POR lo menos seis veces por día la Hermana Langtry cruzaba el complejo, entre las habitaciones de las enfermeras y el Pabellón X. Las dos últimas visitas las hacía después de caer la noche. Durante el día gozaba de la oportunidad de estirar las piernas, pero por la noche nunca se sentía tranquila. En su niñez temía la oscuridad y se negaba a dormir sin la luz del velador, aunque por supuesto desde mucho tiempo atrás había cultivado el suficiente dominio de sí misma como para superar ese terror idiota y sin fundamento. Con todo, cuando caminaba por el complejo después de oscurecer, empleaba el tiempo pensando en alguna idea concreta y se alumbraba el camino con una linterna eléctrica. De lo contrario, la amenaza de las sombras se hacía demasiado tangible.
El día del ingreso de Michael Wilson, la Hermana Langtry dejó el pabellón cuando los hombres se sentaron a cenar y regresó al comedor de las enfermeras para su propia comida. Ahora, mientras el haz de la linterna proyectaba un continuo punto luminoso en el sendero, ella retornaba a X para lo que consideraba la más agradable de sus tareas diarias; esa porción de tiempo entre su propio descanso de la cena y la hora de apagar las luces en el pabellón. Esta noche esperaba especialmente que llegara ese momento; un nuevo paciente siempre aumentaba el interés y aguzaba sus sentidos.
La enfermera reflexionaba acerca de las distintas clases de dolor. Parecía que había pasado mucho tiempo desde que discutiera con la jefa porque la destinaban al Pabellón X, protestando furiosa ante la inflexible dama pues no tenía experiencia con enfermos mentales y, en verdad, sentía hostilidad hacia ellos. En aquella oportunidad le había parecido un castigo, una bofetada del ejército como agradecimiento por los años pasados en puestos de evacuación de heridos. Aquélla era otra vida; tiendas, pisos de tierra, polvo en el tiempo seco y barro bajo la lluvia, tratando de mantenerse sana y apta para cumplir con su deber de enfermera, cuando el clima y las condiciones de vida lo abaten a uno implacablemente. Fue un demoledor ariete de horror y angustia, por semanas sin fin, y se extendió por años. Pero aquel dolor era distinto. Ridículo: se podía llorar desesperadamente por un hombre sin brazos, una masa pegajosa de entrañas desparramadas por todas partes, un corazón repentinamente frío y rígido, como un pedazo de carne en la nevera. Pero ésos eran hechos consumados, y se acabó. Uno arreglaba lo que podía, lamentaba lo que no podía arreglar y procedía a olvidar mientras seguía adelante.
En cambio, el dolor de X era un sufrimiento del espíritu y de la mente; no comprendido, a menudo ridiculizado o descartado. Ella misma había considerado su destino a X como un insulto a su capacidad profesional y a sus años de leales servicios. Ahora sabía por qué se había sentido tan ofendida. El dolor del cuerpo, la mutilación física en cumplimiento del deber, hacían resaltar lo mejor de quienes los sufrían. Eran el heroísmo, la nobleza absoluta, los que estuvieron a punto de quebrarla durante aquellos años en los puestos de evacuación de heridos. Pero no había nada noble en un colapso nervioso: un defecto, una prueba de debilidad de carácter.
Con ese espíritu llegó al Pabellón X, los labios apretados por el resentimiento, casi deseando odiar a sus pacientes. Sólo su cabal ética profesional y su escrupuloso cumplimiento del deber la salvaron de cerrarse mentalmente a cualquier cambio de actitud. Después de todo, un paciente era un paciente; una mente que necesitaba ayuda, tan real como un cuerpo que necesitaba ayuda. Decidida a que nadie pudiese acusarla de abandonar sus obligaciones, soportó sus primeros días en el Pabellón X.
