Capítulo 7

DESPUÉS que el coronel se retiró, la Hermana Langtry se quedó inmóvil en su asiento, con la frente y el labio superior cubierto de un ligero sudor frío, desagradable consecuencia de su furia. Estúpido, reaccionar de esa manera. No servía para nada; sólo revelaba sus sentimientos, cuando ella prefería que los ignorase. ¿Dónde estaba el dominio de sí misma que en general la sacaba victoriosa de sus enfrentamientos con el coronel Chinstrap? Hablarle del Pabellón X y de sus víctimas era perder el tiempo. No recordaba haberse enfurecido tanto con él. Por supuesto, esa historia patética había sido la causa. Si el coronel hubiera llegado un poco más tarde y le hubiera dado tiempo de dominar sus emociones, ella no habría perdido el control. Pero llegó pocos segundos después de que ella terminara de leer los papeles de Michael.

Quienquiera que fuese el oficial médico que describió el caso de Michael —y no relacionaba la firma con ningún rostro que recordara— tenía buen estilo. Mientras leía las notas, cobraban vida las personas involucradas. Especialmente Michael, que ya era para ella una realidad viviente. El breve encuentro en el pabellón había originado un mundo de especulaciones, pero nada llegaba a rivalizar con la historia verdadera. ¡Qué horrible para el pobre muchacho! ¡Y qué injusto! ¡Qué desdichado debía de sentirse! Sin darse cuenta, mientras leía la historia entretejía sus propias emociones en el drama que estaba descubriendo; se afligió tanto por Michael, cuando perdió su amigo, que apenas podía tragar por el nudo que tenía en la garganta, y por el dolor en el pecho. Entonces entró el coronel Chrinstap, que pagó las consecuencias.

El Pabellón X me está afectando, pensó; en los últimos minutos he cometido todos los pecados del código de enfermería, desde mezclar injustificadamente mis sentimientos personales con mi trabajo, hasta la insubordinación flagrante.

Era el recuerdo del rostro de Michael. Pero él podía resistirlo, lo estaba resistiendo, incluso su internación en el Pabellón X, Habitualmente la Hermana Langtry sufría por las insuficiencias de sus pacientes; pero ahora estaba abrumada ante el drama de un hombre que, sin duda, no necesitaba de su ayuda. Había en eso una advertencia. Una de sus defensas principales, para no mezclar sus sentimientos personales con los problemas de sus pacientes, consistía en pensar siempre en ellos como personas enfermas, tristes, frágiles; en cualquier cosa que los disminuyera como hombres. No es que temiera a los hombres, o a mezclar sus sentimientos personales. Sólo que, para dar lo mejor de sí, una enfermera debía permanecer al margen. No estaba contra los sentimientos, sino contra una relación total entre mujer y hombre. Ya era bastante malo cuando ocurría con enfermos corrientes; pero con pacientes mentalmente perturbados resultaba desastroso. Neil le había costado mucha reflexión, y todavía no estaba segura de haber hecho lo correcto al permitirse contemplar la posibilidad de verlo después que hubieran regresado a casa. Se decía que eso estaba bien porque Neil ya casi se había curado, porque la existencia del Pabellón tenía límite cierto y porque todavía podía controlar la situación y pensar en él como un pobre hombre triste y frágil, si era necesario.

Sólo soy un ser humano, pensaba. ¡Nunca lo he olvidado, nunca! ¡Y es tan difícil!

Suspiró, estiró los músculos y desvió su pensamiento de Neil y Michael. Era demasiado temprano para ir al pabellón; todavía no había recuperado su respiración y su color normales. El lápiz… ¿dónde había ido a parar el lápiz, cuando se lo arrojó al coronel? ¡Qué increíblemente torpe era ese hombre! No supo lo cerca que estuvo de ser bombardeado con la parte posterior de una granada de tres kilos, cuando hizo ese comentario de la falta de ascensos de Michael. ¿Dónde estuvo escondido en los últimos seis años? La Hermana Langtry conocía apenas otros ejércitos, pero después de seis años de cuidar soldados australianos, sabía bien que su país, por lo menos, producía algunos hombres muy especiales; hombres que poseían inteligencia, don de mando y todas las demás cualidades que deben tener los oficiales, pero que rechazaban con firmeza los ascensos, más allá de la jerarquía de sargento. Probablemente tenía algo que ver con la conciencia de clase, aunque de ningún modo en sentido negativo. Era como si estuvieran satisfechos donde estaban, y no vieran ninguna razón para obtener mayor jerarquía. Y si Michael no pertenecía a ese grupo, entonces su experiencia con soldados la había llevado a muchas conclusiones más erróneas que ésta.

