LA visita al consultorio del coronel Chinstrap no sirvió para nada, como lo preveía la Hermana Langtry. El coronel se concentró totalmente en el cuerpo de Michael, prefiriendo ignorar el alma y la mente. Palpó, auscultó, golpeó, punzó, palmeó, todo lo cual Michael toleró con inquebrantable paciencia. Cuando se lo ordenó el coronel, cerró los ojos, se tocó la nariz con la punta del dedo y siguió con los ojos, sin mover la cabeza, el rumbo errático de un lápiz, atrás y adelante, arriba y abajo. Permaneció con los pies juntos y los ojos cerrados, caminó en línea recta, dio saltitos primero con una pierna y después con la otra, leyó todas las letras de un tablero y se sometió a un examen de campo visual y a un pequeño juego de asociación de palabras. Incluso cuando el ojo inyectado en sangre del coronel se cernió sobre el suyo —oftalmoscopio listo—, soportó con tranquilidad esa observación tan intensa y opresiva. La Hermana Langtry, desde su asiento, observó divertida que Michael ni siquiera se echó atrás ante su primer contacto con la halitosis del coronel.
Después de todo eso lo hicieron esperar afuera, mientras la Hermana Langtry miraba cómo el coronel se metía el dedo pulgar debajo del labio superior. Le parecía que era como hurgarse la nariz, pero sólo se trataba de una técnica con la cual el coronel estimulaba sus procesos mentales.
—Esta tarde, a primera hora, le haré una punción lumbar —dijo finalmente.
—¿Para qué diantres va a hacer eso? —preguntó la enfermera sin poder contenerse.
—¿Cómo dice, Hermana?
—Digo para qué diantres lo hará. —Bueno; no podía echarse atrás. Había empezado y, por su paciente, debía terminar.
—Neurológicamente, el sargento Wilson no padece de nada, y usted lo sabe, señor. ¿Para qué someter al pobre muchacho a un terrible dolor de cabeza y a guardar cama cuando está rebosante de salud, considerando la clase de vida y el clima que ha debido soportar?
Era demasiado temprano para pelear con ella. El pequeño exceso de la noche pasada, con la botella de whisky y con la Hermana Connolly, se debió en gran parte al combate cuerpo a cuerpo que había tenido el día anterior con Langtry, y la idea de reanudarlo se le hacía insoportable. Uno de estos días tenía que hacer un ajuste definitivo de cuentas —se prometió a sí mismo— pero hoy no era la oportunidad.
—Muy bien, Hermana —dijo rígidamente, dejando su estilográfica y cerrando la carpeta del sargento Wilson—. No haré una punción lumbar esta tarde. —Le entregó los papeles como si estuvieran contaminados—. Tenga usted buenos días.
La enfermera se levantó de inmediato.
—Buenos días, señor —dijo, y enseguida se volvió y salió.
Michael estaba esperando y se puso a la par mientras ella caminaba a paso firme, quizás demasiado rápido, y salía de la clínica al aire fresco.
—¿Esto es todo? —preguntó Michael.
—¡Decididamente, sí! A menos que incube una oscura enfermedad de la médula espinal con un nombre imposible de pronunciar, puedo predecir con seguridad que no verá más al coronel Chinstrap, excepto en las inspecciones del pabellón y su visita general todas las semanas.
—¿Coronel qué?
La enfermera rió.
—Chinstrap. Luce le puso ese sobrenombre y así quedó. Su nombre verdadero es Donaldson. Espero que Chinstrap no lo acompañe a Macquarie Street.
—Debo decir, Hermana, que este lugar y la gente que lo habita están llenos de sorpresas.
—Seguramente, no más que el campamento y su propio batallón, ¿verdad?
