Capítulo 2

POR la tarde Michael volvió a la playa con Neil, Matt y Benedict. Nugget se negó a ir y no encontraron a Luce por ninguna parte.

La seguridad con que se movía Matt maravillaba a Michael. Descubrió que todo lo que necesitaba para orientarse era un pequeño toque en el codo, el brazo o la mano, cosa que hacía Neil. Michael observaba y aprendía, para poder sustituir adecuadamente a Neil, en caso de que éste estuviese ausente. En la casa de baños, Nugget le informó con muchos detalles técnicos, que Matt no era realmente ciego, que no tenía nada en los ojos. Pero a Michael le parecía genuina su incapacidad para ver. Un hombre que finge ceguera seguramente andaría a tientas, trastabillaría, actuaría. Mientras que Matt procedía con dignidad y modestia sin contaminar su yo interior.

Había unos cincuenta hombres desparramados en la playa, que podía absorber a mil sin que pareciera atestada. Se encontraban todos desnudos, algunos mutilados y otros con cicatrices. Como los suboficiales estaban mezclados con enfermos convalecientes de paludismo u otras afecciones tropicales, los tres hombres del Pabellón X, cuyo aspecto era totalmente saludable, no quedaban fuera de lugar. No obstante, Michael notó que la sociabilidad tendía a confinarse dentro de los grupos de cada pabellón: neurología, plástica, huesos, piel, abdomen y tórax, etc.; el personal también se reunía aparte.

Los «troppos» de X extendieron sus ropas lejos de los demás grupos, para no ser acusados de querer escuchar furtivamente lo que se decía, y nadaron durante una hora. El agua era tibia, relajante como el tibio baño de un bebé. Después se tendieron sobre la arena para secarse, con la piel salpicada de granos de arena rutilantes, como elegantes lentejuelas diminutas. Michael se sentó para armar un cigarrillo. Lo encendió y se lo dio a Matt.

Neil sonrió ligeramente pero no dijo nada; sólo observó las manos seguras de Michael en la tarea de prepararse otro para él.

Un cambio agradable, se decía Michael, pensando en el campamento, mirando fijamente hacia el agua con los ojos entrecerrados para protegerse del resplandor y observando las leves columnas de humo azul de su cigarrillo, que se mantenían por un instante antes de desaparecer con la brisa. Era agradable estar en una familia distinta del batallón, aunque ésta era mucho más cerrada, amablemente dirigida por una mujer, como deben ser todas las familias. También era agradable que hubiera una mujer. La Hermana Langtry representaba su primer contacto no pasajero con una mujer en los últimos seis años. Uno olvidaba cómo caminaban, cómo olían y lo diferentes que eran. La sensación de familia que experimentaba en X emanaba directamente de ella, el mascarón de proa del que nadie, ni siquiera Luce, hablaba con tono lascivo o irrespetuoso. Bien; era una dama, cierto, pero más que eso. Las damas que sólo tenían una serie de modales y actitudes nunca le interesaron. La Hermana Langtry —empezaba a advertir Michael— tenía cualidades que él creía compartir, que la mayoría de los hombres compartían. No temía decir lo que pensaba; no temía a los hombres porque eran hombres.

Al principio ella se mostró un poco picada; pero Michael fue lo suficientemente justo como para admitir que la culpa era más suya que de la Hermana Langtry. ¿Por qué las mujeres no habrían de tener autoridad y jerarquía, poseyendo capacidad para ejercerlas? Ella las poseía, pero era femenina y muy agradable. Sin que pareciera emplear estratagemas evidentes, mantenía unida esa colección variada de hombres; de eso no había dudas. Ellos la amaban, realmente la amaban. Lo que significaba que todos, de algún modo, veían el sexo en ella. Al principio Michael no lo advirtió, pero después de sólo un día y dos conversaciones privadas, empezaba a verlo. ¡Oh! No para acostarse y poseerla; era algo más placentero y sutil, un lento descubrimiento de su boca, de su cuello, de sus hombros y sus piernas… Un hombre se apagaba cuando no podía valerse más que de la miseria culpable de la masturbación; pero tener una mujer alrededor todo el día hacía fluir nuevamente los jugos. Sus pensamientos se agitaban más allá del nivel de un sueño inalcanzable. La Hermana Langtry no era una lámina colgada; era real. Pero para Michael ella tenía algo de sueño; algo que no tenía nada que ver con la guerra ni con la escasez de mujeres. La hermana Langtry era la crema, la hija de un terrateniente, la clase de mujer que nunca habría conocido en el transcurso normal de la vida civil.