¿Acaso nadie le habló jamás al coronel acerca de los hombres como Michael? ¿No podía verlos por sí mismo? Evidentemente no, a menos que estuviera aferrándose a cualquier excusa para molestarla. Condenado coronel Chinstrap. La forma de pronunciar las vocales era increíble, aún más redondeada que la de Neil. Era estúpido enojarse con él. Más bien, había que compadecerlo. Después de todo, la Base Quince se hallaba muy lejos de Macquarie Street, y de ninguna manera el coronel estaba cerca de la senectud. No era mal parecido y, presuntamente, bajo su impecable uniforme sufría de las mismas urgencias y dificultades que los demás hombres. Se corría el rumor de que tenía una aventura amorosa con la Hermana Heather Connolly, de quirófanos, desde hacía meses. Bueno; la mayoría de los oficiales médicos tenían sus pequeños mariposeos, ¿y con quién lo iban a hacer sino con las enfermeras? Que tenga suerte.

El lápiz estaba debajo del escritorio, en el otro extremo. La Hermana Langtry se agachó para recogerlo, lo puso en su sitio y volvió a sentarse. ¿De qué diantres le hablaría Heather Connolly al coronel? Presumiblemente hablaban de algo. Nadie pasaba todo el tiempo con un amante, haciendo el amor. Antes de la guerra, lo más importante para Wallace Donaldson, como neurólogo, era un oscuro conjunto de enfermedades de la columna de nombres larguísimos y absolutamente imposibles de pronunciar. Quizás hablaban de eso y lamentaban la falta de esas enfermedades en un hospital donde, si se trataban las columnas vertebrales, era debido a las groseras, horrendas y definitivas heridas causadas por una bala o por fragmentos de metralla. Quizás él hablaba de su esposa, que mantenía el fuego sagrado del hogar en Vaucluse o Belluevue Hill. Los hombres tenían tendencia a hablar de sus esposas con las amantes, como si analizaran las virtudes de una amiga con otra amiga, lamentando a la vez la falta de oportunidad de que se conocieran. Los hombres siempre estaban seguros de que sus esposas y sus amantes serían grandes amigas, si lo permitiesen las normas sociales. Bueno, era razonable. Pensar de otro modo podría significar que no sabían juzgar o elegir mujeres.

Su amante lo había hecho. Lo recordaba con demasiado dolor. Le hablaba sin cesar de su esposa; deploraba que las costumbres no hicieran posible que se conocieran, seguro de que ambas se adorarían. Después de las tres primeras frases descriptivas, Honour Langtry sabía que odiaría a esa mujer. Pero, naturalmente, tenía demasiado buen sentido como para decírselo.

¡Cuánto tiempo había pasado! El tiempo, que no se podía medir por el transcurso de horas, minutos y segundos, sino que crecía a empellones, como un enorme insecto que se despoja, sacudiéndose, de sucesivos caparazones, emergiendo cada vez con distinto aspecto y diferentes sentimientos, a un mundo de distinto aspecto y diferentes sentimientos.

Él era especialista consultor, también, en su primer hospital de Sydney. Su único hospital de Sydney. Un especialista de piel, una raza muy nueva de médicos. Alto, moreno y buen mozo, entre los treinta y los cuarenta años. Casado, por supuesto. Si una no puede atrapar a un doctor cuando todavía lleva el uniforme blanco de residente, nunca más lo atrapa. Y ella nunca llamó la atención de los residentes, que preferían chicas más bonitas, más vivaces, menos consistentes y de cabeza más hueca. Sólo bien pasados los treinta se cansaban de las que elegían a los veinte.

Honour Langtry había sido una joven seria, entre las mejores de su clase. Siempre hubo una especie de incógnita sobre las razones por las cuales eligió la enfermería en lugar de la medicina, aun teniendo en cuenta que ésta era evidentemente más dura para una mujer. Venía de familia rica, dedicada a los negocios de granja, y se había educado en uno de los mejores internados de Sydney. La verdad era que prefirió ser enfermera porque quería cuidar enfermos, sin entender completamente por qué, pero sí lo suficiente para saber que deseaba estar cerca de la gente, física y espiritualmente, y que en esa profesión lo lograría. Como la enfermería resultaba ser la más admirable y propia de una muchacha, de todas las ocupaciones femeninas, sus padres se sintieron complacidos y aliviados cuando ella declinó el ofrecimiento de seguir medicina, si realmente lo deseaba.

