CUANDO la Hermana Langtry salió de su oficina al corredor y se dirigió a la sala, no presintió que ya empezaba a vacilar el sutil equilibrio del Pabellón X. Se escuchaban voces tras los biombos ubicados frente a la cama de Michael. La enfermera se deslizó entre dos de ellos y apareció ante la mesa del refectorio. Neil estaba sentado en uno de los bancos, próximo a la silla de la hermana Langtry, con Matt a su lado. Benedict y Nugget ocupaban el otro, pero dejando libre el sitio más cercano a ella. La enfermera se sentó y miró a los cuatro hombres.
—¿Dónde está Michael? —preguntó, mientras un diminuto borbotón de pánico surgía en su pecho. Tonta. ¿Es que su criterio estaba tan distorsionado como para decidir que él no afrontaba ningún peligro de orden mental? La guerra estaba terminando, pero el Pabellón X aún existía. Normalmente, jamás dejaba sin vigilancia a un nuevo paciente tanto tiempo durante sus primeras horas en el pabellón. ¿Michael iba a significar mala suerte? Dejar sus papeles tirados mientras le hablaba… Y ahora ni siquiera era capaz de cuidarlo.
Debió perder el color. Los cuatro hombres la miraban con curiosidad, y eso quería decir que también la había traicionado la voz. De lo contrario, Matt no lo hubiese notado.
—Mike está en la sala de estar, preparando el té —dijo Neil, mientras sacaba su cigarrera y convidaba a los demás hombres. No iba a cometer la indiscreción de ofrecer un cigarrillo a la Hermana Langtry fuera de las cuatro paredes de la oficina. Ella lo sabía.
»Parece que al nuevo recluta le agrada ser útil —continuó Neil, dando fuego a todos con su encendedor—. Recogió los platos sucios después de la cena y ayudó al asistente a lavarlos. Ahora está haciendo té.
La Hermana Langtry sintió la boca seca, pero no se atrevía a llamar más la atención tratando de humedecerla.
—¿Y dónde está Luce? —preguntó.
Matt rió silenciosamente.
—Está al acecho, como un gato.
—Espero que se quede afuera toda la noche —dijo Benedict, retorciendo los labios.
—Yo espero que no; o se verá en dificultades —dijo la Hermana Langtry, y se atrevió a tragar.
Michael llevó el té en una tetera grande y vieja que había conocido días mejores, oxidada donde le faltaba el enlozado y muy abollada. La puso frente a la Hermana Langtry y volvió a la sala de estar a buscar un pedazo de tabla que funcionaba como bandeja. En ella llevó seis jarros enlozados, picados, una cucharita doblada, una lata vieja de leche en polvo que contenía azúcar y una golpeada vasija de hojalata con una solución de leche condensada. En la tabla también había un hermoso juego de taza y plato de porcelana Aynsley, pintado a mano y dorado, y a su lado una cucharita de plata cincelada.
A la Hermana Langtry le resultó divertido observar que Michael se sentaba frente a Neil, en el extremo de la mesa más cercano a ella, como si jamás se le hubiese ocurrido que ese lugar estaba reservado a Luce. ¡Magnífico! Le haría bien a Daggett descubrir que el nuevo paciente no le iba a resultar fácil. Pero ¿por qué Luce habría de intimidarlo? Michael no tenía nada; no sufría de las aprensiones y nociones deformadas que afectaban a los hombres que ingresaban a X. Sin duda, para Michael, Luce era más ridículo que aterrador. En cuyo caso, pensó, si estoy utilizando a Michael como standard de normalidad, como parece ser el caso, también soy un poco rara, porque Luce me molesta. Me ha molestado desde que salí de ese aturdimiento inicial y descubrí que es una especie de imbécil moral, un sicópata. Me asusta porque me engañó; casi me enamoré de él. Acogí de buen grado lo que parecía su normalidad. Como estoy acogiendo lo que parece la normalidad de Michael. ¿También estoy equivocada en mi primer juicio sobre él?
—Me imagino que los jarros son nuestros y la taza con el plato suyos, Hermana —dijo Michael, mirándola.
Ella sonrió.
—En efecto, son míos. Son mi regalo de cumpleaños.
—¿Cuándo cumple años? —preguntó Michael.
—En noviembre.