Pobre Colín, él la habría odiado. No como la odiaba Luce, que al mismo tiempo la deseaba y quería conquistarla como botín. Luce quería engañarse a sí mismo y fingir que la odiaba, porque ella no le correspondía y no podía entenderlo. Pero Colín era diferente. Y ése había sido siempre su problema. Estuvieron juntos desde el principio. Muy pronto se acercó a Colin, después de enrolarse, pues era el tipo que otros solían atormentar, sin comprender realmente por qué los irritaba. Lo fastidiaban porque los irritaba, constantemente, como las moscas molestan a los caballos. Y Michael tenía una veta muy protectora, desde su tierna infancia, así que siempre acumulaba desvalidos.

Colin era delgado, demasiado bonito. Tenía el aspecto de una niña. Y era un soldado implacable. Su aspecto y sus sentimientos lo colocaban en desventaja, quizás tanto como a Benedict. Michael enterró la colilla del cigarrillo en la arena y miró a Ben, pensativo. En ese cuerpo estrecho había muchos problemas, angustia, examen de conciencia, una feroz rebeldía. Lo mismo ocurría con Colin. Hubiera apostado cualquier suma a que Ben también era un soldado implacable, uno de esos hombres increíbles que parecían la imagen de la mansedumbre hasta que entraban en la euforia de la batalla. Entonces enloquecían y actuaban como héroes antiguos. Los que tenían mucho que demostrarse a sí mismos por lo general eran así, especialmente cuando los conflictos espirituales complicaban los problemas.

Michael, al principio, tenía piedad de Colin, con su instinto protector; pero a medida que pasaron los meses y se sucedieron los países, se estableció entre ellos un afecto y una amistad curiosos. Lucharon muy juntos, acamparon muy juntos, y descubrieron que a ninguno de ellos le agradaban las prostitutas ni emborracharse como una cuba cuando estaban de licencia. De modo que era natural, satisfactorio, estar siempre juntos.

Sin embargo, la proximidad puede cegar, y cegó a Michael. Sólo cuando llegaron a Nueva Guinea se dio cuenta totalmente de los problemas de Colín. La compañía tuvo que soportar a un nuevo suboficial, un brigada corpulento, confiado, bastante fanfarrón, que pronto demostró una tendencia a usar a Colin como objeto de sus burlas. Michael no se preocupó demasiado. Sabía que las cosas no podían pasar de allí mientras él estuviera para trazar la línea que no se debía trasponer. El brigada se dio cuenta y no estaba dispuesto a trasponerla. De modo que los alfilerazos dirigidos a Colin eran de menor importancia, limitados a comentarios o miradas. Michael esperaba tranquilo, sabiendo que en cuanto volvieran a la acción el brigada vería un aspecto diferente del frágil y aniñado Colin.

Por lo tanto, sufrió una tremenda conmoción cuando descubrió un día a Colin llorando amargamente. Tuvo que ser muy paciente para descubrir el problema: una insinuación de carácter homosexual del brigada, que lo atormentaba en muchos sentidos. Colin confesó que tenía esas inclinaciones. Sabía que estaba mal, que no era natural. Se despreciaba a sí mismo por ello, pero no podía evitarlo. Sólo que no quería al brigada; quería a Michael.

