Capítulo 3

LUCE se parecía a un gato en más de una cosa: no sólo se movía como un felino sino que podía ver en la oscuridad. Por lo tanto caminaba con pie seguro —sin linterna— entre los pabellones abandonados hacia un punto situado al final de la playa de las enfermeras donde emergían unas rocas que la Hermana Langtry describió erróneamente a Michael como un promontorio.

La policía militar no vigilaba mucho y Luce lo sabía. La guerra terminaba; la Base Quince estaba tan quieta como el cadáver que pronto sería y el ambiente parecía tranquilo. Sensibles a esas cosas, las antenas de la policía militar registraban cero.

Esta noche Luce se dirigía a una importante cita. Se sentía poderoso, ligero y casi dolorosamente vivo. ¡Oh, sí, la pequeña señorita Woop-Woop, la preciosa hija del gerente del Banco! No fue fácil convencerla de que se encontraran allí, y sólo aceptó cuando se dio cuenta de que sólo podría verlo clandestinamente, o bajo la mirada pública, en la galería contigua al comedor de las enfermeras. Ella era oficial enfermera y Luce un hombre de tropa, y aunque se admitía la comunicación entre excompañeros de estudio, cualquier relación más íntima provocaría una severa reprimenda y medidas disciplinarias de la jefa, verdadera rigorista en materia de reglamentos militares. Pero Luce logró que ella accediera a encontrarse con él en la playa, después de oscurecer. No tenía dudas sobre cómo procedería en adelante; ya había salvado el peor obstáculo.

No había luna que revelase su presencia, pero en ese lugar de oscura tranquilidad el cielo brillaba en forma sobrenatural y las nebulosas y racimos de estrellas, a lo largo de la galaxia, exhalaban una luz apagada, inmóvil y fría sobre el mundo, dándole un ligero tono plateado. Por ello, Luce no tuvo ningún inconveniente para descubrir la muchacha entre las sombras más densas y avanzó silenciosamente hasta ponerse a su lado. Ella contuvo el aliento asustada.

—¡No te oí! —dijo, con un pequeño estremecimiento.

—No es posible que tengas frío en una noche como ésta —contestó Luce, frotándole la piel de gallina de las manos en forma amistosamente impersonal.

—Son los nervios. No estoy acostumbrada a venir aquí clandestinamente. Otra cosa es escaparse de una segura y agradable residencia de enfermeras en Sydney.

—¡Cálmate, todo está en orden! Sólo nos sentaremos aquí, donde sea cómodo, y fumaremos un cigarrillo. —Luce, tomándola de un brazo, la ayudó a sentarse sobre la arena y luego se ubicó a una distancia razonable, para tranquilizarla—. No me agrada pedírtelo, pero ¿tienes cigarrillos especiales? —dijo. En la oscuridad le brillaban los dientes—. Puedo armarte uno de los míos, pero tal vez no te guste.

Ella buscó en uno de los bolsillos de la chaqueta y sacó un atado de Graven As. Luce lo tomó sin tocarle los dedos, y luego dio cierta intimidad al acto encendiendo el cigarrillo en su boca y ofreciéndoselo luego a la muchacha. Después sacó su tabaco y papel y pausadamente armó uno para él.

—¿No podrán ver nuestros cigarrillos? —preguntó ella.

—Bueno, supongo que sí, pero no es muy probable —contestó Luce con tranquilidad—. Las enfermeras forman un grupo muy dócil, de modo que la policía militar generalmente no se molesta en venir a estos sitios. —Se volvió para mirarla de perfil—. ¿Cómo está el viejo pueblo?

—Algo vacío.

Le resultó difícil decirlo, pero lo consiguió.

—¿Cómo está mi madre? ¿Y mis hermanas?

—¿Cuándo tuviste las últimas noticias?

—Hace un par de años.

—¿Qué? ¿No te escriben?

—¡Oh, siempre! Sólo que no leo las cartas.

—¿Entonces, para qué finges interés preguntando por ellas? La muestra de carácter lo sorprendió.

