CUANDO, alrededor de las 7.00 de esa tarde, la hermana Langtry subió la rampa de X, se encontró con Luce en la puerta. El quiso eludirla, astutamente, pero la enfermera se cruzó en el camino con gesto severo.
—Por favor, quiero hablar un momento con usted.
Luce volvió los ojos.
—¡Oh, Nita, déjeme tranquilo! ¡Tengo una cita!
—Entonces déjela sin efecto. Adentro, sargento.
Luce permaneció de pie observándola mientras ella se quitaba el sombrero con la banda gris a rayas rojas y lo colgaba en el mismo sitio que reservaba para su capa durante el día. A él le gustaba más con el equipo de noche: un soldadito todo de gris.
Acomodada tras su escritorio, la Hermana Langtry levantó la vista para mirar a Luce. Estaba apoyado contra la pared, junto a la puerta abierta, con los brazos cruzados, listo para salir rápidamente.
—Entre, cierre la puerta y cuádrese, sargento —dijo ella lacónica, y esperó hasta que Luce cumpliera la orden. Luego continuó—. Deseo que me explique con exactitud lo que sucedió esta mañana en la sala de día entre usted y el sargento Wilson.
Luce se alzó de hombros y sacudió la cabeza.
—Nada, Nita.
—Nada, Hermana. A mí no me pareció así.
—¿Entonces, qué le pareció? —preguntó él, aún sonriendo y aparentemente más divertido que molesto.
—Que estaba haciéndole cierta insinuación de tipo homosexual al sargento Wilson.
—La estaba haciendo —dijo Luce sencillamente.
Sorprendida, la Hermana Langtry tuvo que hacer una pausa para pensar lo que diría a continuación.
—¿Por qué?
—Oh, era sólo un experimento, nada más. Él es un maricón. Quería ver qué hacía.
—Eso es calumnia, Luce.
Luce rió.
—¡Entonces él puede hacerme un juicio! Le digo que es un gran maricón.
—Eso no explica que fuera usted el que hacía la insinuación, ¿verdad? Dejando aparte al sargento Wilson, usted no es en absoluto homosexual.
Tan repentino fue el movimiento que la Hermana Langtry se echó atrás involuntariamente. Luce deslizó su cadera sobre el escritorio y se sentó de costado sobre él, acercando tanto su rostro al de la enfermera que ésta podía ver la extraordinaria estructura de sus iris, la multitud de vetas y puntos de distintos colores que les daban esa cualidad de camaleón. Las pupilas estaban algo agrandadas y relucían con reflejos. El corazón de la Hermana Langtry se lanzó al galope, recordando el efecto que le había causado aquellos dos primeros días en el pabellón. Se sintió mareada, hipnotizada, casi hechizada. Pero lo que dijo Luce a continuación la arrancó del encanto, lejos de su poder.
—Dulzura, yo soy cualquier cosa —dijo él suavemente—. ¡Cualquier cosa que se le ocurra! Joven, viejo, macho, hembra… todo es carne para mí.
Ella no pudo evitar un jadeo de repugnancia.
—¡Basta! ¡No diga semejantes cosas! ¡Es abominable!
Luce acercó más su rostro, y su limpio y saludable olor la rodeó.
—¡Vamos, Nita, pruébeme! ¿Sabe cuál es su problema? No ha probado a nadie. ¿Por qué no empieza con el mejor? Yo soy el mejor aquí, realmente. ¡Ah, mujer! Puedo hacerte estremecer y aullar de placer y rogar que te dé más. No puedes imaginarte lo que puedo hacerte. ¡Vamos, Nita, pruébame! ¡Sólo pruébame! ¡No te malogres con un maricón o un inglés frustrado, que está demasiado agotado como para lograr una erección! ¡Pruébame! Soy el mejor que existe.
—Por favor, váyase —dijo la Hermana Langtry, con las fosas nasales contraídas.
—En general no beso a nadie, pero voy a besarte a ti. ¡Vamos, Nita, bésame!
No había dónde ir. El respaldo de la silla estaba tan cerca de la pared que apenas le daba lugar para sentarse. Pero empujó con tanta fuerza que el asiento golpeó contra el antepecho de la ventana. El cuerpo de la Hermana Langtry retrocedió convulsionado por la furia, que ni siquiera Luce podía confundir con ninguna otra cosa.
