Capítulo 5

CUANDO Neil Parkinson entró, con el eco de su llamada a la puerta, la Hermana Langtry se estaba acomodando otra vez en su silla, con los papeles todavía sin abrir, frente a ella. Neil se sentó en el lugar de los visitantes y la miró con gravedad. La enfermera descontaba que eso ocurriría y simplemente sonrió y esperó.

Pero la mirada que la Hermana Langtry esperaba nunca se posaba en ella con la serenidad de una amistosa simpatía; esa mirada la desarmaba y la volvía a armar en cada uno de sus encuentros, no con lascivia sino con el placer de un niño que desentraña el misterio de su más preciado juguete. Neil siempre la descubría de nuevo, y sentía un renovado goce todas las noches, cuando iba a su oficina a charlar en privado.

No se trataba de que la Hermana Langtry poseyera una belleza extraordinaria, ni que pudiera reemplazar su falta con sensualidad. Era joven y tenía la ventaja de una piel especialmente adorable, tan limpia que las venas se veían difusas, aunque ahora el amarillo de la atabrina la estropeaba. Sus rasgos eran normales, algo pequeños, salvo los ojos, que eran del mismo color marrón claro que su cabello, grandes y serenos, a menos que estuviera enojada, y entonces atacaban con furia. Tenía figura de enfermera nata, bonita aunque lamentablemente sin busto, con muy buenas piernas, largas, delgadas pero musculosas, y pies y tobillos finos; todo ello resultado del constante movimiento y el trabajo arduo. Durante el día, cuando usaba vestido, los pliegues nítidos de su velo blanco de enfermera daban un marco encantador a su rostro. Por la noche usaba pantalones. Se ponía su sombrero de ala flexible para ir a sus tareas y al salir de ellas, pero se lo quitaba dentro del pabellón. Mantenía el cabello corto y ondulado cambiando una parte de su generosa ración de licores por un corte, lavado y peinado, que le hacía un soldado de Intendencia que era peluquero en la vida civil y que, a pedido, atendía a las enfermeras.

Ésa era la superficie. Por debajo la Hermana Langtry era fuerte como el metal templado, inteligente, muy bien informada conforme a la educación recibida en una elegante escuela, y perspicaz. Decidida, aguda, aun con toda su amabilidad y comprensión conservaba su independencia desde el punto de vista clínico. Ella pertenecía a sus pacientes, se había consagrado a su cuidado; pero siempre los mantenía a distancia de sus sentimientos más profundos. Era exasperante, pero probablemente una parte del secreto de la atracción que sentía Neil.

No debía haber sido fácil hallar la manera más ligera y diestra para tratar con soldados que la veían como una reafirmación de aquella raza casi olvidada, las mujeres. Pero lo consiguió magníficamente, sin dar jamás a ninguno la más leve señal de interés sexual, o romántico, llámeselo como se quiera. Su título era Hermana, la llamaban Nita, y así era como siempre se presentaba, como una hermana para ellos, como alguien que los quería mucho pero no estaba dispuesta a compartir los aspectos íntimos de su personalidad.

Sin embargo, entre Neil Parkinson y Honour Langtry existía un entendimiento. Nunca lo habían analizado ni siquiera mencionado abiertamente; pero ambos sabían que cuando la guerra terminase y regresaran a la vida civil, él procuraría continuar esa relación, y a ella le agradaría.

Los dos provenían de los mejores hogares; estaban educados con una exquisita apreciación de los matices que en el servicio apenas se definían, de modo que para ellos resultaba inconcebible que los asuntos personales tuvieran precedencia sobre el cumplimiento del deber. Cuando se conocieron, la guerra impuso un tipo de relación estrictamente profesional, la que acataron al pie de la letra. Pero después de la contienda se podía dejar de lado la circunspección.