Pero lo que convirtió a Honour Langtry de custodio solícito en una persona con demasiado interés para limitarse a ese papel, fue la comprobación de que en la Base Quince nadie se interesaba por los hombres del Pabellón X. No había muchos pacientes del tipo X en un hospital como la Base Quince, que inició su existencia demasiado cerca de la lucha como para equiparse para esa clase de enfermedades. La mayoría de los hombres que terminaban en el Pabellón X provenían de alguno de los otros, como Nugget, Matt y Benedict. Los casos serios de perturbación psíquica eran enviados directamente a Australia; los que venían al Pabellón X estaban menos afectados y sus síntomas se manifestaban en forma más subrepticia. El ejército tenía pocos psiquiatras, ninguno de ellos asignado a lugares como la Base Quince, por lo menos según la experiencia de la Hermana Langtry.
Como allí había poco o nada que hacer en materia de enfermería, empezó a aplicar su considerable inteligencia y la energía ilimitada que la habían convertido en una excelente profesional al estudio de lo que denominó el dolor X. Y se dijo que el reconocimiento, como genuino, del sufrimiento de los hombres de X, era el comienzo de una nueva y completa experiencia en enfermería.
El dolor X era un tormento de la mente, separadamente del cerebro. Amorfo e insidioso, se basaba en abstracciones. Pero, no menos que cualquier dolor o incapacidad física, era una entidad, la ruina de un organismo que, de otro modo, sería sano. Era fútil, ominoso, perturbador y vacuo; la desazón era tremenda y sus efectos mucho más perdurables que el daño físico. Y se conocía mucho menos que la mayoría de las otras ramas de la medicina.
La Hermana Langtry descubrió en sí misma un apasionado interés por las personas que pasaban por el Pabellón X. Quedó fascinada por su interminable variedad, y también se dio cuenta de que poseía talento para ayudarlas activamente durante los peores momentos de su dolor. Por supuesto, tuvo fracasos. Ser una buena enfermera significaba que eso se debía aceptar, siempre y cuando supiera que había ensayado todo lo imaginable. Pero reconociendo que no tenía la preparación adecuada y que era ignorante en la materia, se daba cuenta de que su presencia en el Pabellón X significaba mucho para el bienestar de la mayoría de sus enfermos.
La hermana Langtry también aprendió que el desgaste de energía nerviosa podía ser más agotador, por mucho, que el más pesado de los trabajos físicos. Aprendió a actuar con un ritmo diferente, a cultivar enormes reservas de paciencia. Y a comprender. Aún después de superar sus ligeros prejuicios contra esas «debilidades de carácter», tuvo que enfrentarse a lo que parecía un egocentrismo total en sus pacientes. Para alguien cuya vida de adulto, hasta entonces, se había dedicado a una labor desinteresada, activa, feliz y en gran medida altruista, era difícil entender que el aparente egocentrismo de sus pacientes sólo era una prueba de su falta de personalidad. La mayor parte de lo que aprendió fue por experiencia propia, pues no había nadie que pudiera enseñarle, y poco para leer. Pero Honour Langtry era una verdadera enfermera nata. Siguió batallando, entusiasmada, absorbida, con mucho cariño por esa nueva clase de cuidados.
A menudo, por más tiempo del esperado, no obtenía pruebas tangibles de que había llegado al paciente. Con frecuencia, cuando lograba esa comunicación, se preguntaba si realmente había contribuido en alguna forma. No obstante, ella sabía que ayudaba. De haberlo dudado en algún momento, hace meses habría conseguido un traslado por cualquier medio.
«X es una trampa, pensó, y yo estoy adentro. Más aún, disfruto estando en ella.»
Cuando el haz de luz de la linterna se deslizó sobre el principio de la rampa, la Hermana Langtry la apagó y recorrió el piso de tablas tan silenciosamente como se lo permitían sus botas.
Su oficina estaba del lado izquierdo del corredor, la primera puerta; un cuartito de uno ochenta por uno ochenta, con dos paredes exteriores de tablillas, salvadas de algún ataque submarino. Apenas cabían en ella la pequeña mesa que usaba como escritorio, su silla a un lado, otra para visitantes, del otro lado, y una pequeña área en forma de L con estantes de madera y dos cajones con cerradura, que llamaba archivo. En el cajón superior guardaba las carpetas de todos los hombres que estuvieron internados en el Pabellón X desde su creación; no eran muchas en total. Conservaba copias a máquina de los papeles de los pacientes que fueron dados de alta. En el segundo cajón guardaba las pocas drogas que la jefa y el coronel Chinstrap consideraban necesario que tuviera a mano; paraldehído oral e inyectable, fenobarbital, morfina, AFC para nebulizar, leche de magnesia, creta et opii para nebulizar, aceite de castor, hidrato de cloral, agua destilada, placebos y una botella grande de brandy de hospital de tres estrellas, Chatêau Tanunda.