Michael no sintió repugnancia, ni consideró ofendido su decoro. Sólo un enorme dolor; la ternura y la piedad que admitían una larga amistad y un auténtico cariño. ¿Cómo podía alejarse de su mejor compañero, después de haber pasado juntos por tantas cosas? Hablaron durante largo rato y finalmente la confesión de Colin no cambió sus relaciones, salvo quizá para fortalecerlas. Michael no tenía esas preferencias, pero no podía sentir en otra forma con respecto a Colin. Era la vida, los hombres, la realidad. La guerra y la existencia que ella había impuesto hicieron que Michael aprendiera a vivir con muchas cosas que hubiese rechazado cuando era civil, pues la alternativa era literalmente morir. Vivir sólo significaba tolerancia. Mientras lo dejaran tranquilo, un hombre no se metía demasiado en las actividades privadas de sus semejantes.

Pero ser querido como amante era una carga; de repente se multiplicaron las responsabilidades de Michael hacia Colin. Su propia incapacidad de corresponder el cariño como su amigo deseaba lo obligaba a cuidarlo más, aumentaba la necesidad de protegerlo. Juntos vieron la muerte, batallas, privaciones, hambre, soledad, nostalgia y enfermedad; demasiado como para abandonarlo. Con todo, no poder corresponder plenamente el cariño era una carga de culpa que sólo podía expiar con la ayuda y los servicios que era capaz de prestarle dentro de los límites de su propia naturaleza. Y Colin, aunque nunca pudo alcanzar el goce máximo en una relación sexual, floreció y se iluminó tremendamente después de aquel día en Nueva Guinea.

Cuando Colin murió, Michael no podía creer lo que le mostraban sus ojos. Una de esas muertes caprichosas, por una diminuta partícula de metal, arrojada con más velocidad que el sonido, que atravesó el corto cabello entre el cuello y el cráneo; y así cayó y murió, muy silenciosamente, sin sangre, sin repugnancia. Michael permaneció sentado junto a él durante largo tiempo, seguro de que apretando aquella mano fría y rígida finalmente lo reviviría. Por último tuvieron que separar a la fuerza las dos manos, la viva y la muerta, y convencer a Michael de que se alejara, que no había absolutamente ninguna esperanza de vida en ese rostro dormido y tranquilo. Su gesto era noble, en descanso, sagrado, puro. De algún modo la muerte lo cambiaba. Siempre lo hacía, porque era lánguida y vacía. Todavía se preguntaba si en verdad el rostro sin vida de Colin estaba dormido, o si sus ojos le daban ese aspecto. A menudo había sentido aflicción, pero no como ésta.

Cuando desapareció la primera conmoción de la muerte de Colin, Michael se horrorizó al descubrir, aparentemente junto a esa angustia intolerable, una maravillosa sensación de libertad. ¡Era libre! La carga del deber hacia el más desvalido, el menos capaz, se esfumó. Mientras Colin viviera, Michael se habría sentido atado a ese deber. Quizás eso no le habría impedido buscar el amor en otra parte; pero sin duda sería un obstáculo. Y Colin no era lo suficientemente fuerte como para abstenerse de conservarlo como posesión exclusiva. Lo sabía. La muerte llegó como un alivio, y eso lo atormentaba.

Después, durante meses, se aisló todo lo que pudo, considerando su peculiar status en el batallón. En una unidad tan ilustre abundaban los soldados implacables, pero Michael era más que eso. Su comandante lo llamaba quintaesencia del soldado, refiriéndose a un grado de profesionalismo militar que raramente se hallaba en un hombre. Para Michael era un trabajo y nunca fracasaba porque creía no sólo en sí mismo sino también en la bondad de su causa. Actuaba sin enardecerse, cualquiera fuese la provocación, y por eso nunca perdía la cabeza y hacía lo que había que hacer sin medir la consecuencia, ni siquiera para su propia vida. Cavaba una trinchera, un refugio subterráneo o una tumba; construía un camino; tomaba una posesión inexpugnable o decidía la retirada, si así lo juzgaba oportuno. Nunca se quejaba; nunca causaba dificultades; nunca objetaba una orden, aunque ya estuviera decidido a ignorarla. El efecto sobre sus camaradas era tranquilizante, continuo y alentador. Pensaban que había algo mágico en su vida y creían que les traía suerte.

