Capítulo 6

DESPUÉS de inspeccionar cuidadosamente la galería sin encontrar a Luce o a Michael, la Hermana Langtry marchó hacia la casa de baños como un soldado, con el mentón levantado, los hombros hacia atrás, todavía furiosa. ¿Qué diablos los había poseído como para conducirse así? ¡Ni siquiera brillaba la luna! Menos mal que X se hallaba en el otro extremo del complejo, lejos de los demás pabellones habitados. Estaba tan concentrada en su enojo que se llevó por delante la soga de colgar la ropa que habían instalado los hombres para su propio lavado, y anduvo a tropezones entre toallas, camisas, pantalones y shorts. ¡Malditos sean! El grado de su enojo era tal que ni siquiera veía el lado gracioso de su colisión con la soga y las ropas. Simplemente volvió a ordenarlo todo y continuó.

La masa chata de la casa de baños se divisaba justo frente a ella. Tenía una puerta de madera que abría a un cuarto muy grande, como un granero, con duchas a lo largo de una pared y lavabos en la pared opuesta. En el fondo había unas cuantas piletas de lavar ropa. No tenía divisiones de ningún tipo, ningún lugar donde pudiera esconderse un hombre. El piso caía hacia el medio, donde se encontraba el desagüe, y del lado de las duchas estaba perpetuamente mojado.

Durante la noche se hallaba siempre prendida una lamparita de pocos vatios, que pendía del techo, pero en esos días era raro que alguien fuera a la casa de baños después de oscurecer, pues los hombres de X se duchaban y afeitaban por la mañana, y el excusado estaba en un edificio separado, mucho menos importante.

Al venir de la noche sin luna, la Hermana Langtry no tuvo dificultad para ver. Toda la escena, increíble, apareció ante sus ojos como los actores de una obra ante su audiencia. Una ducha, olvidada, todavía dejaba caer su pequeña cortina de agua. Michael estaba en el otro extremo, desnudo y mojado, mirando a Luce como si estuviera hipnotizado. Y Luce, desnudo, sonriendo, erecto, a un metro y medio de Michael.

Ninguno de los dos advirtió la presencia de la enfermera en la puerta. Ella tuvo una aterrorizante sensación de deja vu, una escena como una absurda variación de aquella otra escena en la sala de estar. Durante un instante se quedó paralizada. Luego, de repente, se dio cuenta de que no podía manejar sola esa situación; no sabía o no entendía cómo hacerlo. De modo que se volvió y corrió hacia el pabellón; corrió como nunca en su vida, subió los escalones y entró por la puerta que estaba cerca de la cama de Michael.

Cuando penetró precipitadamente en el cubículo de Neil, éste y Benedict aún parecían encontrarse como ella los había dejado. ¿Tan poco tiempo pasó? No, algo cambió. Las botellas de whisky y los vasos ya no estaban. ¡Dios los maldiga, estaban borrachos! ¡Todos tenían que estar borrachos!

—¡La casa de baños! —logró decir la enfermera ¡Oh, rápido!

Neil pareció recuperar la sobriedad, o por lo menos se puso de pie y se movió más ágilmente de lo que ella hubiera creído, y Benedict tampoco parecía encontrarse muy mal. Los sacó del cuarto guiándolos como si fueran ovejas, y luego los condujo por el pabellón, los escalones, y cruzando el complejo hacia la casa de baños. Neil se enredó con la soga de la ropa y cayó, pero ella no esperó; agarró al desdichado Benedict por el brazo y, a empellones, siguió su camino.

La escena en la casa de baños había cambiado. Luce y Michael estaban agazapados como luchadores en un ring: los brazos medio extendidos y haciendo círculos; pero Luce seguía riendo.

—¡Vamos, mi amor! ¡Tú sabes que lo quieres! ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo? ¿Es demasiado grande? ¡Oh, vamos! ¡Es inútil hacerse el difícil; sé todo sobre ti!

A primera vista el rostro de Michael parecía muy rígido, casi remoto, pero por debajo ardía algo enorme, horrible, algo que causaba terror, aunque Luce no parecía afectado. Michael no hablaba, no demostraba el más leve cambio mientras seguía el chorro de palabras de Luce. Era como si apenas viera al verdadero Luce, tan atento estaba a su conflicto interior.

—¡Basta! —gritó Neil, enérgicamente.

La escena se disolvió. Luce giró para dar frente a los tres, en la puerta, pero durante un momento Michael mantuvo su posición de defensa. Después se derrumbó contra una pared, apoyándose en ella y jadeando intensamente, como si tuviera fuelles en lugar de pulmones. Y de pronto empezó a estremecerse en forma incontrolable; los dientes castañeteaban y el diafragma seguía bombeando bajo la piel del abdomen superior.

La Hermana Langtry pasó junto a Luce y sólo entonces Michael se dio cuenta de su presencia. El sargento tenía la cara cubierta de sudor y mantenía la boca abierta por la dificultad de respirar. Tuvo que asimilar el simple hecho de que ella estaba allí, pero luego le dirigió una mirada de ferviente súplica, que lentamente se desvaneció hasta convertirse en desesperanza. Dio vuelta la cabeza y cerró los ojos, como si no importara, aflojándose pero sin caer, sostenido todavía por la pared, mientras algo se escurría de él con tanta rapidez que parecía encogerse visiblemente. La Hermana Langtry se dio vuelta.

—Ninguno de nosotros está en condiciones de comunicar esta noche lo que ha sucedido —dijo, dirigiéndose a Neil.

Luego se volvió hacia Luce, con los ojos llenos de desprecio y repugnancia.

