INDECISO, con la vista levantada hacia la entrada sin nombre del Pabellón X, el joven soldado apoyó su bolsa en el suelo mientras consideraba la posibilidad de que ése fuera, realmente, su destino final. El último pabellón del complejo, le dijeron, señalándole el camino agradecidos porque estaban ocupados y él dijo que podría encontrarlo. Con excepción de las armas, que el día anterior debió entregar en el batallón, llevaba encima todas sus cosas, una carga tan conocida que ni siquiera la sentía. Bueno, éste era el último edificio, correcto; pero, de tratarse de un pabellón, era mucho más pequeño que los que había visto en su recorrido. Mucho más silencioso, también. Un pabellón de «troppos». ¡Qué forma de terminar la guerra! No es que importara cómo terminaba. Sólo que terminara.
Por la ventana de su oficina, inadvertida, la enfermera Honour Langtry lo observaba atentamente, entre molesta y fascinada. Molesta porque se lo habían impuesto en una etapa en que esperaba que no admitieran a nadie más, y porque sabía que su arribo alteraría el delicado equilibrio del Pabellón X, aunque fuera en mínimo grado; fascinada, porque el recién llegado era un desconocido al que tendría que aprender a conocer. Wilson, M. E. J.
Era sargento de un ilustre batallón, de una ilustre división. Sobre el borde del bolsillo izquierdo de la casaca tenía la cinta roja, azul y roja de la Medalla y Conducta Distinguida, honrosísima condecoración concedida muy rara vez, junto con las cintas de la Estrella 1939-1945, la Estrella de África, sin un 8, y la Estrella del Pacífico. La tela casi blanca alrededor de su sombrero era una reliquia del Medio Oriente y tenía una insignia bordeada de gris con el color de su división. Su uniforme verde desvaído estaba pulcramente lavado y planchado; el sombrero de ala flexible, con la inclinación reglamentaria, el barboquejo en su lugar y las hebillas de bronce brillantes. No era muy alto, pero sí de aspecto recio; la piel del cuello y de los brazos tostada, del color de la teca. Debía de haber pasado una larga guerra, y observándolo la Hermana Langtry no podía siquiera adivinar las razones por las cuales lo habían enviado al Pabellón X. Quizás parecía algo desorientado, como un hombre acostumbrado a conocer su rumbo que de pronto advierte que sus pasos lo llevan por una senda totalmente extraña. Pero eso puede sentirlo cualquiera que llegue a un lugar nuevo. De las señales más comunes —confusión, desorientación, perturbaciones de conducta— no había ninguna. En realidad —concluyó— el desconocido parecía absolutamente normal, y eso mismo era anormal para el Pabellón X.
De repente el sargento decidió que había llegado el momento de actuar. Levantó su bolsa y empezó a recorrer la larga rampa que llevaba a la puerta de entrada. Precisamente en ese momento la Hermana Langtry dio la vuelta a su escritorio y salió de su oficina al corredor. Se encontraron justo en la cortina espantamoscas, con una sincronía casi perfecta. Un bromista, recuperado mucho tiempo antes y ya de regreso a su batallón, fabricó la cortina con tapitas de cerveza anudadas con metros y metros de línea de pesca, así que en vez de tintinear musicalmente, como las cuentas de vidrio chinas, chocaban entre sí con un murmullo. Por lo tanto, se encontraron en medio de la disonancia.
—Hola, sargento. Soy la enfermera Langtry —dijo ella, recibiéndolo con una sonrisa al mundo del Pabellón X, que era su mundo. Pero la irritación seguía hirviendo lentamente bajo la superficie de su sonrisa, y apareció en el perentorio y rápido ademán de demanda de los papeles de recién llegado, que según advirtió no estaban en sobre cerrado. ¡Esos tontos de recepción! Probablemente Wilson se detuvo en algún sitio y los leyó.
Sin alharacas el sargento descargó una parte de su equipo para saludarla; luego se quitó el sombrero y sin reparos le entregó el sobre con sus papeles.
—Lo siento, Hermana —dijo—. No necesitaba leerlos para saber lo que dicen.
Ella se volvió un poco y por el vano de la puerta de su oficina arrojó con mano experta el sobre, haciéndolo aterrizar sobre el escritorio. Ahí está. Eso para que se dé cuenta de que no pretendía dejarlo allí parado, como un bloque de madera, mientras ella hurgaba en su intimidad. Más tarde habrá tiempo suficiente para leer la historia oficial. Ahora tenía que hacerle sentirse cómodo.
