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Iba a escribir que en estos últimos tiempos mi vida ha estado demasiado ocupada para que tuviera tiempo de abrir el armario del expediente. Pero no lo estaba menos las semanas anteriores. ¿Cansancio? ¿O es que no sentía la misma necesidad de tranquilizarme?

No obstante, de vez en cuando anotaba unas frases en mi bloc de notas, como un recordatorio que ahora reproduzco explicándolo.

«Jueves, 1 de diciembre

»Pantalones de esquí. Pémal».

El martes por la noche, dos días antes de esta nota, le hablé por vez primera de vacaciones a Yvette, y su reacción fue inesperada. Me miró desconfiadamente y dijo: —¿Quieres enviarme lejos para desembarazarte de mí?

No recuerdo la frase que empleé, fue algo así como:

—Prepárate para pasar las Navidades en la montaña o en la Costa Azul.

La tranquilicé, pero siguió inquieta durante un rato, como si le pareciese que era demasiado hermoso.

—¿Dejará tu mujer que te vayas?

Mentí para evitar que se preocupase:

—Ya he hablado con ella.

—¿Y qué te ha dicho?

—Nada.

Sólo entonces llamó a Jeanine, porque necesitaba tener público.

—¿Sabes lo que acaba de decirme? Que pasaremos las Navidades en la nieve.

Entonces fui yo quien frunció el ceño, porque no pienso llevarme a Jeanine. Afortunadamente no era eso lo que Yvette entendió al oírme hablar en plural.

—O en la Costa Azul —añadí.

—Si se puede elegir, prefiero la montaña. He oído decir que en invierno en la Costa Azul no hay más que viejos. Además, ¿qué haríamos allí, al no poder ni bañarnos ni bronceamos al sol? Siempre he soñado con esquiar. ¿Tú sabes esquiar?

—Un poco.

Hace tiempo tomé unas cuantas lecciones.

Al día siguiente, cuando fui a verla, llevaba puestos, tanto para enseñármelos como para complacerse a sí misma, unos pantalones de esquí de tela de gabardina negra, muy ceñidos, que moldeaban su pequeño y redondo trasero.

—¿Te gustan?

Pémal, que fue a ponemos las inyecciones, la encontró vestida de esta forma, y se bajó los pantalones como un hombre. En la antesala no pudo por menos de pararse delante de los esquíes que ella también había comprado, y me dirigió una mirada interrogativa. Yo dije:

—Pues si, por fin me he decidido a tomarme unas vacaciones. —Le acompañé hasta el rellano y allí le dije en voz baja—: No diga nada de esto en el Quai d’Anjou.

Yvette también había comprado un grueso jersey de lana noruega con unos dibujos que representaban renos. Tendré que ocuparme de reservar las habitaciones del hotel, porque por Navidad en la montaña todo está completo, como pude comprobar tiempo atrás.

«Sábado, 3 de diciembre

»Cena en la Presidencia. Viviane. Madame Moriat».

Jean Moriat, que es presidente del Consejo de ministros, tal como se esperaba, se ha instalado en el palacio Matignon con su mujer, la legítima, pero todas las noches continúa durmiendo en la Rue Saint-Dominique. Aquel sábado daba una cena semioficial, a la que, además de sus colaboradores inmediatos, había invitado a varios amigos. Nosotros estábamos invitados, Corine también, por supuesto. Madame Moriat, a la que apenas conocemos, hacia de anfitriona, pero tan torpemente, con un miedo tan visible a equivocarse, que uno casi sentía deseos de acudir en su ayuda.

No creo que sufra por la infidelidad de su marido. No le guarda rencor, y suponiendo que crea que uno de los dos tiene la culpa, es ella la que se considera culpable. Durante toda la velada, después de la cena, parecía pedir disculpas por estar allí, incómoda en un vestido de gran modisto que le sentaba mal, y en algunos momentos comprometidos vi que se volvía hacia Corine para pedirle consejo.

Es tan profundamente humilde, que ya ni nos atrevemos a mirarla ni a dirigirle la palabra, porque se nota que eso la turba. Sólo respira a sus anchas cuando todo el mundo se olvida de ella y puede quedarse en un rincón, lo cual ha pasado varias veces, sobre todo después de la cena.

Mientras volvíamos en coche, Viviane murmuró:

—¡Pobre hombre!

—¿Quién?

—Moriat.

—¿Por qué?

