Capítulo 2

EL coronel Chinstrap estaba sentado en la galería de su pequeña cabaña, revolviendo el té reflexivamente y sin pensar mucho en nada. Era el día. Un día cualquiera, solía ocurrir después de una noche con la Hermana Heather Connolly, era común. Pero anoche fue difícil en otro sentido. Pasaron la mayor parte del tiempo hablando de la próxima desintegración de la Base Quince y de la posibilidad de continuar sus relaciones cuando regresaran a la vida civil.

Como tenía el hábito de revolver mucho el té, aún lo estaba haciendo cuando la Hermana Langtry, pulcra y precisa como un alfiler, dobló con paso firme por el extremo de la cabaña y se detuvo sobre el césped, debajo, mirando hacia arriba.

—¡Señor, tengo un suicidio! —anunció en voz alta.

El coronel casi dio un salto en su silla, se dejó caer en ella de nuevo y luego, lentamente, pudo dejar la cucharita en el plato y ponerse de pie. Llegó tambaleando hasta la débil balaustrada y se apoyó con cuidado, mirando a la enfermera.

—¿Suicidio? ¡Pero esto es horrible! ¡Horrible!

—Sí, señor —contestó la enfermera fríamente.

—¿Quién?

—El sargento Daggett, señor. En la casa de baños. Se cortó en pedazos con una navaja.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo débilmente el coronel.

—¿Desea echar un vistazo primero, señor, o quiere que llame enseguida a los PM? —preguntó ella, arrastrándolo inexorablemente a tomar decisiones que no tenía energía para adoptar.

Se enjugó la cara con el pañuelo, tan pálido que las señales de la bebida en su nariz se destacaban gloriosamente en azul y carmesí. Se retorció las manos, delatándose. En un gesto defensivo las metió en los bolsillos y se volvió hacia el interior de la cabaña.

—Supongo que primero debo verlo yo —dijo, y elevó la voz, con malhumor—. Mi sombrero, ¿dónde diablos está mi sombrero?

Parecían bastante normales mientras cruzaban juntos el complejo, pero la Hermana Langtry estableció el ritmo de paso y el coronel resoplaba constantemente.

—¿Alguna… idea… de por qué… Hermana? —jadeó, tratando de disimular la velocidad; pero descubrió que ella seguía marchando adelante, sin ninguna consideración por su aliento.

—Sí, señor; sé la razón. Anoche sorprendí al sargento Daggett, en la casa de baños, intentando abusar del sargento Wilson. Imagino que, en algún momento, durante la noche, el sargento Daggett tuvo una especie de ataque de culpa o de remordimiento, y decidió acabar con su vida donde había ocurrido el incidente, la casa de baños. Hay un definido motivo sexual… sus órganos genitales están atrozmente cortados.

¿Cómo podía ella hablar sin ningún esfuerzo mientras caminaba con tanta rapidez?

—Dios me ayude, Hermana, ¿quiere ir más despacio? —gritó.

Entonces penetró lo que ella dijo sobre los órganos genitales y el desaliento se arrastró sobre el coronel como una medusa.

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

El coronel echó una breve mirada en la casa de baños que la Hermana Langtry abrió para él con mano firme como la roca. Volvió a salir conteniendo apenas su estómago, pero también decidido por sobre todas las cosas a no aflojar delante de esta mujer. Luego de un período de respiración profunda, que disimuló paseándose con las manos detrás de la espalda, con aire de importancia y meditación, mientras se lo permitiera el estómago, carraspeó y se detuvo frente a la Hermana Langtry, que esperaba pacientemente y lo observaba con ligero desdén. ¡Condenada mujer!

—¿Alguien sabe lo ocurrido? —preguntó el coronel, sacando el pañuelo y enjugándose el rostro, que gradualmente iba retornando a su color normal.