Neil se aferraba a esa perspectiva, esperando el momento con más angustia que anhelo. Lo que soñaba era virtualmente completar su vida, pues amaba mucho a la Hermana Langtry. No era tan fuerte como ella, o quizás sólo sus sentimientos no le permitían tanta independencia, pues le resultaba difícil mantener esa relación dentro de los límites establecidos. Sus pequeñas infracciones no pasaban de miradas o comentarios; la idea de tocarla o de besarla lo consternaba, pues sabía que, en ese caso, ella lo despediría en el acto, paciente o no. La admisión de mujeres, en las condiciones del frente de batalla, se hizo con reticencia y se limitó casi exclusivamente a las enfermeras. Para Honour Langtry, el ejército había depositado en ella una confianza que no permitía una relación íntima, emocionalmente agotadora, con un hombre que era a la vez paciente y soldado. Con todo, Neil nunca dudó de la existencia de ese entendimiento no expresado. Si ella no lo compartiese, si no estuviera de acuerdo, lo hubiera desengañado de inmediato, por considerar que ése era su deber.

Hijo único de padres ricos y socialmente distinguidos, de Melbourne, Neil Longland Parkinson era producto de la época en aquel país, Australia: hicieron de él un joven más inglés que los ingleses. Su acento no conservaba traza alguna de su linaje australiano; era tan suave y distinguido como el que siempre correspondió a un noble inglés. Fue directamente de Geelong Grammar School a la Universidad de Oxford, en Inglaterra; siguió un curso doble de historia y, desde esos días, sólo pasó algunos meses en la tierra natal. Su ambición era ser pintor, así que de Oxford orientó sus pasos a París, y de allí al Peloponeso, donde llevó una vida interesante pero modesta, animada sólo por las tempestuosas visitas de la artista italiana que hacía de amante pero que hubiese preferido convertirse en su esposa. Entre esos paréntesis de tensión emocional, aprendió a hablar el griego con la misma fluidez con que hablaba el inglés, el francés y el italiano; pintó frenéticamente y pensó en sí mismo más como un expatriado inglés que como un australiano.

El matrimonio no había entrado en sus planes, aunque sabía que tarde o temprano se casaría; como sabía también que estaba postergando todas las decisiones sobre el futuro rumbo de su vida. Pero, para un hombre joven, que aún no había llegado a los treinta, parecía que todavía quedaba todo el tiempo del mundo.

Entonces todo cambió repentina y catastróficamente. Hasta en el Peloponeso corrían rumores de guerra, desde hacía tiempo, cuando llegó una carta de su padre; una carta dura, hostil, para decirle que las tonterías de la juventud habían terminado y que por su familia y su posición debía regresar de inmediato, mientras fuera posible.

Por lo tanto, se embarcó hacia Australia en los últimos meses de 1938, de regreso a un país que conocía poco, para presentarse ante unos padres que parecían tan remotos y carentes de amor filial como la nobleza victoriana, que era el caso precisamente: no de la reina Victoria, sino del Estado de Victoria.

Su regreso a Australia coincidió con su trigésimo cumpleaños, acontecimiento que aún hoy, más de siete años después, no podía recordar sin un renovado resurgimiento de los horribles temores que lo abrumaban desde mayo pasado. ¡Su padre! ¡Ese despiadado, encantador, ingenioso e increíblemente vigoroso anciano! ¿Por qué no engendró todo un ejército de hijos? No parecía concebible que hubiera producido sólo uno, y tan tardíamente. Semejante carga, ser el único hijo de Longland Parkinson. Querer igualar y aun superar al propio Longland Parkinson.

Por supuesto, eso no era posible. El viejo no se daba cuenta de que era la causa del fracaso de Neil. Sin la amarga y exigente experiencia de la clase obrera que poseía su padre; agobiado por el precioso refinamiento de su madre, Neil sabía que estaba derrotado desde el momento en que fue lo suficientemente grande como para formarse opiniones de este mundo.

Ya era un adolescente cuando se percató de que le importaba su padre muchísimo más que su madre. Y eso pese a la indiferencia paterna y a la empalagosa y estúpida protección materna. Fue un alivio enorme ir a la escuela de internos y establecer una modalidad que seguiría desde ese primer período en Geelong Grammar hasta el día de su trigésimo cumpleaños. ¿Para qué luchar con una situación que era evidentemente imposible? Evítala, ignórala. Al llegar a la mayoría de edad recibió el dinero de su madre, más que suficiente para sus necesidades. Viviría su propia vida, pues, lejos de Melbourne y de sus padres; se haría su propia posición.

Pero la inminencia de la guerra lo destruyó todo. Finalmente, algunas cosas no se podían evitar o ignorar.

