COMO eran más de las 16, la sala de estar de las enfermeras estaba casi desierta cuando entró la Hermana Langtry. Grande y aireada, la sala tenía grandes puertas-ventanas a cada lado, sobre las galerías, y aberturas con tejido de malla, un lujo increíble, lo mismo que en el comedor contiguo. Quienquiera que fuese el oscuro planificador militar responsable de la instalación, debía amar a las enfermeras. Los sillones eran de caña, con almohadones, y se había hecho un audaz esfuerzo por lograr un ambiente alegre con el chintz. Aunque el moho estropeó los diseños de la tela y los lavados redujeron el color a la nada, realmente no importaba. En espíritu era una sala grande y alegre, y tenía el consiguiente efecto en las enfermeras que la utilizaban.
Cuando la Hermana Langtry entró, vio que la única ocupante era la Hermana Dawkin, de neurología, una mujer ruda, de edad mediana, con grado de mayor, que como enfermera profesional del ejército no era superior a ella. Gorda y alegre, la pobre siempre estaba sobrecargada de trabajo. El pabellón de neurología era sumamente difícil para cualquier enfermera que lo tuviese a su cargo. En verdad, la Hermana Langtry pensaba que la neurología, en tiempo de guerra, era la más deprimente de las ramas de la medicina, con sus sombríos pronósticos y la forma increíble en que a veces los enfermos seguían viviendo, desafiando todas las leyes naturales de la supervivencia. Un brazo no volvía a crecer, pero el organismo funcionaba sin él; lloraba su pérdida pero con todo se enfrentaba a la vida casi como antes. El cerebro y la médula espinal tampoco volvían a crecer; pero lo que faltaba no era la herramienta, sino el operador. Neurología era un lugar donde, independientemente de lo religioso que uno pudiera ser, a veces uno deseaba poder reconciliar la eutanasia con la ética humanística.
La Hermana Langtry sabía que podría soportar lo peor que le pudiera deparar el Pabellón X, pero jamás habría tolerado neurología. La Hermana Dawkin pensaba lo contrario. Daba lo mismo. Sus virtudes y conocimientos eran excelentes por igual, pero sus preferencias muy distintas.
—El té es fresco… bueno, no está mal —dijo la Hermana Dawkin, levantando la vista, radiante—. Me alegra verte, Honour.
La Hermana Langtry se sentó a la pequeña mesa de caña y tomó una taza y un plato limpios. Primero echó la leche en la taza y luego vertió el té, oscuro y aromático, que no estaba aún en la repugnante etapa del recocido. Después se acomodó en su asiento y encendió un cigarrillo.
—Estás atrasada, Sally —dijo.
—Siempre llego tarde. Mi cerebro no funciona muy bien. ¿Qué puedes esperar? Es la compañía que tengo. —La Hermana Dawkin se agachó para desatarse los zapatos, luego levantó su uniforme y desabrochó las ligas de la parte superior de sus medias. La Hermana Langtry pudo echar una buena mirada a los calzones que proveía el ejército, y que todos llamaban «matadores de pasiones», antes de que su colega se quitara las medias y las arrojara sobre una silla.
—La mayoría de las veces, mi querida Honour, cuando pienso que estás metida allá, al final del complejo, con media docena de lunáticos y sin ayuda alguna, no te envidio ni un poquito. Prefiero mis treinta y pico de neuros y unas pocas compañeras. Pero hoy es uno de esos días que te cambiaría el lugar con gusto.
Había un desagradable balde de hierro galvanizado, lleno de agua, entre los pies de la Hermana Dawkin, que eran cortos, anchos, con juanetes y sin arco en el empeine. Mientras la Hermana Langtry observaba, divertida y al mismo tiempo conmovida, su colega hundió ambos pies en el balde y pataleó placenteramente.
—¡Ohhhhhhhh, es tan hermooooooooso! Realmente, no hubiera podido dar un paso más con los zapatos.
—Tienes un edema por el calor, Sally. Más vale que tomes algo antes de que empeore —observó la Hermana Langtry.
—Lo que necesito son dieciocho horas en la cama, con las piernas levantadas —dijo la doliente enfermera, riendo entre dientes—. ¿Suena bien, eh? —Retiró un pie del balde y hundió despiadadamente sus dedos en el tobillo hinchado y rojo—. Tienes razón, están hinchados. Me estoy volviendo vieja; ése es mi verdadero problema. —Volvió a reír.
Pasos pesados, bien conocidos, sonaron en la puerta. Majestuosa, entró la Jefa, con el velo perfectamente almidonado formando un rombo en la espalda, el uniforme planchado de manera increíble, sin la más ligera arruga, y los zapatos con un brillo cegador. Cuando vio a las dos en la mesa sonrió con frialdad y decidió acercarse.