—El problema con el campamento y mi propio batallón —dijo Michael— es que conocía todos los rostros demasiado bien, algunos por años y años. No todos los que estuvimos desde el principio fuimos muertos o quedamos inválidos. En movimiento, o en acción, no se nota la monotonía. Pero yo he pasado casi la totalidad de los últimos seis años en algún tipo de campamento. Campamentos en el desierto, con tormentas de arena; campamentos con lluvias monzónicas, y hasta en el Showground. Siempre calurosos. A veces pienso en el frente ruso, en cómo sería realmente un campamento frío, y hasta sueño con eso. ¿No es ridículo que la vida de un hombre se vuelva tan monótona como para soñar con un campamento distinto, más que con el hogar o las mujeres? El campamento es prácticamente todo lo que conozco.
—Sí, estoy de acuerdo; el principal problema es la monotonía. También ocurre en el pabellón. Me pasa a mí y a los hombres. Prefiero trabajar mucho y encargarme por completo de X porque, de lo contrario, yo también sería «troppo». En cuanto a los hombres, físicamente están bien y son capaces de trabajar duro. Pero no pueden. No hay nada que hacer. Si lo hubiera, el trabajo, los beneficiaría mentalmente. —Sonrió—. Pero ya no puede durar mucho más. Pronto todos volveremos a casa.
Volver a casa no les atraía —Michael lo sabía—, pero no dijo nada; sólo marchó hombro a hombro con ella, cruzando el complejo.
A la Hermana Langtry le pareció agradable caminar con él. No inclinaba la cabeza deferentemente, como Neil, ni adoptaba posturas como Luce, ni fingía enfermedades, como Nugget. En verdad, era muy natural y afable; casi como un hombre con otro hombre. Lo que quizás parecía extraño, pero uno se sentía bien.
—¿Tiene una ocupación en la vida civil, Michael? —preguntó la enfermera, alejándose del Pabellón X para tomar un sendero entre dos edificios vacíos.
—Sí. Granja lechera. Tengo ciento veinte hectáreas de prados sobre el río Hunter, cerca de Maitland. Ahora trabajan allí mi hermana y su esposo, pero ellos prefieren regresar a Sydney, de modo que cuando vuelva me haré cargo de todo. Mi cuñado es realmente un tipo de ciudad, pero cuando estalló la guerra decidió que más valía ordeñar vacas y despertarse con los gallos que vestir un uniforme y recibir alguna bala. —La cara de Michael reflejaba un leve desdén.
—¡Otro campesino para X! Ahora tenemos mayoría. Neil, Matt y Nugget son de la ciudad, pero con usted somos cuatro los campesinos.
—¿De dónde es usted?
—Mi padre tiene una propiedad cerca de Yass.
—Pero usted se fue a Sydney, como Luce.
—A Sydney, sí. Pero no como Luce.
Michael sonrió y la miró de reojo.
—Disculpe, Hermana.
—Más vale que empiece a llamarme Nita, como los demás. Tarde o temprano lo haría, de todos modos.
—Muy bien, Nita.
Treparon una pequeña ondulación, arenosa pero cubierta, como una tela de araña, por rizomas de pasto ordinario y salpicada de cocoteros, con sus esbeltos y pulcros troncos, y llegaron al borde de una playa. Allí se detuvieron, mientras la brisa agitaba el velo de la Hermana Langtry.
Michael sacó su tabaco y su papel y se acuclilló, como todos los hombres de campo, y la enfermera se arrodilló junto a él, cuidándose de que no entrase arena en sus zapatos de servicio.
—Cuando veo algo como esto no me preocupa mucho estar en las Islas —dijo, armando un cigarrillo—. ¿No es asombroso? Justo cuando uno piensa que no puede tolerar otro día más de mosquitos, barro, sudor y disentería, se despierta y ve el día más perfecto que Dios dio a la tierra, o una cosa como ésta, o pasa algo que le hace pensar que, después de todo, la vida no es tan mala.