La cena de cumpleaños fue espléndida, muy formal. En la lista de invitados figuraban muchas jóvenes debutantes bien educadas, que su madre consideraba candidatas aceptables para casarse con su hijo. En la mesa había dos arzobispos —Iglesia de Inglaterra y Católica Romana—, un ministro de la legislatura estatal y uno de la federal, un médico especialista de moda, el Alto Comisionado Británico y el embajador francés. Naturalmente, su madre era la responsable de todas las invitaciones. Durante la comida apenas observó a las damitas o a los personajes importantes, y en verdad casi no se percató de la presencia de su madre. Toda su atención la concentró en su padre, sentado en el otro extremo de la mesa, con sus perversos ojos azules sacando irreverentes conclusiones acerca de la mayoría de los invitados. Neil no sabía cómo podía adivinar con tanta precisión lo que pasaba por la cabeza de su padre, pero eso le hacía sentir muy bien y desear una oportunidad para hablar con el pequeño anciano que en nada había contribuido a la apariencia de su hijo, salvo en el color y en la forma de los ojos.

Más adelante Neil comprendió la magnitud de su propia inmadurez en esa etapa relativamente tardía de su vida; pero cuando su padre lo tomó del brazo, en el momento en que, por fin, los hombres se levantaron para reunirse con las damas en la sala de estar, se sintió absurdamente complacido por el gesto.

—Ellos pueden arreglarse sin nosotros —dijo el anciano con una risa burlona—. Si desaparecemos, le daré a tu madre un motivo para quejarse.

En la biblioteca, llena de libros encuadernados en cuero, que nunca abrió —para no hablar de leerlos— Longland Parkinson se acomodó en un sillón, mientras su hijo prefirió recostarse en una otomana, a sus pies. El cuarto estaba iluminado difusamente, pero nada podía ocultar las señales de una vida dura en el rostro surcado de arrugas del viejo, ni suavizar la fuerza de una mirada feroz, dura como la piedra, depredatoria. Tras esa mirada se podía advertir una inteligencia que existía con mucha independencia de la gente, de la debilidad emocional o de las consignas morales. Fue entonces que Neil tradujo lo que él sentía por su padre en términos de cariño y reflexionó sobre su propia rebeldía. ¿Por qué amar a alguien que no necesita ser amado?

—No has sido gran cosa como hijo —dijo el viejo sin rencor.

—Lo sé.

—Si hubiese pensado que una carta te traería a casa, la habría enviado hace mucho tiempo.

Neil extendió las manos y las miró: largas, de dedos finos, suaves como las de una muchacha, con el aspecto infantil que sólo adquieren cuando nunca son puestas a trabajar en algo que tenga un sentido espiritual profundo y que sea importante para el cerebro que las controla; pues su pintura no lo había sido.

—No fue tu carta lo que me trajo —dijo lentamente.

—¿Qué fue, entonces? ¿La guerra?

—No.

El candelabro de pared, tras la cabeza del anciano, encendía la calvicie rosada y arrojaba las sombras sobre el rostro, donde los ojos ardían pero la boca permanecía resueltamente cerrada.

—No sirvo —dijo Neil.

—¿No sirves para qué? —Típico de su padre, interpretar dinámicamente la expresión, más que desde el punto de vista espiritual.

—Soy un pésimo pintor.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo alguien que conoce. —Las palabras empezaron a brotar con más facilidad—. Acumulé suficientes obras como para una exposición importante; siempre quise empezar con un éxito, no con una pintura aquí y otras dos allá. Bueno; le escribí a un amigo de París, dueño de una galería donde yo quería hacer mi presentación, y como él siempre acariciaba la idea de unas vacaciones en Grecia, fue a ver lo que yo había hecho. Y no le impresionó, en absoluto. «Muy bonito», dijo. «Muy, muy, encantador, realmente. Pero no hay originalidad, vigor; ni intuición del ambiente». Entonces me sugirió que volcara mi talento en el arte comercial.

Si el viejo se conmovió por la angustia de su hijo, no lo demostró; permaneció sentado y observando con atención.

—El ejército —dijo finalmente— te hará todo el bien del mundo.

—Hacer un hombre de mí, quieres decir.