—De algo tenemos que hablar, ¿verdad? —dijo Luce con suavidad y extendió un brazo para tocarle la mano—. Estás nerviosa.

—¡Eres exactamente como cuando íbamos a la escuela!

—No en absoluto. Desde entonces ha pasado mucha agua bajo el puente.

—¿Fue muy desagradable? —preguntó ella, compadeciéndolo.

—¿Te refieres a la guerra? A veces. —Luce pensó en el cargo que ocupaba, seguro y agradable, con un mayor indeciso y tembloroso que era su jefe titular, aunque en realidad tenía que haber sido al revés. Suspiró—. Un hombre tiene que cumplir con su deber; tú sabes.

—¡Oh, lo sé!

—Es bueno ver una cara amiga —dijo Luce después de un instante de silencio.

—Lo mismo digo. Cuando la Oficina de Efectivos me permitió entrar en el ejército me sentí feliz, pero no fue lo que yo esperaba. Desde luego, sería distinto si la guerra continuara. Pero la Base Quince es un sitio bastante muerto, ¿verdad?

Luce rió suavemente.

—Es una buena descripción.

De repente, antes de que pudiera contenerse, ella hizo la pregunta que deseaba ardientemente formular, y sin elaborarla con más tacto.

—¿Qué estás haciendo en el Pabellón X?

La respuesta estaba lista desde que Luce decidió la suerte que reservaba a la pequeña señorita Woop-Woop.

—Fatiga de combate lisa, pura y simple —dijo y suspiró profundamente—. Le ocurre a los mejores.

—¡Oh, Luce!

Éste es el peor diálogo que se haya escrito jamás, pensó Luce, pero la vida es así. No tenía sentido utilizar a Shakespeare donde bastaba con Daggett.

—¿Te sientes mejor?

—¡Mucho! Hace calor aquí, ¿eh?

—¿Qué te parece si nadamos un poco?

—¿Ahora? ¡No tengo mi traje de baño! Luce hizo una breve pausa, y luego dijo:

—Está oscuro, no puedo verte. Y aunque pudiera, no miraría.

Por supuesto, ella sabía —lo mismo que Luce— que al aceptar esa cita también consentía cualquier libertad que él quisiera tomarse. Pero los pasos del ritual había que darlos, y producir las reacciones rituales. De lo contrario, la conciencia no estaría tranquila, y no se apaciguarían los fantasmas de los padres. Lo deseaba fervientemente y quería hacerlo suyo, pero Luce no debía pensar que ella era fácil o vulgar.

—Bueno, está bien, pero sólo si tú entras primero al agua y prometes quedarte hasta que yo haya salido y me haya vestido otra vez —dijo, indecisa.

—¡Hecho! —exclamó Luce. Se puso de pie de un salto y se quitó las ropas con la rapidez y eficacia de un transformista.

Ella no quería perderlo en el agua, de modo que lo siguió lo más rápidamente que pudo. Pero botas y polainas eran cosas nuevas para la enfermera y la demoraron.

—¡Luce! ¿Dónde estás? —susurró, metiéndose en el agua hasta las rodillas, temerosa de que él la sorprendiera con algún juego que ella consideraba infantil.

—Aquí —contestó Luce, con tono tranquilizador. Estaba cerca, pero no intentaba agarrarla.

Suspiró aliviada y siguió caminando hasta que el agua le cubrió los hombros.

—¿Agradable, verdad? —dijo Luce—. Vamos, nademos un poco hacia afuera.

La muchacha siguió la estela fosforescente que dejaba Luce. Nadaba con energía, sintiendo por primera vez en su vida la voluptuosa libertad del cuerpo desnudo sostenido por el agua. La excitaba demasiado. Se volvió y nadó otra vez, sin mirar si Luce continuaba alejándose o la estaba acompañando.

Era algo mágico, un sueño encantador. La mente volaba delante del cuerpo, que ya empezaba a amar a Luce. No era una virgen temblorosa y sabía lo que iba a ocurrir. Y porque se trataba de él, iba a ser mejor que nunca.