—El suicidio, no creo —dijo la enfermera, reflexionando fríamente—. Por desgracia, el capitán Parkinson y el sargento Maynard fueron testigos del intento de abuso de que fue objeto el sargento Wilson; y también yo, personalmente, señor. El coronel hizo chasquear la lengua.

—¡Sumamente lamentable! ¿A qué hora se produjo el intento de abuso del sargento Wilson?

—Aproximadamente a las 1.30 de la madrugada, señor. El coronel la miró fijamente, entre la sospecha y la exasperación.

—¿Qué diantres estaban haciendo todos ustedes a esa hora en la casa de baños? ¿Y cómo permitió que ocurriera esto, Hermana? ¿Por qué no puso a un asistente de guardia durante la noche, o una enfermera de relevo?

La Hermana Langtry le devolvió la mirada, inexpresiva.

—Si se refiere al intento contra el sargento Wilson, señor, yo no tenía ninguna base para suponer que ésa era la intención del sargento Daggett. Si se refiere al suicidio, nada indicaba que el sargento Daggett tenía ese propósito con respecto a sí mismo.

—¿Entonces usted no tiene dudas de que fue un suicidio, Hermana?

—Ninguna, en absoluto. La navaja estaba en su propia mano cuando se produjeron las heridas. ¿No lo vio usted mismo? Para cortar profundamente, en lugar de raspar la superficie de la piel, se toma la navaja de la misma manera, pero con más fuerza.

El coronel se sintió molesto por la inferencia de que su estómago no le había permitido permanecer el tiempo suficiente para inspeccionar el cadáver tan cabalmente como ella, así que cambió de táctica.

—Repito: ¿por qué no hizo que alguien estuviera de guardia en el pabellón durante la noche, Hermana? ¿Y por qué no me informó inmediatamente del ataque del sargento Daggett al sargento Wilson?

Los ojos de la enfermera se abrieron con expresión inocente.

—¡Señor! ¿A las 2.00 de la mañana? Realmente, no creí que me agradecería despertarlo a semejante hora por algo que no constituía una real emergencia médica. Intervinimos antes de que el sargento Wilson sufriera daño físico, y cuando dejé al sargento Daggett, estaba en plena posesión de sus medios y en control de sí mismo. El capitán Parkinson y el sargento Maynard convinieron en vigilar al sargento Daggett durante la noche. Pero teniendo en cuenta que el sargento Wilson fue retirado del pabellón, no vi ninguna necesidad de tomar una medida de fuerza con el sargento Daggett, ni arrestarlo y colocarlo bajo custodia, ni empezar a pedir ayuda a gritos. En realidad, señor —concluyó con calma—, esperaba no tener que mencionarle el incidente. Pensé que, después de hablar con el sargento Daggett y el sargento Wilson, una vez que ambos se hubieran recuperado algo, todo se podría resolver sin alharaca oficial. Cuando dejé el pabellón era optimista en ese sentido.

El coronel se aferró a una nueva información.

—Usted sacó al sargento Wilson del pabellón, ¿qué quiere decir, exactamente?

—El sargento Wilson tenía un severo shock emocional, señor, y considerando las circunstancias pensé que era aconsejable tratarlo en mis habitaciones y no en el pabellón, bajo las narices del sargento Daggett.

—De modo que el sargento Wilson estuvo con usted toda la noche.

La Hermana Langtry lo miró sin temor.

—Sí, señor; toda la noche.

—¿Toda la noche? ¿Está segura de que fue toda la noche?

—Sí, señor. Aún está en mi cuarto, en realidad. No quería traerlo de vuelta al pabellón hasta que hubiera hablado con el sargento Daggett.

—¿Y estuvo usted con él toda la noche, Hermana?

Una ligera sensación de miedo invadió a la Hermana Langtry. El coronel no estaba ocupado con ideas lascivas sobre ella y Michael. Probablemente no la consideraba capaz de tales actividades. Contemplaba algo muy distinto del amor… el asesinato.