—Entonces podrá celebrar el próximo en su casa. ¿Cuántos va a cumplir?
Neil se puso peligrosamente rígido, lo mismo que Matt; Nugget se limitó a mirar asombrado, y Benedict no mostró ningún interés. La Hermana Langtry parecía más sorprendida que molesta, pero Neil intervino primero, antes de que ella pudiera contestar.
—¡Eso no le interesa! —dijo.
Michael parpadeó.
—¿No es ella la que tiene que decirlo, compañero? No parece tan vieja como para hacer de la edad un secreto de estado.
—Ella es la madre del gato —dijo Matt—. Ésta es la Hermana Langtry. —La voz le temblaba de rabia.
—¿Cuántos años cumplirá en noviembre, Hermana Langtry? —preguntó Michael, no con ánimo desafiante, pero sí como si pensara que todos eran demasiado susceptibles y se propusiera demostrar su independencia.
—Cumpliré treinta y uno —dijo ella tranquilamente.
—¿Y no es casada? ¿O viuda?
—No; soy una solterona.
Michael rió, sacudiendo con fuerza la cabeza.
—No; no tiene aspecto de solterona —dijo.
La atmósfera se ponía densa. Los demás estaban furiosos por la actitud atrevida de Michael y por la tolerancia de la Hermana Langtry.
—Hay una lata de bizcochos en mi oficina —dijo ella sin prisa—. ¿Algún voluntario para ir a buscarla?
Michael se levantó.
—Si me dice dónde está, Hermana, iré con gusto.
—Busque en el estante que está debajo de los libros. Es una lata de glucosa, pero en la tapa tiene una etiqueta que dice «Bizcochos». ¿Cómo toma su té?
—Solo, con dos terrones de azúcar.
Cuando Michael salió el silencio fue absoluto, mientras la Hermana Langtry servía plácidamente el té y los hombres producían humo con sus cigarrillos, como una erupción orgánica de furia.
Michael volvió con la lata y, en lugar de sentarse, caminó alrededor de la mesa ofreciendo bizcochos a todos. Cuatro parecía el número que correspondía a cada uno, de modo que cuando llegó a Matt, él tomó cuatro bizcochos y los colocó con suavidad debajo de una de las manos que yacían cerradas sobre la mesa. Luego colocó el jarro de té lo suficientemente cerca como para que el ciego pudiera ubicarla por el calor que despedía. Después volvió a sentarse junto a la Hermana Langtry y la miró sonriendo, con una simpatía y una seguridad que ella encontró muy conmovedoras y que de ninguna manera le recordaban a Luce.
Los otros todavía guardaban silencio, vigilantes y ensimismados, pero por única vez la Hermana Langtry no lo advirtió. Estaba demasiado ocupada devolviendo la sonrisa a Michael y pensando en lo agradable que era, sin la habitual sarta de horrores e inseguridades con que esos hombres se torturaban a sí mismos. No podía imaginar que él la utilizara jamás para cumplir sus propios fines emocionales, como los otros.
Nugget emitió un fuerte gemido y se agarró el vientre, empujando su taza de té para alejarla, molesto.
—¡Oh, Dios! ¡Otra vez me siento mal! ¡Ohhhhhhh, Nita, me parece que es intususcepción, o diverticulitis!
—Más para nosotros —dijo Neil indiferente, y agarró el té de Nugget para vaciarlo en su propio jarro vacío. Después recogió rápidamente los cuatro bizcochos y los repartió con destreza, como si estuviera dando cartas.
—¡Pero, Nita, estoy enfermo! —gimió lastimosamente Nugget.
—Si no te pasaras todo el día en la cama, leyendo diccionarios médicos, te sentirías mucho mejor —dijo Benedict con agria desaprobación—. Es insalubre. —Hizo una mueca y recorrió la mesa con la mirada, como si algo le ofendiera profundamente—. El aire aquí es insalubre —dijo. Se levantó y salió a la galería.
Nugget empezó a gemir otra vez, encogiéndose.
—¡Pobre viejo Nugget! —dijo la Hermana Langtry, consolándolo—. Escuche, ¿por qué no va a mi oficina y me espera allí? Iré lo antes posible. Si quiere, puede tomarse el pulso y contar su respiración mientras aguarda: ¿De acuerdo?
