EL coronel Wallace Donaldson se dirigía al extremo del complejo, iluminando el camino con una linterna. Se sentía maltratado. ¡En realidad, era una vergüenza! Estaban en tiempos de paz y había terminado el oscurecimiento. ¡Y todavía el superintendente no había instalado luces exteriores! En realidad, el grueso del hospital yacía en absoluta oscuridad, pues estaba vacío, y ni siquiera se advertían reflejos de las luces interiores.
En los últimos seis meses el hospital general Base Quince se redujo lastimosamente en habitantes, aunque no en superficie. Como un hombre obeso que adelgaza y sigue condenado a usar sus ropas de gordo. Los norteamericanos lo habían construido más de seis meses atrás, pero se fueron enseguida y se lo dejaron —sin terminar y equipado en forma parcial— a los australianos, que se dirigían más hacía el oeste por las Indias Orientales.
En su apogeo albergó apretadamente a quinientos pacientes, manteniendo a más de treinta oficiales médicos y ciento cincuenta enfermeras tan ocupadas que las horas libres eran un sueño lejano. Ahora sólo quedaba media docena de pabellones habitados. Y, por supuesto, el Pabellón X, justo al borde del bosque de palmeras que alguna vez dio una pequeña fortuna de copra a su propietario holandés. De los treinta oficiales médicos sólo quedaban cinco cirujanos generales o especialistas y cinco médicos generales o especialistas, junto con un patólogo. Apenas treinta enfermeras iban y venían por la enorme sección destinada a sus habitaciones.
Cuando la Base Quince pasó a manos australianas, al coronel Donaldson, por ser neurólogo, le asignaron el Pabellón X. Siempre heredaba el puñado de hombres emocionalmente perturbados que aparecían y que eran derivados a un Pabellón X.
Antes de la guerra el coronel Donaldson estaba ocupado afirmándose profesionalmente en Macquarie Street, luchando para hacerse un lugar en ese medio tan prestigioso pero antojadizo de los especialistas de Sydney. Una afortunada especulación con acciones, en 1937, cuando el mundo trataba de salir de la Depresión, le procuró el dinero necesario para establecerse en Macquarie Street, y ya empezaba a ganar bien trabajando en hospitales importantes, cuando Hitler invadió Polonia. En ese momento todo cambió; a veces se sorprendía pensando con temor si las cosas volverían a ser como antes de 1939. Observando desde ese lugar repugnante llamado Base Quince, el último de una sucesión de sitios similares, no parecía posible que las cosas volvieran a ser como antes. Incluso él mismo.
Sus antecedentes sociales eran excelentes, aunque durante la Depresión las reservas monetarias de la familia vacilaron en forma alarmante. Por fortuna, tenía un hermano comisionista de bolsa que fue, en gran medida, quien logró la recuperación familiar. Como Neil Parkinson, hablaba sin rastro alguno de acento australiano. Su escuela era Newington; su universidad, Sydney; pero todas sus calificaciones médicas de posgraduado las obtuvo en Inglaterra y Escocia, y le gustaba pensar de sí mismo más como inglés que como australiano. No estaba precisamente avergonzado de ser australiano, sino que era mejor ser inglés.
Si algo odiaba era, ciertamente, la mujer a la que iba a ver. La Hermana Honour Langtry. Alguien insignificante, apenas treinta años de edad, una enfermera profesional pero sin entrenamiento militar. Aunque sabía que estaba en el ejército desde principios de 1940. La mujer era un enigma. Hablaba muy bien; sin duda tenía muy buena educación y se había pulido. Su entrenamiento lo había hecho en la PA, que era por cierto muy buen hospital. Pero no tenía modales; no tenía delicadeza ni deferencia, ni conciencia de su condición subordinada. De haber podido ser tan franco consigo mismo, habría admitido que le tenía terror. Necesitaba prepararse mental y espiritualmente para todos sus encuentros con ella; pero no le servía de nada. La Hermana Langtry siempre terminaba atormentándolo de tal manera que pasaban horas antes de que pudiese sentirse él mismo otra vez.
