HACÍA dos semanas que Michael estaba en el Pabellón X como paciente cuando la Hermana Langtry empezó a sentir una extraña premonición. No una sensación agradable de placer anticipado, sino un temor mórbido, reptante, que no tenía absolutamente ninguna base en la realidad. Ésta indicaba lo contrario, una integridad nueva y sin obstáculos. No había corrientes subterráneas. Todos querían a Michael, y éste quería a todos. Los hombres estaban tranquilos y, por cierto, más cómodos, porque Michael los atendía en todo momento; llevaba y traía cosas alegremente. Al fin de cuentas, explicaba, no podía estar siempre leyendo; tenía sus períodos de descanso en la playa y necesitaba hacer algo útil. Así que arreglaba las cañerías, clavaba clavos, componía cosas. Colocó un almohadón al respaldar de la silla de la Hermana Langtry, en la oficina. Los pisos casi brillaban. La sala de estar estaba más ordenada.
Con todo, la Hermana Langtry seguía inquieta. De algún modo, es un catalizador, pensaba. Por su propia naturaleza, por su esencia, es inofensivo. Pero en el pabellón X, ¿quién sabe? Sí, todos lo quieren y él quiere a todos. Y no había corrientes subterráneas. Pero desde su llegada el Pabellón X era diferente, aunque ella no podía descubrir la diferencia. Sólo una atmósfera. El calor se volvió opresivo, constante, y el aire hervía. El más ligero movimiento producía ríos de sudor. Las aguas del océano, más allá del arrecife, tomaron un color verde sombrío. El horizonte era una mancha. Con la luna llena llegó la lluvia, dos días de permanente y terrible precipitación, que aplacó la tierra pero en cambio trajo el fango. Por todas partes brotaba el moho: mosquiteros, sábanas, biombos, libros, botas, ropa, madera, pan. Con todo, con la playa inutilizable, evitó que los hombres estuvieran totalmente inactivos, pues la Hermana Langtry los hizo trabajar intensamente en la limpieza con trapos empapados en alcohol. Ordenó que todo el mundo se quitara las botas y los zapatos afuera, antes de entrar, pero por algún proceso de osmosis el fango se infiltraba por todas partes. Eso también mantuvo ocupados a los hombres, con baldes, lampazos y trapos de piso.
Por suerte la lluvia misma no era deprimente, ya que no enlutaba el paso del sol como ocurría con las más frías y débiles de latitudes más elevadas. Si no se prolongaban, casi tenían la propiedad de exaltar los espíritus, de llenar la mente de una gran impresión de poder. Pero cuando se hacían constantes, como los verdaderos monzones, eran peores que cualquier otra lluvia por su fuerza implacable, abrumadora, que hacía sentir a los seres humanos como hormigas impotentes.
Pero ésta era demasiado temprana para el comienzo de los monzones. Cuando aclaró, hasta la opaca y poco agradable colección de edificios llamada Base Quince apareció inesperadamente linda: cepillada, enjuagada, barrida.
Bueno, era eso, pensó la Hermana Langtry con gran alivio. ¡Sólo me preocupaba la lluvia! Siempre los afecta. También a mí.
—¡Qué tontería! —le dijo a Michael, pasándole un balde de agua sucia.
El sargento estaba dando los toques finales de la limpieza del cuarto auxiliar, luego de que el equipo del lampazo dejó sus herramientas y se dispuso a gozar de un merecido descanso en la galería.
—¿Qué es una tontería? —preguntó Michael, echando el agua por el desagüe y limpiando el hierro galvanizado con un trapo.
—Tenía la sensación de que se estaba incubando algo malo, pero creo que se trataba de la lluvia. Después de haber pasado tanto tiempo en el trópico, no debería ocurrirme esto. —Se apoyó en el marco de la puerta y observó a Michael: todo lo hacía bien, con empeño.
Una vez puesto a secar el trapo sobre el borde del balde, Michael se enderezó y se volvió, mirándola con aire divertido.
—Estoy de acuerdo, no debería ocurrirle. —Estiró el brazo junto a ella, descolgó su camisa de un clavo, detrás de la puerta, y se la puso—. Luego de un tiempo uno se deprime, ¿verdad? Aquí nada sucede a medias. En mi casa no recuerdo haberme excitado por un par de días de lluvia, pero aquí he visto casi llegar al crimen por eso.
—¿Eso ocurrió en su caso?
Por un momento los ojos de Michael se nublaron, pero luego continuaron sonriendo.
—No.
—¿Si no fue la lluvia, qué fue?
—Eso es asunto mío —dijo él, con amabilidad.
Las mejillas de la Hermana Langtry enrojecieron.
—¡También es mío, teniendo en cuenta las circunstancias! ¡Oh! ¿No ve que es mejor hablar? ¡Usted es tan frío y reservado como Ben!
La camisa ya estaba totalmente abotonada y metida dentro del pantalón, todo hecho sin ninguna timidez.
—No se enoje, Nita. Y no se preocupe por mí.
—No me preocupo en lo más mínimo. Pero he estado a cargo de X bastante tiempo como para saber que es mejor que mis pacientes hablen de sus cosas.
—Yo no soy su paciente —dijo Michael, parado como si esperase que ella se apartara de su camino.
La Hermana Langtry no se apartó. Siguió donde estaba, más exasperada que enojada.
—¡Michael, por supuesto que usted es mi paciente! ¡Un paciente muy estable, lo admito, pero no pudo ser aceptado en X sin una buena razón!