—¿Wilson, M. E. J.? —preguntó, impresionada agradablemente por la calma del sargento.
—Wilson, Michael Edward John —contestó él, con una minúscula sonrisa en los ojos.
—¿Lo llaman Michael?
—Michael o Mike, cualquiera de los dos.
Tenía dominio de sí mismo, o así parecía. Por cierto, no había un desgaste evidente de la confianza de su propia persona. «¡Dios mío, —pensó ella—, haz que los otros lo acepten sin dificultades!».
—¿De dónde viene? —preguntó la enfermera.
—¡Oh! De más arriba —contestó con vaguedad el sargento.
—¡Vamos, sargento, la guerra terminó! Ya no es preciso guardar el secreto. De Borneo, presumo; ¿de qué rincón? ¿Brunei? ¿Balikpapan? ¿Tarakan?
—Balikpapan.
—No podía llegar en mejor momento —dijo la hermana Langtry alegremente y, caminando delante del sargento, lo condujo por el corredor que desembocaba en la sala principal—. Pronto será hora de cenar y la comida no es mala aquí.
El Pabellón X había sido armado con sobrantes, al borde del complejo, como un tardío agregado, pero nunca con el propósito de alojar pacientes que requirieran un delicado tratamiento médico. Podía albergar confortablemente diez camas, doce o catorce en caso necesario, además de las que se podían colocar en la galería. De forma rectangular, estaba construido con tablas usadas de barcos, sin revestir, y pintadas de color marrón claro, que los hombres llamaban «caca de bebé», y tenía piso de madera dura. Las ventanas se podían describir con más precisión como grandes aberturas, sin vidrios, con persianas de madera que protegían de las inclemencias del tiempo. El techo era de hojas de palmera, sin cielo raso.
Había sólo cinco camas en la sala principal del pabellón, cuatro de ellas contra una pared, alineadas en forma adecuada para un hospital, y la quinta fuera de lugar, pues estaba aislada contra la pared opuesta, a lo largo de ella —y no perpendicular—, en contravención a las reglamentaciones.
Eran catres bajos, comunes, prolijamente hechos, sin mantas o cobertores en esa húmeda latitud; sólo una sábana abajo y otra arriba, de calicó crudo más blanco que huesos viejos, a fuerza de lavado. A un metro ochenta sobre la cabecera de cada cama había un aro como los de basketball, del que colgaban metros de tela de mosquitero color verde jungla, plegada con un estilo y una complejidad dignos de Jacques Fath en su mejor época. Junto a cada cama había un viejo armario de chapa.
—Puede poner su equipo sobre esa cama, allí —dijo la Hermana Langtry, señalando el último catre de la fila de cuatro, el que estaba más cerca de la pared opuesta, con aberturas y persianas por uno de los lados y por detrás. Una buena cama para aprovechar la brisa—. Hay otros cinco hombres en X, y me gustaría que los conociera antes que llegue la cena.
Michael puso su sombrero sobre la almohada y los diversos componentes de su equipo sobre la cama; luego se volvió hacia la Hermana Langtry. En el lado opuesto había un área del pabellón que estaba separada por una serie de biombos, como si detrás de ellos yaciera un misterioso moribundo. Pero la Hermana Langtry le indicó tranquilamente que la siguiera y se deslizó entre dos de los biombos con la facilidad que da una larga práctica. Ningún misterio; ningún moribundo. Sólo la larga mesa de refectorio, con un banco a cada lado y una silla de aspecto bastante confortable en la cabecera.
Después había una puerta que daba a una galería, que estaba añadida a un costado del edificio de tres metros de ancho por doce de largo. Debajo del alero, unas cortinas de bambú protegían de la lluvia, pero en ese momento estaban totalmente recogidas. Unos simples postes y travesaños formaban la balaustrada, que no llegaba a la cintura. El piso era de madera dura, como el del pabellón, y redobló como un tambor sin fondo bajo las botas de Michael. Cuatro camas se alineaban contra la pared del pabellón, bastante juntas, pero el resto de la galería estaba amueblado con una colección de diferentes sillas. Cerca de la puerta había una mesa gemela de la otra, pero más larga, con bancos a los costados. Unas cuantas sillas se encontraban desparramadas alrededor, como si esa parte de la galería fuera un sitio preferido para sentarse. La pared del pabellón consistía en su mayor parte de aberturas con persianas, cuyas hojas estaban completamente abiertas para permitir que cualquier soplo de brisa pudiera penetrar al interior, pues si bien la galería estaba orientada a sotavento del monzón, recibía los vientos del sudeste.