—¡Afuera, Luce! ¡Inmediatamente! —Se tapó la boca con la mano, como si fuera a vomitar, con los ojos fijos en esa cara fascinante, como si estuviera viendo al propio diablo.
—Está bien; entonces, tírese a la basura —dijo Luce y se levantó, restregándose el pantalón para aliviar su erección—. ¡Qué tonta es! No gozará nada con ninguno de ellos. No son hombres. Aquí soy el único.
Después que Luce se fue, la enfermera miró fijamente la puerta cerrada, observando su estructura con rígida atención, hasta que sintió que el horror y el miedo cedían. Deseaba tanto llorar que sólo una continua inspección de la puerta impidió que brotaran las lágrimas. Porque había sentido el poder de Luce, la voluntad de poseer lo que deseaba, a cualquier costo. Y se preguntó si Michael lo había sentido en la sala de estar, clavado en esos ojos lascivos.
Neil golpeó la puerta, entró y cerró. Llevaba una mano detrás de la espalda, escondiendo algo. Antes de sentarse en la silla de los visitantes sacó su cigarrera y la ofreció, sobre el escritorio. Era una parte del ritual que la Hermana Langtry hiciera alguna objeción formal, pero esa noche arrebató el cigarrillo y se inclinó para encenderlo, como si lo necesitara demasiado para acordarse de esos detalles.
Al mover los pies, las botas rozaron el suelo. Neil alzó una ceja.
—Nunca dejó de quitarse las botas antes de sentarse aquí. Nita. ¿Está segura de que se encuentra en condiciones de quedarse aquí? ¿Tiene fiebre? ¿Le duele la cabeza?
—No tengo fiebre ni dolor de cabeza, doctor, y estoy muy bien. No me saqué las botas porque encontré a Luce saliendo justo cuando yo llegaba y quería decirle algo. Así que me olvidé de las botas.
Niel se puso de pie, dio la vuelta al escritorio y se arrodilló en el escaso espacio que había a un lado de la silla. Le palmeó el muslo.
—Vamos, levante el pie.
Las hebillas estaban tirantes. Tuvo que trabajar para soltarlas. Después quitó la polaina, aflojó los cordones de la bota lo suficiente como para sacarla, y le puso la media sobre el extremo del pantalón. Luego hizo lo mismo con el otro pie, se sentó sobre los talones y giró en busca del par de zapatillas con suela de goma que ella usaba en el pabellón por la noche.
—El estante de abajo —dijo ella.
—Así está mejor —dijo Neil, una vez atadas las zapatillas a su satisfacción. ¿Cómoda?
—Sí, gracias. Neil regresó a su silla. —Todavía parece algo cansada.
La Hermana Langtry bajó la vista, para mirarse las manos:
—¡Estoy temblando! —exclamó aparentemente sorprendida.
—¿Por qué no trata de descargarse?
—Son sólo nervios, Neil.
Fumaron en silencio. La enfermera miraba a propósito hacia afuera, por la ventana, y Neil la observaba con atención. Luego, cuando ella se volvió para apagar el cigarrillo, Neil puso sobre el escritorio el trozo de papel que estaba ocultando.
¡Michael! Exactamente como ella lo veía, correcto, fuerte, mirándola de manera tan honesta y directa que parecía imposible creer que nada que no fuera varonil pudiera ocultarse tras esos ojos.
—Es el mejor que ha hecho hasta ahora; creo que hasta supera al de Luce —dijo ella, contemplando con codicia el dibujo. Esperaba no haber saltado visiblemente cuando vio lo que Neil le había traído. Con cuidado se lo devolvió—. ¿Por favor, quiere colgarlo?
El hombre accedió, fijándolo con una tachuela en cada ángulo, en el extremo derecho de la fila central, al lado de su propio retrato. El de Michael era superior. Al tratar de pintar su indiferencia, Neil fracasó y el rostro que estaba en la pared era débil, tenso, disminuido.
—Estamos completos —dijo el capitán y volvió a sentarse—. Sírvase, fume otro cigarrillo.