Era hermoso, un trecho recto y corto de arena blanca y negra —que la marea en bajante oscurecía cerca del agua, donde estaba mojada— y absolutamente desierto. Parecía ser uno de los lados de un largo promontorio, pues terminaba contra el cielo y el agua hacia la izquierda, y desaparecía por la derecha en una planicie de mangles en descomposición. El agua parecía coloreada sobre fondo blanco: cristalina, verde muy suave, profundamente inmóvil. Lejos se veía un arrecife, y el horizonte marino quedaba oculto por el blanco abanico espumoso del oleaje.
—Ésta es la playa de los pacientes —dijo ella, sentándose sobre los talones—. Por la mañana está prohibido venir, y por eso no hay nadie ahora. Pero entre la una y las cinco les pertenece, todas las tardes. No podía traerlo durante ese lapso, porque las mujeres no pueden venir. Así el ejército se ahorra los trajes de baño. Los asistentes y los demás suboficiales también la usan, durante las mismas horas. Para mí ha sido una bendición. Sin la playa para entretenerlos, mis hombres jamás se recuperarían.
—¿Ustedes tienen una playa, Nita?
—El otro lado de esa punta nos pertenece, pero no somos tan afortunadas. La jefa no permite bañarse desnudo.
—Vieja aguafiestas.
—Los médicos y otros oficiales también tienen su playa, de nuestro lado de la punta, pero separada por un pequeño promontorio. Los pacientes oficiales pueden nadar allá o aquí.
—¿Los oficiales médicos usan traje de baño?
La enfermera sonrió.
—Realmente no se me ocurrió preguntar. —Estaba en una posición incómoda, de modo que miró su reloj como excusa para ponerse de pie—. Mejor que volvamos. No es día de recorrido de la jefa, pero todavía no le he enseñado a plegar su mosquitero. Tenemos una hora de tiempo para practicar, antes de que llegue el almuerzo.
—No me llevará una hora. Aprendo rápido —dijo Michael, reacio a moverse, a quebrar el placer de ese verdadero contacto social con una mujer.
Pero ella sacudió la cabeza y se alejó de la playa, obligándolo a seguirla.
—Créame; le va a llevar mucho más de una hora. Plegar correctamente un mosquitero es lo más difícil que pueda ocurrírsele. Si supiera con exactitud qué podría pronosticar con ello, le sugeriría al coronel Chinstrap que usara el plegado de la jefa como prueba de aptitud mental.
—¿Qué quiere decir? —Michael la alcanzó, sacudiéndose un poco la arena de los pantalones.
—Ciertos pacientes de X no pueden hacerlo. Por ejemplo, Benedict. Todos tratamos de enseñarle, y él está muy dispuesto a aprender; pero no puede entenderlo, aunque es suficientemente inteligente. Produce las variaciones más absurdas y maravillosas del tema de la jefa, pero no puede hacerlo como ella quiere.
—Usted es muy honesta con todos ¿verdad?
La Hermana Langtry se detuvo y lo miró gravemente.
—No tiene objeto ser de otro modo, Michael. Le guste o no; crea o no que encaja en él, que debe o no estar en él, usted es parte de X hasta que todos volvamos a casa. Y verá que en X no podemos permitirnos el lujo de los eufemismos.
Michael asintió, pero no dijo nada. Sólo la miró con fijeza, como si aumentara el valor que ella tenía como novedad, pero con más respeto que el día anterior.
Luego de un instante la enfermera bajó los ojos y siguió andando, pero más como paseo que con su acostumbrado ritmo vigoroso. Disfrutaba de esa pausa en la rutina y de la compañía más bien indiferente de Michael. Con él no tenía que preocuparse por lo que sintiera; podía estar tranquila y pensar simplemente que era alguien que había conocido en alguna parte.
Sin embargo, demasiado pronto apareció el Pabellón X, a la vuelta de un edificio desierto. Neil estaba afuera esperándolos. Eso irritó vagamente a la Hermana Langtry. Parecía un padre inquieto que había permitido que por primera vez su hija volviera sola de la escuela.