—¡LES digo que algo pasa! —insistió Nugget, y se estremeció—. ¡Cristo, me siento mal! —Tosió desde el fondo de sus pulmones, carraspeó y escupió con asombrosa precisión al tronco de una palmera, sobre el hombro de Matt.
Los seis estaban en cuclillas sobre la arena, desnudos, formando un círculo. Desde lejos parecían como un anillo de piedras pequeñas, marrones, fijas, colocadas intencionalmente según algún oráculo o ritual. Era un día perfecto, entre tibio y caluroso, sin humedad. Pero a pesar del tiempo tentador, daban la espalda al mar, la arena y las palmeras. Estaban mirando dentro de sí mismos.
La Hermana Langtry era el tema en discusión. Neil convocó un consejo y se encontraban enfrascados en la conversación. Matt, Benedict y Luce pensaban que la enfermera estaba algo disminuida físicamente pero, por lo demás, bien; Nugget y Neil estimaban que algo andaba muy mal; y Michael se abstenía cada vez que le pedían opinión, cosa que enfurecía a Neil.
¿Cuántos de nosotros somos honestos?, se preguntaba Neil. Lanzamos nuestras teorías sobre todas las cosas —desde las afecciones de la piel hasta el paludismo y problemas de mujeres— como si realmente creyéramos que se trata de una enfermedad física. Y por mi parte no tengo el coraje de sugerir otra causa. Ojalá pudiera quebrar a Michael, pero hasta ahora ni siquiera pude abrirle una grieta. ¡Él no la ama! Yo la amo, él no. ¿Es justo que ella no pueda verme como a él? ¿Por qué Michael no la ama? Podría matarlo por lo que le está haciendo.
La discusión no se hizo encarnizada. Osciló, con largos silencios, pues todos estaban asustados. La Hermana Langtry les importaba mucho y nunca antes tuvieron ningún motivo de preocupación. Era la única roca inconmovible en su mar incierto, a la cual se habían aferrado para pasar de sus tormentas a una calma definitiva. Las metáforas eran interminables: su faro, su madona, su roca, su hogar, su socorro. Pues cada uno conservaba recuerdos y conceptos especiales de ella, individuales; una razón absolutamente particular para amarla.
Para Nugget la Hermana Langtry era la única persona, aparte de su madre, que se ocupó de su precaria salud. Trasladado del pabellón de enfermedades abdominales y torácicas a X, en medio de la agradecida alegría de todo el personal, lo sacaron de un mundo agitado, lleno de olores y ruidos, en el que nadie tenía tiempo para escucharlo, y que lo obligaba a elevar siempre la voz para pedirle que lo atendieran. Estaba enfermo, pero ellos sencillamente no lo creían. Cuando llegó a X le dolía la cabeza. No una de sus jaquecas —lo admitía—, sino una latente protesta contra la tensión muscular, que en aquel momento lo afectó tanto como una de aquéllas, aunque de distinta forma. Y la Hermana Langtry se sentó junto a su lecho y escuchó absorta mientras él describía la naturaleza exacta del mal, interesada y preocupada. Cuanto más clínicamente expresaba su dolor, tanto más impresionada y solidaria se mostraba ella. Trajo toallas frías, una batería de pildoritas de distintas clases, y la dicha de poder discutir sensatamente con ella los problemas involucrados en la selección de las medicinas más adecuadas para ese particular dolor de cabeza, distinto de todos los demás que había tenido… Por supuesto, sabía que ella tenía esa táctica. Nugget no era ningún tonto. Tampoco cambió el diagnóstico en su historia. Pero realmente le demostraba interés, le dedicaba su precioso tiempo, y para Nugget ése era el único criterio para medir los cuidados recibidos. Era tan bonita, tan completa; y sin embargo siempre lo miraba como si él fuese importante.