—Estuve junto al sargento Wilson hasta que vine de servicio hace media hora, señor, y descubrí al sargento Daggett sólo unos minutos después. Estaba muerto desde hacía varias horas —dijo, y su tono no admitía discusión.

—Ya veo —dijo el coronel Chinstrap, con los labios apretados—. Es un bonito lío, ¿eh?

—No estoy de acuerdo, señor. No es bonito en absoluto.

El coronel volvió al tema principal como un perro inquieto.

—¿Y está absolutamente segura de que el sargento Daggett no hizo o dijo nada que indicara un estado de ánimo suicida?

—Absolutamente nada, señor —dijo ella con firmeza—. En verdad, me asombra que se haya suicidado. No es que me parezca inconcebible que se haya quitado la vida. Sólo que haya decidido hacerlo con tanta sangre, con tanta… fealdad. En cuanto al ataque a su propia masculinidad… ni siquiera puedo empezar a comprenderlo. Pero ése es el problema con la gente. Nunca hace lo que uno espera que haga. Soy muy franca y honesta con usted, coronel Donaldson. Podría mentirle y decir que el estado de ánimo del sargento Daggett era decididamente suicida. Pero he preferido decir la verdad. Mi estupor con respecto a la muerte del sargento Daggett no altera mi convicción de que es un suicidio. No puede ser otra cosa.

El Coronel se volvió y empezó a caminar hacia X, estableciendo un paso sobrio, que la Hermana Langtry finalmente admitió seguir. Al pasar junto a la soga de ropa caída, el coronel se detuvo para revolver los montones de prendas con su bastón ligero, y eso hizo que la Hermana Langtry se acordara de la supervisora de un campamento mixto de adolescentes, en busca de manchas sospechosas.

—Parece que hubo lucha aquí —dijo el Coronel, enderezándose.

Los labios de la enfermera se crisparon.

—La hubo, señor. Entre el capitán Parkinson y algunas camisas.

El Coronel continuó.

—Creo que es mejor que vea al capitán Parkinson y al sargento Maynard antes de informar a las autoridades.

—Por supuesto, señor. No he vuelto al pabellón desde que descubrí el cuerpo, de modo que imagino que ninguno de ellos sabe lo que ha ocurrido. Aun cuando alguno haya tratado de entrar en la casa de baños, yo la cerré antes de ir a buscarlo a usted.

—Eso, por lo menos, hay que agradecerlo —dijo el Coronel con tono austero, y de pronto se dio cuenta de que la vida le ofrecía la oportunidad perfecta para liquidar para siempre a la Hermana Langtry. Un hombre en sus habitaciones toda la noche, un enredo sexual absolutamente sórdido que culminaba en una muerte. Cuando terminara con ella, Honour Langtry estaría en ridículo y la habrían echado del ejército deshonrosamente. ¡Oh, Dios, era la dicha!

—Permítame decirle, Hermana, que ha actuado usted con torpeza en este asunto, desde el comienzo hasta el fin, y que me ocuparé personalmente de que reciba la reprobación que tanto merece.

—¡Gracias, señor! —exclamó la Hermana Langtry, al parecer sin ironía—. Sin embargo, considero que la causa directa de todo este problema son dos botellas de whisky Johnnie Walker que los pacientes del pabellón X consumieron anoche. ¡Y si conociera la identidad del imbécil insensato que ayer dio esas botellas al capitán Parkinson, un paciente inestable desde el punto de vista emocional, tendría gran placer en ocuparme personalmente de que reciba la reprobación que tanto merece!

El coronel tropezó mientras subía los escalones y tuvo que agarrarse de la endeble baranda para salvarse. ¿Imbécil insensato? ¡Idiota, tonto de capirote! Se había olvidado por completo del whisky. Y ella sabía. ¡Oh, ella sabía, sí! Tendría que dejar de lado la venganza. En realidad, tendría que retroceder con rapidez. ¡Maldita mujer! Esa insolencia tan suave y, oh, tan osada, estaba profundamente arraigada. Si el entrenamiento de enfermera no la había erradicado, nada en el mundo lo conseguiría.