El día agonizaba, pero aún no había exhalado el último suspiro; tenues sombras doradas y azules salpicaban el complejo, más allá de la baranda de la galería. Una nube negra, nadando en la luz herida, se asentó sobre las copas de las palmeras, tiesas y doradas como las armaduras de los danzarines balineses. El aire resplandecía y se movía con el lánguido derivar de las partículas de polvo: parecía un mundo hundido en el fondo de un mar inundado de sol. Las brillantes franjas del arco iris se alzaban como un soporte de la bóveda celeste, pero en mitad del arco quedaban cruelmente convertidas en una mancha. Las mariposas diurnas desaparecían, y aparecían las nocturnas; se encontraban y pasaban sin reconocerse, nada más que silenciosos fantasmas aleteantes. Desde las jaulas de las frondosas palmeras llegaban los gorjeos y trinos gozosos de los pájaros.
«¡Oh Dios! Allá vamos —pensaba la enfermera, precediendo al sargento Michael Wilson en su camino hacia la galería. Nunca sé lo que van a hacer, pues cualquiera sea el razonamiento al que obedecen, está más allá de todo, salvo mis instintos, y eso es muy exasperante. En algún lugar, dentro de mí, hay un sentido, una facultad que los comprende, pero mi mente nunca ha podido captarla».
Media hora antes les informó que llegaba un nuevo paciente y se percató de su inquietud. Ella lo había previsto; siempre consideraban al recién llegado como una amenaza y por lo general lo rechazaban, hasta que se acostumbraban a él y se restablecía el equilibrio de su mundo. Esa reacción era directamente proporcional al estado del nuevo paciente. Cuanto más tiempo les quitara, más profundo era su resentimiento. Al igual que todo, las cosas se arreglaban por sí mismas, pues el nuevo pasaría a ser veterano; pero hasta que llegase ese momento la vida de la Hermana Langtry iba a ser difícil.
Cuatro de los hombres estaban sentados alrededor de la mesa, o cerca de ella, tres sin camisa; el quinto yacía acostado sobre la cama más cercana, leyendo un libro.
Sólo uno de ellos se puso de pie cuando llegaron: un individuo alto y delgado, entre los treinta y cinco y los cuarenta años, rubio, más claro todavía por efectos del sol, de ojos azules, vestido con una chaqueta de fajina kaki, descolorida, con cinturón de tela, pantalones largos rectos y botas para el desierto. En las charreteras llevaba las tres insignias de bronce de capitán. La cortesía que demostró al ponerse de pie parecía natural en él, pero sólo estaba destinada a la mujer, a la que sonrió de modo tal que excluía al hombre que la acompañaba, el recién llegado.
Lo primero que observó Michael fue la forma como miraban a la Hermana Langtry, no tanto con cariño sino posesivamente. Pero lo más fascinante era comprobar cómo se negaban a reconocer su presencia, aunque la enfermera lo tomó del brazo y lo hizo avanzar hasta colocarlo a su lado. No obstante, se las arreglaron para no mirarlo, incluso el muchacho algo enfermizo que estaba recostado en la cama.
—Michael: quiero presentarle a Neil Parkinson —dijo la Hermana Langtry, ignorando tranquilamente la atmósfera imperante.
La reacción de Michael fue instintiva. Por las insignias de capitán, se cuadró, preciso como un centinela.
Los efectos parecieron más bien los de una bofetada.
—¡Oh, por Cristo, guárdese el saludo! En X todos estamos pintados con el mismo alquitrán. ¡Todavía no hay grado para los locos!
El entrenamiento mantuvo a Michael en su lugar. Su rostro no indicó reacción alguna ante la grosería mientras pasaba a una informal posición de descanso. Podía sentir la tensión de la Hermana Langtry, pues aunque había retirado la mano de su brazo permanecía lo bastante cerca como para que sus mangas se rozaran. Como si quisiera apoyarlo de algún modo —pensó Michael—, y deliberadamente se apartó un poco. Ésta era su iniciación y tenía que pasar solo la prueba.