—En su situación, para él es terrible tener que cargar con una mujer como esa. Si ella tuviese un poco de dignidad, hace tiempo que le hubiese devuelto la libertad.

—¿Le ha propuesto Moriat el divorcio?

—No creo que se haya atrevido.

—Si fuese libre, ¿se casaría con él Corine?

—Es casi imposible que se casen. Sena un suicidio político, porque Corine es demasiado rica, y a él se le acusaría de haberse casado por interés. Me parece que los dos prefieren conservar a esa pobre mujer como pantalla.

Este comentario me impresionó, porque subraya la crueldad de Viviane con los débiles, e indica cómo en su fuero interno debe de juzgar a Yvette, y en qué tono habla de ella a sus amigas.

—¿Va en serio tu proyecto de vacaciones?

—Si.

—¿Adónde?

—Todavía no lo sé.

No sólo sigue pensando en acompanarme, sino que además está segura de que elegiré la Costa Azul, ya que las pocas veces que hemos ido a la alta montaña siempre me quejo de encontrarme en un clima hostil. Apostarla a que no tardará mucho en encargar modelos para la costa, y me prometo a mi mismo no soltar ni una palabra antes del último minuto.

«Domingo, 4 de diciembre

»Bragas de Jeanine».

Me pregunto lo que habrá pensando Bordenave si ha visto esta nota en mi bloc. Aquel domingo, como la mayoría de los demás domingos, pasé la tarde en el Quai d’Orléans. Estaba helando. Los transeúntes andaban deprisa, y en el piso el fuego del hogar despedía un agradable olor. Yvette me preguntó:

—¿Te importa que no salgamos?

Se ha aficionado a quedarse en casa, a acurrucarse ronroneando en la atmósfera caldeada del salón o de la alcoba, y Jeanine, como era de esperar, cada vez ocupa mayor espacio en su intimidad, en la nuestra también, lo cual a veces no deja de incomodarme. Me doy cuenta de que para Yvette es un gran bienestar. Nunca se ha sentido tan tranquila, casi siempre alegre, con una alegría que no parece artificial, como la de antes. No tengo la impresión de que piense mucho en Mazetti.

Llegué a tiempo para tomar café, y mientras Jeanine nos servía, Yvette me aconsejó:

—Tócale las nalgas. —Sin saber por qué me pedía aquello, le pasé la mano por el trasero, e Yvette preguntó—: ¿No notas nada?

Sí, debajo del vestido no llevaba ropa interior, solamente la piel sobre la cual el tejido negro se deslizaba libremente.

—Hemos decidido que no llevase bragas en el piso, es más divertido.

Ahora, la mitad de las veces cuando hacemos el amor, me pide permiso para llamar a Jeanine, y el domingo ni siquiera me lo pidió, como si fuese lo más natural del mundo.

Hay una ligereza encantadora en el estado de ánimo de las dos cuando están juntas, y a menudo, al llegar, oigo que cuchichean o que se ríen, y a veces también veo que por encima de mi hombro intercambian miradas cómplices. Jeanine, que parece haber encontrado su ambiente ideal, es feliz y se desvive por Yvette y por mí. A veces, al acompañarme hasta la puerta, me pregunta en voz baja:

—¿Cómo la ha encontrado hoy? Parece feliz, ¿verdad?

Es cierto, pero la he visto representar demasiadas comedias como para no estar a la defensiva. Cuando estábamos echados, mirando bailar las llamas, Yvette se puso a contar sus experiencias en un tono burlón, irónico, que no siempre armonizaba con las imágenes evocadas, porque gracias a ella me he enterado de perversiones que estaba lejos de sospechar, algunas de las cuales me han dejado anonadado. Ahora ella había de todo como de un juego, dirigiéndose sobre todo a Jeanine, que sorbe sus palabras estremeciéndose.

Aquel domingo descubrí que Yvette no es tan inconsciente como se esfuerza en aparentar. Al quedamos solos y apagar la luz, se acurruca en mis brazos, noto que de vez en cuando tiembla, y en un momento dado le pregunto:

—¿En qué piensas?

Sacude la cabeza, frotando sus cabellos contra mi mejilla, y sólo cuando una lágrima cae sobre mi pecho me doy cuenta de que está llorando. Luego es incapaz de hablar. Conmovido, la abrazo tiernamente.

—Ahora dímelo todo, niña mía.