Matt, Nugget, Benedict y Neil estaban sentados a la mesa de la galería, con muy mal aspecto. Pobres diablos, ni siquiera les había dado la cafeína que despumó de la superficie del AFC, y ahora, con el Coronel Chinstrap presente, no podía hacerlo.

A la vista del Coronel todos se cuadraron. Él se sentó pesadamente en un extremo del banco y se vio obligado a dar un salto hacia el medio cuando el mueble se inclinó de manera peligrosa.

—Continúen, caballeros —dijo—. Capitán Parkinson, le agradecería mucho una taza de té, por favor.

Ya habían llenado la tetera varias veces, y vuelto a preparar el té, de modo que el que Neil sirvió al Coronel, con mano no muy firme, era bastante fresco. El coronel Chinstrap tomó el jarro sin percatarse al parecer de su fealdad, y enterró en él su nariz, agradecido. Pero cuando por fin tuvo que dejar el jarro lanzó una mirada fulgurante y agria a los cuatro hombres y a la Hermana Langtry.

—¿Los sargentos Wilson y Daggett estuvieron involucrados en un incidente esta mañana temprano, en la casa de baños? —preguntó, indicando que eso lo había traído hasta el Pabellón X a esa hora del día.

—Sí, señor —dijo Neil con tranquilidad—. El sargento Daggett hizo un intento de abusar sexualmente del sargento Wilson. La Hermana Langtry vino a buscarnos, al sargento Maynard y a mí, quiero decir, para ir a la casa de baños, e intervinimos.

—¿Vieron el incidente con sus propios ojos, o sólo se enteraron por la Hermana Langtry?

Neil miró al coronel con un desprecio que ni siquiera se preocupó por ocultar.

—¡Pues, lo vimos con nuestros propios ojos, por supuesto! —Dio a su voz los matices de alguien forzado a complacer un interés inexplicablemente libidinoso—. El sargento Wilson debe de haber sido sorprendido en la ducha. Estaba desnudo y muy mojado. El sargento Daggett también estaba desnudo, pero no mojado, en absoluto. No obstante, se encontraba en un estado de extrema excitación sexual. Cuando la Hermana Langtry, el sargento Maynard y yo entramos en la casa de baños, estaba tratando de agarrar al sargento Wilson, que había adoptado una posición defensiva a fin de detenerlo.

Neil aclaró la garganta y miró cuidadosamente sobre el hombro del coronel.

—Por suerte el sargento Wilson no bebió sin medida el whisky que por casualidad teníamos anoche en nuestro poder, pues de lo contrario las cosas pudieron haber sido mucho más difíciles para él.

—¡Está bien, está bien, es suficiente! —dijo el Coronel bruscamente, sintiendo cada matiz como un estoque, y la mención del whisky como un garrote—. Sargento Maynard: ¿está de acuerdo con la descripción que ha hecho el capitán Parkinson?

Benedict levantó la vista por primera vez. Su rostro mostraba la fatiga y rigidez de alguien que ha llegado a un punto del que no se puede volver, y tenía los ojos con un borde rojo, producto del whisky.

—Sí, señor; ésa es la forma como ocurrió —dijo, arrastrando las palabras como si hubiese estado allí sentado durante días, concentrándose sólo en ellas—. Luce Daggett era una mancha en la faz de la tierra. Inmundo. Repugnante…

Matt se levantó con rapidez y puso certeramente su mano sobre el brazo de Benedict, haciéndolo poner de pie.

—Vamos, Ben —dijo con voz apremiante—. ¡Apresúrate! Llévame a caminar. Después de todo ese licor de anoche no me siento muy bien.

