase que Honour Langtry nunca olvidaba.
No es que Michael estuviera enfermo, y por cierto no era crónico. Pero ella lo conoció en un largo período profesional coloreado por todas las sombras del Pabellón X. Aun suponiendo que Michael no estuviera infectado, ella decididamente lo estaba. Su primera y única obligación debía haber sido ver a Michael como un interno del Pabellón X. Con Neil Parkinson tuvo éxito; pero no lo amaba, de modo que cumplió serenamente con su deber.
Ahora estaba allí, tratando de asumir dos rostros a la vez —el del amor y el del deber—, ambos frente al mismo hombre. El mismo paciente. El deber decía que él era un paciente. No importaba que no encajara para nada en la definición. Porque estaba el deber. Siempre había un deber. Estaba primero. Ni todo el amor del mundo podría cambiar los hábitos inculcados durante tantos años.
¿Qué rostro asumir, el del amor o el del deber?, se preguntaba, subiendo con paso más pesado que lo habitual los escalones hasta la galería exterior de su cuarto. ¿Seré su amante o su enfermera guardiana? ¿Qué es él? ¿Mi amante o mi paciente? Un repentino soplo de viento penetró bajo su velo y lo levantó, separándolo del cuello. Todas las preguntas están contestadas, pensó. He asumido el rostro del deber.
Cuando abrió la ventana vio a Michael, vestido con el pijama y la bata que ella pidió prestada en el Pabellón B, que esperaba pacientemente sentado en la silla. La había puesto un poco más lejos de la cama, que estaba cuidadosamente hecha, y por ningún esfuerzo de imaginación podía pensarse que en ella había habido más placer y dolor de tantos esfuerzos gloriosos, que en cualquier lecho sibarita salpicado de almohadones. En forma extraña, la castidad espartana de la cama fue como un shock. Ella ya se había imaginado la escena próxima mientras cruzaba la galería, y en esa escena Michael aún yacía desnudo sobre el lecho.
De haber estado así, ella hubiese podido ser dulce, acostarse a su lado y, a pesar de su rostro del deber, hubiese reunido el valor, de alguna parte, para hacer lo que más anhelaba: abrazarlo, ofrecerle su boca para uno de esos besos poderosos y ardientes; reforzar con nuevas experiencias los recuerdos de la noche, tan horriblemente ensombrecida por aquello que aún permanecía tendido en la casa de baños, muerto.
Se detuvo en la puerta, sin sonreír, desprovista de la capacidad de moverse o hablar, sin fuerzas. Pero el aspecto de su cara debió decir más de lo que ella pensaba, porque Michael se puso inmediatamente de pie y se acercó, aunque no tanto como para tocarla.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Qué es? ¿De qué se trata?
—Luce se ha suicidado —dijo la enfermera, directamente, y se detuvo, de nuevo agotada.
—¿Suicidio? Al principio Michael se quedó con la boca abierta, pero el asombro y la repugnancia se desvanecieron más rápidamente de lo debido, reemplazados por una curiosa y horrible consternación, como si se tratara de una acción personal.
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —dijo con lentitud, y pareció como si empezara a morir.
Su rostro mostraba culpa, aflicción.
Entonces dijo:
—¿Qué he hecho? —Y lo repitió—: ¿Qué he hecho? —Era la voz de un hombre viejo, debilitado.
La Hermana Langtry se recuperó y se acercó a Michael para tomarlo de un brazo, mientras lo miraba a la cara, implorante.
—Tú no has hecho nada, Michael. ¡Nada en absoluto! Luce se ha destruido a sí mismo, ¿me entiendes? Sólo te estaba usando para vengarse de mí. ¡No te puedes culpar! ¡Tú no lo empujaste, no lo alentaste a hacerlo!
—¿De veras? —preguntó Michael ásperamente.
—¡Basta! —lloró la Hermana Langtry, aterrorizada.
—Debí estar allí, con él, no aquí contigo. No tenía derecho a abandonarlo.
Desolada, la Hermana Langtry lo miró con fijeza, como si casi no lo conociera; pero de algún modo pudo hacer aflorar en su rostro una pequeña sonrisa burlona.
—¡Válgame Dios! —exclamó—. ¡Qué cumplido para mí!
—¡Oh, Nita, no quise decir eso! —gritó Michael, apenado—. ¡No te lastimaría por nada del mundo!
—¿Ni siquiera ahora puedes acordarte de llamarme Honour?
—Ojalá pudiera. —Justo para ti… oh, sí, es perfecto. Pero siempre pienso en ti como Nita, incluso ahora. No te lastimaría por nada del mundo, Nita. Pero si yo me hubiera quedado donde correspondía, esto jamás habría ocurrido. Él estaría a salvo y yo… yo estaría libre. ¡Yo tengo la culpa!
La agonía de Michael no significaba nada para ella, pues no conocía su fuente. ¿Quién era él? ¿Qué era? Sintió náuseas y una tremenda congoja, indefinida, que surgía de la profundidad de su ser y se desparramaba de manera insidiosa por todas partes, desde las puntas de los dedos hasta sus incrédulos ojos. ¿Quién era Michael, que después de pasar horas haciéndole el amor apasionadamente, se lamentaba de ello y la descartaba en favor de Luce? Horror, pena, dolor. Ella podía soportarlos, pero no cuando Michael los sentía por Luce. Nunca en su vida se sintió menos mujer, menos ser humano. Michael le había tirado su amor a la cara, por Luce Daggett.