Nugget se levantó enseguida, tomándose el vientre como si su contenido se fuera a derramar y miró triunfal a los demás.
—¿Ven? ¡Nita sabe! ¡Sabe que no me burlo de ustedes! Creo que es otra vez mi colitis ulcerosa. —Y se alejó con rapidez.
—Espero que no sea serio, Hermana —dijo Michael, preocupado—. En realidad parece enfermo.
—¡Ja! —exclamó Neil.
—Está perfectamente bien —dijo la Hermana Langtry, al parecer sin alterarse.
—Sólo tiene el alma enferma —dijo Matt inesperadamente—. El pobre bobito extraña a su madre. Está aquí porque es el único lugar donde lo pueden tolerar; y nosotros lo toleramos por Nita. Si hubieran tenido sentido común, deberían haberlo mandado a casa con Mamá hace dos años. En cambio, tiene dolores de espalda, dolores de cabeza, dolores de barriga y dolores de corazón. Y languidece como el resto de nosotros.
—Languidecer es correcto —dijo Neil, irritado.
Soplaba una tempestad; era como los vientos y las nubes en esa latitud, pensó la Hermana Langtry mientras sus ojos pasaban de un rostro a otro. Todas las condiciones para el buen tiempo, en un momento dado; torbellinos y tormentas, al minuto siguiente. ¿Cuál era el motivo esta vez? ¿Una referencia a languidecer?
—Bueno, por lo menos tenemos a la Hermana Langtry, así que todo no puede ser malo —dijo Michael alegremente.
Neil rió con más espontaneidad; quizá la tormenta abortaría.
—¡Bravo! —exclamó—. ¡Por fin, un alma galante ha llegado a nuestro seno! Ahora usted, Nita. Refute el cumplido, si puede.
—¿Por qué habría de refutarlo? No recibo muchos cumplidos.
Eso cortó a Neil; pero se inclinó hacia atrás, como si estuviese perfectamente relajado.
—¡Qué rotunda mentira! —dijo con suavidad—. Usted sabe muy bien que la llenamos de cumplidos. Pero a cambio de eso puede decirnos por qué languidece en X. Debe de haber hecho algo.
—Sí, en realidad lo hice. Cometí el terrible pecado de sentir afecto por el Pabellón X. De lo contrario, usted sabe, nada me obliga a quedarme.
Matt se puso bruscamente de pie, como si de pronto algo le resultara insoportable, se dirigió a la cabecera de la mesa como si pudiera ver y apoyó apenas una mano sobre el hombro de la Hermana Langtry.
—Estoy cansado, Nita, así que me despediré. ¿No es gracioso? Ésta es una de esas noches en que casi estoy seguro de que mañana, cuando despierte, voy a poder ver otra vez.
Michael estuvo a punto de levantarse para ayudar a Matt a pasar entre la barrera de biombos, pero Neil alargó su brazo sobre la mesa para contenerlo.
—El conoce el camino, muchacho. Nadie mejor.
—¿Más té, Michael? —preguntó la Hermana Langtry.
El sargento asintió y estaba por decir algo cuando los biombos volvieron a moverse. Luce se deslizó sobre el banco junto a Neil, en el sitio donde había estado Matt.
—¡Estupendo! Llego a tiempo para el té.
—Hablando de Roma… —suspiró Neil.
—El diablo se asoma —convino Luce. Se puso las manos detrás de la cabeza y se inclinó un poco hacia atrás, observando a los tres con ojos semicerrados—. ¡Bien, qué grupito acogedor! Veo que se fue la escoria; sólo queda la gente importante. Aún no son las 10, Nita, así que no necesita mirar su reloj. ¿Lamenta que no llegué tarde?
—De ningún modo —dijo tranquilamente la Hermana Langtry—. Sabía que vendría. Hasta ahora, que yo sepa, nunca ha regresado ni un minuto después de las 10 sin tener permiso, ni ha cometido ninguna otra violación a las reglas.
—¡Bueno, no lo diga con tanta tristeza! Me hace pensar que nada le causaría más placer que poder mandarme ante el coronel Chinstrap.
—No me causaría ningún placer, Luce. Ése es todo su problema, amigo mío. Se esfuerza tanto por hacer que la gente piense lo peor de usted que, literalmente, la obliga a hacerlo sólo para lograr un poco de paz y tranquilidad.