La enfermera lo tomó con casi tanta avidez como el primero, dio una profunda pitada y, mientras exhalaba el humo, dijo rápida y artificialmente:
—Michael representa para mí el enigma de los hombres. —Señalaba el nuevo dibujo.
—Es al revés, Nita —dijo tranquilamente Neil, sin demostrar que comprendía lo difícil que era hablar de Michael, ni su propia preocupación obsesiva por las relaciones del sargento con la enfermera—. Las mujeres son el enigma. Puede preguntárselo a cualquiera, desde Shakespeare hasta Shaw.
—Eso es sólo para los hombres. Shakespeare y Shaw eran hombres. Esto tiene valor en ambos sentidos. El sexo opuesto es la tierra incógnita. Cada vez que pienso que he resuelto el enigma, los hombres dan un giro complicado y escapan. Nadan en dirección opuesta. —Hizo caer la ceniza del cigarrillo y sonrió—. Creo que me gusta dirigir sola este pabellón porque, principalmente, me da una excelente oportunidad de estudiar a un grupo de hombres sin la interferencia de otras mujeres.
Neil rió.
—¡Qué analítica! Por cierto, puede decírmelo a mí, pero nunca se lo diga a Nugget, o aparecerá con un caso combinado de peste bubónica y ántrax. —Los ojos de la Hermana Langtry revelaban cierta indignación, como si estuviera por acusar a Neil de juzgarla erróneamente. Pero el capitán continuó antes de que ella pudiera interrumpirlo, preguntándose si podría desviarla hacia el tema con una respuesta algo jocosa—. Los hombres son las más simples de las criaturas. Quizás no tanto como los protozoarios, pero por cierto, no tienen nada que ver con el misterio de los ángeles en una cabeza de alfiler.
—¡Qué tontería! ¡Son un misterio más grande que ése, y más importante! Por ejemplo, Michael…
No, no podía hacerlo. No podía hablar de lo que había sucedido en la sala de estar entre Michael y Luce, aunque, en camino al pabellón había decidido que Neil era la única persona capaz de ayudarla. Pero de pronto comprendió que hablarle de ellos era ponerse al descubierto. No podía hacerlo. Y luego estaba aquella horrible escena con Luce. Terminaría contándosela y eso sería el fin. Cerró la boca y no concluyó la frase.
—Muy bien. Tomemos a Michael —dijo Neil, como si la enfermera hubiese terminado su idea—. ¿Qué hay tan especial en nuestro ángel custodio Michael? ¿Cuántos cabrían en una cabeza de alfiler?
—¡Si va a hablar como Luce Daggett, le juro que no volveré a dirigirle la palabra!
Neil se sorprendió tanto que se le cayó el cigarrillo. Se agachó para recogerlo y permaneció sentado, observándola consternado.
—¿Qué diablos ha ocurrido? —preguntó.
—¡Oh, ese maldito miserable! Todo lo ensucia —contestó la Hermana Langtry.
—Nita, ¿me considera un amigo? ¿Alguien que está de su lado, completamente?
—¡Por supuesto! No necesita preguntármelo.
—¿Es Luce el que la molesta, o Mike? Hace más de tres meses que conozco y soporto a Luce, pero nunca me sentí como ahora…, desde que llegó Michael. En sólo dos semanas este lugar parece haberse convertido en una caldera a punto de estallar. Cada minuto pienso que va a reventar, pero hasta ahora sigue hirviendo, llega a la zona de peligro y baja otra vez. Esperar que algo estalle, sabiendo que va a estallar, es sumamente desagradable. Como volver a estar en el frente.
—Sabía que no le agradaba Michael, pero no me daba cuenta de que el sentimiento era tan profundo —dijo ella, con los labios apretados.
—¡No tengo nada contra Michael! Es un espléndido muchacho. Pero Michael es la diferencia. No Luce. Michael.
—¡Es ridículo! ¿Cómo puede Michael hacer que todo sea diferente? ¡Es tan… tan tranquilo!
«Bueno, pensó Neil, observándola atentamente. ¿Acaso ella sabía lo que le estaba ocurriendo? ¿Y a él, y a todos los demás?».