Hasta la cortina hecha con tapitas de cerveza le molestaba. En ningún lugar, salvo el Pabellón X, se habría permitido mantenerla, pero la jefa, por abominable y vulgar que fuera, se cuidaba mucho de meterse allí. Durante los primeros días un paciente se cansó de escuchar cómo sermoneaba a la Hermana Langtry, y se hizo cargo de ella de una manera pasmosamente simple y eficaz: le rasgó el uniforme desde el cuello hasta el dobladillo. Por supuesto, estaba loco de atar y fue embarcado de inmediato a Australia; pero después del incidente la jefa se aseguraba de no hacer nada que ofendiera a los hombres del Pabellón X.
La luz del corredor reveló que el coronel Wallace Donaldson era un hombre alto y apuesto, de unos cincuenta años, con el rostro congestionado de los amantes del licor. Tenía un bigote color gris hierro, bien cuidado, de proporciones militares, pero el resto de la cara estaba perfectamente afeitado. Ahora que se había descubierto exhibía un profundo surco en el gris aceitoso del cabello, en el lugar donde se hundía el borde de la gorra, pues su pelo ya no era espeso. Tenía ojos celestes, algo saltones, pero seguía mostrando vestigios de un pasado de joven buen mozo. De buena figura, hombros anchos y vientre casi plano. Con un impecable traje a la medida era un hombre imponente; con un impecable uniforme a la medida parecía más un mariscal de campo que cualquiera de los verdaderos.
La Hermana Langtry salió enseguida a recibirlo, lo condujo a su oficina y lo hizo sentar cómodamente; pero ella se quedó de pie. Uno de sus pequeños trucos, pensó el coronel fastidiado. Era la única forma de mirarlo hacia abajo.
—Le pido disculpas por obligarlo a venir aquí, señor, pero este muchacho —levantó ligeramente los papeles que tenía en la mano— llegó hoy y como no tuve noticias suyas supuse que no estaba enterado.
—¡Siéntese, Hermana, siéntese! —dijo el coronel, con el mismo tono que hubiera usado con un perro desobediente.
La enfermera se sentó sin objeción alguna y sin cambiar de expresión. Con su chaqueta y sus pantalones grises parecía un cadete de la escuela militar. Primer round para la Hermana Langtry; lo había instigado a cometer la primera grosería.
Sin decir nada le extendió los papeles.
—¡No, no quiero ver sus papeles ahora! —dijo irritado el coronel—. Sólo cuénteme brevemente de qué se trata.
La Hermana Langtry lo miró con fijeza, sin resentimiento. Después de su primer encuentro con el coronel, Luce le puso un sobrenombre —coronel Chinstrap (Barbijo)— que, por ser muy acertado, le quedó. Ella se preguntaba si el coronel sabría que todos, en la Base Quince, lo llamaban coronel Chinstrap, y decidió que no. No habría tolerado un sobrenombre despectivo.
—Sargento Michael Edwar John Wilson —dijo la enfermera, sin énfasis alguno—, al que en adelante llamaré Michael. Edad, veintinueve años; en el ejército desde el comienzo de la guerra: norte de África, Siria, Nueva Guinea, las Islas. Ha estado mucho tiempo en acción, pero no hay manifestaciones de inestabilidad mental por ese motivo. En realidad, es un soldado excelente y muy valeroso, y se le ha concedido la MDC. Hace tres meses su único amigo íntimo fue muerto en un combate bastante cruento con el enemigo, después de lo cual mantuvo una actitud muy reservada.
El coronel Chinstrap exhaló un enorme y angustioso suspiro.
—¡Oh, Hermana, termine con eso!
Ella continuó sin intimidarse.
—Se sospecha que Michael no está en su sano juicio desde un desagradable incidente ocurrido en el campamento hace una semana. Él y un suboficial pelearon, una conducta sumamente extraña para ambos. Si otros no hubieran estado allí para separar a Michael del brigada, al parecer éste estaría muerto. El único comentario que hizo Michael fue que quería matarlo, y que lo habría hecho. Lo ha repetido con frecuencia, aunque no dijo nada más al respecto.
»Cuando el comandante trató de averiguar qué había en el fondo, Michael se negó a responder. Pero el brigada dio a gritos sus razones. Acusó a Michael de homosexual y de hacerle insinuaciones, e insistió en que se formara un consejo de guerra. Parece que el soldado muerto tenía, decididamente, inclinaciones homosexuales, pero en cuanto a la participación activa de Michael las opiniones estaban muy divididas. El brigada y sus partidarios afirmaban que el sargento y su amigo eran amantes, mientras que la vasta mayoría de los hombres de la compañía sostenían con la misma firmeza que Michael sólo era protector y amigo del muerto.
