EL despertador de la hermana Langtry sonó a la 1.00 de la madrugada. Lo había puesto por Nugget, pues quería ir a verlo cuando se hubiese aliviado el dolor de cabeza. Y algo que advirtió esa noche en los hombres le provocó un agudo ataque de inquietud premonitoria. No sería mala idea ir a controlarlos a todos.
Desde su período de prueba se había entrenado a levantarse rápidamente, de modo que saltó de la cama enseguida y se quitó el pijama. Se puso directamente los pantalones y la chaqueta, sin preocuparse por la ropa interior, y medias finas. Luego se calzó los zapatos de servicio diurno. A esta hora de la noche nadie se interesaría en saber si llevaba el uniforme adecuado. El reloj y las llaves estaban sobre la cómoda, junto con la linterna. Los metió en uno de los cuatro bolsillos sobrepuestos de la chaqueta y se ajustó el cinturón. Bien. Lista. Recemos solamente por que todo esté tranquilo en X.
Cuando separó la cortina espantamoscas y entró en puntas de pie en el corredor, todo parecía silencioso; demasiado silencioso, quizás, como si el lugar estuviera hirviendo a fuego lento. Algo faltaba y algo sobraba que, en conjunto, daban al pabellón una atmósfera extraña, incómoda. Después de unos segundos advirtió cuáles eran las diferencias, faltaba el sonido de la respiración de personas dormidas, pero por debajo de la puerta de Neil salía un fino haz de luz y un suave murmullo de voces. Sólo estaban ajustados los mosquiteros de Matt y Nugget.
Al llegar a la cama de Nugget dio la vuelta alrededor del biombo tan suavemente que él no podía haber escuchado; pero vio que tenía los ojos abiertos, con un ligero brillo.
—¿Ha podido vomitar ya? —preguntó, después de ver que el recipiente, cubierto de un paño, no contenía nada.
—Sí, Nita. Hace un rato. Mike me trajo otro. —Su voz era débil, perdida y distante.
—¿Se siente mejor?
—Mucho.
La Hermana Langtry estuvo un rato ocupada, controlándole el pulso, la temperatura y la presión sanguínea. Con ayuda de la linterna los anotó en la ficha abrochada a la parte inferior del catre.
—¿Podría beber una taza de té, si se la preparo?
—¡Cómo no! —La idea dio algo de fuerza a su voz—. Tengo un gusto horrible en la boca.
La Hermana Langtry sonrió y se alejó, hacia la sala de estar. Nadie preparaba el té como ella, con una enorme seguridad y precisión de una larguísima práctica, que se remontaba, a través de innumerables salas de estar, hasta sus días de práctica. Si lo hacía alguno de los hombres, siempre ocurría algún diminuto accidente: hojas de té derramadas, hervido exagerado o tetera insuficientemente calentada. Pero cuando lo hacía ella, era perfecto. En menos tiempo del que parecía posible estaba de vuelta junto a Nugget, con un humeante jarro en la mano. Lo apoyó en el armario y lo ayudó a sentarse. Luego arrimó una silla y se quedó mientras él bebía ávidamente, soplando la superficie del líquido con impaciencia, para enfriarlo, y tomando sorbos pequeños y rápidos, como un pájaro.
—Sabe, Nita —dijo, haciendo una pausa—, cuando tengo el dolor pienso que mientras viva no voy a olvidarme… Podría describirlo con montones de palabras, como describo mis jaquecas comunes. Y en el instante en que desaparece ya no puedo acordarme, nunca más, y la única palabra que encuentro para describirlo es «horrible».
Ella sonrió.
—Es característico de nuestro cerebro, Nugget. Cuanto más doloroso es un recuerdo, más pronto perdemos la llave para darle salida. Es saludable y es bueno olvidar algo que nos daña tanto. Por más que nos esforcemos, nunca podemos recordar una experiencia en toda su agudeza original. Ni siquiera deberíamos tratar de hacerlo, aunque es propio de la naturaleza humana. No trate demasiado, ni muy a menudo; así es como uno se confunde. Olvídese del dolor. ¿Se ha ido? ¿No es lo más importante?
—¡Juro que sí! —dijo Nugget con fervor.
—¿Más té?
—No, gracias, Nita. Estaba excelente.
—Entonces saque las piernas y lo ayudaré a levantarse. Dormirá como un bebé si lo cambio a usted y a la cama.
Mientras Nugget se quedó sentado, tiritando, la hermana Langtry rehizo la cama. Luego lo ayudó a meter su cuerpo flaco y marchito en un pijama limpio. Después le ajustó bien la sábana, le sonrió una vez más y lo encerró en el mosquitero.
Una rápida mirada a Matt reveló que dormía en una posición de abandono muy inusual, con la boca abierta y fláccida, y emitiendo algo que sonaba sospechosamente como un ronquido. Tenía el pecho descubierto. Pero su sueño era tan profundo que no parecía tener sentido molestarlo. Arrugó la nariz y se puso tensa; algo le chocó; ¡sin lugar a dudas, Matt tenía olor a bebida!
Por un momento la Hermana Langtry se quedó parada observando las camas vacías, frunciendo el entrecejo. Después, de repente, decidió volverse y caminó rápidamente hacia la puerta de Neil. No se preocupó por golpear, y ya estaba hablando cuando entró.
—¡Escuchen, muchachos, detesto tener que actuar como la Jefa, pero lo justo es justo, ya saben!
Neil estaba sentado en la cama y Benedict en la silla, ambos con los hombros caídos. Sobre la mesa había dos botellas de Johnnie Walker, una vacía y la otra casi llena.
—¡Idiotas! —dijo con brusquedad—. ¿Quieren que nos formen consejo de guerra a todos? ¿De dónde salió eso?
—Del bueno del Coronel —dijo Neil, esforzándose por hablar con claridad.
Los labios de la enfermera se afinaron.
—¡Si él no fue lo bastante sensato como para no dárselo, Neil, usted debió haberlo sido para no tomarlo! ¿Dónde están Luce y Michael?
Neil pensó profundamente y por fin dijo, con muchas pausas:
—Mike fue a ducharse. No se divirtió en la fiesta. Luce no estaba aquí… se fue a la cama. Malhumorado.
—Luce no está en su cama, ni en el pabellón.
—Entonces voy a buscarlo, Níta —dijo Neil, luchando por levantarse de la cama—. No tardaré mucho, mucho, Ben. Tengo que encontrar a Luce para Níta, Nita quiere a Luce. Yo no, pero ella sí. No sé por qué. Pero creo que primero voy a vomitar.
—¡Si vomita aquí voy a restregárselo en la nariz! —dijo la Hermana Langtry, furiosa—. ¡Y quédese donde está! ¡En sus condiciones no podría ni siquiera encontrarse usted mismo! ¡Oh, los mataría a todos! —La ira empezó a desvanecerse, y un rastro de cariño apareció en la exasperación de la enfermera—. ¿Ahora serán tan buenos como para borrar pruebas de la orgía? ¡Ya es más de la 1.00 de la madrugada!