Capítulo 3

LUCE continuó hacia su cama sin mirar más en dirección al cubículo; estaba solo en el pabellón, en la penumbra, con unas horribles arcadas por compañía.

Estaba tan cansado que apenas podía moverse y se sentó en el borde de la cama. Había recorrido durante horas los senderos de la Base Quince, las playas, los descoloridos montes de palmeras. Pensando, pensando… Deseando con ciega ferocidad lanzarse contra Langtry hasta que su cabeza rodara como una pelota. ¡Perra orgullosa! Luce Daggett no era bastante bueno; y luego tuvo el coraje de multiplicar el insulto ofreciéndose a un afeminado. Estaba loca. Con él hubiera tenido una vida de princesa, porque sabía que iba a ser rico y famoso, una estrella más importante que Clark Gable y Gary Cooper juntos. No se podía querer tanto una cosa y no conseguirla. Ella también lo dijo. Cada minuto, de cada hora y de cada día, desde antes de abandonar Woop-Woop, estuvo dirigido a llevar una gran vida como actor.

El día en que llegó a Sydney, un adolescente en pleno crecimiento de casi quince años, supo que el pasaporte a esa gran vida era ser actor. Y ya deseó esa vida. Nunca había visto una obra de teatro, ni una película, pero durante la mayor parte de los días, en la escuela, había escuchado el parloteo de enamoradas de las chicas, sobre éste o aquel actor, y rechazado las sugerencias de tratar de meterse en el cine cuando fuera grande. Que se ocuparan de sus cosas; él lo haría a su manera, sin tener una idiota que se jactara de que lo había impulsado a la fama, de que era su brillante idea.

Fue a trabajar en un depósito de telas, sobre Day Street, hurtándole el empleo en las narices a varios cientos de hombres que también lo querían. El gerente no pudo resistir al muchacho del hermoso cabello, el rostro sorprendentemente claro, y la mente rápida para respaldarlos. Y el muchacho resultó también un buen empleado.

No le llevó mucho tiempo descubrir dónde y cómo empezar su carrera de actor. Trabajaba y, por lo tanto, comía, de modo que creció rápidamente, echó cuerpo y pronto pareció mayor de lo que era. Se quedaba en Repins tomando innumerables tazas de café, andaba rondando a Doris Fitton, en el Independent Theatre; se hizo conocer por los Genesians, y finalmente consiguió pequeños papeles en la radio, en 2GB y ABC, incluso algunos en CH. Tenía una voz maravillosa para la radio, no era sibilante, tenía el timbre justo, y un buen oído para los acentos, así que después de seis meses de moverse en los círculos adecuados, eliminó el australiano, a menos que lo necesitara.

Envidiaba a los que podían permitirse terminar el secundario e ir a la universidad. Se educó solo lo mejor que pudo, leyendo todo lo que le recomendaba la gente, aunque su orgullo no le permitía preguntar directamente lo que debía leer. Con mucha astucia extraía la información a sus amigos y luego iba a la biblioteca.

Cuando llegó a los dieciocho años ya ganaba bastante en la radio, con sus pequeños papeles, y abandonó el empleo del almacén. Alquiló un cuartito en Hunter Street y lo arregló lo más hábilmente que pudo, tapizando las paredes con libros. Sólo que no le dijo a nadie que eran lotes de libros comprados en Paddy’s Market por tres peniques la docena, o dos chelines y ocho peniques por una colección de Dickens, con tapas de cuero.

Como acompañante era un vividor de mala fama. Las chicas pronto se daban cuenta de que, si Luce salía con ellas, tenían que pagar. Y después de pensarlo, la mayoría decidía seguir pagando contentas por el privilegio de que las vieran con un hombre que, literalmente, podía hacer dar vuelta a todas las cabezas de un salón. Por supuesto, no pasó mucho tiempo sin que descubriera el mundo de las mujeres más maduras, a las que nada agradaba más que pagar las facturas de Luce por el placer de su compañía, en público, y de su pene, en privado.

En esa época empezó a entrenarse sexualmente. Por insulsa, desalentadora y fea que fuera la dama que lo llevaba a la cama, podía ponerse a la altura de las circunstancias del modo más satisfactorio. Al mismo tiempo, desarrolló una línea de conversación de amante que hacía que ellas sobreestimaran sus encantos. Y los regalos llovieron. Trajes y zapatos, sombreros y abrigos, gemelos y relojes, corbatas y camisas, y ropa interior hecha a mano. A Luce no le inquietaba en absoluto ser el beneficiario de tal generosidad, pues sabía que pagaba por todo.

Tampoco se preocupó cuando se enteró de que abundaban los hombres deseosos de beneficiarlo financieramente en recompensa por sus favores sexuales, y a su tiempo llegó a preferir los hombres maduros a las mujeres maduras. Eran más honestos con respecto a sus necesidades y obligaciones monetarias. Y no tenía que fatigarse asegurándoles todo el tiempo que aún eran hermosas y deseables. Además, los hombres maduros tenían mejores gustos. De ellos aprendió a vestir superlativamente bien, a conducirse como un aristócrata en un coctel o en un banquete ministerial, y a descubrir a la mejor gente.

Después de varios papeles chicos en pequeñas obras, en teatros modestos, dio una prueba en el Royal y casi ganó. La segunda vez que la dio consiguió un rol importante en un drama serio. Los críticos lo trataron con generosidad. Cuando leyó los comentarios supo que por fin estaba en la verdadera senda.

Pero era el año 1942, tenía veintiún años y lo incorporaron al ejército. Consideraba que su vida, desde entonces hasta ahora, había sido inútil, un desperdicio total. Oh, fue bastante fácil; no le llevó mucho tiempo acomodarse, ni encontrar el tonto perfecto para embaucarlo, un oficial de carrera entrado en años que era más un homosexual de espíritu que práctico… hasta que conoció a Luce, su nuevo asistente. Ese hombre cayó violenta, patéticamente enamorado y Luce usó su amor con absoluto cálculo. El asunto duró hasta mediados de 1945, cuando Luce, aburrido e inquieto porque sabía que la guerra terminaba, cortó la relación con una diatriba mordaz y un repudio desdeñoso. Hubo un intento de suicidio, un escándalo y serias discrepancias en el recuento de dinero y equipos que pasaron por su oficina. El grupo de investigación pronto captó la categoría de Luce, en especial su capacidad para causar estragos, y se libró de él muy simplemente. Lo mandaron al Pabellón X. Y allí permaneció.

Pero no por mucho más, se decía.

—¡No por mucho más! —dijo a la oscuridad del pabellón.

Un PM amistoso lo detuvo en sus peregrinaciones alrededor de la Base Quince y le dijo que pronto el hospital se clausuraría. Fue a la casilla del PM y compartió una botella de cerveza con él, brindando alegremente por la noticia. Pero ahora que estaba de nuevo adentro del Pabellón X sabía que los sueños de posguerra podían esperar. Primero lo primero. Y lo primero era darle su merecido a Langtry.