Después del desembarco en Borneo, lo enviaron en una misión que parecía rutinaria. Como en el batallón eran escasos los oficiales, pusieron al mando de la salida al brigada que había molestado a Colin. Eran tres barcazas llenas de hombres. Según las instrucciones, debían llegar a tal y cual playa, tomarla e infiltrarse. Un reconocimiento previo no reveló la presencia de japoneses en el área. Pero aparecieron cuando empezó la maniobra, y más de la mitad de los integrantes de la compañía resultaron muertos o heridos. Una barcaza logró alejarse sin daño, sin que sus hombres pudieran desembarcar. Otra fue hundida. Michael, otro sargento y el brigada consiguieron reunir a los hombres que habían resultado ilesos o heridos levemente, y juntos condujeron a los que estaban graves a bordo de la tercera barcaza, que aún se encontraba a flote. A mitad del camino de regreso los encontró un grupo de auxilio con médicos, plasma, morfina. La barcaza que había escapado sin daño llegó antes y por eso enviaron tan oportuna ayuda.

El brigada se culpaba por la pérdida de tantos hombres valiosos, pues era su primera actuación con mando independiente. Y Michael, recordando los días de Nueva Guinea y Colin, se sintió obligado a hacer lo posible por consolarlo. La reacción fue totalmente inesperada. El brigada literalmente lo recibió con los brazos abiertos. Durante cinco horribles minutos Michael enloqueció. La quintaesencia del soldado, que jamás permitía que lo cegara la pasión, fue consumido por ella. Vio todo el repugnante ciclo que empezaba nuevamente —un amor no deseado, una servidumbre dolorosa, víctima y causa al mismo tiempo— y de pronto odió al brigada, como nunca había odiado en su vida. Para empezar, si ese hombre no se hubiera insinuado a Colín nada habría sucedido, pues éste no hubiese tenido el valor de desenmascararse.

Por suerte, Michael sólo contaba con sus manos, pero el entrenamiento, la furia y la ventaja de la sorpresa habrían demostrado ser más que suficientes si el brigada no hubiera gritado pidiendo auxilio, y si éste no hubiera estado muy cerca.

Una vez que reaccionó, Michael quedó destruido. En sus años de servicio en el ejército jamás deseó matar, ni obtuvo satisfacción por hacerlo, ni en verdad odió a sus adversarios. Pero con las manos en la garganta del brigada sintió un placer sólo comparable al orgasmo sexual. Con sus pulgares sobre el cartílago hioides gozó de la sensación de presionarlo, impulsado por el mismo tipo de lujuria que siempre desdeñaba en los demás.

Sólo él supo cómo se sintió durante esos breves y violentos segundos. Y decidió no eludir las consecuencias. Se negó a justificar su acto, a decir nada, salvo que había intentado matar.

El comandante del batallón, uno de los mejores oficiales con mando que afortunadamente tenían, habló primero con Michael. El otro único hombre presente era el oficial médico del regimiento, un excelente doctor, muy humanitario. Ambos le informaron que el asunto había pasado, sobre ellos, al cuartel divisional. El brigada estaba decidido a pedir un consejo de guerra y no quería que le pusieran obstáculos a nivel del batallón.

—Estúpido maricón —dijo sin pasión el comandante.

—Estos días está fuera de sí —dijo Michael, que todavía en ocasiones se sentía al borde de las lágrimas.

—Si sigue así lo condenarán —dijo el oficial médico. Perderá todo lo que debería exhibir con orgullo después de la guerra.

—Que me condenen —dijo Michael, fatigado.

—¡Oh, basta Mike! —exclamó el comandante—. ¡Usted vale diez veces más que él, y lo sabe!