»El comandante del batallón conocía muy bien a los tres hombres, desde mucho tiempo atrás: a Michael y al soldado muerto desde la creación del cuerpo, y al brigada desde Nueva Guinea. Y opinó que bajo ninguna circunstancia Michael debía ser sometido a un consejo de guerra. Prefirió creer que sufría un trastorno temporal y ordenó que fuera sometido a un examen médico, cuyos resultados indicaron que Michael sin duda no estaba en su sano juicio, cualquiera sea el significado del concepto. —La voz de la enfermera adquirió un tono triste y grave—. Así que lo metieron en un avión y lo enviaron aquí. El oficial a cargo de recepción lo asignó automáticamente al Pabellón X.
El coronel Chinstrap apretó los labios y observó con atención a la Hermana Langtry. Otra vez ella tomaba partido, un hábito muy lamentable que tenía.
—Por la mañana veré al sargento Wilson en mi consultorio. Acompáñelo usted misma, Hermana. —Levantó por un momento la vista para observar la débil luz que proyectaba la lámpara que colgaba sobre el escritorio, directamente del cable—. Allá veré los papeles. No sé cómo puede leer con esta luz. Por cierto, yo no podría. —La silla se hacía demasiado dura e incómoda. Se acomodó, carraspeó un poco y frunció el entrecejo—. ¡Detesto los casos con connotaciones sexuales! —dijo de golpe.
La Hermana Langtry estaba jugando con un lápiz, y en ese momento sus manos lo apretaron espasmódicamente.
—Mi corazón sangra por usted, señor —dijo sin ocultar el sarcasmo—. El sargento Wilson no debería estar en el Pabellón X. En realidad, no debería estar en ningún pabellón de hospital. —Su voz tembló y con impaciencia se pasó la mano por el cabello sobre la frente, desordenando un poco sus cuidadas ondas color castaño—. Creo que es muy lamentable que una pelea y una acusación altamente sospechosa puedan arruinar la vida de un hombre joven, ya entristecida por la muerte de su amigo. No puedo dejar de pensar en lo que ha de sentir en este momento. Sin duda, debe ser como andar a tientas en medio de una terrible niebla, de la que piensa que nunca va a poder salir. Yo he hablado con él; usted no. Y mentalmente no tiene nada malo, ni tampoco sexualmente o desde cualquier otro punto de vista que se le ocurra. ¡Es el oficial médico responsable del traslado a este pabellón quien debería ser sometido a un consejo de guerra! ¡Negar al sargento Wilson la oportunidad de defenderse de las acusaciones, sacándoselo de encima y mandándolo en cambio a un sitio como el Pabellón X, es una vergüenza para el ejército!
Como siempre, el coronel no sabía cómo proceder ante esa clase de obcecada insolencia, pues normalmente no la encontraban los hombres que, como él, trabajaban en los hospitales en puestos de jerarquía. ¡Maldición! ¡Ella le hablaba como si se considerara su igual en educación e inteligencia! Quizá lo que estaba mal era la categoría de oficial que daban a las enfermeras del ejército; eso y el alto grado de autonomía de que disfrutaban en lugares como la Base Quince. Y esos condenados y estúpidos velos que llevaban tampoco ayudaban. Sólo las monjas debían usar velos; sólo a ellas se las debía llamar hermanas.
—¡Oh, Hermana, vamos! —dijo el coronel, conteniéndose y tratando de ser razonable—. Estoy de acuerdo en que las circunstancias son algo extraordinarias, pero la guerra ha terminado. La estadía del joven aquí no puede extenderse más que semanas. Y podría encontrarse en peores apuros que en el Pabellón X; usted lo sabe.
El lápiz voló por el aire, rebotó en un ángulo del escritorio y cayó con un ruido sordo al lado del coronel, que se preguntó si la puntería de la Hermana Langtry había sido buena o mala. Estrictamente hablando, tenía que informarlo a la Jefa. Como encargada de las enfermeras, ella era la única que podía aplicar sanciones disciplinarias al personal bajo su mando. Pero el inconveniente era que, desde el incidente del uniforme desgarrado, la Jefa le tenía terror a la Hermana Langtry. ¡Dios, qué lío se armaría si se quejaba!