Luce suspiró, y se inclinó para apoyar los codos en la mesa y sostener el mentón con sus manos. El cabello, de color dorado rojizo, espeso y ondulado, un poquito largo para encajar en la definición de «corto atrás y a los costados», caía sobre su frente. ¡Qué absolutamente perfecto es!, pensaba la Hermana Langtry con un estremecimiento de verdadera repugnancia. Quizás es demasiado perfecto, o es imposible absorber el colorido. Ella sospechaba que Luce oscurecía sus cejas y pestañas; quizás se depilaba las primeras y estimulaba el crecimiento de las segundas, pero no por inversión sexual, sino por pura vanidad y petulancia. Sus ojos tenían un brillo dorado, muy grandes y bien separados bajo el arco de esas cejas demasiado oscuras para ser verdaderas. La nariz como una cuchilla, recta, fina, ensanchándose orgullosamente en las ventanas. Pómulos altos y pronunciados verdaderos soportes estructurales de la cara. Aunque demasiado decididos para calificarlos de generosos, sus labios no eran delgados y tenían los bordes definidos.
»No es extraño que me haya dejado pasmada cuando lo vi por primera vez… Pero ya no me siento atraída por ese rostro, ni por su altura ni por su espléndido cuerpo. No como me atrae Neil… o Michael, en realidad. Hay algo malo dentro de Luce; no una debilidad, ni sólo un defecto. Está en todo él, es innato y, por lo tanto, indeleble.
La Hermana Langtry giró levemente la cabeza para mirar a Neil, que al lado de cualquiera, menos de Luce, pasaría por un hombre buen mozo. Sus rasgos se parecían mucho a los de Luce, aunque eran menos espectaculares. La mayoría de los hombres bien parecidos resultaban más interesantes con el tipo de líneas como las que surcaban el rostro de Neil. Pero cuando esas líneas aparecieran en Luce, pasaría de la belleza a la bestialidad. Indicarían disipación más que experiencia; petulancia más que sufrimiento. Y Luce se volvería gordo, cosa que nunca ocurriría con Neil. De éste le agradaban especialmente los ojos, de un azul vivo y rodeados de buenas pestañas. Tenía el tipo de cejas que una mujer desearía acariciar con la punta de un dedo, una y otra vez, por puro placer…
Ahora bien; Michael era muy distinto. Podría pasar por el mejor ejemplar de antiguo romano. Temperamento más que belleza, fortaleza más que complacencia consigo mismo. Aspecto cesáreo. Había en él algo especial que decía: durante mucho tiempo me he preocupado por los demás y también por mí; he atravesado el cielo y el infierno, pero todavía soy un hombre íntegro; todavía soy dueño de mí mismo. Sí, decidió la Hermana Langtry. Michael era enormemente atractivo.
Luce la observaba. Ella lo sentía. Volvió a mirarlo, con expresión fría e indiferente. Sabía que lo derrotaba. Luce nunca pudo descubrir por qué su encanto no le había dado resultados con ella. Y la Hermana Langtry no iba a ilustrarlo ni sobre el impacto inicial que había tenido en ella, ni sobre las razones que lo hicieron pedazos.
Para variar, Luce tenía la guardia baja. No es que fuera vulnerable, exactamente, sino quizás que hubiera querido serlo.
—Esta noche me encontré con una chica de mi pueblo —anunció, sosteniéndose todavía el mentón con las manos—. ¡Desde Woop-Woop hasta la Base Quince, nada menos! Ella se acuerda de mí, también. Da lo mismo. Yo no la recordaba en absoluto. Cambió demasiado. —Dejó caer las manos. Fingió una voz aniñada, aguda y jadeante, evocando para ellos una imagen tan vivida que la Hermana Langtry se sintió como si estuviera presente en aquel encuentro—. Dijo que mi madre lavaba la ropa para ellos, y que yo solía llevar el canasto. Su padre era el gerente del Banco. —La voz de Luce cambió, descendiendo en tono para adoptar su personalidad en el grado más alto y perfecto—. Debe de haber ganado muchos amigos con la Depresión, dije. Ejecutando hipotecas a diestra y siniestra. De cualquier manera, mi madre no tenía nada de valor para que le ejecutaran, agregué. Eres cruel, contestó ella, y pareció como si fuera a llorar. De ninguna manera, repuse, y era verdad. No uses esos argumentos conmigo, dijo ella, sus grandes ojos negros llenos de lágrimas. ¿Cómo podría usar algo contra una persona tan bonita como tú?, pregunté. —Sonrió irónicamente, rápido y perverso como un navajazo—. Aunque eso no era del todo verdad ¡Tengo una cosa que me encantaría usar contra ella!