—Hable por usted, capitán —dijo otra voz—. No estamos todos embreados con el pincel de los «troppos». Puede llamarse chiflado si le agrada, pero a mí no me ocurre nada malo. Me metieron aquí para hacerme callar, nada más. Soy un peligro para ellos.
El capitán Parkinson se hizo a un lado para dirigirse al que hablaba, un hombre joven que estaba reclinado en una silla, casi desnudo: movedizo, insolente, llamativo.
—¡Y tú también cállate, maldito baboso! —replicó el capitán, con repentino odio y desconcierto en la voz.
«Es hora de intervenir, antes que la cosa se vuelva incontrolable», pensó la Hermana Langtry, más fastidiada de lo que aparentaba. Daba la impresión de que ésta iba a ser una de las peores bienvenidas, si alguna se podía denominar así. La harían en una mezquina clave menor, la conducta que ella siempre encontraba más difícil de aceptar, pues los quería y deseaba estar orgullosa de ellos.
Así que cuando habló lo hizo con serenidad, con graciosa indiferencia, colocando —así lo esperaba— el pequeño enfrentamiento en su perspectiva adecuada para el recién llegado.
—De veras le pido disculpas, Michael —dijo—. Repito: éste es Neil Parkinson. El caballero de la silla, que puso su granito de arena, es Luce Daggett. Y en el banco, junto a Neil, está Matt Sawyer. Matt es ciego, y prefiere que yo lo diga inmediatamente. Eso ahorra posteriores situaciones embarazosas. El que está en aquella otra silla es Benedict Maynard, y sobre la cama, Nugget Jones. Caballeros, éste es nuestro nuevo recluta, Michael Wilson.
Bien; eso era todo. Ya estaba botado. Frágil nave humana, más frágil que la mayoría o no estaría allí, ajustando su velamen a las tormentas, la mar gruesa y las calmas del Pabellón X. Que Dios lo ayude, pensó la Hermana Langtry. No parece tener nada malo, pero algo debe de haber. Es tranquilo, sí, pero eso parecía ser natural en él. Y tiene una fortaleza, un núcleo elástico que no está dañado. Lo que, en mi permanencia en el Pabellón X, constituye un caso único.
La Hermana Langtry miró severamente a los hombres, uno tras otro.
—No sean tan susceptibles —dijo—. Den al pobre Michael una oportunidad.
Neil Parkinson se desplomó sobre el banco riendo y volviéndose de costado para poder observar a Luce mientras dirigía sus comentarios al nuevo recluta.
—¿Oportunidad? —preguntó—. ¡Oh, Hermana, no venga con eso! ¿Qué oportunidad es la de terminar aquí encerrado? El Pabellón X, el saludable establecimiento donde usted se encuentra, sargento Wilson, es realmente el limbo. Milton definió al limbo como un paraíso de tontos, lo que se ajusta a nosotros como anillo al dedo. Y vagamos por nuestro limbo con la misma utilidad, para el mundo y la guerra, que tetas en un toro.
Hizo una pausa para ver el efecto de su oratoria en Michael, que continuaba de pie junto a la Hermana Langtry: un joven agradable, con el uniforme tropical completo, su expresión interesada pero impávida. Normalmente Neil era más amable y servía de amortiguador entre el recién llegado y los demás. Pero Michael Wilson no se ajustaba al molde X. No era inseguro ni estaba emocionalmente disminuido, o aturdido; ninguna de la multitud de cosas que podían encajar en el cuadro. En verdad, Michael Wilson tenía el aspecto de un joven soldado, aunque veterano, recio, apto, en plena posesión de sus medios, que no necesitaba de la preocupación que la Hermana Langtry estaba demostrando por él.
Desde que, unos días antes, llegaron las noticias de la cesación de las hostilidades con el Japón, Neil sentía la angustia del tiempo que se iba, de decisiones aún no tomadas satisfactoriamente, de fuerzas recuperadas pero no puestas a prueba. Necesitaba todo el tiempo que le quedaba a la Base Quince y al Pabellón X, cada segundo, sin la perturbación que seguramente provocaría un hombre nuevo.
—Usted no me parece «troppo» —dijo, dirigiéndose a Michael.