—Sólo quiero salir de esto —dijo Michael, cerrando los ojos—. ¡Oh, John! ¡Estoy tan harto de la guerra, de los hombres, de todo!

Los dos oficiales se miraron.

—Lo que necesita, evidentemente, es un buen descanso —dijo entonces el médico, con energía—. De todos modos, salvo los gritos, todo ha terminado. ¿Qué le parece una buena y acogedora cama en un tranquilo y acogedor hospital, con una linda y acogedora enfermera que lo cuide?

Michael abrió los ojos.

—Suena como el cielo —dijo—. ¿Qué tengo que hacer para ir?

—Simplemente, siga actuando como un torito —dijo el médico sonriendo—. Voy a mandarlo a la Base Quince, bajo la sospecha de no estar en su sano juicio. Eso no aparecerá en sus papeles de baja; tiene nuestra palabra al respecto. Pero obligará a nuestro amigo suboficial a quedarse quieto.

Así quedó sellado el pacto. Michael entregó su pistola Owen y sus municiones, lo pusieron en una ambulancia de campaña y lo trasladaron al campo de aviación. De allí, a la Base Quince.

Una buena y acogedora cama en un tranquilo y acogedor hospital, con una linda y acogedora enfermera para cuidarlo. Pero ¿acaso la Hermana Langtry encajaba en la definición de una linda y acogedora enfermera? Se imaginó una persona en los cuarenta, robusta, maternal en el sentido práctico. No una cosita elástica, de huesos finos, apenas mayor que él, con más aplomo que un general de brigada y más cerebro que un mariscal de campo…

Salió de esa divagación para advertir que Benedict lo miraba con fijeza, sin parpadear, y le sonrió con afecto, abiertamente, antes de que sus campanas de alarma pudieran impedírselo. ¡No! ¡Nunca más! Ni siquiera por ese pobre y miserable desgraciado con el aspecto melancólico y medio muerto de hambre de un perro mestizo. Nunca, nunca más. Sin embargo, hombre prevenido vale por dos, y esta vez podía asegurarse de que la amistad que ofrecía fuera limitada. No es que Michael tomara a Benedict por un homosexual. Sólo que Ben necesitaba mucho un amigo y ninguno de los otros demostraba el menor interés. No era extraño. Tenía esa rigidez desconcertante que Michael había visto de vez en cuando en otros hombres y que siempre los dejaba sin amigos. No era tanto que rechazaran el acercamiento sino que reaccionaban en forma peculiar. Empezaban a perorar sobre religión o a hablar de cosas que la mayoría de los hombres preferían ignorar. Probablemente Benedict aterrorizaba a las muchachas, y éstas también a él. Ben le daba la impresión de un hombre cuya vida había sido un desierto emocional, interiormente yermo. No era raro que amara a la Hermana Langtry. Ella lo trataba con toda normalidad, mientras que los demás lo consideraban una especie de fanático. Lo que percibían sin comprender —aunque tal vez Neil tuviera experiencia suficiente como para adivinarla— era la violencia. ¡Dios, qué soldado debió de haber sido!

En ese momento Benedict se agitó. Su rostro empezó a alterarse, con las aletas de la nariz contraídas y los ojos vidriosos. Ante los ojos de Michael, se volvió pétreo. Curioso, éste volvió la cabeza para mirar lo que había visto Benedict. Y allá, a la distancia, estaba Luce, acercándose hacia ellos por la playa. Y exhibiéndose. Se pavoneaba, en una afectada parodia de guardavidas, soberbiamente consciente de su soberbio físico. El sol iluminaba su cuerpo dorado, y el largo y espesor de su pene dejaba en ridículo a todos los demás hombres que estaban en la playa, con un sentimiento de amarga insuficiencia y secreta envidia.

—¡Qué desgraciado! —exclamó Neil; cavando con los dedos del pie en la arena, como si fuera el comienzo de un trabajo de topo que terminaría enterrándolo—. ¡Dios, ojalá tuviera el coraje para cortárselo con una navaja bengalí!