—Hermanas, buenas tardes —tronó.
—¡Buenas tardes, Jefa! —cantaron las dos a coro, como escolares obedientes. La Hermana Langtry no se puso de pie por consideración a su colega Dawkin, que no podía hacerlo.
La Jefa detectó el balde y mostró su disgusto.
—¿Usted cree, Hermana Dawkin, que es decoroso remojarse los pies en un salón público?
—Creo que todo depende del salón y de los pies, señora. Tiene que perdonarme; vine de Moresby a la Base Quince, y allá no teníamos muchos remilgos. —La Hermana Dawkin sacó un pie del balde y lo observó clínicamente—. Debo convenir en que no es un pie muy decoroso. Perdió la forma en obsequio de la querida Florence Nightingale. Pero —continuó la enfermera con el mismo tono de voz, mientras volvía a meter el pie en el agua y pataleaba con alegría— tampoco es muy decoroso un pabellón de neurología con una tremenda falta de personal.
La jefa se irguió en forma alarmante y pensó mejor lo que estaba por decir, porque estaba de testigo la Hermana Langtry. Giró de repente sobre sus talones y salió de la sala a paso firme.
—¡Vieja bruja! —exclamó la Hermana Dawkin—. Le voy a dar decoroso! Toda la semana ha estado encima de mí, como una tonelada de ladrillos, porque me atreví a pedirle personal extra delante de un cirujano general norteamericano que estaba de visita. Bueno, durante días se lo pedí en privado, sin conseguir nada. Por eso, ¿qué podía perder? Tengo cuatro cuadriplejías, seis paraplejías, nueve hemiplejías y tres comas, y además el resto. Te digo, Honour, si no fuera por los tres o cuatro muchachos que son bastante agradecidos y están en condiciones de darnos una mano, hace quince días que mi barco se habría hundido hasta el fondo. —Hizo una mueca con los labios, que revelaba su desprecio—. ¡Estúpidos mosquiteros! ¡Sólo estoy esperando que me diga que los mosquiteros del pabellón D no son bastante decorosos, porque en el mismo momento voy a envolverle uno de ellos en el cuello y la voy a estrangular!
—Estoy de acuerdo en que merece un montón de cosas, pero… ¿estrangularla? ¡Realmente, Sally! —dijo la Hermana Langtry, disfrutando del diálogo.
—¡Es una vaca vieja!
Pero la prometedora exhibición agresiva de Dawkin se acabó de golpe en el instante en que la Hermana Sue Pedder cruzó la puerta. Toda nueva erupción resultó imposible. Una cosa era desahogarse cómodamente ante Honour Langtry que, aunque no tenía la misma edad, por lo menos era una enfermera sobresaliente con muchos años de experiencia. Con la Hermana Dawkin eran iguales. Además, habían trabajado juntas desde Nueva Guinea a Morotai, y eran amigas. Mientras que la hermana Pedder era una chiquilla, no mayor que las del Servicio Médico Femenino del Ejército que trabajaron algo así como cuarenta y ocho horas continuas en Moresby. Y quizás ahí estaba la dificultad. Nadie podía imaginarse a la Hermana Pedder trabajando cuarenta y ocho horas continuas en ninguna parte.
Apenas veintidós años, sumamente bonita y vivaz, estaba en quirófanos. No hacía mucho que pertenecía al personal de la Base Quince. Era una broma corriente que hasta al viejo Carstairs, el cirujano de vías urinarias, casi le dio un ataque cuando la Hermana Pedder cruzó como una bailarina la puerta de su quirófano. Varias enfermeras y pacientes perdieron dinero en aquel momento, pues apostaron a que el mayor Carstairs estaba en verdad muerto pero no tenía la suficiente buena voluntad para yacer horizontal.
Las enfermeras que quedaron en la Base Quince hasta su clausura eran todas veteranas en edad y experiencia; todas conocedoras de la guerra de la jungla y de su trabajo en tales condiciones. Salvo la Hermana Pedder, a la que generalmente no se consideraba como parte del grupo, y a la que algunas enfermeras miraban con mucho resentimiento.
—¡Hola, chicas! —dijo la Hermana Pedder con vivacidad, aproximándose—. Debo reconocer que últimamente no he estado mucho en los pabellones. ¿Cómo están allí las cosas?
—Mucho más difíciles que en los quirófanos, echando miradas de amor a los cirujanos —dijo la Hermana Dawkin—. Pero disfrútalo mientras puedas. Si me piden mi opinión, tendrás que salir de quirófanos para ir a neuro.
—¡Oh, no! —chilló la Hermana Pedder, aterrorizada—. ¡No puedo soportar neuro!
