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Cannes, domingo, 25 de diciembre

Hace sol, gente sin abrigo se pasea por la Croisette, cuyas palmeras se recortan sobre el azul del mar, sobre el azul violáceo del Esterel, mientras unas barquitas blancas permanecen como en suspenso en el universo.

He insistido para que mi mujer salga con Géraldine Philipeau, la amiga con la que se ha encontrado en el vestíbulo del Carlton a nuestra llegada, y a la que hacía años que no vela. Se conocen desde antes de conocerme a mí, y al verse han caído la una en brazos de la otra.

Voy a intentar decirlo todo por orden, aunque me parece inútil. Hay un calendario ante mi, pero no lo necesito para acordarme. Estas páginas no son del mismo tamaño que las otras, porque ahora uso papel del hotel.

Acabo de releer lo que escribí en mi despacho la mañana del 19 de diciembre, el lunes, como si esto hubiera pasado en otro universo, en cualquier caso hace muchísimo tiempo, y tengo que hacer un esfuerzo para convencerme de que las Navidades que estoy viviendo son las mismas Navidades a cuyos preparativos asistíamos el domingo, Yvette y yo, en las calles de París.

El lunes por la mañana le hice mandar flores, esta vez cuidando de que se las enviaran a ella, y al mediodía, cuando fui a darle un beso estaba emocionada. No cala en esas cosas, y por eso nunca le había regalado flores, salvo en un café o en una terraza, casi siempre violetas.

—¿Sabes que me tratas como a una dama? —observó—. Ven a ver lo bonitas que son.

Por la tarde estuve en el Palacio de justicia. Había prometido a Viviane volver temprano, porque aquella noche dábamos en casa lo que llamamos la cena del decano, una cena que damos cada año a todos los vejestorios del colegio de abogados.

Mi intención al pasar por el Quai d’Orléans era quedarme sólo unos minutos. Al cruzar la pasarela que une la Cité con la isla de Saint-Louis, levanté los ojos hacia las ventanas del piso. Es algo que no suelo hacer. Las ventanas se recortaban en color rosa, y recuerdo haber pensado que daban la impresión de que tras ellas había un nido confortable y acogedor, de un lugar donde una pareja debía de vivir muy bien. Los jóvenes que se pasean por los muelles, andando de lado porque se abrazan por la cintura, de vez en cuando deben de mirar nuestras ventanas y suspirar:

—Más adelante, cuando nosotros…

No tuve que utilizar mi llave porque al reconocer mis pasos en la escalera Jeanine abrió la puerta, y enseguida comprendí que algo iba mal.

—¿Está enferma?

Jeanine me preguntaba, siguiéndome por la antesala.

—¿No la ha visto?

—No. ¿Ha salido?

No sabía qué cara poner.

—Hacia las tres.

—¿Sin decir adónde iba?

—Sólo que tenía ganas de dar una vuelta.

Eran las siete y media. Desde que vivía en el Quai d’Orléans Yvette nunca había vuelto tan tarde.

—A lo mejor ha ido a hacer unas compras —siguió diciendo Jeanine.

—¿Te lo ha dicho?

—No exactamente, pero me ha contado todo lo que vio ayer en los escaparates. Seguro que va a volver de un momento a otro.

Comprendí que no creía en aquella posibilidad. Yo tampoco.

—¿Se le ha ocurrido de pronto la idea de salir?

—Si.

—¿No ha recibido ninguna llamada telefónica?

—No. El teléfono no ha sonado en todo el día.

—¿Cómo estaba?

Eso era lo que Jeanine no quería confesarme, por temor a traicionar a Yvette.

—¿No quiere que le sirva algo de beber?

—No.

Me dejé caer en un sillón de la sala, pero no estuve allí mucho rato, porque me sentía incapaz de quedarme quieto.

—¿Prefiere que me quede o que le deje solo?

—¿No ha hablado de Mazetti?

—No.

—¿Nunca habla de él?

—Desde hace varios días no.

—¿Hablaba de él con nostalgia?

Dijo que no, y me pareció entender que no era del todo verdad.

—No piense más en eso. Seguro que pronto volverá…

A las ocho aún no había regresado; a las ocho y media tampoco, y cuando sonó el teléfono me apresuré a descolgarlo. Era Viviane.