—Hubo una muy buena razón. Traté de matar a un hombre —dijo Michael con tranquilidad.
—¿Por qué?
—La razón está allí, en mis papeles.
—Para mí no es una razón suficientemente buena. —El gesto de su boca se endureció—. No entiendo sus papeles. Usted no es homosexual.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Michael sereno.
La enfermera aspiró con fuerza, pero lo miró muy directamente a los ojos.
—Lo sé —dijo.
Entonces Michael echó la cabeza hacia atrás y estalló en risas.
—Bien, Nita, a mí no me importa por qué estoy aquí, ¿por qué habría de importarle a usted? Simplemente, estoy contento de estar, y nada más.
Ella se retiró de la puerta, hacia el interior del cuarto.
—Está contestándome con evasivas —dijo con lentitud—. ¿Qué trata de esconder? ¿Qué cosa es tan secreta que no puede decírmela?
Por un instante Michael quedó sorprendido y bajó su permanente guardia. La Hermana Langtry vislumbró su cansancio y perplejidad, los de un hombre íntimamente atormentado. Por ello, al advertirlos se sintió desarmada.
—No, no se moleste en contestar —dijo, con una sonrisa genuinamente amistosa.
Michael respondió suavizando la expresión de su rostro, que ahora era de afecto puro por ella, y dijo:
—Es que no soy conversador cuando se trata de mí. No puedo hablar.
—¿Tiene miedo de que asuma el derecho de juzgarlo?
—No. Pero, para hablar, hay que hallar las palabras correctas, y parece que yo nunca logro hacerlo. O por lo menos en el momento adecuado. Alrededor de las 3.00 de la madrugada se me ocurrirán todas las que quiera.
—Eso les pasa a todos. ¡Pero sólo tiene que empezar! Yo lo ayudaré a continuar, porque quiero darle mi apoyo.
Michael cerró los ojos y suspiró.
—¡Nita, no necesito ayuda!
La Hermana Langtry cedió… por el momento.
—Entonces dígame lo que piensa de Benedict.
—¿Por qué me pregunta a mí por Benedict?
—Porque tiene éxito con él, mientras que yo nunca lo tuve. Por favor, no piense que estoy resentida. Me alegra muchísimo que sea así. Pero me interesa.
—Benedict. —Michael bajó la cabeza mientras pensaba—. Se lo dije, no soy bueno para hablar. ¿Qué pienso de él? Lo aprecio. Me da lástima. No está bien.
—¿Sólo desde aquel incidente en la aldea? Michael sacudió vigorosamente la cabeza.
—¡Oh, no! Desde mucho antes.
—¿Es porque perdió sus padres cuando era muy pequeño? ¿O a causa de la abuela que lo crió?
—Quizás. Es difícil saberlo. Creo que Ben no está seguro de quién es. Y si lo sabe, no sabe cómo enfrentarse a lo que es. No lo sé. No soy un especialista en enfermos mentales.
—Yo tampoco lo soy —observó la Hermana Langtry, con pesar.
—Cumple perfectamente con su deber.
—Para ser sincera, Ben es el único que me inquieta, después que salga de la Base Quince.
—¿Cuando salga del ejército, quiere decir?
—Sí. —La Hermana Langtry eligió las palabras, pues no deseaba herir los sentimientos de Michael. Estaba haciendo mucho por Ben—. Mire, no estoy segura de que Ben sea capaz de vivir en forma independiente. No obstante, no creo que sea justo sugerir que lo encierren.
—¿Un asilo de enfermos mentales? —preguntó Michael con incredulidad.
—Supongo que a eso me refiero. Tienen todo lo necesario para las personas como Ben. Pero estoy indecisa al respecto.
—¡Está equivocada! —gritó él.
—Quizá. Por eso dudo.
—Eso lo mataría.
—Sí. —El rostro de la enfermera mostraba su tristeza—. Como ve, mi trabajo no es pura diversión.
Michael la tomó de un hombro con firmeza y la sacudió.
—¡Por favor, no haga nada apresuradamente! ¡Y no lo haga sin hablar primero conmigo!
Era una mano pesada. La Hermana Langtry volvió la cabeza para mirarla.
—Ben está mejorando —dijo—. Gracias a usted. Por eso le estoy hablando de esto. ¡No se preocupe!
Neil habló desde la puerta.
—Pensábamos que ustedes dos se habían ido por la cañería —dijo con ligereza.
La Hermana Langtry se separó de Michael, que retiró su mano en el instante en que advirtió la presencia de Neil.
—No tanto —dijo ella, y sonrió a Neil, un poco como pidiendo excusas. Luego se sintió fastidiada consigo misma por haber pensado que debía justificarse. Y fastidada con Neil, por más confusas razones.
Michael permaneció donde estaba, observando el gesto de propiedad con que Neil condujo a la Hermana Langtry fuera del cuarto auxiliar. Luego suspiró, se encogió de hombros y los siguió a la galería. El Pabellón X era un lugar tan privado, para una conversación, como el centro de un desfile. Todos vigilaban a todos los demás. Y eso ocurría especialmente con la Hermana Langtry. Si no sabían dónde estaba, con quién se encontraba, no descansaban hasta averiguarlo. Y a veces hacían pequeños cálculos mentales para asegurarse de que ella distribuía correctamente su tiempo entre todos. ¿Entre todos? Entre los que importaban. Neil era un maestro de los cálculos mentales.