Aun como enfermera novel, en período de entrenamiento —a prueba, se las llama— no usaba anteojos ni se mostraba torpe ni pedante. Tanto en la escuela como en su hogar llevó una vida social activa, sin un verdadero lazo afectuoso con ningún joven; y durante los cuatro años de entrenamiento como enfermera hizo prácticamente lo mismo: fue a todos los bailes, nunca se quedó sin pareja, salió con varios jóvenes a tomar café en Repins o por la noche al cine. Pero nunca con miras a un compromiso serio. La enfermería la atraía más.

Después de su graduación la destinaron a una de las salas del PA y allí conoció a su especialista de piel, al que acababan de asignarle honorarios. Se llevaron bien desde el principio y Honour pronto se dio cuenta que a él le había gustado que le respondiera enseguida. Más tiempo le llevó percatarse de que lo atraía mucho como mujer. Cuando lo hizo, ya estaba enamorada.

El especialista pidió prestado el departamento de un amigo abogado, soltero, en un edificio situado al final de Elisabeth Street y le propuso a Honour que se encontraran allí. Y ella accedió sabiendo exactamente en qué se metía. Porque él se esmeró en explicárselo con una franqueza y sinceridad que ella consideró maravillosas. No había ninguna posibilidad de que se divorciara de su esposa para casarse —le dijo—, pero la amaba y quería desesperadamente tener relaciones amorosas con ella.

Fundadas con honestidad, esas relaciones se fueron a pique unos doce meses más tarde. Se encontraban cuando él podía inventar una excusa, lo que a veces le resultaba difícil. Los especialistas de piel no tienen emergencias importantes como los cirujanos generales o los obstetras. Como decía él, humorísticamente: ¿quién ha oído de un especialista de piel sacado de la cama a las tres de la mañana, para atender un caso grave de acné? Para ella tampoco era fácil hallar el tiempo necesario, pues sólo era una enfermera novata, todavía con delantal, y no podía pedir un tratamiento preferencial en la distribución de las horas libres. Se las arreglaron para encontrarse una vez por semana; o apenas una vez cada tres o cuatro semanas.

Honour Langtry se había sentido halagada viéndose a sí misma como amante y no como esposa. Estar casada era manso y seguro. Pero a todas las amantes las rodeaba una aureola indefinida de encanto y misterio. No obstante, la realidad no fue así. Sus encuentros eran furtivos y demasiado cortos. La desconcertó descubrir que tenían que dedicar demasiado tiempo a hacer el amor, en lugar de alguna forma más intelectual de comunicación. No es que la desagradara hacer el amor, o que considerara que era una actividad inferior para su dignidad. Aprendió pronto de él, y fue lo bastante inteligente como para modificar y adaptar sus nuevos conocimientos a fin de seguir complaciéndolo sexualmente y, de ese modo, complacerse también a sí misma. Pero nunca pudo conocer por completo la íntima personalidad de su amante porque no tenían tiempo suficiente.

Y un día él se cansó. Se lo dijo, sin ofrecer excusas de su conducta. Con tranquilidad, con buenas maneras, con el mismo espíritu, Honour aceptó su despido, se puso el sombrero y los guantes y salió de su vida. Pero su aspecto y sus sentimientos habían cambiado.

Le dolió; le dolió muchísimo. Y lo peor de todo era no saber por qué. Por qué él había tenido la iniciativa; por qué se sintió obligado a terminar. En sus momentos más optimistas, Honour se decía que lo había hecho porque la quería demasiado y no podía soportar la transitoriedad de sus relaciones. En los más honestos, sabía que la razón verdadera era una combinación de inconvenientes y del horrible sentimiento de reiteración que empezaba a hacerse presente. Seguramente, la misma razón por la cual él se había embarcado en esa aventura. Y Honour sabía que existía un motivo más: el cambio de su propia actitud, el resentimiento que cada vez era más difícil de ocultar porque sólo significaba poco más que una persona distinta en la cama. Para mantenerlo subyugado para siempre tenía que consagrarle todo su tiempo, como sin duda lo hacía su esposa.

Bien; ese grado de acrobacia femenina no valía la pena. Tenía algo más importante que hacer con su vida que consagrarla exclusivamente a complacer a un hombre ególatra e interesado. Aunque la gran mayoría de las mujeres parecía desear esa vida, Honour Langtry sabía que nunca la aceptaría. No le desagradaban los hombres. Sólo sentía que para ella sería equivocado casarse. De manera que siguió cuidando enfermos y halló en eso un placer y una satisfacción que no había encontrado auténticamente en el amor. En verdad, adoraba su profesión. Le encantaba la actividad, la agitación, el constante desfile de rostros, los problemas absorbentes que la vida le ponía siempre delante en la sala de hospital. Sus buenos amigos —y tenía varios— se miraban y sacudían sus cabezas. A la pobre Honour la picó fuerte el bicho de la enfermería, sin duda.