El coronel Chinstrap no discutió, pues una nueva referencia al whisky lo aterrorizaba. Permaneció sentado en silencio, como un ratón, mientras Benedict llevaba a Matt rápidamente fuera de la galería. Luego se volvió de nuevo hacia Neil.

—¿Qué ocurrió después que su llegada puso fin al incidente, capitán?

—El sargento Wilson sufrió una fuerte reacción, señor. Usted sabe, las cosas que pueden suceder después de estar dispuesto a pelear. Tuvo temblores y no podía respirar bien. Me pareció mejor que fuera con la Hermana Langtry, de modo que le sugerí que sacara al sargento Wilson del pabellón, y lo llevara a algún sitio como sus habitaciones, lejos del sargento Daggett. Eso dejaba al sargento Daggett sin… eh… más tentaciones por el resto de la noche. También lo dejó en un estado de considerable recelo, que sin dificultad confieso que lo alenté a sentir. El sargento Daggett, señor, no es mi persona favorita.

Al principio del discurso, la Hermana Langtry simplemente observaba a Neil con cortesía, pero cuando le escuchó decirle al coronel que fue idea suya sacar a Michael del pabellón, sus ojos se abrieron de sorpresa y luego se endulzaron con gratitud. ¡Tonto, noble, maravilloso! Nunca se le ocurriría al coronel dudar de que fue Neil; suponía que los hombres debían hacerse cargo de las situaciones y adoptar las decisiones. Pero también parecía que Neil sabía muy bien dónde intentaba ella poner a Michael esa noche, y eso la hizo dudar. ¿Acaso la última parte de la noche estaba escrita aún en su rostro, o sólo era una suposición con fundamento?

—¿Cómo estaba el sargento Daggett después que usted regresó al pabellón, capitán? —preguntó el coronel.

—¿Cómo estaba el sargento Daggett? —Neil cerró los ojos—. Oh, como siempre. Despotricando. No lamentaba nada lo ocurrido, salvo porque lo sorprendieron. Lleno de su desprecio usual. Y siempre insistiendo en vengarse de todos, pero especialmente de la Hermana Langtry. Luce la detesta.

Semejante desagrado de alguien que estaba muerto ofendía al coronel, hasta que recordó que ellos no sabían que Luce ya no existía. Presionó hacia el desenlace.

—¿Dónde está ahora el sargento Daggett? —preguntó indiferente.

—No sé ni me importa, señor —dijo Neil—. En cuanto a mí concierne, deliraría de placer si nunca volviera a poner sus pies en el Pabellón X.

—Ya veo. Bien, capitán, es usted honesto.

Todo el mundo podía ver que el Coronel trataba de ser tolerante, debido al precario equilibrio emocional de los hombres del X. Pero cuando se dirigió a Nugget empezó a mostrar su exasperación.

—Soldado Jones, está usted muy silencioso. ¿Tiene algo que agregar?

—¿Quién, yo, señor? Yo tenía una jaqueca —dijo Nugget con aire de importancia—. Las características clásicas, señor; realmente fue así… ¡lo habría fascinado! Un pródromo de dos días, con letargo y un poco de disfasia, seguido por un aura de escotoma de una hora de campo visual derecho, y después un dolor de cabeza semicraneal izquierdo. Estaba planchado, señor. —Reflexionó por un instante—. Bueno, más que planchado, realmente.

—Las centellas no son escotomas, soldado —dijo el Coronel.

—Las mías eran escotomas —dijo Nugget, decisivamente—. ¡Eran fascinantes, señor! Se lo dije; no fue una jaqueca sin importancia, ni de lejos. Si miraba algo grande lo veía todo, sin dificultad. Pero si miraba un pedacito de esa cosa grande, como un pestillo de la puerta o un agujero en la pared de madera, sólo veía la mitad izquierda. La mitad derecha… ¡no sé! ¡Simplemente, no estaba! Escotoma, señor.