—Pensaba en lo que pasarla. —Volvió a echarse a llorar, y siguió diciendo con frases entrecortadas—: No podría soportarlo. Me las doy de valiente, siempre me las he dado de valiente, pero… —Hipaba, y comprendí que se estaba sonando en la sábana—. Si me dejases, creo que me echarla al Sena.

Ya sé que no lo haría, porque la muerte le aterra, pero tal vez trataría de hacerlo para cambiar de opinión en el último instante, quizá para provocar la compasión de los transeúntes. A pesar de todo, seguro que se sentirla muy desgraciada.

—Tú eres el primero que me ha dado una posibilidad de vivir dignamente, y aún me pregunto por qué. Yo no valgo nada. Te he hecho sufrir y volveré a hacerte sufrir.

—Calla.

—¿Te contraria hacerlo con Jeanine?

—No.

—También ella tiene que disfrutar. Es buena conmigo. No sabe qué inventar para hacerme la vida agradable, y cuando tú no estás, no siempre soy divertida.

Participo en su comedia. Siempre hay algo de comedia mezclándose con su sinceridad. La última frase, por ejemplo, está de más, y me pregunto si, por el contrario, no será cuando se queda sola con Jeanine cuando está más alegre. Con ella pasa lo mismo que con Mazetti. Aunque me vea en mis aspectos más crudos y menos prestigiosos, sigo siendo el gran abogado que la salvó, y para ella soy además un hombre rico. Juraría que siente por Viviane respeto, admiración, y que le horrorizaría la idea de ocupar su lugar.

—Cuando te canses de mí, ¿me lo dirás?

—Nunca me cansaré de ti.

Los leños crepitan, la oscuridad se tiñe de un color rosa oscuro, oímos a Jeanine, detrás del tabique, que va y viene por su alcoba, y que luego se deja caer pesadamente en su cama.

—¿Sabes que tuvo un hijo?

—¿Cuándo?

—A los diecinueve años. Ahora tiene veinticinco. Lo dejó con una nodriza en el campo, y lo cuidaron tan mal que murió de una enfermedad de los intestinos. Parece que tenía el vientre muy hinchado.

También mi madre me confió a unos campesinos.

—¿Eres feliz, Lucien?

—Sí.

—¿A pesar de todo lo malo que hay en mí? Afortunadamente terminó por dormirse, y yo durante un rato pensé en Mazetti. No ha vuelto a merodear por el Quai d’Anjou, y eso me inquieta, me irrita, como todas las cosas que no comprendo. Me prometo ocuparme de él al día siguiente, y acabo por dormirme también, en el borde de la cama, porque Yvette se durmió con las rodillas dobladas, y no quiero despertarla.

«Martes, 6 de diciembre

»Grégoire-Javel».

No pude hacerlo el lunes, que para mí es un día muy cargado, lleno sobre todo de llamadas telefónicas, porque los que vuelven del fin de semana parecen sentir remordimientos, y se lanzan con frenesí sobre los asuntos serios.

Podría establecer una especie de barómetro del humor de la gente durante la semana. El martes recuperan el equilibrio, su actividad normal, pero sólo para ponerse otra vez febriles el jueves por la tarde, con el fin de acabar lo antes posible e irse al campo el viernes al mediodía, o por la mañana si es posible.

O sea que fue el martes, según mi bloc, cuando telefoneé a Grégoire, a quien conocí en el Barrio Latino y que ahora es catedrático de la Facultad de Medicina. No nos vemos ni siquiera una vez cada cinco anos, pero debido a la costumbre seguimos tuteándonos.

—¿Cómo estás?

—¿Y tú? ¿Y tu mujer?

—Bien, gracias. Quisiera pedirte un favor, porque no sé a quién dirigirme.

—A tu disposición si está en mis manos.

—Se trata de un estudiante, un tal Léonard Mazetti.

—¿Supongo que no será una recomendación para un examen?

De golpe, la voz se hizo más fría.

—No. Me gustaría saber si realmente está matriculado en la Facultad de Medicina, y si últimamente ha asistido de manera regular a clase.

—¿En qué curso está?

—No lo sé. Debe de tener veintidós o veintitrés años.

—Tendré que hablar con secretaría. Te llamo dentro de un rato.

—¿Puede ser una gestión discreta?

—Cuenta con ello.