—Para eso, tendría que empezar de afuera hacia adentro. Yo quiero decir que lo que hay adentro debe tener oportunidad de salir.

Neil se estremeció.

—¿Y qué si no hay nada adentro?

El viejo se encogió de hombros y esbozó una sonrisa indiferente.

—Entonces, ¿no es mejor saber que no hay nada? —preguntó.

No se dijo una palabra sobre adentrarse en los negocios de la familia. Neil sabía que esa discusión era superflua. En cierto modo, tenía la impresión de que a su padre no le preocupaban los negocios. Lo que ocurriera después que tuviera que dejar el control de su empresa no le interesaba. Longland Parkinson era tan indiferente a la construcción de imperios generacionales como con respecto a su esposa y a su hijo. No pretendía ponerlo a prueba; no sentía animosidad porque no estaba a su altura; no necesitaba alimentar su ego pretendiendo que fuera lo que él era, o que lograra lo que él había logrado. Indudablemente, cuando se casó con la madre de Neil sabía qué tipo de progenie iba a engendrar, y no le importaba; con ese matrimonio desdeñaba a la misma sociedad a la que esperaba ingresar por ese medio. En eso, como en todo, Longland Parkinson actuaba para complacerse a sí mismo, para su propia satisfacción.

No obstante, mientras observaba a su padre Neil advirtió en él afecto y una profunda compasión. El viejo, simplemente, pensaba que Neil no tenía talento, y era un buen juez de la personalidad.

De modo que Neil entró en el ejército, por supuesto con jerarquía de oficial. Cuando estalló la guerra lo destinaron a un batallón de la AIF, y lo embarcaron hacia el norte de África, donde disfrutó inmensamente, sintiéndose más cómodo allí que en su propio país. Aprendió el árabe con suma facilidad y prestó en general servicios útiles. Se convirtió en un soldado muy capaz y consciente y descubrió en él una veta de extraordinario valor. Sus hombres lo estimaban, lo mismo que sus superiores; y por primera vez en su vida empezó a estimarse a sí mismo. Después de todo, hay algo del viejo en mí, se dijo exultante, y esperaba con ansiedad que terminara la guerra, pensando en su regreso al hogar, ya maduro, asentado por esas experiencias que le daban una aguda insensibilidad que su padre reconocería y admiraría instantáneamente. Más que nada en la vida, deseaba que esos ojos de ave de rapiña lo miraran Como a uno igual.

Después llegó Nueva Guinea, y luego las Islas, una clase de guerra mucho menos a su gusto que la del norte de África. Allí supo que, cuando él pensaba que su proceso de preparación era completo, realmente sólo había estado jugando. La jungla aprisionaba el alma como el desierto la había liberado; le quitaba la excitación. Pero también le dio fortaleza, una obcecada resistencia que ignoraba poseer. Finalmente dejó de actuar, de cuidarse de su imagen ante los demás, demasiado ocupado en buscar dentro de sí mismo los recursos que aseguraban su supervivencia y la de sus hombres.

En una campaña de menor importancia, sin resultados y extremadamente sangrienta, a principios de 1945, todo terminó. Cometió un error y sus hombres pagaron por él. Toda esa preciosa acumulación de confianza se derrumbó inmediatamente, en forma desastrosa. Si por lo menos lo hubiesen acusado, injuriado, lo habría soportado mejor —se decía—; pero todos, desde los sobrevivientes de su compañía hasta los oficiales superiores, ¡lo perdonaron!. Cuanto más le decían que no tenía la culpa, que nadie era perfecto, que todos cometían un error alguna vez, tanto más se deprimía. Al no tener nada que combatir, vaciló y cayó.

En mayo de 1945 ingresó en el Pabellón X. Cuando llegó lloraba, estaba tan sumergido en su desesperación que no conocía ni le importaba su destino. Durante unos días le permitieron hacer lo que quisiera. Y lo único que deseaba era acurrucarse dentro de sí mismo, estremecerse, llorar y lamentarse. Después la persona que había estado rondando a la distancia empezó a inmiscuirse en su desdicha, convirtiéndose en una irritante molestia. Lo abrumaba, lo intimidaba y hasta lo obligaba a comer. No admitía que en su angustia había algo diferente; le hacía sentar con otros pacientes, cuando en realidad él sólo deseaba encerrarse en su cubículo. Le asignaba tareas, lo aguijoneaba y molestaba para hacerlo hablar, primero de cualquier cosa, luego de sí mismo, lo que prefería infinitamente.