La Hermana Langtry había adoptado la anterior pose de Luce: los codos sobre la mesa y el mentón en las manos, observando fascinada los gestos y posturas, durante toda la historia.
—Qué amargura, Luce —dijo ella suavemente—. Debe de haber sido muy doloroso tener que llevar la ropa del gerente del Banco.
Luce se encogió de hombros y trató, sin éxito, de volver a adoptar su aire de despreocupación e indiferencia.
—¡Sí! Todo duele, ¿no es cierto? —Sus ojos se abrieron brillantes—. Aunque en realidad, llevar la ropa del gerente del Banco (y del doctor, y del director, y del pastor de la Iglesia de Inglaterra, y del dentista) no dolía ni la mitad que no tener zapatos para ir a la escuela. Ella estaba en la misma que yo. Recuerdo cuando dijo quién era, y hasta los zapatos que solía usar. Shirley Temples de charol negro, y con tiras y lazos de seda negra. Mis hermanas eran mucho más bonitas que ella y que todas las demás, pero no tenían zapatos.
—¿No se le ocurrió que los que tenían zapatos probablemente les envidiaban su libertad? —preguntó la Hermana Langtry con ternura, tratando de encontrar algo que decir que lo ayudara a contemplar su niñez desde una mejor perspectiva—. Yo siempre lo sentí así cuando iba a la escuela pública local, antes de que me enviaran al internado. Usaba zapatos como los de la hija del gerente del Banco. Y todos los días tenía que ver cómo algún chiquillo maravillosamente despreocupado cruzaba bailando un campo de espinosas plantas rastreras sin siquiera un respingo. ¡Oh, deseaba librarme de mis zapatos!
—¡Plantas rastreras! —exclamó Luce, sonriendo—. ¡Es gracioso, me había olvidado completamente! En Woop-Woop las plantas rastreras tenían espinas de dos centímetros de largo. Me las arrancaba de los pies sin sentir nada. —Se enderezó, mirando con rabia a la Hermana Langtry—. Pero en el invierno, querida bien educada y bien alimentada y bien vestida Hermana Langtry, mis talones y los bordes de los pies, hasta las canillas, se agrietaban —la palabra salió como un disparo de rifle— y sangraaaaaban —lo dijo lentamente— con el frío. ¡Frío, Hermana Langtry! ¿Alguna vez ha tenido frío?
—Sí —dijo ella, mortificada, pero también algo fastidiada por la réplica—. En el desierto tuve frío. Tuve hambre y sed. En la jungla sufrí el calor. Y me sentí asqueada, tanto como para no poder comer ni beber. Pero cumplí con mi deber. ¡No soy un adorno! Tampoco soy insensible a los difíciles momentos de su niñez. Si no dije lo que correspondía, le pido disculpas. ¡Pero el espíritu con que lo dije fue el correcto!
—¡Está apiadándose de mí, y yo no quiero su piedad! —gritó Luce dolorido, odiándola…
—No, no me apiado de usted. ¿Por qué diantres debería hacerlo? No importa de dónde viene, sino adonde va.
Pero Luce abandonó su aire melancólico, de confidencia, y se volvió duro, brillante, parlanchín.
—Bueno, de todos modos, antes de que me agarrara el ejército yo tenía los mejores zapatos que se pueden comprar. Eso fue después que fui a Sydney y me volví actor. ¡Pobre Laurence Olivier!
—¿Cuál era su nombre artístico, Luce?
—Lucius Sherringham. —Lo dijo lentamente—. Hasta que me di cuenta de que era demasiado largo para las marquesinas. Entonces lo cambié por Lucius Ingham. Lucius es un buen nombre para la escena, y tampoco es malo para la radio. Pero cuando llegue a Hollywood voy a cambiar el Lucius por otro más recio. Rhett o Tony. O, si mi imagen resulta más Colman que Flynn, un simple John sonaría bien.