La convicción de que estaba hechizada se afirmó más cuando, por el rabillo del ojo, vio a su lado a Luce. Se detuvo, pataleó para mantenerse a flote, hizo pie y esperó el beso. Pero, en cambio, Luce la tomó en sus brazos, salió del agua, la llevó adonde había dejado sus ropas extendidas y la depositó sobre ellas. Ella estiró los brazos, invitante, y Luce se acostó a su lado y empezó a morderle el cuello. Cuando la enfermera sintió los dientes, arqueó la espalda y suspiró de placer. Pero el suspiro pronto se convirtió en un contenido gemido de dolor. Ésas no eran caricias suaves y amorosas. Realmente estaba mordiendo, con silenciosa, salvaje y destructora ferocidad. Al principio aguantó, pensando que se detendría, que estaba hambriento de su amor. Pero la agonía continuaba y se volvía insoportable. Empezó a luchar por desasirse, pero Luce la retenía con fuerza increíble. Por fin él se apartó del cuello y empezó a morderle uno de los senos. Dolía menos; pero cuando la presión de los dientes aumentó, ella ya no pudo contener un grito de terror. De pronto pensó que intentaba matarla.

—¡Luce, no! ¡Por favor, por favor, te lo ruego! ¡Me estás lastimando!

El lamento pareció penetrar, pues Luce se detuvo y comenzó a besar el pecho que estaba maltratando tan cruelmente. Pero los besos eran indiferentes, pronto cesaron.

Todo iba a salir bien. El amor, el deseo de la infancia ha vuelto, murmuró ella suspirando. Luce se colocó encima de ella, apoyándose en las manos; imperativamente le hizo separar las rodillas y metió sus piernas en medio. Ella sintió que empujaba ciegamente, y tomó a Luce por los hombros para atraerlo, recibirlo, sentir su peso y su piel, sus manos bajo la espalda. Pero Luce no quería apoyarse. Se mantenía levantado, con los brazos extendidos, haciendo contacto sólo donde aparentemente, creía que importaba. Como si tocarla en otro lado desviara una preciosa energía de la tarea que estaba cumpliendo. La primera arremetida la hizo gemir de dolor. Pero ella era joven, estaba relajada y desesperadamente ansiosa, aunque deseaba que la abrazara, en vez de mantenerse lejos. La exasperante posición de Luce disminuía la fricción que ella consideraba necesaria, de modo que pasaron diez minutos completos hasta que llegó el orgasmo, que fue más tremendo y salvaje que nunca en su vida. Sintió los espasmos desde la mandíbula hasta los pies, como las sacudidas clónicas de una epilepsia extática.

Estaba enormemente agradecida porque Luce se había contenido tanto para complacerla. Esperaba que él la siguiera con su propio placer, pero no fue así. Ese inflexible, continuo obsesivo martinete seguía y seguía. El agotamiento empezó a sofocarla y soportó hasta que no pudo más.

—¡Por Dios, Luce! ¡Basta! ¡Basta!

Él se retiró inmediatamente, aún erecto, sin haber llegado al clímax. Eso la destrozó. Nunca se había sentido tan desdichada, tan carente de ese dulce sentimiento de victoria. No valía la pena susurrar la eterna e inevitable pregunta. Era claro que para él no había estado bien.

Pero ella no se iba a sentir abatida por culpa de los demás. Si no estaba satisfecho, allá él.

Permaneció inmóvil unos instantes, esperando que Luce la abrazara o la besara. Pero él no lo hizo. Desde que la tomó en sus brazos en el agua, hasta el final, no hubo un solo beso, como si tocarla con los labios hubiera destruido el placer… ¿Placer? ¿Acaso sintió algún placer? ¡Seguramente! En todo momento estuvo duro como una roca.

La joven apartó las piernas, se dio la vuelta apoyándose en un codo y buscó a tientas los cigarrillos. Cuando los encontró, Luce estiró la mano pidiendo. Ella le dio uno y luego se inclinó para encendérselo. Vio su rostro inexpresivo, sus largas pestañas negras escondiendo los ojos. Luce aspiró profundamente y apagó el fósforo con la exhalación.