Benedict la consideraba infinitamente superior a todas las demás mujeres, distinguiendo, como siempre, entre mujeres y muchachas. Las hembras nacían mujeres o muchachas, no cambiaban. A las muchachas las consideraba repugnantes; se reían de su aspecto, molestaban con la misma crueldad e intención que los gatos. Por otra parte, las mujeres eran criaturas tranquilas, guardianas de la raza, amadas por Dios. Los hombres podían matar, mutilar y fornicar; las muchachas podían hacer añicos el mundo; pero las mujeres eran la vida y la luz. Y la Hermana Langtry representaba la más perfecta de las mujeres. Nunca la veía sin desear lavarle los pies, morir por ella si fuera necesario. Y trataba de no pensar nunca en ella indecentemente, como si fuera una traición; pero a veces, en sus turbulentos sueños, transitaba sin ser invitado entre senos y lugares con vello, y eso bastaba para convencerlo de que era indigno de mirarla. Sólo podía expiar su culpa si encontrara la respuesta y siempre pensaba que Dios había puesto a la Hermana Langtry en su vida para mostrarle esa respuesta. Aún no la sabía, pero con ella las diferencias desaparecían, se sentía integrado. Michael le causaba el mismo efecto. Desde su arribo, Ben había llegado a pensar que la Hermana Langtry y Michael eran una sola persona, indivisible, extremadamente buena y generosa.
En cambio, el resto del pabellón X era como el resto del mundo, una serie de cosas. Nugget era una comadreja, un hurón, una rata. Ben sabía que era tonto pensar que si Nugget se dejara la barba le crecerían bigotes de roedor; pero sí se lo imaginaba, y siempre que lo veía en la casa de baños, afeitándose, se preocupaba, deseaba convencerlo de que pidiera prestada una navaja bengalí para rasurar más a fondo, pues esos bigotes ya asomaban bajo la piel. Matt era un montón de preocupaciones, una piedra opaca, un globo ocular, una pasa de uva, un pulpo dado vuelta de adentro para afuera, con todos los tentáculos cortados, una lágrima, todas las cosas lisas y opacas, porque las lágrimas también son opacas, venían de la nada y llevaban a la nada. Neil era una vieja ladera profundamente carcomida por las lluvias, una columna estriada, dos tablas que encajaban, lengüeta y ranura, las marcas de dedos angustiados en un pedestal de arcilla. Una durmiente vaina, con semillas, que no pudo abrirse, ¡porque Dios selló sus bordes con cola celestial y se reía de Neil, se reía! Luce era Benedict, el Benedict que Dios habría moldeado si él hubiera sido más respetuoso del Señor. Luz, vida y canto. Y sin embargo Luce era maligno, una traición y un insulto a Dios; una inversión de propósitos. Si Luce era así, ¿qué quedaba para Benedict?
Neil se encontraba muy preocupado. Ella se estaba alejando y eso no podía tolerarlo. A ningún precio. No ahora, cuando finalmente empezaba a comprenderse a sí mismo, a ver que, después de todo, se parecía al viejo que estaba allí, en Melbourne. ¡Qué extraño: fue necesario un Michael que le sostuviera el espejo para verse, por primera vez, como correspondía! La vida podía ser cruel. Llegar a conocerse a sí mismo gracias a alguien que, al mismo tiempo, estaba haciendo desaparecer la razón por la que él se sentía tan ansioso de conocerse totalmente… Honour Langtry pertenecía a Neil Parkinson y no iba a dejarla ir. Tenía que haber una forma de recuperarla. ¡Tenía que haber!
Para Matt, la Hermana Langtry era un vínculo con el hogar, una voz en la oscuridad, más querida que todas las demás. Sabía que nunca volvería a ver físicamente su casa, y por las noches trataba de recordar la voz de su esposa y las finas campanas de las voces de sus hijas; pero no podía. Mientras que la de la Hermana Langtry estaba adherida a las células de su cerebro que —él sabía— estaba muriendo; era el único eco de otros tiempos y lugares que le llegaba, como si en ella hubiesen cristalizado. Pero su amor por la Hermana Langtry estaba libre de deseo corporal. Para él, que nunca la había visto, ella no tenía cuerpo. Por alguna razón, carecía de vigor para el contacto corporal, incluso en su imaginación. La idea de volver a encontrarse con Úrsula lo aterrorizaba, pues ella esperaría que renovase un deseo que ya no existía. La mera idea de recorrer a tientas el cuerpo de su esposa le repugnaba. Era como un caracol, o una pitón, o algas arrastradas por la corriente, enroscándose sin sentido en un obstáculo fortuito. Porque Úrsula pertenecía a un mundo que él vio, mientras que la Hermana Langtry era la luz en la oscuridad. Sin rostro, sin cuerpo. Sólo la pureza de la luz pura.