—Soldado Jones —dijo el Coronel, fatigado—, si su conocimiento de cuestiones militares igualara siquiera remotamente al de su propia sintomatología, usted sería mariscal de campo, y habríamos marchado sobre Tokio en 1943. Cuando vuelva a la vida civil, le sugiero con firmeza que piense en estudiar medicina.

—No puedo, señor —dijo Nugget, lamentándose—. Sólo tengo el intermedio. Pero pienso entrenarme como enfermero, señor. En Repat.

—Bueno, quizás el mundo ha perdido un Pasteur, pero en cambio puede ganar un míster Nightingale. Le irá espléndidamente, soldado Jones.

Por el rabillo del ojo el Coronel observó que Matt había regresado sin Benedict y que escuchaba con atención desde la puerta.

—Cabo Swayer: ¿qué puede usted decir?

—No vi nada, señor —dijo Matt, imperturbable.

Los labios del coronel desaparecieron; se vio obligado a inspirar profundamente.

—¿Alguno de ustedes, caballeros, fue a la casa de baños desde el ataque del sargento Daggett al sargento Wilson?

—No señor, hoy amanecimos con resaca y por eso antes de afeitarnos, nos pareció a todos que primero necesitábamos litros de té.

—¡Pienso que podría haberles dado la espuma del AFC, Hermana! —dijo bruscamente el Coronel, mirando a la enfermera con furia.

Honour Langtry alzó las cejas y sonrió levemente.

—La tengo lista, señor.

Por último, el Coronel llegó al desenlace.

—Supongo que ninguno de ustedes sabe que el sargento Daggett fue encontrado muerto en la casa de baños —dijo lacónicamente.

Como clímax fue de una ineficacia desconsoladora. Nadie demostró sorpresa, shock, pena o siquiera interés. Sólo permanecieron sentados, o de pie, como si el Coronel hubiera formulado una observación particularmente banal sobre el tiempo.

—Pero ¿por qué diablos Luce haría una cosa así? —preguntó Neil, sintiendo, al parecer, que el Coronel esperaba alguna clase de comentario—. No pensaba que fuera tan considerado.

—En buena hora nos libramos de esa basura —dijo Matt.

—Hoy estoy de suerte —dijo Nugget.

—¿Por qué supone que fue suicidio, capitán?

Neil pareció estupefacto.

—Bueno, ¿no lo es? Es algo joven como para morir de causas naturales, ¿verdad?

—Ciertamente, no murió de causas naturales. ¿Pero por qué supone que fije un suicidio? —insistió el Coronel.

—Si no tuvo un ataque al corazón, o apoplejía, o lo que sea, entonces quiso liquidarse. No trato de decirle que nosotros no lo hubiéramos ayudado encantados, pero anoche no era noche para asesinatos, señor. Era noche para un traguito de whisky.

—¿Cómo murió, señor? —preguntó Nugget con ansiedad—. ¿Se cortó la garganta? ¿Se acuchilló? ¿Se ahorcó, quizás?

—Tenía que ser usted el que quiere saberlo, ¡qué mente morbosa! —exclamó el Coronel, hastiado—. Hizo lo que los japoneses llaman harakiri, creo.

—¿Quién lo encontró, señor? —preguntó Matt, aún en el vano de la puerta.

—La Hermana Langtry.

Esta vez la reacción fue la que esperaba cuando anunció la muerte de Luce. Hubo un pasmoso silencio mientras todos los ojos se dirigían hacia la Hermana Langtry. Nugget parecía a punto de llorar. Matt, aturdido. Neil, abatido.

—Dios mío, lo siento tanto… —dijo finalmente Neil.

La Hermana Langtry sacudió la cabeza, y les sonrió con cariño.

—Todo está bien, de veras. Como pueden ver, he sobrevivido. Por favor, no se sientan tan molestos.

El coronel Chinstrap suspiró y se golpeó los muslos con las manos, derrotado. ¿Qué se podía hacer con hombres que no sentían ninguna pena por la muerte de un compañero, y luego quedaban destrozados porque su querida Hermana Langtry había tenido una desagradable experiencia? Se puso de pie.