Probablemente se habrían presentado otras aventuras amorosas, y quizás una relación lo bastante profunda como para hacerle cambiar de idea sobre el matrimonio. Pero sobrevino la guerra. A los veinticinco años de edad, fue una de las primeras enfermeras que se ofrecieron voluntariamente, y desde el momento de entrar a la vida militar no hubo tiempo para pensar en sí misma. Prestó servicios en una serie de puestos de evacuación de heridos en el norte de África, Nueva Guinea y las Islas, y quedó destruido todo vestigio de normalidad. ¡Oh, qué vida fue aquélla! Un tráfago tan exigente, tan fascinante, tan extraño que, en muchos sentidos, ella sabría que nada podría comparársele. Las enfermeras en servicio activo formaban un grupo muy especial, y Honour Langtry pertenecía de cuerpo y alma a ese grupo.

Pero aquellos años cobraron sus víctimas. Físicamente sobrevivió mejor que la mayoría, porque era a la vez fuerte y sensible. Mentalmente también soportó mejor la prueba pero cuando apareció la Base Quince en su vida suspiró aliviada. Quisieron mandarla de regreso a Australia, pero ella se opuso porque consideraba que su experiencia y su buena salud servirían mejor a su país en un lugar como la Base Quince que en Sydney o en Melbourne.

Cuando, seis meses antes, empezó a disminuir la presión, tuvo tiempo de pensar un poco, de volver a evaluar lo que quería hacer con el resto de su vida. Y empezó a preguntarse si, en verdad, volvería a ser satisfactorio el cuidado de enfermos en algún hospital civil. Sin proponérselo, pensó en una vida más personal, concentrada e íntima desde el punto de vista sentimental que la que ofrecía su profesión.

De no haber sido por Luce Daggett, quizá no habría estado dispuesta a responder a Neil Parkinson, Cuando ingresó Luce, Neil aún se encontraba en los peores momentos de su colapso; sólo pensaba en él como paciente. Luce hizo algo, que todavía no sabía con seguridad qué era. Pero cuando entró al Pabellón X, tan íntegro, con tanto dominio de sí mismo y de la situación en que se hallaba, le quitó el aliento. Durante dos días la hechizó, la atrajo, la hizo sentir como nunca en años. Femenina, deseable, hermosa. El propio Luce destruyó esos sentimientos al atormentar a un soldadito que había intentado suicidarse en el campamento. El descubrimiento de la realidad acerca de Luce casi provoca su renuncia al puesto de enfermera, cosa que —como reconoció luego— fue una reacción exagerada y tonta. En su momento le pareció tremendamente importante. Por fortuna, Luce nunca advirtió el efecto, que había causado. Una de las pocas veces en su vida, sin duda, en que no aprovechó una ventaja. Pero el Pabellón X era nuevo para él, todos los rostros eran nuevos, y cuando trató de consolidar sus relaciones con la Hermana Langtry ya era demasiado tarde, sólo por un día. Al pretender dirigir todo su encanto sobre ella, la enfermera lo rechazó sin vacilar.

No obstante, esa minúscula aberración de su conducta marcó el comienzo de un cambio. Quizás era el saber que la guerra estaba ganada y que esa vida absurda que había llevado durante tanto tiempo iba tocando a su fin; quizás Luce hizo de Príncipe Encantador y despertó a Honour Langtry de un sueño personal que se había impuesto. Pero desde entonces se había estado alejando inconscientemente, con sus pensamientos, de la absoluta dedicación al deber.

Por ello, cuando Neil Parkinson salió de su depresión y manifestó su interés, y cuando ella advirtió lo atractivo que era como persona y como hombre, empezó a debilitarse aquella firme adhesión a la cabal independencia profesional. Empezó a gustarle mucho Neil y ahora comenzaba a amarlo. No era egoísta, no era interesado; la admiraba y confiaba en ella. Y la amaba. Era una dicha proyectar una vida junto a él, después de la guerra, y cuanto más pronto llegara, mejor.

Con disciplina de hierro la Hermana Langtry jamás se permitía pensar en Neil como hombre, ni mirar fijamente su boca o sus manos, ni imaginarse besándolo o haciendo el amor. No podía hacerlo, pues de lo contrario sucedería. Y sería desastroso. La Base Quince no era lugar para empezar una relación que ella esperaba que durase toda una vida. Sabía que Neil sentía exactamente lo mismo, o ya habría sucedido. Y era gracioso caminar en la cuerda floja de los sentimientos, sobre los deseos, anhelos y apetitos rígidamente contenidos; fingir que no advertía en absoluto su pasión…

Sorprendida, vio que su reloj marcaba las 21.15. Si no entraba pronto en el pabellón iban a pensar que no iría.