Luce trataba de no pensar en absoluto en ella. No podía soportarlo, pues cada vez que saltaba su imagen al cerebro la veía con aquella expresión de rechazo y asco en el rostro. ¿Qué diablos le pasaba a esa mujer? ¿No podía mirarlo un poco e imaginarse lo que sería? Sólo quería demostrarle lo que se estaba perdiendo al ignorarlo y, por única vez, no sabía cómo persuadir a una mujer para que hiciera la prueba. ¡Habitualmente era tan fácil! No lo entendía. Pero la odiaba. Quería vengarse de esa mirada, ese asco, ese obstinado rechazo. Por eso, en lugar de pensar en Langtry, imaginaba los detalles de la exquisita venganza que iba a tomarse. Y, de un modo o de otro, cada idea terminaba con una visión de Langtry arrodillada a sus pies, admitiendo que estaba equivocada, rogándole otra oportunidad.
Michael aún no la conocía, pero en su interior se agitaban los comienzos del placer de aprender a conocerla, y eso no le agradaba. Aparte del contacto sexual, su conocimiento de las mujeres era muy limitado. La única que conocía realmente bien era su madre, y murió cuando él tenía dieciséis años. Murió porque, al parecer, decidió súbitamente que no había nada por qué vivir. Fue un gran golpe. En cierto modo, él y su padre se sintieron responsables, aunque en realidad no sabían qué habían hecho para que ella se sintiera cansada de la vida. Su hermana tenía doce años más que él, de modo que no la conocía en absoluto. Cuando estaba en la escuela las chicas pensaban que era interesante y atractivo, cosa que le fascinó. Pero sus exploraciones, como resultado de haberlo descubierto, nunca fueron muy satisfactorias. Las chicas siempre estaban celosas de los protegidos de Michael, y de su tendencia a pensar primero en éstos. Tuvo una sola aventura amorosa de cierta duración, con una muchacha de Maitland, una relación física que solamente consistió en contactos sexuales constantes y variados. Eso le agradó, porque ella limitó sus exigencias a esos contactos y él se sentía libre. La guerra interrumpió la aventura y muy poco después de que él partiera hacia Medio Oriente la muchacha se casó con otro. Cuando lo supo no le dolió mucho; estaba demasiado ocupado tratando de conservar la vida. Lo más extraño fue que al parecer no extrañó el contacto sexual. Se sentía más fuerte y más íntegro sin él. O quizás sólo tenía la suerte de ser una de esas personas que pueden apagar el sexo. No sabía la razón, ni le preocupaba.
Principalmente, la Hermana Langtry le gustaba. Tampoco sabía con exactitud cuándo ese sentimiento comenzó a teñirse con algo más personal e íntimo. Pero lo que ocurrió esa mañana en la sala de estar fue como un shock. Luce haciéndose el idiota y él controlando su furia, esperando el momento para descargarla, sabiendo que no podía convertirse en aquel espantoso deseo de matar. Y el momento llegó; prácticamente había abierto la boca para decirle a Luce lo que podía hacer con él mismo, cuando ella hizo una especie de ruido desde la puerta. Al principio lo abrumó la vergüenza. ¿Qué parecían él y Luce? ¿Cómo era posible explicarle? Por eso, no trató de hacerlo. Y después la tocó y algo les ocurrió a los dos, algo más profundo que el cuerpo, pero no obstante totalmente inmerso en él. Sabía que ella lo había sentido tanto como él mismo. Hay cosas que no requieren palabras, ni siquiera miradas. ¡Oh, Dios! ¿Por qué la Hermana a cargo del Pabellón X no podía ser ese agradable dragón de edad madura que imaginaba antes de ingresar? No tenía sentido una relación personal con la Hermana Langtry, pues, ¿adónde podía llegar? Y sin embargo… Oh, sí, pensar en eso era maravilloso. Contenía una promesa, una ilusión, que tenía poco que ver con los cuerpos. Se dio cuenta de que nunca, con anterioridad, lo había hechizado una mujer.
