Capítulo 7

MIENTRAS subían los escalones, la Hermana Langtry se dio cuenta de que los otros cuartos del edificio se hallaban cerrados con llave y clausurados. Eso no quería decir que estaba derrotada. Siempre había forma de entrar en un cuarto cerrado; y las enfermeras entrenadas, que estuvieron en hogares que parecían conventos, eran expertas en entrar y salir de habitaciones supuestamente clausuradas. Pero eso llevaría tiempo. Así que abrió la puerta de su cuarto, encendió la luz y se hizo a un lado para que Michael entrara primero.

Era extraño. Salvo la Jefa, en sus recorridas de inspección, Michael era la única persona que jamás había visto sus dominios privados, pues todas las enfermeras preferían reunirse en el área de recreación cuando buscaban el contacto social. Ir al cuarto de una colega era como hacer un viaje. A pesar de su cansancio, la Hermana Langtry contempló el lugar con otros ojos, notando su carácter opaco e impersonal. Una celda, más que un espacio habitado, aunque era más grande que una celda. Contenía un catre angosto, similar a los de X, una silla, una cómoda, un área separada por una cortina para colgar la ropa y dos estantes en la pared, donde estaban sus libros.

—Puede esperar aquí —dijo ella—. Voy a buscar alguna ropa para usted, y a abrir uno de los cuartos.

Apenas esperó que Michael se sentara en la silla, junto a la cama; cerró la puerta y se alejó con la linterna como guía. Era más fácil hacer una incursión a uno de los pabellones cercanos para conseguir ropa para el sargento, que volver a X y molestar a los hombres. Además, no quería ver a Luce hasta la mañana; primero necesitaba tiempo para pensar. Una visita al Pabellón, un pijama y una bata, con la solemne promesa de devolverlos al día siguiente.

El cuarto contiguo al suyo era el obvio para colocar a Michael, así que se puso a trabajar para levantar las tablillas de madera de la persiana. Las trabas estaban demasiado duras para soltarlas con una horquilla. Ahí está. Cuatro paneles serían suficientes. Dirigió el haz de luz por el hueco para asegurarse de que hubiera una cama y descubrió que se encontraba en la misma posición que la suya, con el colchón enrollado. Michael tendría que arreglarse sin sábanas, nada más, y de cualquier manera a ella no le daba mucha lástima.

Cuando volvió a su cuarto habían pasado quizás tres cuartos de hora. La noche era pesada y húmeda, y la enfermera se hallaba empapada de sudor. Le dolía un costado; se detuvo un instante para masajearlo con una mano. Después miró hacia la silla. Michael no estaba allí. Se había acostado, encorvado, con la espalda hacia ella, y al parecer dormía profundamente. ¡Dormido! ¿Cómo podía dormir después de lo ocurrido?

Pero eso la calmó más que ninguna otra cosa. Al fin de cuentas, ¿por qué tenía tanta furia? ¿Por qué quería destrozarlo todo? ¿Porque se emborracharon? ¿Porque Luce, simplemente, actuó como siempre? ¿O porque ya no estaba segura acerca de Michael, y no lo estaba desde que se apartó de ella en la oficina? Sí, quizás un poco era el whisky; pero los pobres eran humanos y ninguno demasiado fuerte. ¿Luce? No le importaba un comino. La mayor parte de su enojo se arraigaba en la pena y la incertidumbre respecto de Michael.

De pronto se dio cuenta de que se sentía casi exhausta. Tenía la ropa pegada al cuerpo, con manchas de sudor y la piel irritada, porque pensó que sería una visita breve y no se había puesto ropa interior. Bien; en cuanto lo acomodara en el cuarto contiguo, podría darse una ducha. Se dirigió hacia su cama, sin hacer ruido.

Eran más de las 2.00 en el reloj de la cómoda, y Michael estaba tan tranquilo que finalmente no se atrevió a despertarlo. Ni siquiera se movió cuando tiró la sábana debajo de él, para cubrirlo. Listo.

Pobre Michael, era la víctima de la decisión de Luce de vengarse de ella por lo de la pequeña señorita Woop-Woop. Esta noche debe de haberle parecido como el maná del cielo a Luce; todos idiotizados con la bebida, Nugget incapacitado con un dolor de cabeza, el campo libre cuando Michael fue a la casa de baños. Ella quería creer que Michael no había hecho nada que provocara las insinuaciones de Luce. Pero en ese caso habría mandado al diablo a Luce y se habría marchado. Físicamente, no le temía a Luce; nunca le temió. ¿Pero acaso ese poder le hacía temer en una forma distinta? ¡Ojalá conociera mejor a los hombres!