Bueno, tontita, con esto creo que quedarás conforme, pensó Luce, acostado con las manos detrás de la cabeza. Apretaba fuertemente el cigarrillo con los labios. Había que darles y darles hasta que implorasen piedad. Entonces no tenían derecho a quejarse o a criticar. No importaba cuánto tiempo hacía falta. Podía seguir toda la noche, si era necesario. Despreciaba el acto, las despreciaba a ellas y se despreciaba a sí mismo. El acto era una herramienta; la herramienta de herramientas entre sus piernas. Pero mucho tiempo atrás juró no ser herramienta de nadie. Siempre el operador. Él era amo y los demás siervos. Las únicas personas que no se sometían a su voluntad eran las que, como Langtry, no creían en amor y siervos. ¡Dios! ¡Lo que daría por ver a Langtry arrodillada, rogando y pidiendo por todos y cada uno de ellos, siervos y amo…!

Miró su reloj. Eran más de las 21.30. Hora de marcharse, o llegaría tarde. Y no iba a darle a Langtry la satisfacción de mandarlo ante el coronel Chinstrap. Alargó el brazo y dio una enérgica palmada en las nalgas a la figura reclinada a su lado.

—Vamos, amor, tengo que irme. Es tarde.

La ayudó a vestirse con la escrupulosa atención de una doncella. Se arrodilló para abrocharle las botas y ajustarle las polainas. Le sacudió la ropa, le acomodó la chaqueta verde de trabajo, le colocó el cinturón y el sombrero de ala flexible, en un ángulo satisfactorio para él. Las ropas de Luce estaban parcialmente mojadas con agua de mar, pero se las puso, indiferente.

Luego la acompañó hasta el límite de los edificios de las enfermeras, sosteniéndola con una mano debajo del codo para guiarla a través de la oscuridad, con una atención impersonal que ella consideró exasperante.

—¿Te volveré a ver? —preguntó cuando Luce se detuvo.

El soldado sonrió.

—Por cierto, mi amor.

—¿Cuándo?

—Dentro de pocos días. No podemos seguir un ritmo demasiado acelerado, o nos agotaremos. Iré a saludarte a la galería que da a tu comedor, y entonces arreglaremos algo. ¿Está bien?

La enfermera se puso en puntas de pie, lo besó tímidamente en la mejilla y siguió sola la última etapa del regreso.

Luce se convirtió inmediatamente en gato, se deslizó en la penumbra, eludiendo los sitios iluminados y manteniéndose muy junto a los edificios cuando llegó a ellos.

Y pensó en lo que estaba pasando durante casi todo el tiempo, mientras hacía el amor: sargento Wilson, héroe, homosexual, sodomita. Lo mandó a X un comandante avergonzado, para evitar el oprobio de un consejo de guerra. Y quería desafiarlo. ¡Bueno, bueno! Ciertamente, los ingresos en X se volvían cada vez más extraños.

No se le escapó que a Langtry le había parecido muy bien. ¡Sí que la reanimó! Por cierto, ella no creyó lo que leyó en sus papeles. Ninguna mujer lo creía, especialmente cuando el tipo era tan varonil y fuerte como el sargento Wilson, una respuesta adecuada a los ruegos de una solterona. La pregunta era: ¿el sargento Wilson representaba la respuesta a los ruegos de Langtry? Durante mucho tiempo Luce pensó que el privilegio sería de Neil, pero ahora no estaba seguro. Mejor que rezara un poco él, también, por que Langtry prefiriera a un sargento y no a un capitán, a un Wilson y no a un Parkinson. Si lo hacía, sería mucho más fácil lo que planeaba. Que Langtry se humillara.

Luce tomó conciencia de que le dolían los testículos hasta los dientes y se detuvo al abrigo de un pabellón desierto, para orinar. Pero, como de costumbre, la maldita cosa no salía. Siempre le llevaba siglos orinar. Esperó todo lo que consideró prudente, deseando que empezara el chorro, con la preciada y despreciada herramienta entre sus dedos. Inútil. Otra mirada al reloj le indicó que no tenía más tiempo. Tendría que soportar el dolor unos minutos más.