Se pregunta por qué me interesa ese joven. Yo mismo tampoco sé por qué me tomo tantas molestias. Porque aún hay más. Luego telefoneo a la dirección de Citroën, en el Quai de Javel. Hace unos años defendí un caso en nombre de la empresa, y tuve ocasión de conocer a uno de los subdirectores.

—¿Trabaja aún aquí Monsieur Jeambin?

—Desde luego, ¿de parte de quién?

—Gobillot.

—Un momento. Veré si está en su despacho.

Un poco más tarde una voz diferente, la de un hombre atareado.

—Sí.

—Monsieur Jeambin, quisiera pedirle un pequeño favor…

—Perdón, ¿quién está al aparato? La telefonista no ha entendido bien su nombre.

—Gobillot, el abogado.

—¿Cómo está usted?

—Muy bien, gracias. Quisiera saber si un tal Mazetti trabaja en la empresa como obrero, y en caso afirmativo, si en los últimos tiempos se ha ausentado de forma anormal.

—Es fácil, pero llevará un rato. ¿Quiere volver a llamarme dentro de una hora?

—Preferiría que él no se enterara.

—¿Se ha metido en algún lío grave?

—No, no, en absoluto. Tranquilícese.

—Voy a ocuparme del asunto.

Tuve las dos respuestas. Mazetti no había mentido. Desde hace tres años trabaja en el Quai de Javel, y en pocas ocasiones deja de ir a la fábrica, coincidiendo casi siempre con los periodos de exámenes, salvo las últimas que se sitúan en la época en la que espiaba a Yvette en la acera de la Rue de Ponthieu. Y aun aquella semana sólo dejó de ir al trabajo dos veces.

Lo mismo en la Facultad de Medicina, donde está matriculado en el cuarto curso y sólo hizo novillos durante una semana por la misma época.

Grégoire añadió:

—Me he informado acerca de ese chico, porque no sé exactamente qué es lo que te interesa. No es un alumno brillante, su inteligencia es mediana, por no decir que está por debajo de la media, pero pone tanta voluntad en estudiar que aprueba los exámenes con buenas notas, y acabará la carrera. Supongo que puede ser un excelente médico rural.

Mazetti había reemprendido, pues, el ritmo regular de su existencia, trabajando por la noche en el Quai de Javel, y durante el día yendo a sus clases o al anfiteatro anatómico.

¿Quiere decir eso que se ha calmado y que empieza a curarse? Quisiera creerlo. Pienso en él lo menos posible.

De no ser por él, el periodo actual sería el mejor que he tenido desde hace mucho tiempo.

«Jueves, 8 de diciembre

»Saint-Moritz».

Esta vez nieva a grandes copos blandos que aún no cuajan en el suelo, pero que ya dejan estelas blancas en los tejados. Eso me recordó que tenía que reservar nuestra habitación del hotel si queríamos ir de vacaciones por Navidad. Al principio dudé entre Megève o Chamonix, donde había estado tiempo atrás con Viviane. Leí en un periódico que todo estaba completo para las fiestas. Eso no significa que no quede nada libre, ya sé cómo son los periódicos, pero recordé que muchos de mis jóvenes colegas, aficionados al esquí, acuden a estas dos estaciones.

No tengo la intención de ocultar a Yvette. No me avergüenzo de ella. Además, no me faltan motivos para suponer que todo el mundo está al corriente.

Pero no por eso sena menos desagradable tropezar en el mismo hotel con abogados con los que me cruzo todos los días en el Palacio de justicia, sobre todo porque irán acompañados de sus mujeres. No me importa hacer el ridículo. Necesariamente quedaré en ridículo con los esquíes. Pero quiero evitar a Yvette todo incidente que pueda estropear nuestras vacaciones, y con ciertas mujeres, eso podría ocurrir.

Por eso en resumidas cuentas me decidí por SaintMoritz. Allí el público es diferente, más internacional, menos familiar. El lujoso decorado del Palace al principio le resultará incómodo, pero allí será más fácil que conservemos cierto anonimato.

Telefoneé. Pude hablar con el jefe de la recepción, y pareció conocer mi nombre, aunque nunca me hubiera alojado allí. Me dijo que estaba todo casi completo, pero que podía reservarme una habitación con cuarto de baño y un saloncito. Precisó:

—Con vistas a la pista de patinaje.

Aquel mismo día, Viviane, después de cenar, abrió el último número de Vogue y me señaló un vestido blanco con pliegues muy marcados que no carecía de estilo.

—¿Te gusta?