—¿Te has olvidado de que tenemos catorce personas a cenar?

—No voy a ir.

—¿Qué dices?

—Que no voy a ir.

—¿Qué pasa?

—Nada.

No puedo ir a vestirme para la cena del decano, con mis colegas y sus mujeres.

—¿Algo va mal?

—No.

—¿No quieres decírmelo?

—No. Discúlpame con ellos. Inventa lo que quieras y diles que tal vez pueda ir más tarde.

Pensaba en todas las posibilidades, porque con Yvette todo es posible, incluso que estuviera en una casa de citas con un hombre al que unas horas antes aún no conocía. Eso sucedió en la época de la Rue de Ponthieu. En los últimos tiempos parecía diferente, tenía el aire de otra persona, pero sus metamorfosis son breves.

¿Era en esto en lo que pensaba Jeanine? Se esforzaba por distraerme, aunque con discreción. Terminó por convencerme de que tomara un whisky, e hice bien en hacerle caso.

—No hay que tenérselo en cuenta.

—Yo no se lo tengo en cuenta.

—No es culpa suya.

También ella pensaba en Mazetti. ¿Acaso Yvette llegó a olvidarle? E incluso aunque durante cierto tiempo hubiera llegado a perder todo interés para ella, ¿no es posible que, al acercarse las fiestas, haya sentido como una bocanada de recuerdos?

No es probable que el día anterior nos hubiéramos topado con él entre el gentío del domingo y que no me hubiese dicho nada. Pero nos cruzamos con cientos de parejas, con otros hombres, alguno de los cuales tal vez podía parecérsele, y eso bastaba.

No sé lo que ha pasado. Hago cábalas.

Incluso lo de su maternidad… ¿No habría corrido hasta el Quai de Javel para decírselo?

Los dos nos estremecíamos cada vez que olamos pasos en la escalera. Pero nunca eran para nuestro piso, y nunca como aquel día habíamos oído tan bien los ruidos de la casa.

—¿Por qué no va a su cena?

—Es imposible.

—Así dejaría de pensar. Aquí no hace más que concomerse. Le prometo que cuando vuelva le telefonearé.

Hacia las diez fue mi mujer la que telefoneó.

—Están en el salón. Me he escapado un momento. Seria mejor que me dijeras la verdad.

—No sé cuál es.

—¿Está enferma?

—No.

—¿Un accidente?

—No lo sé.

—¿Quieres decir que ha desaparecido? —Hubo un silencio. Luego dijo de dientes afuera—: Espero que no sea nada grave.

Las once. Jeanine intentó en vano hacer que comiera. No pude. Bebí dos o tres vasos de alcohol, no los conté. No me atrevía a telefonear a la policía por miedo a poner en marcha toda la maquinaria, cuando es posible que la verdad fuera muy sencilla.

—¿Nunca le ha dicho su dirección?

—¿La de Mazetti? No. Sólo sé que vive en el Quai de Javel.

—¿Tampoco el nombre del hotel?

—No.

Se me ocurrió la idea de ponerme a buscar el hotel de Mazetti, pero me di cuenta de que no era factible. Yo conocía el barrio, y si iba de pensión en pensión haciendo la pregunta, ni siquiera me responderían.

A las doce y diez Viviane volvió a llamarme, y me irritó que cada vez me diera una falsa esperanza.

—¿Nada?

—No.

—Acaban de irse.

Colgué y cogí bruscamente el abrigo y el sombrero.

—¿Adónde va?

—Quiero estar seguro de que no le ha pasado nada.

No es lo mismo que telefonear a la policía. Paso por delante de Notre-Dame, entro por detrás en el patio de la Prefectura de Policía, donde sólo se ven unas cuantas ventanas iluminadas. Los desiertos pasillos, en los que resuenan mis pasos, me resultan familiares. Dos hombres vuelven la cabeza al cruzarse conmigo y empujo la puerta de las dependencias de los casos urgentes, donde una voz me saluda con buen humor:

—¡Hombre! Maître Gobillot que nos visita. Debe de estar cometiéndose algún crimen.