—Miren —dijo Neil—, creo que tenemos que reconocer una cosa. Nita ya ha estado un año en X y me parece lógico que esté cansada de la Base Quince, cansada de X y cansada de nosotros. Nosotros somos todo lo que ella ve. Mike, tú eres el más nuevo. ¿Qué piensas?
—Que, de todos ustedes, soy el menos calificado para juzgar. Así que, en cambio, voy a preguntarle a Nugget. ¿Qué piensas?
—¡No voy a tragarme eso! —dijo Nugget con vehemencia—. Si Nita estuviese harta de nosotros, yo sería el primero en saberlo.
—¡No harta, sólo cansada! Hay una diferencia —contestó Neil pacientemente—. ¿Acaso no estamos todos cansados? ¿Por qué ella habría de ser diferente? ¿En realidad creen que cuando se levanta, por las mañanas, salta de su cama cantando de alegría porque a los pocos minutos va a volver a X, con nosotros? Vamos, Mike; quiero tu opinión, no la de Nugget, ni la de ningún otro. Tú eres el recién llegado, no estás tan profundamente ligado como para no ver con claridad. ¿Crees que ella desea estar con nosotros?
—¡No lo sé, te lo aseguro! Pregúntale a Ben —dijo Michael, y miró a Neil—. Te equivocaste de persona, compañero.
—La Hermana Langtry es una mujer demasiado buena como para cansarse de nosotros —dijo Benedict.
—Está decepcionada —dijo Luce.
Matt rió entre dientes.
—Bueno, X es un lugar decepcionante —dijo.
—¡No así, tonto con anteojeras! Quiero decir que es una mujer y no recibe nada. ¿No es así?
Todos miraron a Luce con repugnancia, pero lo soportó como disfrutándolo, con una sonrisa burlona.
—Sabes, Luce, eres tan vil que tienes que subir una escalera para llegar a la panza de una serpiente —dijo Nugget—. ¡Me das ganas de vomitar!
—Nombra algo que no te haga vomitar —contestó Luce con sorna.
—Debes ser humilde, Luce —dijo Ben con suavidad—. Muy humilde. Todos los hombres deberían aprender a ser humildes antes de morir, y ninguno de nosotros sabe cuándo morirá. Bien puede ser mañana o dentro de cincuenta años.
—¡No me des sermones, zancudo! —espetó Luce—. Si sigues así, una semana después de que te den la baja estarás en Callan Park.
—Nunca lo verás —dijo Benedict.
—¡Juro que no! Estaré muy ocupado haciéndome famoso.
—No lo harás con mi dinero —dijo Matt—. No daría un centavo por verte.
Luce rió groseramente.
—¡Si pudieras verme, Matt, te daría ese inmundo centavo!
—¡Neil tiene razón! —dijo Michael repentinamente, levantando la voz.
La disputa terminó. Todos volvieron la cabeza para mirar a Michael con curiosidad, pues nunca lo habían escuchado hablar con ese tono, lleno de pasión, de rabia, de autoridad.
—Por supuesto, está cansada. ¿Acaso pueden culparla por ello? Todos los días la misma cosa: Luce criticando a todos, y todos criticando a Luce. ¿Por qué diablos no dejan de molestarse unos a otros, y no dejan de molestarla a ella? ¡Si algo le ocurre, es cosa de ella, no de ustedes! Si quisiera hacerlos partícipes de sus problemas, les hablaría de ellos. ¡Déjenla tranquila! ¡Ustedes son capaces de sacar a cualquiera de sus casillas! —Se puso de pie—. Vamos, Ben, al agua. A higienizarte. Yo voy a tratar de hacerlo, pero con la cantidad de basura que ha estado volando por aquí, puede llevarme una semana.