La conciencia primero se despertó con lentitud, y luego pareció dar un salto. Surgían cosas que no estaban directamente relacionadas con él: empezó a ver a los otros pacientes, a observar el mundo que lo rodeaba, a interesarse en el fenómeno del Pabellón X y en la Hermana Honour Langtry.

En la mente de Neil ella tenía nombre e identidad. Al principio no le había agradado. Era demasiado práctica y no le impresionaba el carácter especial de su caso. Pero cuando llegó a la conclusión de que era un típica enfermera del ejército, ella empezó a romper el hielo y a revelar una ternura ausente de la mayoría de las experiencias de los últimos años. Si la Hermana Langtry se lo hubiera permitido, Neil se habría sumergido en ese sentimiento. Nunca, nunca se lo permitió. Sólo cuando se consideró curado empezó a comprender la sutileza con que lo había alentado.

No fue necesario que lo enviaran a Australia para seguir el tratamiento. Pero tampoco lo mandaron de vuelta a su unidad. Al parecer, su comandante prefería que se quedase donde estaba. Momentáneamente la división no actuaba, así que no lo precisaban.

En muchos sentidos, su descanso obligado en el Pabellón X le agradó, pues lo mantenía cerca de la Hermana Langtry, la que lo trataba más como colega que como paciente, y con la que estaba echando las bases de una relación que no tenía nada que ver con el Pabellón X. Pero desde el momento en que se consideró curado y listo para reanudar el servicio, empezó a carcomerlo la duda. ¿Por qué no querían que volviera? Él mismo halló la respuesta: porque no podrían confiar más en él; porque si, por alguna razón, estallaba nuevamente la guerra, no estaría en condiciones de mandar y más hombres morirían.

Aunque todos lo negaban, Neil sabía que ésa era la verdadera razón por la cual, después de casi cinco meses, seguía prisionero del Pabellón X. Pero todavía no entendía por qué persistía su neurosis, principalmente en forma de una extrema inseguridad. Si estallaba de nuevo la guerra, era posible que lo enviaran de regreso al servicio, a prueba, y sin duda cumpliría bien con su deber. La tragedia de Neil era que la guerra realmente había terminado y que no había rnás servicio activo.

Se inclinó para leer el nombre sobre los papeles que la Hermana Langtry tenía en su escritorio y forzó una sonrisa.

—¿Qué molesto, verdad, que lo envíen a último momento?

—Inesperado, sí; queda por ver si es una molestia. Pero no me parece tipo de crear dificultades.

—En eso estamos de acuerdo. Muy blando. Me recuerda un poco a un loro repitiendo su lección.

Sorprendida, la Hermana Langtry apartó la vista de la ventana para mirar a Neil. No era tan torpe para juzgar a los hombres; ni tan crítico.

—Creo que es todo un hombre —dijo la enfermera.

Neil no pudo evitar que se manifestara una inesperada e inexplicable irritación, que lo sorprendió tanto como a ella.

—¡Caramba, Hermana Langtry! —exclamó—. ¿Entonces se siente atraída? ¡De ninguna manera hubiera dicho que era su tipo!

El ceño fruncido de la Hermana Langtry se convirtió en risa.

—¡No se burle de mí, Neil! No es propio de usted, mi querido amigo. Habla exactamente como Luce, y eso no es un cumplido. ¿Por qué es tan duro con el pobre muchacho?

—Sólo estoy celoso —dijo Neil con petulancia, y sacó su cigarrera. Era de oro macizo, muy cara, con sus iniciales en un ángulo. Ningún otro en el pabellón fumaba esos cigarrillos especiales, pero ningún otro era oficial.

Con un movimiento rápido la abrió y ofreció su contenido a la Hermana Langtry, listo el encendedor en la otra mano.

Ella suspiró pero tomó un cigarrillo y lo sostuvo mientras él lo encendía.

—Jamás, jamás debí permitir que me convenciera de fumar clandestinamente mientras estoy de guardia —dijo la mujer—. La Jefa me colgaría, me destriparía y me descuartizaría. Además, dentro de un segundo voy a tener que echarlo. Debo estudiar los papeles de Michael antes de que llegue el coronel Chinstrap.