—Lo lamento mucho —dijo fríamente la Hermana Dawkin.
—Yo tampoco soporto neuro —dijo la Hermana Langtry, tratando de que la pobre chica se sintiera más cómoda—. Hace falta una espalda fuerte, un estómago fuerte y una mente fuerte. Por las tres cosas me excluyo.
—¡Yo también! —convino la Hermana Pedder, con fervor. Tomó un sorbo de té, descubrió que estaba tibio y horriblemente recocido, pero lo tragó porque no podía hacer otra cosa. Siguió un silencio desagradable, que la asustó casi tanto como la idea de que la trasladaran de quirófanos a neurología.
Desesperada, se volvió hacia la Hermana Langtry, que siempre era muy agradable, aunque distante.
—A propósito, Honour, hace un par de semanas me encontré con un paciente de X, y descubrí que fui a la escuela con él. ¿No es asombroso?
La Hermana Langtry se enderezó en su silla y lanzó a la Hermana Pedder una mirada mucho más escrutadora de lo que ésta pensó que merecía su declaración.
—¡La hija del gerente del Banco de Woop-Woop! —dijo lentamente—. ¡Loados sean los santos! Durante días me he estado preguntando a quién se referiría él, pero me había olvidado de ti.
—¿Woop-Woop? —preguntó la Pedder, ofendida—. ¡Bueno! Sé que no es Sydney, pero tampoco es Woop-Woop, ¿sabe?
—No te enfades, joven Sue. Woop-Woop es sólo el sobrenombre que Luce puso a su pueblo —apaciguó la Hermana Langtry.
—¡Oh, Luce Daggett! —exclamó la Hermana Dawkin, comprendiendo. Lanzó una mirada penetrante a la Hermana Pedder—. Si lo estás viendo a escondidas, corazón, más vale que te pongas pantalones de metal,…y no lo dejes agarrar su abrelatas.
La Hermana Pedder enrojeció pero se contuvo.
—¡Imagínate estar metida en neuro con esta fiera vieja!
—Le aseguro que no tiene que preocuparse por mí —dijo con altivez—. Conozco a Luce desde que éramos niños.
—¿Cómo era él, Sue? —preguntó la Hermana Langtry.
—Oh, no muy diferente. —La Hermana Pedder comenzó a abandonar su tono defensivo, pues le agradó que la Hermana Langtry se interesara por ella—. Todas las chicas estaban locas por Luce. Era tan buen mozo… Pero su madre empezó a lavar ropa, y resultó un poco difícil. Mis padres me habrían matado si lo hubiese mirado de soslayo, pero afortunadamente yo tenía dos años menos que Luce, así que cuando terminé la escuela primaria él ya se había ido a Sydney. Pero todos seguimos su carrera. No me perdí ninguna de sus obras, por la radio, porque nuestra estación local solía retransmitirlas. Pero no lo vi cuando actuó en aquella obra, en el Royal. Algunas chicas fueron a Sydney, pero mi padre no me dejó.
—¿Cómo era el padre de Luce?
—Realmente, no lo recuerdo. Era el jefe de la estación, pero murió no mucho después de empezar la Depresión. La madre de Luce era muy orgullosa; no iba a mendigar. Por eso se dedicó a lavar.
—¿Tiene hermanos? ¿Hermanas?
—Ningún hermano. Dos hermanas mayores, unas chicas muy bonitas. Era la familia más bien parecida del distrito, pero las chicas no resultaron nada bueno. Una de ellas bebe y cuanto menos se diga de su moral, mejor; y la otra quedó embarazada y aún vive con su madre. Tiene su bebé, una niñita.
—¿Fue bueno en la escuela?
—Terriblemente listo. Todos ellos lo eran.
—¿Se llevaba bien con sus maestros?
La Hermana Pedder soltó una risa aguda.
—¡Señor, no! Todos los maestros lo detestaban. Era muy sarcástico, pero tan escurridizo que nunca podían atraparlo en algo que les permitiera castigarlo. Además, tenía la costumbre de vengarse de los maestros que lograban hacerlo.
—Bueno, no ha cambiado mucho —señaló la Hermana Langtry.
—¡Ahora es mucho más buen mozo! Creo que en toda mi vida no he visto a nadie tan bien parecido —dijo la Hermana Pedder, mientras sonreía embelesada.
—¡Epa! ¡Alguien está yendo hacia el abismo! —bromeó la Hermana Dawkin, guiñando los ojos, pero sin rudeza.
—No le hagas caso, Sue —dijo la Hermana Langtry, tratando de mantener a su fuente de información en un espíritu receptivo—. La jefa la persigue y tiene edema por el calor.