Era Griset, un inspector al que conozco desde hace mucho tiempo. Se acercó para estrecharme la mano. Eran tres en una sala muy amplia, con un panel telefónico que contiene cientos de agujeros; de vez en cuando se enciende una luz en un plano mural de París.

Entonces uno de los hombres hunde una clavija en uno de los agujeros.

—¿Barrio de Saint-Victor? ¿Eres tú, Colombani? El coche acaba de marcharse. ¿Es grave? ¿No? ¿Una riña? De acuerdo.

Todos los sucesos de París terminan aquí, donde los tres hombres fuman sus pipas o sus cigarrillos, y uno de ellos prepara café en un infiernillo de alcohol.

Eso me recuerda que Yvette habló de comprar un infiernillo de alcohol, una mañana, hace ya mucho tiempo, cuando yo me vestía, cansado hasta el vértigo.

—¿Quiere tomar una taza?

Se preguntan por qué estoy allí, aunque no es la primera vez que les hago una visita.

—¿Me permite que use su teléfono?

—Llame por este aparato. Tiene línea directa.

Marco el número del Quai d’Orléans.

—Soy yo. ¿Nada?

Claro que no. Me acerco a Griset, que lleva un bigote muy corto en el que el cigarrillo ha acabado por trazar un círculo oscuro.

—¿Les han avisado de algún accidente, de la clase que sea, cuya víctima sea una joven?

—Desde que estoy de servicio, no. Espere.

Consulta un cuaderno de tapas negras.

—¿Cómo se llama?

—Yvette Maudet.

—No. Aquí tengo una tal Bertha Costermans, que ha caído enferma en la vía pública y ha sido hospitalizada, pero es belga y tiene treinta y nueve años.

No me hace preguntas. Miro con atención las lucecitas que se encienden en el plano de París, sobre todo las del distrito XV, el del barrio de Javel. Se me ocurre la idea de telefonear a la Citroën, pero las oficinas estarán cerradas y en los talleres no me darían ninguna información. Aunque me contestaran que Mazetti está ahora trabajando allí, ¿me tranquilizaría del todo? ¿Qué podía significar eso?

—¡Oiga! ¡Grandes-Carrières! ¿Qué ha pasado? ¿Cómo? Sí… Os envío la ambulancia.

Se vuelve hacia mí.

—No es una mujer, sino un norteafricano al que han dado unas cuchilladas.

Sentado en el borde de una mesa, con las piernas colgando, el sombrero tirado para atrás, bebo el café que me han servido, y luego, como no puedo quedarme quieto, echo a andar.

—¿Cómo es esa chica? —pregunta Griset, no por curiosidad, sino con la esperanza de ayudarme.

¿Qué le contesto? ¿Cómo describir a Yvette?

—Tiene veinte años y no los aparenta. Es más bien baja, delgada, lleva un abrigo de castor y el pelo recogido en una cola de caballo.

Vuelvo a telefonear a Jeanine.

—Soy yo otra vez.

—No se sabe nada.

—Voy para allá.

No quiero que mi impaciencia se convierta en un espectáculo, y aquí, que se ve una lucecita encendiéndose cada cinco minutos, es peor que en el Quai d’Orléans. Me han oído. Griset promete:

—Si hay novedad le llamo enseguida. ¿Estará en su casa?

—No.

Le anoto la dirección y el número del Quai d’Orléans.

¿Para qué contar los detalles de aquella noche? Jeanine me abrió la puerta. Ninguno de los dos se acostó, no nos desnudamos, permanecimos en el salón, cada uno en su sillón, mirando el teléfono y sobresaltándonos cada vez que un taxi pasaba bajo las ventanas.

¿Cómo estaba Yvette cuando la dejé aquel mediodía? Trataba de acordarme y no lo conseguía. Hubiera querido recordar su última mirada, como si eso pudiera darme algún indicio.

Vimos amanecer, y antes Jeanine se había quedado dormida dos veces, quizá yo también, sin darme cuenta. A las ocho, mientras ella preparaba café, vi por la ventana a un ciclista con un fajo de periódicos bajo el brazo, y aquello me dio la idea de comprar el periódico. ¿Y si traía alguna noticia de Yvette?

Jeanine miraba las páginas por encima de mi hombro.

—Nada.