—Ya veo —dijo ella, con voz tensa—. Me he equivocado terriblemente sobre muchas cosas ¿verdad? ¡Oh, qué estúpida fui! —La risa amarga sonó espontánea y Michael se echó atrás—. ¿Quieres esperar un minuto? —preguntó la enfermera, volviéndose—. Tengo que lavarme un poco. Después te llevaré de vuelta a X. El coronel Chinstrap quiere hacerte unas preguntas, y prefiero que no estés aquí todavía.
Debajo de la ventana posterior había una fuente de hojalata sobre un pequeño estante, con un poco de agua. La Hermana Langtry, ocultando el rostro lleno de lágrimas, fue apresuradamente hacia la fuente y comenzó a lavarse la cara salpicando mucha agua. Luego se cubrió los ojos, las mejillas y la nariz con una toalla, deseando con todas sus fuerzas que cesaran esas vergonzosas lágrimas.
Él era lo que era. ¿Acaso, automáticamente, significaba que su amor no tenía valor? ¿Que no tenía nada que mereciera ser amado, que pudiera preferir a Luce? ¡Oh, Michael, Michael! Nunca se sintió tan traicionada, tan deshonrada. Honour sin honor, en verdad. Pero ¿por qué tenía que ser así? Él era lo que era y debía ser hermoso, o ella nunca lo habría amado. Pero el abismo entre la razón y sus sentimientos femeninos era insalvable. Ninguna mujer rival podía haberla herido así. Luce. La balanza se inclinaba a favor de Luce.
¡Qué idiota era el coronel Chinstrap al sospechar que Michael podía haber matado a Luce! Una lástima que no hubiera presenciado esa escena. Habría eliminado sus sospechas. Si alguna vez un hombre lamentó la muerte de otro hombre, fue el sargento Michael Wilson. Pudo haberlo hecho, suponía. Durante la noche ella estuvo ausente del cuarto el tiempo suficiente como para que él hubiera ido, cometido el hecho y luego regresado. Pero no lo hizo. Nada la convencería de lo contrario. Pobre Michael. Probablemente, tenía razón. Si se hubiera quedado en el Pabellón X, Luce no habría necesitado matarse, su victoria sobre ella habría sido completa… no más completa.
¡Oh Dios, qué desastre! Una mezcla de deseos, una confusión de motivos. ¿Por qué había sacado a Michael del pabellón? En ese momento pareció lo correcto, lo único posible. ¿Pero acaso siempre pensó en aprovechar la oportunidad de tener a Michael para ella? En el Pabellón X no podía ser. Todos estaban celosos del tiempo que ella empleaba con cada uno. Y los hombres —suponía— eran hombres. Virtualmente, ella se ofreció a Michael, después del incidente en la casa de baños. ¿Por qué culparlo por haberla usado?
Las lágrimas cesaron. Dejó la toalla y fue hacia el espejo. Bien; no había señales. El velo estaba torcido, el rostro del deber que nunca, nunca la traicionaba. El amor podía hacerlo; el deber, nunca. Uno sabía dónde estaba; lo que daba y lo que recibía. Abrió un profundo y oscuro cajón en su mente y dejó caer el amor en él. Enderezó el velo en el espejo, frente a unos ojos tan serenos e indiferentes como los de aquella enfermera preceptora, muchos aros atrás. Una propuesta no viable. Se alejó de sí misma.
—Vamos —dijo amablemente—. Ahora te llevaré de vuelta adonde perteneces.
Michael caminó trabajosamente junto a ella, tropezando de vez en cuando, tan inmerso en su propio sufrimiento que apenas la veía. No era sólo que empezaba de nuevo. Ya había empezado, y esta vez era una condena perpetua, una eternidad. ¿Por qué tenía que ocurrirle a él? ¿Qué había hecho? La gente no dejaba de morir. Y todo por él, por algo que él tenía. Un Jonás.
La tentación de acostarse en su cama, de oler sus sábanas, de apoyar su cuerpo donde había estado el de ella… Ahora se lamentaba, pero no antes. Allí estaba todo ese amor que nunca había conocido. Corrió un sueño. Y llegó después de algo horrible, nacido en su vergüenza de que lo sorprendiera desnudo y comprometido por Luce Daggett. Nacido en la destrucción de su amor propio, de la conciencia total de que él también tenía hambre de matar.
Las visiones de Luce danzaban en su cerebro. Luce riendo, Luce burlándose, Luce mirándolo fijamente, asombrado, porque él quiso limpiar lo que Luce ensució; Luce en la casa de baños, incapaz de creer que sus insinuaciones no eran bien recibidas. Luce con una inconsciencia sublime de que la muerte pendía sobre él como una espada. ¡Estúpido recluta! Como Luce le dijo una vez. Pero ahora él se lo decía al fantasma de Luce. ¡Estúpido recluta! ¿No te dabas cuenta de que te lo estabas buscando? ¿No te dabas cuenta de que la guerra oscurece las objeciones que un hombre tiene para matar, que lo acostumbra a hacerlo? Claro que no te diste cuenta. No fuiste más allá de una unidad de aprovisionamiento.
No había futuro. Ningún futuro. Quizá nunca lo hubo. Ben diría que el hombre se lo buscaba. No era justo. ¡Oh, Dios, qué furioso estaba! Y a ella, a la que no conocía, ahora ya no la conocería más. Lo miró como a un asesino. Y era un asesino. Había asesinado la esperanza.