—Gracias por su tiempo y por el té, caballeros. Tengan buenos días.

—Ellos sabían —dijo el Coronel, mientras salía del pabellón con la Hermana Langtry—. ¡Esos demonios simuladores, sabían que estaba muerto!

—¿Usted cree? —preguntó la Hermana Langtry, indiferente—. Está muy equivocado, créame. Sólo trataban de ponerlo nervioso, señor. No debió permitirles que lo hicieran; eso sólo los empeora.

—Cuando necesite su consejo, señora, se lo pediré —espetó el Coronel, zumbando de rabia. Luego, recordó su situación delicada y la posición dictatorial de la Hermana Langtry, pero no pudo resistirse a decir, con bastante malicia—: Tendrá que haber una investigación.

—Naturalmente, señor —dijo la enfermera, con tranquilidad.

Era demasiado, en especial después de la noche que había pasado.

—Parece que no hubo juego sucio —dijo, fatigado—. Afortunadamente para él, quizás, el sargento Wilson tiene una coartada perfecta, proporcionada nada menos que por usted misma. No obstante, reservaré mi decisión hasta que la policía militar haya inspeccionado el cadáver. Si están de acuerdo con que no existe sospecha de delito, imagino que la investigación será una mera cuestión de forma. Pero eso lo decidirá el coronel Seth. Le notificaré inmediatamente. —El Coronel suspiró, y echó una rápida mirada de reojo a la enfermera—. ¡Sí, en verdad, qué suerte para el joven sargento Wilson! Sería maravilloso que todas las enfermeras de todos mis pabellones fueran tan solícitas con los pacientes.

La Hermana Langtry se detuvo apenas pasó la cortina espantamoscas, preguntándose por qué existían ciertas personas que uno se sentía obligado a herir, y por qué uno se sorprendía cuando ellas, a su vez, devolvían el golpe. Eso les ocurría a ella y al coronel Chinstrap. Desde el momento en que se conocieron y se midieron todo fue una competencia para ver cuál de ellos pegaba más fuerte. Y en esos momentos, ya consagrada a esa tarea, no se sintió suficientemente caritativa como para dejarlo ir con sus burlas acerca de Michael.

De modo que dijo, suave como la seda:

—Pediré a los hombres que se abstengan de comentar sus indiscreciones alcohólicas, señor, ¿qué le parece? Realmente, no veo por qué se tiene que mencionar ese episodio para nada, siempre que la policía militar piense que no hay dudas de que el sargento Daggett se suicidó.

El Coronel se retorció; hubiera dado todo lo que tenía para replicarle a esa cara sonriente; gritarle a ella y a todo el condenado mundo que él le había dado whisky a los pacientes «toppos», pero sabía que no podía hacerlo. Así que simplemente asintió con gesto duro.

—Como usted lo considere oportuno, Hermana. Ciertamente, no lo mencionaré.

—Aún no ha visto al sargento Wilson, señor. Lo dejé durmiendo, pero está perfectamente bien. En condiciones para una entrevista, de eso estoy segura. Iré ahora con usted a mis habitaciones. Le habría dado al sargento uno de los cuartos vicios cercanos al mío, pero estaban todos cerrados con llave. Lo que, según vemos ahora, resultó conveniente, ¿verdad? Tuve que dejarlo en mi propio cuarto, directamente bajo mi mirada. Muy incómodo, puesto que hay una sola cama.

¡Qué bruja, qué maldita bruja! Si el soldado Nugget Jones era un Pasteur en potencia, ella era un Hitler en potencia. El Coronel se vio obligado a admitir que él, ni siquiera en sus mejores días, había estado a la altura de la Hermana Langtry. Se sentía muy cansado, y todo ese problema lo había afectado considerablemente.

—Veré al sargento más tarde, Hermana. Buenos días.