—Quisiera verlo aunque sea una vez —dijo Matt, nostálgico.

—Es digno de ver —dijo Michael, divertido.

Luce llegó y dio la vuelta graciosamente para detenerse donde estaba más alto, acariciando con aire ausente su pecho sin vello.

—¿Alguien quiere jugar al tenis? —preguntó, imitando el movimiento de una raqueta imaginaria.

—¡Oh! ¿Hay aquí una cancha? —preguntó Michael, ingenuamente sorprendido—. Jugaré contigo, entonces.

Luce lo miró con fijeza, sospechando, y se dio cuenta de que la oferta no había sido seria.

—¡Estás tomándome el pelo, desgraciado! —dijo, estupefacto.

—No es precisamente un pelo eso que llevas ahí —dijo Michael sonriendo—. Parece que tuvieras tres piernas.

Matt y Neil estallaron a carcajadas, y Benedict sucumbió en una risa contenida y tímida, a la que hizo eco el grupo más cercano, con oídos atentos y culpables. Por un instante Luce quedó pasmado, sin saber qué hacer. Fue una pausa infinitesimal. Se encogió de hombros y se alejó hacia el agua, como si ésa hubiese sido de todos modos su intención.

—¡Muy bien, Mike! —dijo por sobre su hombro—. ¡Muy bien, realmente! Me agrada que lo hayas notado.

—¿Cómo no se va a notar una cachiporra como ésa? ¡Al principio pensé que era un sobrante del puente de Sydney Harbor! —gritó Michael mientras Luce se alejaba.

El grupo cercano abandonó toda simulación y estalló en risas. El gran momento de Luce se había convertido en una farsa. Neil recogió un puñado de arena y la arrojó alegremente hacia Michael.

—Diez puntos, viejo —dijo enjugándose las lágrimas—. ¡Dios, ojalá se lo hubiera dicho yo!

Cuando la Hermana Langtry entró en servicio un poco después de las 17, para descubrir que sus protegidos habían decidido en forma resonante brindar su afecto a Michael, sintió ganas de dar vivas y agitar banderas. Le importaba muchísimo que lo apreciaran, ya que se lo impusieron a último momento. No sabía con claridad por qué era tan importante; pero sospechaba que pensaba más en Michael que en Los demás.

Al principio había despertado su curiosidad, luego su sentido de justicia y juego limpio y por último su decidido interés. Si tenía dudas sobre su ajuste al Pabellón X, no era tanto por él como por Neil, el cabecilla del grupo. Porque Neil no lo acogió con amabilidad. Podía burlarse de sí mismo, pero era un líder, una personalidad naturalmente autocrática. Los otros hombres lo seguían, incluso Luce, así que podía hacer del pabellón un paraíso o un infierno, o un limbo.

Agradeció profundamente que Neil tratara a Michael como un igual. De ahora en adelante Michael estaría bien. Por lo tanto, también el resto lo estaría.

Luego apareció Benedict y se enteró, encantado, de que Michael jugaba al ajedrez. Ésta era, aparentemente, la única debilidad de Ben, pero aburría a Neil y asustaba a Nugget. A Matt le agradaba cuando podía ver el tablero y las piezas, pero le resultaba demasiado agotador conservar una imagen mental de la partida. Luce jugaba bien, pero no podía resistirse a la tentación de convertir la competencia entre blancas y negras en una lucha metafórica entre el bien y el mal, lo que alteraba a Ben más de lo que la Hermana Langtry estimaba admisible; de modo que le había prohibido jugar con él.

Al observar a Benedict acomodarse con placer en el banco, frente a Michael, después de la cena, la Hermana Langtry pensó que finalmente el pabellón estaba completo. ¡Qué agradable era tener un aliado! —pensó satisfecha—. Era demasiado generosa para molestarse porque, en apariencia, Michael tenía éxito con un paciente que —siempre lo supo— no aceptaba la ayuda que ella le brindaba.