—Tampoco a mí —acotó Luce, riendo entre dientes, y se inclinó para golpear al ciego en las costillas, con demasiada fuerza de maldad—. ¿A ti que te parece, Matt?
—¡Cállate! —interrumpió Neil, desviando su atención. La risita sorda se convirtió en risa abierta; echó la cabeza hacia atrás y estalló en una estrepitosa carcajada, una andanada de sonido sin gracia.
—¡Basta! —dijo bruscamente la Hermana Langtry. Miró a Neil, no encontró ayuda, y luego observó uno por uno a los demás. Pero la resistencia era total; estaban decididos a mostrarse ante el nuevo paciente en espinoso y pendenciero desorden. En esos casos la atormentaba su impotencia; pero la experiencia le había enseñado que no debía presionarlos demasiado. Estos estados de ánimo no duraban; y cuando todo terminaba, el giro en sentido inverso sería más firme.
La Hermana Langtry terminó la presentación de Michael y descubrió que el sargento la estaba mirando atentamente. Eso también era inquietante, pues a diferencia de la mayoría de los pacientes, esos ojos no habían levantado vallas para ocultarse, no rogaban ayuda, carentes de rumbo. Simplemente la observaba con atención, como un hombre puede contemplar una novedad atractiva, o un cachorrito, o algún otro objeto de gran interés sentimental pero de poco valor práctico.
—Tome asiento —le dijo la Hermana Langtry sonriendo y ocultando la molestia que experimentaba al verse así descartada—. Es probable que tenga las rodillas flojas.
Michael se dio cuenta enseguida de que el comentario era más una reprimenda a los otros que una expresión de solidaridad. Sorprendida, la Hermana Langtry hizo sentar al sargento en una silla, frente a Neil y los demás, y luego lo hizo ella de modo de poder observar a los cuatro veteranos. Se inclinó hacia adelante, acariciando inconscientemente la toca gris de su uniforme.
Acostumbrada a concentrar su atención en los que parecían merecerla en un momento determinado, la Hermana Langtry observó que Ben se mostraba inquieto y perturbado. Matt y Nugget tenían la feliz habilidad de ignorar las permanentes disputas entre Neil y Luce, pero Ben se asustaba y si permitía que continuara la discusión sufriría una seria alteración.
Los ojos de Luce, medio cerrados, se posaban en la enfermera con la estremecedora confianza sexual que ella, por su carácter, educación y entrenamiento, consideraba ofensiva; aunque desde que estaba en el Pabellón X había aprendido a contener su disgusto y se interesaba más en descubrir qué era lo que provocaba esa mirada. Sin embargo, Luce era un caso especial. Ella nunca pudo adelantar nada y a veces se sentía un poco culpable por no esforzarse más. Esto —lo admitía sin ambages— ocurría porque, durante su primera semana en el Pabellón X, Luce se había burlado gloriosamente de ella. El hecho de que recuperara con rapidez el buen sentido, sin daño para ninguno de los dos, no podía remediar su falta de criterio en aquel momento. Luce tenía cierto poder y le hacía sentir una timidez que odiaba y que tenía que soportar a la fuerza.
Con un esfuerzo desvió la mirada de Luce y la dirigió hacia Ben. Lo que vio en su rostro alargado, oscuro y contraído la hizo observar casualmente su reloj, que llevaba abrochado en la pechera del uniforme.
—Ben, por favor ¿querría ver qué ha pasado con el asistente de cocina? —preguntó—. La cena está atrasada.
Ben se puso de pie con torpeza, inclinó la cabeza con solemnidad y se dirigió adentro.
Como si ese movimiento hubiera provocado otra línea de pensamiento, Luce se enderezó, abrió sus ojos amarillentos y los dirigió lentamente hacia Michael. De éste los derivó a Neil y después otra vez a la Hermana Langtry, donde se detuvieron pensativos, ahora sin sexualidad.
La enfermera carraspeó.
—Tiene muchas condecoraciones, Michael. ¿Cuándo se incorporó? ¿En la primera tanda? —preguntó.