Por fin, una pequeña grieta en su coraza, pensó Neil, pero sin regocijo, mientras observaba a Michael y Benedict que caminaban hacia el mar. La espalda estaba muy tiesa. ¡Maldito sea, ella le interesa! Pero la cosa es: ¿ella lo sabe? No lo creo, y si puedo voy a hacer que siga sin saberlo.
—Ésta es la primera vez que te veo perder la calma —dijo Benedict a Michael, mientras entraba al agua.
Michael se detuvo, con el agua a la cintura, y visiblemente inquieto miró el enjuto y oscuro rostro preocupado de Ben.
—Fue estúpido hacerlo —dijo—. Siempre es estúpido actuar precipitadamente. No tengo mal genio, y me da rabia cuando la gente me induce a ese tipo de comportamiento. ¡Es tan inútil! Por eso los dejé. Si me hubiese quedado, habría hecho un ridículo más grande todavía.
—Eres bastante fuerte como para resistir la tentación —señaló Benedict, pensativo—. ¡Ojalá lo fuera yo!
—Vamos, camarada, tú eres el mejor de todo el grupo —dijo Michael con afecto.
—¿Realmente lo crees, Mike? Me esfuerzo mucho, pero no es fácil. He perdido demasiado.
—Te has perdido a ti mismo, Ben; nada más. Todo está allí, esperando que tú encuentres el camino de regreso.
—Es la guerra. Hizo un asesino de mí. Pero yo sé que es sólo una excusa. En verdad no es la guerra; soy yo. Simplemente, no fui lo bastante fuerte como para pasar la prueba a que Dios me sometió.
—No; es la guerra —insistió Michael, con las manos flotando sobre el agua—. A todos nos afecta, Ben; no sólo a ti. Todos estamos en X por lo que nos ha hecho la guerra. Si no hubiera ocurrido, todos estaríamos bien. Dicen que la guerra es una cosa natural, pero yo no lo entiendo. Quizás sea natural para la raza, para los hombres que la empiezan. Pero para los que tienen que pelear… no, es la vida menos natural que puede vivir un hombre.
—Pero Dios está allí —dijo Benedict, hundiéndose hasta los hombros y volviendo a subir—. Tiene que ser natural. Dios me envió a la guerra. No me ofrecí voluntariamente porque recé y Dios me dijo que esperara. Si pensaba que yo necesitaba una prueba, Él me mandaría al frente. Y Él lo hizo. Así que debe ser natural.
—Tan natural como el nacimiento y el matrimonio —dijo Michael irónicamente.
—¿Vas a casarte? —preguntó Benedict, con la cabeza erguida, como si no quisiera perderse la respuesta.
Michael reflexionó. Pensó en la Hermana Langtry, bien educada, bien nacida, una oficial y una dama. Ella integraba una clase con la cual él tuvo muy poco que ver antes de la guerra, y a la que había decidido no unirse durante la contienda.
—No —dijo sobriamente—. Creo que ya no puedo ofrecer lo necesario. Sencillamente, no soy como antes. Quizás sé demasiado de mí mismo. Para vivir con una mujer y criar niños creo que hay que tener algunas ilusiones, y yo ahora no tengo ninguna. Voy a volver adonde estaba; pero donde estoy ahora no es el sitio donde estaría si no hubiera habido guerra. ¿Tiene sentido?
—¡Oh, sí! —convino Benedict con fervor, para complacer a su amigo, porque no había entendido nada en absoluto.
—He matado hombres. Incluso traté de matar a un compatriota. Los antiguos mandamientos no se aplican como antes de la guerra. ¿Cómo se podría? He limpiado a manguerazos torretas de bombarderos, sacando pedazos de hombres que no eran suficientes para recogerlos y darles un entierro decente. He buscado tarjetas de identificación en medio de masas de sangre y carne de muchos centímetros de espesor, peor que en cualquier matadero civil. He tenido tanto miedo que pensé que jamás podría moverme. He llorado muchísimo. Y pienso para mis adentros: ¿criar un hijo para que pase por eso? No, aunque fuese el único hombre que quedara para volver a poblar la tierra.
—Es el sentimiento de culpabilidad —dijo Benedict.
—No; es la pena —contestó Michael.