—¡El Pabellón X es un limbo! —gritó la Hermana Langtry, furiosa como nunca la había visto el coronel, quien empezó a sentir curiosidad. La situación del sargento Wilson tenía, ciertamente, un extraordinario efecto sobre ella. Después de todo, podría ser interesante verlo por la mañana.
La enfermera continuó, volcando rabia en las palabras.
—¡El Pabellón X es un limbo! ¡Cuando no saben qué hacer con un paciente, simplemente lo mandan aquí y lo olvidan! Usted es neurólogo. Yo, una enfermera con entrenamiento de tipo general. Ni un pelo de experiencia o calificación entre los dos. ¿Sabe usted lo que hay que hacer con estos hombres? ¡Yo no, señor! Hago todo lo posible, pero por desgracia sé que no es en absoluto suficiente. Todas las mañanas entro aquí rezando… rezando para que pueda pasar el día sin destruir a ninguno de esos seres frágiles, complicados. Mis hombres del Pabellón X merecen algo mejor de lo que usted o yo podemos ofrecerles, señor.
—¡Ya basta, Hermana! —dijo el coronel, mientras un matiz púrpura iba brotando en su piel.
—¡Oh, pero aún no he terminado! —replicó la enfermera, inmutable—. Dejemos de lado al sargento Wilson. Observemos a los otros cinco internos del pabellón X. A Matt Sawyer lo transfirieron aquí de neurología, cuando no pudieron hallar ninguna lesión orgánica que explicara su ceguera. Diagnosis: histeria. Usted también la suscribió. A Nugget Jones lo transfirieron de cirugía abdominal y torácica después de dos laparotomías exploratorias, y con el antecedente de haber enloquecido a todo el pabellón con sus quejas. Diagnosis: hipocondría. Neil, o sea, el capitán Parkinson, sufrió un simple colapso, que más adecuadamente se podría llamar aflicción. Pero su comandante piensa que lo está protegiendo, así que Neil continúa inactivo, mes tras mes. Diagnosis: melancolía involutiva. Benedict Maynard enloqueció después de que su compañía abrió fuego contra una aldea en la que resultó que no había ningún japonés, sino sólo un grupo de mujeres, niños y ancianos. Como en el momento en que aparecieron sus problemas mentales tenía una ligera herida en el cuero cabelludo, lo internaron en neurología, por conclusión, y después lo transfirieron aquí. Diagnosis: demencia precoz. En realidad, estoy de acuerdo con esta diagnosis. Pero quiere decir que Ben debe ser tratado por expertos, en Australia, con el debido cuidado y atención. Y Luce Daggett, ¿por qué, exactamente, está aquí? ¡En sus papeles no figura ninguna diagnosis! Pero nosotros sabemos por qué está aquí. Porque estaba pasando la gran vida y chantajeaba a su comandante para que hiciera precisamente lo que él quería. Pero como no pudieron acusarlo de nada, sólo se les ocurrió mandarlo a un sitio como X hasta que terminara la guerra.
El coronel se puso de pie tambaleando, rojo de ira contenida.
—¡Usted es impertinente, Hermana!
—¿Le parezco impertinente? Le pido disculpas, señor —dijo ella, volviendo a la calma que generalmente la caracterizaba.
Con la mano sobre la puerta, el coronel Chinstrap se detuvo para mirarla.
—A las diez de la mañana en mi consultorio, para ver al sargento Wilson, y no se olvide de llevarlo usted misma. —Sus ojos brillaban; estaba buscando algo que le doliera, la agudeza capaz de penetrar esa fachada inexpugnable—. En realidad me parece muy peculiar que el sargento Wilson, aparentemente un soldado ejemplar, que ha recibido tan altas condecoraciones, y que ha estado en el frente durante seis años ininterrumpidos, no haya logrado obtener una jerarquía más elevada.
La Hermana Langtry sonrió dulcemente.
—Pero, señor, ¡todos no podemos ser grandes jefes blancos! Alguien tiene que hacer el trabajo sucio.