El sargento tenía el cabello muy corto, que brillaba como metal blanco. Su cabeza era hermosa y su rostro hacía pensar más en huesos que en carne, aunque no tenía el aspecto cadavérico de Benedict. Alrededor de los ojos se marcaban unas finas líneas, y dos profundos surcos corrían entre las mejillas y la nariz. Un hombre, o un muchacho; pero las arrugas eran prematuras. Un tipo franco, probablemente. Ojos grises, no como los de Luce, que cambiaban como camuflaje, que podían volverse verdes o amarillos. Era un gris sin edad, despiadado, muy fijo, con mucho dominio de sí mismo, muy inteligente. La Hermana Langtry absorbió todo eso en la fracción de segundo que empleó Michael para tomar aliento y responder, sin darse cuenta de que todos los ojos estaban fijos en ella y en su interés por el recién llegado, incluso los ojos ciegos de Matt.
—Sí, en la primera tanda —dijo Michael.
Nugget abandonó completamente el gastado diccionario de enfermería que fingía estar leyendo y dio vuelta la cabeza para observar a Michael. Las flexibles cejas de Neil se arquearon.
—Ha pasado una larga guerra —dijo la Hermana Langtry—. Seis años. ¿Cómo se siente ahora?
—Me gustará salir de ella —dijo Michael, objetivamente.
—Pero al principio estuvo ansioso por entrar.
—Sí.
—¿Cuándo cambió de idea?
Michael la miró como si pensara que la pregunta era increíblemente ingenua, pero contestó con suficiente cortesía, encogiéndose de hombros.
—Es nuestro deber, ¿no?
—¡Oh, el deber! —dijo Neil con desdén—. ¡La más indigna de las obsesiones! La ignorancia nos metió en esto y el deber nos mantuvo allí. Me encantaría ver un mundo que educara sus niños para que creyeran que su primer deber es para con ellos mismos.
—Bueno, ¡que me ahorquen si educo a mis hijos para creer eso! —dijo bruscamente Michael.
—No estoy propugnando el hedonismo ni abogando por el total abandono de la ética —dijo Neil impaciente—. Sólo quisiera ver un mundo menos propenso a sacrificar la flor de su humanidad; eso es todo.
—Muy bien; eso se lo admito y estoy de acuerdo —respondió Michael relajándose—. Lo siento; lo interpreté mal.
—No me sorprende —intervino Luce, que nunca perdía oportunidad de irritar a Neil—. ¡Palabras, palabras, palabras! ¿Así los mataste, Neil, hablándoles?
—¿Qué sabes tú de matar, fenómeno de circo? ¡No es como tirarles a los patos! A ti tuvieron que meterte a rastras al ejército, chillando como un cerdo, y luego te acomodaste en un trabajo fácil y agradable, bien lejos del frente, ¿verdad? ¡Me das asco!
—No tanto como me lo das tú, maldito engreído —gruñó Luce—. Uno de estos días voy a comerte las pelotas como desayuno.
Neil cambió mágicamente. Desapareció el enojo y sus ojos comenzaron a danzar.
—Mi querido y viejo muchachito, realmente no valdría la pena —dijo, arrastrando las palabras—. Sabes, son tan pequeñas…
Nugget rió con disimulo, Matt gritó «¡Hurra!», Michael soltó una franca carcajada y la Hermana Langtry hundió repentinamente la cabeza para mirar desesperada su regazo.
Luego, recuperada la compostura, dio fin a la discusión.
—Caballeros, su lenguaje es ofensivo —señaló, fría y tajante—. Cinco años en el ejército pueden haberme enseñado mucho, pero mis sentimientos son tan delicados como siempre. Cuando yo esté lo suficientemente cerca como para escuchar, tendrán la amabilidad de abstenerse de utilizar palabras obscenas —se volvió para mirar con fiereza a Michael—. Eso también vale para usted, sargento.
Michael no dio señal alguna de intimidación.
—Sí, hermana —dijo obediente, y sonrió.
La sonrisa era tan contagiosa y agradable, tan… cuerda, que la hizo sentir excitada.
Luce se puso de pie con un movimiento que fue a la vez natural y artificialmente gracioso, se deslizó entre Neil y la silla vacía de Benedict y se inclinó para desarreglar con impudicia los cabellos de Michael. Éste no intentó eludirlo, ni se mostró fastidiado; pero de pronto se hizo presente una sensación de cautela. ¿Acaso un indicio de que con él no se podía jugar?, se preguntó fascinada la Hermana Langtry.
—¡Oh, te llevarás bien! —dijo Luce, volviéndose para mirar con desdén a Neil—. ¡Creo que tienes competidor, Capitán Universidad de Oxford! ¡Bien! Ha empezado tarde, pero la meta final aún no está a la vista, ¿verdad?