—¡Oh, Dios! ¡No me diga que tendremos que soportarlo esta noche!

La enfermera pareció divertida.

—Bueno, en realidad soy yo la que tiene que soportarlo, no usted.

—¿Y qué trae a nuestro fornido jefe, durante la noche, a tan apartado lugar del complejo?

—Michael, por supuesto. Lo llamé y le pedí que viniera, porque no tengo instrucciones. No sé por qué está aquí, en la Base Quince, ni por qué lo destinaron al Pabellón X. Personalmente, estoy desconcertada. —Suspiró de repente y estiró los músculos—. Creo que hoy no ha sido un buen día.

—En cuanto a mí concierne, ningún día es bueno en X —acotó Neil sombrío mientras se inclinaba para hacer caer la ceniza del cigarrillo en una carcasa de granada que utilizaba la Hermana Langtry a esos efectos—. He estado consumiéndome en X durante casi cinco meses, Nita. Otros vienen y van, pero yo me quedo aquí, como un lirio en una lata, algo permanente.

Allí estaba, el dolor X, en él y en ella. Era tan exasperante tener que verlos sufrir, incapaz de eliminar la causa, pues estaba arraigada en las propias insuficiencias. La Hermana Langtry sabía, por dolorosa experiencia, que el bien que les hacía durante la etapa más aguda de la enfermedad pocas veces se extendía a ese largo y fatigoso período de la casi recuperación.

—Usted tuvo un fuerte colapso, recuérdelo —dijo ella con suavidad, y comprendió que era un consuelo inútil. Reconoció el comienzo de un ciclo reiterado de conversación, en el que Neil se torturaría a sí mismo por sus debilidades y ella trataría, en general sin resultado, de destacar que ésas no eran necesariamente tales. Neil rió con desdén.

—Yo superé mi colapso hace siglos, y usted lo sabe. —Extendió los brazos al frente, apretó los puños hasta que se anudaron los tendones y los músculos formaron ondas, sin percatarse de que, cuando presenciaba una pequeña exhibición de fuerza física como ésa, la Hermana Langtry se sentía atraída súbitamente hacia él. De haberlo sabido, quizás se hubiera atrevido a dar un paso concreto para consolidar su relación con ella. Besarla, hacerle el amor. Pero en casi todas las circunstancias el rostro de la enfermera ocultó sus pensamientos.

—Quizás ya no sirva como soldado —dijo Neil—, ¡pero seguramente hay algo útil que pueda hacer en algún sitio! ¡Oh, Nita! ¡Estoy tan cansado, tan terriblemente cansado del Pabellón X! ¡No soy un enfermo mental!

El llanto la conmovió. Siempre le sucedía, pero en especial, con este hombre. Tuvo que bajar la cabeza y parpadear.

—No puede durar mucho más. La guerra terminó y pronto volveremos a casa. Sé que ésa no es la solución que usted quiere y comprendo que más bien la tema. Pero trate de creerme cuando le digo que, en cuestión de segundos, encontrará su camino una vez que cambie el panorama y tenga montones de cosas que hacer.

—¿Cómo puedo volver a casa? ¡Allá hay viudas y huérfanos por mi culpa! ¿Y si encuentro a la viuda de uno de aquellos hombres? ¡Yo los maté! ¿Qué podría decirle? ¿Qué podría hacer?

—Dirá y hará exactamente lo que corresponda. ¡Vamos, Neil! Ésos son sólo fantasmas que está explotando para atormentarse, porque no tiene suficientes cosas en que emplear su tiempo en el Pabellón X. Odio decirle que deje de compadecerse, pero eso es lo que está haciendo.

Neil no estaba dispuesto a escuchar, se encerró en su estado de ánimo con una especie de placer invertido.

—¡Mi incompetencia fue directamente responsable de la muerte de más de veinte de mis hombres, Hermana Langtry! Sus viudas y sus huérfanos no son fantasmas, se lo aseguro —dijo con dureza.