La Hermana Langtry se quitó su sombrero de ala flexible, sus polainas y sus botas del ejército y las colocó con cuidado detrás de la puerta. Luego acomodó debajo del escritorio su pequeña cesta de mimbre, donde llevaba los escasos objetos personales que usaba mientras estaba de guardia, y se calzó sus zapatos livianos. Como la Base Quince había sido declarada oficialmente zona de paludismo, el personal, después de oscurecer, tenía la obligación de cubrirse de la cabeza a los pies, lo que, con un calor tan atroz, hacía la vida un poco más miserable. En realidad, la copiosa pulverización de DDT, en kilómetros a la redonda, había hecho desaparecer la amenaza del anofeles, pero la regla sobre la vestimenta seguía en vigencia. Algunas de las enfermeras más independientes usaban sus chaquetas grises y sus pantalones largos día y noche, afirmando que las faldas nunca resultaban tan confortables. Pero las que, como Honour Langtry, habían pasado la mayor parte de la guerra en puestos de evacuación de heridos, donde los pantalones eran obligatorios, preferían, en medio del lujo relativo de la Base Quince, un uniforme más femenino.
Además, la Hermana Langtry tenía la teoría de que hacía bien a sus pacientes ver a una mujer con un vestido y no con un uniforme parecido al que ellos usaban. También tenía una teoría sobre el ruido: se quitaba las botas cuando entraba al pabellón después de oscurecer y prohibía a los hombres que las usaran adentro.
Sobre la pared, detrás de la silla de los visitantes, había una colección de retratos a lápiz, unos quince en total: el registro que Neil llevaba de los hombres que pasaron por el Pabellón X durante su estadía, o que todavía estaban internados. Levantó la vista y observó atentamente ese archivo pictórico tan revelador. Cuando trasladaban a un hombre a otra parte, su bosquejo pasaba de la fila central a un lugar más periférico de la pared. Ahora había cinco rostros en la fila del centro, pero cabía con comodidad un sexto. El inconveniente es que no contaba con que apareciera la sexta cara, con el poco tiempo que le quedaba a la Base Quince, terminada la guerra, mudos los cañones. Pero hoy había llegado Michael, un nuevo tema para el ojo penetrante de Neil. Se preguntaba qué vería Neil en Michael, y se encontró esperando el día en que el resultado de esa observación estuviera colgado frente a ella.
Se sentó y apoyó el mentón sobre su mano, mirando con atención la fila central de dibujos.
Son míos, se sorprendió pensando, satisfecha, y bruscamente dejó a un lado tan peligroso concepto. El propio yo —descubrió desde que estaba en X— era un intruso inoportuno, que no ofrecía ninguna ayuda a los enfermos. Después de todo, ella era, si no el arbitro de sus destinos finales, por lo menos punto de apoyo durante su estadía en el pabellón. Eso le concedía un poder considerable, pues el equilibrio de X era muy delicado. Se encontraba en el sitio desde donde podía volcarse hacia cualquier lado, lista para hacer sentir su peso si fuera necesario. Siempre trataba de respetar su propio poder no utilizándolo y no valiéndose de él. Pero a veces, como ahora, la idea de que lo poseía saltó repentinamente al estado consciente y la miró a los ojos, presumiendo demasiado. ¡Peligroso! Una buena enfermera nunca debe desarrollar un sentido de misión, ni debe engañarse a sí misma creyendo que es la causa directa de la recuperación de sus pacientes. Mental o física, esa recuperación se originaba dentro de ellos.
Necesitaba actividad. Se puso de pie, extrajo la cinta que sujetaba sus llaves al interior del bolsillo del pantalón y buscó la que correspondía al primer cajón. Lo abrió y sacó la historia de Michael.