—¡Vete! —dijo Neil violentamente, mostrando sus puños—. ¡Vamos, maldito sea, lárgate!
Luce pasó junto a Michael y la Hermana Langtry con una lánguida torsión de su cuerpo y se dirigió a la puerta, donde chocó con Benedict y retrocedió con un gemido, como si se hubiera quemado. Con rapidez se recobró y frunció la boca despreciativamente, pero se hizo a un lado con una reverencia y un gesto ceremonioso.
—¿Cómo se siente un asesino de ancianos y niños, Ben? —preguntó, y luego desapareció dentro del edificio.
Benedict quedó tan ensimismado, tan destrozado, que por primera vez desde su llegada al Pabellón X Michael se sintió profundamente conmovido. La mirada de esos ojos negros, apagados, le hizo experimentar una honda emoción. Quizá porque era el primer sentimiento sincero que advertía, pensó.
¡Pobre desgraciado! Está como yo me siento, como si alguien hubiera apagado adentro todas las luces.
Cuando Benedict se dirigió a su silla arrastrando los pies como un monje, con las manos tomadas a la altura del pecho, Michael lo siguió con la mirada, estudiando con atención el oscuro rostro. Estaba tan agotado, tan consumido por lo que ocurría en su interior; tan digno de compasión… Y aunque no se parecían, de golpe Michael recordó a Colin, y deseó fervientemente que esos ojos introvertidos lo volvieran a mirar. Cuando lo hicieron, sonrió.
—No dejes que Luce te moleste, Ben —dijo Neil—. No es más que un pelagatos insignificante.
—Es malo —dijo Benedict, como si mordiese las palabras al salir de su boca.
—Todos lo somos, dependiendo de cómo nos mires —replicó Neil con tranquilidad.
La Hermana Langtry se puso de pie. Neil era bondadoso con Matt y Nugget, pero de alguna forma con Ben nunca lograba dar la nota justa.
—¿Averiguó qué ha pasado con la cena, Ben? —preguntó. Por un momento el monje se volvió muchacho. Los ojos de Benedict se enternecieron y ensancharon mientras miraba a la Hermana Langtry con afecto sincero.
—¡Ya viene, Nita, ya viene! —dijo y sonrió agradecido por la consideración que ella había demostrado al asignarle el mandado.
Ella lo miró dulcemente. Luego se volvió.
—Lo ayudaré a acomodar sus cosas, Michael —dijo, pasando al interior. Pero aún no había terminado con el grupo de la galería.
—Caballeros: como se ha hecho tarde, creo que es mejor que cenen adentro, con camisa puesta y mangas hasta la muñeca. De lo contrario, no podrán con los mosquitos.
Aunque hubiese preferido quedarse en la galería para ver cómo era el grupo sin la presencia de la Hermana Langtry, Michael acató la indicación como una orden y la siguió.
El correaje, la mochila y la bolsa con el equipo estaban sobre la cama. De pie, con los brazos cruzados, la Hermana Langtry observó la metódica facilidad con que el sargento procedió a ordenar sus pertenencias. Empezó con la pequeña bolsa que estaba sujeta al correaje; de ella sacó el cepillo de dientes, un mugriento pero precioso pedazo de jabón, tabaco y el equipo de afeitar, y guardó todo ordenadamente en el cajón del armario.
—¿Tenía alguna idea de cómo era esto? —preguntó la Hermana Langtry.
—Bueno; he visto enloquecer a muchos camaradas, pero esto es distinto. ¿Es un pabellón de «troppos»?
—Sí —contestó ella con suavidad.
Michael desató de la parte superior de su mochila el rollo que formaban su manta y su sábana; luego empezó a sacar calcetines, ropa interior, una toalla, camisas limpias, pantalones y shorts. Mientras trabajaba volvió a hablar.
—Es gracioso, pero el desierto no vuelve locos ni a la décima parte de hombres que afecta la jungla. Aunque supongo que eso es razonable. El desierto no lo encierra a uno; es mucho más fácil soportarlo.
—Por eso lo llaman «troppo»… tropical… jungla. —Ella siguió observándolo—. Ponga allí lo que va a necesitar. Hay otro armario allá, donde puede guardar el resto. Yo tengo la llave y, si precisa algo, sólo avíseme… Ellos no son tan malos como deben parecerle.