Hacía semanas que no lo veía tan deprimido; probablemente, la llegada de Michael lo había afectado. No era tan ingenua como para pensar que la conducta de Neil sólo tenía que ver con ella. El arribo de un nuevo paciente siempre alteraba a los veteranos. Y Michael era un caso especial; no se lo podía dirigir, no parecía dispuesto a ceder bajo el dominio de Neil. Porque Neil tendía a dominar el pabellón, a dictar su política.

—Esta vez tiene que perder, Neil —dijo la Hermana Langtry, lacónicamente—. Usted es correcto, un hombre bueno, y ha sido un oficial bueno y correcto. Durante cinco años nadie cumplió mejor. ¡Ahora escúcheme! Ni siquiera se ha determinado que su error fue realmente la causa de la pérdida de vidas. Usted es un soldado y sabe que cualquier acción es muy complicada. ¡Y eso ya ha pasado! Sus hombres están muertos. Por cierto, lo menos que les debe es vivir con todo su corazón. ¿Qué bien les hace a esas viudas y a esos huérfanos cociéndose a fuego lento aquí, en mi oficina, compadeciéndose no de ellos sino de usted mismo? No hay garantía escrita de que la vida va a ser siempre como queremos que sea. Simplemente tenemos que vivirla; lo bueno y lo malo. ¡Usted lo sabe! ¡Ya es suficiente!

Visiblemente animado, Neil sonrió, tomó la mano de la Hermana Langtry y apoyó en ella su mejilla.

—Muy bien, Nita; mensaje recibido. Trataré de ser un chico más bueno. No sé cómo se las arregla, pero creo que es más su cara que lo que dice. Siempre logra sacarme la angustia. Y si supiera cuánto ha significado usted para mí durante mi estadía en X… Sin usted… —Se encogió de hombros—. ¡Oh, no puedo imaginar lo que habría sido X!

Siempre lograba sacarle la angustia. ¿Pero cómo? ¿Porqué? No era suficiente; la inteligencia de la Hermana Langtry necesitaba saber cuál era la fórmula mágica, pero no lograba atraparla.

Frunciendo el entrecejo, la enfermera miraba fijamente a la cara de Neil y se preguntaba si sería prudente ofrecerle estos pequeños incentivos. ¡Oh, si pudiera separar por completo los sentimientos personales de las obligaciones! ¿En realidad, no le estaría haciendo más mal que bien al interesarse personalmente? Por ejemplo, ¿en qué medida Neil estaba actuando, como un truco para lograr su atención? Sentir más por el hombre que por el paciente destruía la verdadera perspectiva; se encontraría pensando más en el futuro que en el presente, cuando éste debería merecer toda su energía. Reconocía que existían deliciosas posibilidades en una relación con Neil, en tiempos de paz, desde su primer beso hasta la decisión de casarse o no con él; pero estaba mal pensar en eso ahora. ¡Mal, mal!

Como hombre Neil le resultaba atractivo, excitante, interesante. Sus mundos eran muy parecidos, y por eso su amistad era lógica. Le gustaba cómo era él, sus modales, su educación y sus antecedentes familiares. Y le agradaba sobremanera la clase de hombre que era, salvo esa perpetua y lamentable obsesión. Cuando insistía en volver al día de la matanza, como si eso fuera a teñir de duelo el resto de la vida. La Hermana Langtry dudaba mucho de la posibilidad de esa relación. Porque no deseaba gastar su cuota de sentimientos en un lisiado emocional, por más comprensible que fuera. Quería, necesitaba alguien que fuera capaz de satisfacerla en un pie de igualdad, y no que se apoyara en ella mientras la adoraba como a una diosa.

—Para eso estoy aquí, para aliviar el dolor —dijo suavemente, y retiró la mano de forma de no herir los sentimientos de Neil. Los papeles de Michael todavía estaban bajo su otra mano. Los levantó—. Siento tener que interrumpir esto, Neil, pero realmente tengo trabajo que hacer.

Él se puso de pie y la miró con ansiedad.

—¿Vendrá a vernos más tarde, verdad? Este asunto del nuevo interno no se lo impedirá, ¿no?

La Hermana Langtry levantó rápidamente la vista, sorprendida.

—¡Nada puede impedirlo! ¿Acaso alguna vez he dejado de tomar mi última taza de té en el pabellón? —preguntó sonriendo, y luego bajó de nuevo la cabeza, hacia los papeles de Michael.