La Hermana Dawkin retiró sus pies del balde y los frotó rápidamente con una toalla. Luego recogió los zapatos y las medias.
—No es preciso hablar de mí como si no estuviera aquí —dijo—. Estoy aquí, con mis ochenta y cinco kilos. ¡Oh, de veras siento mejor los pies! No beban el agua del balde, chicas; está llena de sales de Epsom. Estoy libre; tengo tiempo para una siestecita. —Hizo una mueca—. Esas condenadas botas que tenemos que ponernos por la noche me arruinan los pies.
—¿Levantaste el pie de tu cama? —gritó la Hermana Langtry, mientras su colega se alejaba.
—¡Hace años, mi amor! —llegó la respuesta, distante—. ¡Así es mucho más fácil buscar el par de botas que nunca está allí, y no me refiero al mío!
Por supuesto, eso provocó risa, pero después que pasó el momento divertido las dos enfermeras que quedaron en la mesa no podían romper el incómodo silencio.
La Hermana Langtry pensaba si sería aconsejable advertirle a Pedder acerca de Luce, o por lo menos intentarlo. Finalmente decidió que era su deber hacerlo, por desagradable que fuera. Conocía bien las dificultades especiales que enfrentaba la joven Hermana Pedder en la Base Quince, sin amigos y aislada en ese nido de enfermeras veteranas. Ni siquiera había alguna del Servicio Femenino para buscar su compañía. No obstante, Luce era una amenaza concreta, y la Hermana Pedder parecía a punto, núbil y lista para meterse en un lío. Y como Luce representaba la niñez y el pueblo natal, ella tendría la guardia baja.
—Espero que Luce no te esté causando dificultades, Sue —dijo por fin—. Puede ponerse difícil.
—¡No! —exclamó la Hermana Pedder, saliendo de su aturdimiento con un sobresalto.
La Hermana Langtry recogió sus cigarrillos y sus fósforos y los dejó caer en su canastilla, a sus pies.
—Bien estoy segura de que, con tu larga experiencia de enfermera sabrás cuidarte. Sólo recuerda que Luce es un paciente de X porque está algo perturbado. Nosotros podemos manejarlo, pero no podemos hacernos cargo de ti si te hace daño.
—¡Lo dice como si fuera un leproso! —exclamó la Pedder, indignada—. ¡Después de todo, no hay nada vergonzoso en la fatiga de combate! ¡Le ocurre a muchos hombres excelentes!
—¿Eso es lo que te dijo? —preguntó la Hermana Langtry.
—Bueno, es la verdad —comentó la Hermana Pedder, con un dejo que hizo pensar a Langtry que había ocurrido algo que hacía dudar a la joven. Lo que era interesante.
—No, no es la verdad. Luce no ha pasado del cuarto de asistente de una unidad de pertrechos. Eso fue lo más cerca que estuvo del frente.
—Entonces, ¿por qué está en X?
—No creo que pueda tomarme la libertad de decirte más que esto: ha mostrado algunas características bastante desagradables, que hizo pensar a su comandante que estaría mejor en un lugar como X.
—A veces es extraño —dijo la Hermana Pedder, pensando en aquel martinete horrible, carente de pasión, automático, e implacable, y en aquellos salvajes mordiscos. Su cuello había quedado profundamente magullado, con la piel lastimada en algunos lugares. Agradecía a su estrella por el precioso frasquito de maquillaje que trajo de las tiendas especiales norteamericanas, de Port Moresby, de paso para la Base Quince.
—Entonces sigue mi consejo y no veas más a Luce —dijo la Hermana Langtry, recogiendo su canastilla y poniéndose de pie—. Francamente, Sue, no estoy haciéndome la jefa, no estoy dándote sermones. No tengo ningún deseo en absoluto de meterme en tus asuntos personales. Pero Luce resulta ser asunto mío, en toda forma. Apártate de él.
Pero eso era demasiado para la Hermana Pedder. Bufó indignada, sintiéndose castigada, rebajada.
—¿Es una orden? —preguntó pálida.
La Hermana Langtry pareció sorprendida, y hasta algo divertida.
—No. Las órdenes las da la Jefa.
—¡Entonces puede guardarse su condenado consejo! —dijo imprudentemente la Pedder, y jadeó. Las normas y la disciplina de su entrenamiento estaban aún demasiado frescos como para que pudiera decir esas cosas sin que la abrumara su propia temeridad.
Sin embargo, la réplica cayó tristemente en el vacío, pues la Hermana Langtry salió de la sala al parecer sin escucharla.
Permaneció sentada unos instantes más, mordiéndose los labios hasta lastimar la piel, dividida desgarradoramente entre la tremenda atracción que ejercía Luce y el sentimiento de que, en verdad, no significaba nada para él.