—Quizá porque usted es diferente. Desde que llegó Michael —dijo con voz firme—. Seguramente debe advertir que tendemos a adoptar sus estados de ánimo y actitudes, incluso Luce. Y desde que llegó Michael usted es una persona muy diferente… estados de ánimo diferentes, actitudes diferentes.
Oh, Dios. Que no cambie tu rostro, Hermana Langtry; no dejes que descubra nada. No lo permitió. Lo miró con un interés casi cortés, suavemente, con calma, impávida. Detrás de ese rostro el cerebro de la Hermana Langtry trabajada con frenesí para afrontar todas las consecuencias de la entrevista, y para formular un patrón de conducta que, aunque no tranquilizara a Neil, por lo menos le pareciera lógico. Eso teniendo en cuenta que él la conocía; y acababa de hacerle comprender que la conocía mejor de lo que sospechaba. Todo lo que había dicho Neil era cierto, pero no podía admitirlo frente a él. Sabía que el capitán era frágil y dependía de ella. ¡Y qué tontería era tratar de obligarla a hablar de un problema que aún no había logrado resolver en su propia mente!
—Estoy cansada, Neil —dijo ella, y su cara mostró de pronto toda la tensión del largo y difícil día—. Es que ha durado demasiado. O yo soy demasiado débil. No lo sé. Ojalá lo supiera. —Humedeció sus labios—. Por favor, no culpe a Michael por todo. Es demasiado complicado como para simplificarlo así. Si soy diferente es por cosas que están dentro de mí. Estamos llegando al fin, y va a empezar algo nuevo. Creo que estoy preparándome para eso y ustedes también. Y me siento muy cansada. Por favor, no lo haga más difícil. Sólo deme su apoyo.
Algo extraordinario le pasaba a Neil. Podía casi sentirlo físicamente, mientras escuchaba a una Honour Langtry que aceptaba poco menos que su derrota. Como si verla caer hiciera crecer sus propios recursos interiores. Como si se alimentara de ella. Eso era, pensó exultante. De pronto era tan humana como él, una persona con límites de energía y tolerancia y, por lo tanto, falible. Al verla así comprendió su propio poder, en lugar de sentirse siempre disminuido.
—Cuando la conocí —dijo Neil con lentitud— pensé que estaba hecha de hierro macizo. Tenía todo lo que yo no tenía. ¿Perdía algunos hombres en la lucha? Lo lloraba, sí, pero no iba a acabar en un lugar como X. Nada en el mundo podía mandarla a un lugar como X. Y supongo que, en aquel momento, usted era lo que yo necesitaba. De lo contrario no hubiera podido ayudarme, y en verdad lo hizo. Enormemente. No quiero que ahora se derrumbe. ¡Pero es tan agradable sentir que la balanza se inclina un poco en mi favor, para variar!
—Lo comprendo —dijo la Hermana Langtry, sonriendo. Pero luego suspiró—. Oh, Neil… lo siento. Realmente estoy un poco desanimada, ¿sabe? No lo digo como excusa. No. Usted tiene mucha razón con respecto a mis estados de ánimo y mis actitudes. Pero puedo sobrellevarlos.
—¿Exactamente por qué Michael está en X? —preguntó Neil.
—¡Usted no es tan tonto como para hacerme esa pregunta! —exclamó la Hermana Langtry, estupefacta—. ¡No puedo hablar de un paciente con otro paciente!
—A menos que se llame Benedict o Luce. —Neil se encogió de hombros—. Oh, bueno, valía la pena tratar. No lo pregunté por simple curiosidad. Es un hombre peligroso. ¡Tiene tanta integridad! —En el mismo momento en que lo dijo lo lamentó, pues no quería verla apartarse después de haberla tenido tan cerca.
Sin embargo, la Hermana Langtry no se echó atrás ni se puso a la defensiva; pero se levantó.
—Ya es hora de que vaya al pabellón. Esto no quiere decir que lo estoy despachando, Neil. Tengo muchísimo que agradecerle. —En la puerta se detuvo a esperarlo—. Estoy de acuerdo; Michael es un hombre peligroso. Pero también lo es usted, y lo mismo Luce… y Ben, incluso. Quizás en distintas formas, pero, sí… todos ustedes son peligrosos.