Al parecer, ella sería la que tendría que dormir sin sábanas en el cuarto de al lado, a menos que reuniera la decisión suficiente como para despertarlo. Mientras tanto, podía postergar esa decisión yendo a tomar una ducha. Así que descolgó su bata de algodón de la percha, detrás de la puerta, y fue a la casa de baños. Se quitó los pantalones y la chaqueta y, casi extasiada, permaneció bajo la lluvia de agua tibia. Estar limpia daba una sensación que a veces iba más profundo que la piel. La bata era una especie de quimono largo y suelto, con un cinturón en el medio. En vez de esperar a secarse completamente, lo que de todos modos era dudoso en una noche húmeda, se dio unas palmadas con la toalla y cruzó la bata, por delante, y ató el cinturón.

Y mientras recogía la ropa pensaba que no veía la razón por la cual tenía que ser ella la que tuviese que dormir en un colchón lleno de bichos. ¡Bien podría Michael levantarse y trasladarse!

El reloj marcaba las 3.05. La Hermana Langtry dejó caer al suelo sus ropas empapadas de sudor, fue hasta la cama y puso la palma de la mano sobre el hombro de Michael. Fue un contacto indeciso, delicado, pues detestaba tener que despertarlo; y siguió siendo delicado, porque finalmente decidió no despertarlo. Demasiado cansada, incluso, como para que la divirtiera su propia falta de decisión, se dejó caer en la silla, junto a la cama, y apoyó toda la mano en la piel de Michael, incapaz de resistir la tentación de satisfacer un impulso que sentía con demasiada frecuencia: sentirlo a él. Una sensación que no se podía resistir. Trató de recordar lo que era sentir la piel desnuda de un hombre amado, pero no pudo, quizá porque entre él y aquel otro, hacía tanto tiempo, se extendía una vida tan distinta que destruía la memoria sensitiva; más de seis años de enterrar sus propias necesidades bajo las más urgentes de los demás. Y se dio cuenta, con un shock, que en verdad no las había extrañado. No en forma intolerable, no con ansiedad.

Pero Michael era real, y sus sentimientos eran reales.

Cuánto tiempo hacía que deseaba eso, tocar la vida en él, como si tuviera todo el derecho de hacerlo… Es el hombre que amo, pensó. No me importa quién es, o qué es. Lo amo.

La mano se movió sobre el hombro, primero experimentalmente, después en pequeños círculos, cada vez más como una caricia. El momento era suyo, no sentía vergüenza por saber que él no había hecho nada para indicar que lo deseaba. Lo tocaba con amor, para complacerse a sí misma, por tener un recuerdo y, absorbida por la delicia perfecta de sentirlo, se inclinó para apoyar la mejilla sobre la espalda de Michael, permaneció así un momento y luego le tocó la piel con los labios para saborearla.

Cuando Michael se dio vuelta ella se puso rígida, sorprendida, expuesto su paraíso privado. Humillada, furiosa por su propia debilidad, se retiró bruscamente. Él la tomó de los antebrazos, levantándola de la silla con tanta rapidez y ligereza que no tuvo sensación de violencia. Michael también se movió al mismo tiempo. No hubo agresión ni rudeza. Con tanta destreza invirtió la posición que ella apenas se dio cuenta. Se encontró sentada en la cama, con una pierna doblada debajo del cuerpo. Michael la rodeaba con los brazos y apoyaba la cabeza contra su pecho, y ella sintió que temblaba. Entonces también lo abrazó, posesivamente, y los dos se quedaron así, casi inmóviles, hasta que dejó de molestarlo lo que lo hacía temblar.

Michael aflojó su abrazo, le acarició levemente la cintura y empezó a tirar del nudo del cinturón. Lo desató y abrió la bata para apoyar su rostro contra la piel. Le tomó uno de los senos, una caricia casi reverente que la conmovió hasta lo más profundo. Michael levantó la cabeza, separó su cuerpo del de ella, y los ojos de ambos se buscaron. Ella movió los hombros, para ayudarlo a quitarle la bata; acomodó los senos contra su cuerpo, las manos alrededor de sus hombros y su boca extasiada en la de él.

Sólo entonces dejó que surgiera todo su amor, cerrando los ojos, que estaban abiertos y brillantes, sintiendo en todas partes amor por Michael. No podía ser que no la amara y sin embargo le causara tanta felicidad, despertando en ella sensaciones olvidadas, aun sin importancia, pero todavía conocidas, o de una punzante nitidez, nueva y maravillosamente extraña.

Se arrodillaron. Las manos de Michael se deslizaron por los costados de ella con una indecisa lentitud, como si quisiera prolongar todo hasta un punto de agonía, y ella no tuvo la fuerza de ayudarlo o de resistirlo más, demasiado resuelta a identificarse con un milagro.