Bordenave me telefoneó.

—No se olvide de que está citado a las diez con el ministro de Obras Públicas.

No voy a ir.

—¿Y las otras entrevistas?

—Arrégleselas como pueda.

Irónicamente, cuando hubo la llamada de veras, no fui yo quien descolgó, sino Jeanine.

—Un momento. Sí, es aquí. Se lo paso.

Pregunté con los ojos y comprendí que prefería no decirme nada. Apenas había cogido el auricular oí que estallaba en sollozos a mi espalda.

—Aquí Gobillot.

—Soy el inspector Tichauer. Mi colega de la noche me encargó que le avisara si…

—Si. ¿Qué ha pasado?

—El nombre que nos dio fue Yvette Maudet, ¿verdad? Veinte años, nacida en Lyon. La que el año pasado…

_Sí. —Yo estaba inmóvil, sin respirar.

—Esta noche la han matado a cuchilladas en el Hôtel de Vilna, en el Quai de Javel. El asesino, después de haber vagado durante varias horas por el barrio, acaba de presentarse en la comisaría de policía de la Rue Lacordaire. Un coche ha ido al lugar y han encontrado a la víctima en la habitación indicada. El hombre es un obrero, un tal Mazetti, que lo ha confesado todo.

Lunes, 26 de diciembre

De lo demás me enteré posteriormente, y siguen hablando de ello en los periódicos, donde mi nombre se cita en grandes titulares. Hubiera podido evitarlo. Mi colega Luciani me telefoneó apenas le encargaron de la defensa de Mazetti. Este, indiferente a lo que podían hacer con él, se limitó a indicar en una lista que le presentó el juez de instrucción el primer apellido que sonaba a italiano. Luciani quería saber si debía esforzarse porque no se mencionara mi nombre. Le respondí que no.

Yvette estaba desnuda cuando encontraron su cadáver, con una herida bajo el pecho izquierdo, en la estrecha cama de hierro. Fui a verla. La vi antes de que se la llevaran. Vi el cuarto. Vi el hotel con la escalera llena de aquellos hombres que le daban miedo.

Vi a Mazetti y nos miramos, hasta que fui yo quien desvió la mirada; en su cara no había ni el menor rastro de remordimiento.

A los policías, al juez de instrucción, a su abogado, se limitó a repetir:

—Ella vino a verme. Le supliqué que se quedara, y cuando quiso irse se lo impedí.

O sea, que intentó volver al Quai d’Orléans.

Hacía tiempo que quería hacer aquella visita, y encontraron en la habitación un jersey noruego de lana muy gruesa, tejido a mano, un jersey de hombre parecido al suyo, que debía de ser su regalo de Navidad. La caja de cartón, con el nombre de la tienda, estaba bajo la cama.

La enterramos Jeanine y yo, porque la familia, aunque se la avisó por telegrama, no dio señales de vida.

—¿Qué hago con sus cosas?

Le dije que me daba igual, que se las quedara si quería.

Tuve una entrevista con el juez de instrucción y le anuncié que, ya que no había podido hacerme cargo de la defensa de Mazetti, como hubiese querido, iría a declarar ante el tribunal. Se quedó sorprendido. Todo el mundo me mira como si no consiguiera comprenderme, Viviane también.

Al volver del entierro, me preguntó sin esperanzas:

—¿No crees que te sentaría bien irte de París por unos días? —Contesté que sí—. ¿Adónde quieres ir? —siguió diciendo, asombrada por una victoria tan fácil.

—¿No has reservado una suite en Cannes?

—¿Cuándo quieres que nos vayamos?

—Cuando salga el primer tren.

—¿Esta noche?

—De acuerdo.

Ni siquiera la odio. No me importa que esté cerca de mí o que no esté, que hable o que se calle, que se figure que continúa dirigiendo nuestro destino. Para mí ha dejado de existir.

«Por si algo me ocurriera…», escribí.

Mi colega Luciani, a quien voy a enviar este expediente, tal vez encuentre en él algo que le ayude a hacer que absuelvan a Mazetti, o, como mínimo, que le evite una sentencia demasiado desfavorable.

Yo seguiré defendiendo a crápulas.

Golden Gate, Cannes

8 de noviembre de 1955