—¿Por qué no Luce? Tiene un aire de valentón.
—No encaja con Ingham —dijo Daggett con firmeza—. Si dejo Luce, tengo que sacar Ingham. Pero es una idea. ¿Luce, eh? Luce Diablo excitaría a las chicas, ¿no es cierto?
—¿Daggett no lo haría?
—¡Daggett! ¡Qué nombre! Parece el balido de una oveja. —Su rostro se alteró como si recordara a medias el dolor que los años habían mitigado—. ¡Oh, Nita, era tan bueno! Pero demasiado joven. No tuve tiempo de progresar lo suficiente, antes de que el Rey y el país me llamaran. Y cuando vuelva seré demasiado viejo… Algún desgraciado adulador y audaz, o con un padre rico para pagar un despido, estará en mi lugar en la marquesina. ¡No es justo!
—Si es bueno, eso no importa —dijo la enfermera—. Usted llegará. Alguien verá que es bueno. ¿Por qué no probó en una de las unidades de entretenimiento, cuando las formaron?
Luce pareció asqueado.
—¡Soy un actor serio, no un viejo comediante de variedades! Los propios encargados del reclutamiento en esas unidades eran antiguos personajes de vodevil. Sólo querían malabaristas y zapateadores. Los jóvenes no entraban.
—No importa, Luce; usted llegará. Lo sé. Cuando se quiere algo tanto como usted, que desea ser un actor famoso, necesariamente se alcanza.
La Hermana Langtry advirtió que alguien, a la distancia, estaba gimiendo. Con reticencia salió del insidioso hechizo que Luce había urdido, casi amándolo.
Nugget estaba armando un terrible alboroto en algún lugar, cerca de la oficina, y probablemente despertaría a Matt.
—¡Nita, me siento tan mal! —sollozaba.
La enfermera se levantó y miró a Luce con genuino pesar.
—Lo siento mucho, de veras; pero si no voy, todos ustedes pagarán las consecuencias esta noche.
Ya estaba a medio camino cuando Luce dijo:
—No importa. ¡Después de todo, yo no me siento mal!
Otra vez tenía descompuesto el rostro, con amargura y frustración, robado el momento de halago y atención por un infantil y obstinado llamado a Mamá. Y Mamá, como todas las mamas, fue inmediatamente a auxiliar donde realmente se necesitaba el auxilio. Luce miró su jarro de té, que estaba lo bastante frío como para que se formara en la superficie una fea y espesa espuma de leche cuajada. Asqueado, lo levantó y muy lentamente, a propósito, lo dio vuelta sobre la mesa.
El té se desparramó por todas partes. Neil dio un brinco para alejarse del chorro principal que le salpicaba los pantalones. Con la misma rapidez, Michael saltó en el sentido opuesto. Luce se quedó en su sitio, indiferente a la suerte de su ropa, observando el viscoso líquido que caía sobre el borde de la mesa, hasta el piso.
—¡Limpíalo, desgraciado ignorante! —dijo Neil entre dientes.
Luce levantó la vista y rió.
—¡Oblígame! —replicó, como mordiendo la palabra y dándole un intolerable matiz insultante.
Neil temblaba. Se irguió, rígido, con la boca torcida y el rostro pálido.
—Si no fuera su superior jerárquico, sargento, me complacería muchísimo obligarlo… y restregar su nariz sobre eso. —Dio media vuelta y halló la abertura entre los biombos como si fuera más casual que intencional, sin torpeza pero cegado.
Luce chilló, burlón y desdeñoso:
—¡Adelante, capitán, huya y escóndase tras sus insignias! ¡No tiene agallas!
Los músculos de sus manos se aflojaron. Lentamente volvió la cara hacia la mesa y descubrió que Michael estaba limpiando el revoltijo con un trapo. Lo miró asombrado.
—¡Eh, tú, recluta estúpido! —exclamó.
Michael no replicó. Recogió el trapo empapado y el jarro vacío, los puso con las otras cosas sobre la bandeja improvisada, levantó ésta con facilidad y se dirigió a la sala de estar. Solo en la mesa, su fuego interior en agonía, Luce hacía un tremendo esfuerzo por no llorar.