EL cuarto de la Hermana Langtry formaba parte de un grupo de diez iguales, construidos en el estilo típico de la Base Quince, en fila, con una galería al frente. Toda la destartalada estructura se elevaba a tres metros del piso, sobre pilares. Durante cuatro meses fue la única habitante del bloque. Eso no era indicio de falta de sociabilidad, sino el hambre de intimidad de una mujer madura. Desde que entró al ejército, en 1940, compartió el alojamiento con otras tres personas, en pequeñas tiendas, cuando trabajaba en puestos de evacuación de heridos. Cuando llegó a la Base Quince le pareció un paraíso, aunque se vio obligada a compartir el cuarto, el mismo que aún ocupaba, y el bloque vibraba con los ruidos de mujeres que vivían demasiado cerca unas de otras. No fue extraño que, a medida que se redujo el personal, las que quedaban pusieran todo el espacio posible entre ellas y se regodearan en el lujo de estar a solas.
La Hermana Langtry entró en su cuarto y se dirigió inmediatamente a la cómoda. Abrió el cajón superior y sacó una botella de Nembutal de un gramo y medio. Sobre la cómoda había una jarra de agua hervida, cubierta con un vaso ordinario de vidrio. Retiró el vaso, vertió en él un poco de agua y tragó la tableta antes de que pudiera cambiar de idea. Los ojos que le devolvían la mirada desde las profundidades corroídas del pequeño espejo que colgaba de la pared, sobre la cómoda, estaban en blanco y los rodeaban dos círculos oscuros. Deseó que permanecieran así hasta que el Nembutal surtiera efecto.
Con la facilidad que da la práctica buscó y soltó las dos pinzas que mantenían el velo en su lugar y lo levantó separándolo del cabello —aplastado por la transpiración— y lo depositó, tieso y vacío, en una silla, donde permaneció como una burlona imitación. La Hermana Langtry se dejó caer sobre el borde de su cama para quitarse los zapatos de servicio. Los colocó juntos, cuidadosamente, lo suficientemente lejos como para no tropezar con ellos cuando entrase o saliese del lecho, y luego se levantó para sacarse el uniforme y su ropa interior.
Detrás de la puerta, colgada de un clavo, había una manta de algodón, con un dibujo algo oriental. Se la puso y fue a tomar una ducha en la húmeda y triste casa de baño. Y por fin, con la piel limpia, vestida decentemente con un pijama suelto de algodón, se acostó y cerró los ojos. El Nembutal estaba haciendo efecto, dándole una sensación que se parecía a la que provocaba el exceso de gin: vértigo y algo de náusea. Pero por lo menos hacía efecto. Suspiró y trató de abandonar su control de la conciencia, pensando: «¿Estoy enamorada de él, o es algo muy diferente del amor? ¿Acaso sólo he estado demasiado alejada de una vida normal, reprimiendo exageradamente mis sentidos? Puede ser eso. Espero que sea eso. No amor. No aquí. No con él. No parece la clase de hombre que aprecia el amor…»
Las imágenes se borroneaban, vacilaban y desaparecían. Se durmió tan agradecida que pudo decirse a sí misma que sería un paraíso no volver a despertar jamás, jamás, jamás…