—Me parecen muy bien —una ligera sonrisa arqueó apenas un extremo de su boca agradable—. Me he visto en peores lugares y situaciones.
—¿No le molesta estar aquí?
Michael se enderezó, con sus botas de repuesto en la mano, y la miró directamente.
—La guerra terminó, Hermana. De todos modos, pronto volveré a casa, y a esta altura estoy tan harto que no me importa mucho dónde espero. —Miró alrededor del cuarto—. Esto es mucho mejor vivienda que el campamento, y el clima mejor que el de Borneo. Hace siglos que no duermo en una cama decente. —Levantó un brazo y recorrió con la mano los pliegues del mosquitero—. ¡Todas las comodidades del hogar, y también una mamá! No, no me molesta.
La referencia a la mamá picó. ¡Cómo se atrevía! Pero el tiempo le desengañaría al respecto. La Hermana Langtry siguió su sondeo.
—¿Por qué no está resentido? ¡Debería molestarle porque estoy segura de que usted no es un «troppo»!
Michael se encogió de hombros y volvió a su bolsa, que parecía contener tantos libros como ropas de repuesto; la Hermana Langtry observó que era un soberbio empacador.
—Supongo que durante largo tiempo he estado actuando bajo órdenes bastante carentes de sentido, Hermana. Créame, el haberme enviado aquí es mucho más sensato que algunas de las órdenes que tuve que obedecer.
—¿Usted mismo se está declarando insano?
Michael rió silenciosamente.
—¡No! En mi cabeza nada marcha mal.
La Hermana Langtry se sintió desorientada. Por primera vez, en su larga carrera de enfermera, no sabía realmente qué decir. Luego, cuando Michael volvió a meter la mano en su bolsa, encontró algo lógico.
—¡Oh, que bueno! Tiene un par de zapatos decente. No puedo tolerar el ruido de las botas sobre este tipo de tablas. —Extendió una mano y revisó algunos de los libros que estaban sobre la cama. En su mayoría, autores norteamericanos modernos: Steinbeck, Faulkner, Hemingway.
—¿Ningún escritor inglés? —preguntó.
—No puedo entenderlos —dijo Michael y juntó los libros para apilarlos en el armario.
Otra vez ese velado desaire. La Hermana Langtry reprimió su irritación que, pensaba, era muy natural.
—¿Por qué? —preguntó.
—Es un mundo que no conozco. Además, desde el Medio Oriente no me he encontrado con ningún inglés para canjear libros. Con los yanquis tenemos más cosas en común.
Como su formación era cabalmente inglesa y jamás había abierto un libro de autor norteamericano, la Hermana Langtry dejó el tema de lado y volvió a lo principal.
—Usted dijo que estaba tan harto que no le importaba dónde tenía que esperar. ¿Harto de qué?
Michael volvió a atar la cuerda alrededor de su bolsa y recogió la mochila vacía y el correaje.
—De todo —contestó—. Ésta es una vida indigna.
La Hermana Langtry descruzó los brazos.
—¿No está asustado de volver a su casa? —preguntó, indicando el camino hacia el otro armario.
—¿Por qué habría de estarlo?
La mujer abrió el armario y se retiró para permitir que Michael colocara su equipo.
—Una de las cosas que he notado cada vez más en los últimos meses, en la mayoría de mis pacientes, e incluso en mis colegas enfermeras, es el temor de regresar a sus casas. Como si después de tanto tiempo se hubiera perdido todo sentido de familiaridad y pertenencia al medio —dijo la Hermana Langtry.
Una vez que terminó, Michael se enderezó y se dio vuelta para mirarla.
—Aquí probablemente ha sucedido eso. Éste es una especie de hogar; tiene cierta perdurabilidad. ¿Usted también tiene miedo de volver?
La Hermana Langtry parpadeó.
—No lo creo —dijo lentamente, y sonrió—. ¿Usted no sabe pedir, verdad?
La sonrisa de Michael fue una respuesta generosa y profunda.
—Eso ya me lo dijeron —respondió.
—Avíseme si necesita algo. Dentro de unos minutos termina mi guardia, pero volveré alrededor de las 7.00.
—Gracias, Hermana, pero todo andará bien.
La enfermera lo miró escrutadoramente a la cara y asintió.
—Sí, creo que andará bien —dijo.