—Sargento Daggett, lo veré por la mañana. Tenga la amabilidad de volver inmediatamente al pabellón y no salga de allí bajo ninguna circunstancia.

Luce parecía triunfante, impenitente, jubiloso. Se encogió de hombros, se agachó para recoger sus ropas, donde las había dejado, cerca de la puerta, abrió y salió. La posición de sus hombros desnudos indicaba que tenía toda la intención de dificultar las cosas lo más posible por la mañana.

—Capitán Parkinson: lo hago responsable por la conducta del sargento Daggett. Cuando vuelva de servicio espero ver todo en perfecto orden y normal, ¡y que el cielo ayude al que al día siguiente tenga huellas de alcohol! ¡Estoy furiosa, muy furiosa! Han abusado de toda la confianza que deposité en ustedes. El sargento Wilson no volverá al pabellón esta noche: no regresará hasta que yo no haya hablado con el sargento Daggett. Bueno, ¿ha entendido? ¿Está en condiciones de hacerse cargo de esto? —Lo último lo dijo con menos rigor, y su mirada se había suavizado.

—No estoy tan borracho como usted parece pensar —dijo Neil, mirándola con ojos que daban la impresión de ser casi tan negros como los de Benedict—. Usted es la que manda. Todo será exactamente como desea.

Benedict no se movió ni habló desde que entró en la casa de baños, pero cuando Neil giró para salir, dio un salto convulsivo, mientras sus ojos volaban de su absorta contemplación del rostro de la Hermana Langtry a Michael, que aún se apoyaba exhausto contra la pared.

—¿Él está bien? —preguntó con ansiedad.

La enfermera asintió con la cabeza y logró dibujar en su boca una sonrisa pequeña y contraída.

—No se preocupe, Ben; yo lo cuidaré. Vaya al pabellón con Neil y trate de dormir.

Sola en la casa de baños con Michael, la Hermana Langtry buscó las ropas del sargento, pero sólo encontró una toalla. Debía de haber venido a ducharse, ya vestido, quizás con la toalla alrededor de la cintura. Por supuesto, no lo permitía el reglamento, que estipulaba que toda persona que saliera de noche debía estar cubierta de la cabeza a los pies. Pero él probablemente no pensaba que lo descubrirían.

La Hermana Langtry descolgó la toalla y se dirigió hacia Michael, deteniéndose para cerrar la ducha.

—Vamos —dijo, con tono fatigado—. Envuélvase con esto, por favor.

Michael abrió los ojos pero no la miró. Tomó la toalla y se envolvió torpemente con ella. Las manos aún le temblaban. Luego se separó de la pared, como dudando de poder mantenerse solo; pero lo hizo.

—¿Y cuánto tuvo que tomar usted? —preguntó la enfermera con amargura, tomándolo con urgencia del brazo e instándolo a caminar.

—Unas cuatro cucharadas —contestó Michael débilmente, con voz tensa y fatigada—. ¿Dónde me lleva? —Y de golpe se liberó de ella, con un sacudón, como si su orgullo se sintiera herido por esa mano imperiosa y autoritaria.

—Vamos a mis habitaciones —dijo ella lacónicamente—. Voy a darle uno de los cuartos desocupados, hasta mañana. No puede volver al pabellón, a menos que llame a los PM, y no quiero hacerlo.

Michael la siguió sin más protestas, derrotado. ¿Qué podía decirle a esta mujer, para que no creyera en la prueba de sus propios ojos? Debió parecer lo mismo que lo de la sala de estar, sólo que mucho peor. Y Michael estaba totalmente agotado; no le quedaban fuerzas, después de esa breve pero sobrehumana lucha consigo mismo. Porque supo el resultado en el mismo instante en que apareció Luce. Si lo atacaba, iba a tener el profundo y gloriosamente satisfactorio placer de matar a ese estúpido e ignorante desgraciado.

Dos cosas le impidieron que saltara de inmediato a la garganta de Luce: el recuerdo del brigada y la angustia que sintió después, todos los días, que culminaba en el Pabellón X y la Hermana Langtry; y el agobiante deleite de un momento que iba a ser exquisito. Por eso, cuando Luce hizo su propuesta, Michael se aferró a su triturante control de sí mismo.

Luce parecía fornido, masculino, competente, pero Michael sabía que no tenía la rudeza, la experiencia o el ansia de matar. Y que detrás de su temeraria seguridad, de su insaciable hambre de torturar, se arrastraba un cobarde. Luce siempre pensaba que podía salirse con la suya con sus caprichos; que los hombres echaban una mirada a su tamaño, vislumbraban su malicia y perdían el valor. Pero Michael sabía que, en cuanto terminara la simulación, se derrumbaría. Y al adoptar una posición de ataque ponía en juego todo su futuro, pero ya eso no importaba. Iba a terminar con la simulación de Luce, pero cuando el maldito arrogante se derrumbara él lo mataría de todos modos. Matarlo por el puro placer de hacerlo.

Dos veces destruido. Dos veces enfrentado a la verdad de que no era mejor que nadie, expuesto a matar; que también podía llegar a echar todo por la borda por la satisfacción de su lujuria. Era lujuria, siempre lo supo. Aprendió muchas cosas de sí mismo, y también aprendió a vivir con ellas. ¿Pero ésta? ¿Era esto lo que le había hecho callar su amor, en la oficina de la Hermana Langtry? Había brotado y se habría derramado. Y entonces sintió como una sombra, algo sin nombre y espantoso. Esto. Tenía que ser esto. Pensaba que era su carencia de méritos, su indignidad; pero ahora eso tenía nombre.

¡Gracias a Dios que ella había venido! ¿Pero cómo podía explicárselo?