—Mucho.

—Lo he encargado esta tarde.

Para Cannes, no tengo la menor duda. El modelo se llama «Costa Azul», pero no sonreí, no tengo ningunas ganas, porque a medida que se acerca la hora de las explicaciones, cada vez me doy más cuenta de que va a ser duro.

Tanto más duro cuanto que mi actitud de estos últimos tiempos la tranquiliza. Es la primera vez, que yo sepa, que se engaña de un modo tan notable. Al principio se inquietó al verme de mejor humor, más sereno. Tal vez incluso habló de ello con Pémal, quien la ve bastante a menudo, e ignoro lo que le pueda haber respondido.

—Tengo la impresión de que las vitaminas te sientan bien.

—¿Por qué no?

—¿No te sientes mejor que hace dos semanas?

—Supongo que sí.

Quizá piense también que el hecho de tener a Yvette tan al alcance de la mano, a dos pasos de la casa, empieza a saciarme en cierta manera. No sospecha que ocurre todo lo contrario, y que ahora irme del Quai d’Orléans por unas horas me parece algo monstruoso.

Que se compre, pues, vestidos para la Costa Azul. Nada impedirá que vaya sola, mientras Yvette y yo estemos en Saint-Moritz.

Durante mucho tiempo he tenido la tendencia de sentir compasión por Viviane. Ya no. La observo fríamente, como si fuera una extraña. Sus reflexiones sobre la pobre Madame Moriat, al salir del palacio Matignon, han influido en mi actitud. Al evocar el pasado he descubierto que Viviane nunca ha sentido compasión por nadie.

Al principio, ¿se compadeció de Andrieu? Claro que yo sería el último que podría reprochárselo. A pesar de todo, es un hecho, y si ahora tuviese treinta años, o incluso cuarenta, no dudaría en sacrificarme como sacrificó a su primer marido.

Eso me recordó de qué manera había muerto, y me desazona en el momento de irme a Saint-Moritz, que no está lejos de Davos.

«Domingo, 11 de diciembre

»Jeanine».

Me pregunto por qué escribí este nombre en mi bloc al volver a casa. Debía de haber una razón. ¿Fue un pensamiento concreto o bien solamente pensaba en ella de una forma bastante vaga?

Puesto que era domingo, pasé la tarde en el Quai d’Orléans, y ahora recuerdo que también me quedé hasta que se hizo de noche, pero no me quedé a dormir, porque teníamos que reunimos con Moriat, que daba una cena política hacia las diez y media en la Rue Saint-Dominique. Fue aquella noche cuando Viviane anunció que pasaríamos las vacaciones de Navidad en el sur, en Cannes, precisó sin consultarme, y Corine me dirigió una mirada que me hizo suponer que algo sabe acerca de mis proyectos.

¿Qué pasó con Jeanine que no hubiera pasado los otros domingos y algunas noches de entre semana? Cada vez se siente más a sus anchas con nosotros, sin ninguna inhibición, e Yvette observó en un momento dado:

—Cuando yo era niña ya soñaba con vivir en un lugar en el que todo el mundo fuese desnudo y se dedicara a acariciarse y a hacerse unos a otros todo lo que les venga en gana. —Sonrió evocando estos recuerdos—. Yo llamaba a eso jugar al Paraíso Terrenal, y tenía once años cuando mi madre me pilló jugando al Paraíso Terrenal con un niño que se llamaba Jacques.

No fue a causa de esta frase por lo que escribí el nombre de Jeanine. Supongo que tampoco a causa de otra reflexión de Yvette, que nos miraba muy seria, a Jeanine y a mí, que estábamos enlazados.

—¡Tiene guasa! —dijo de pronto con una risa que nos inmovilizó.

—¿Qué es lo que tiene guasa?

—¿No has oído lo que acaba de decirte?

—Que le hacía un poco de daño.

—No exactamente. Ha dicho: «El señor me hace un poco de daño».

»Me parece muy divertido, es como si te hablase en tercera persona para pedirte permiso para…

El final de la frase era crudo; la imagen, cómica. En estas circunstancias le gusta emplear palabras precisas y vulgares.

¡Ah, sí, ya me acuerdo! Fue una reflexión que hice y de la que quise acordarme, aunque no tenga mucha importancia. Jeanine parece haber tomado a Yvette bajo su protección, no contra mí, sino contra el resto del mundo. Parece haber comprendido lo que nos une, lo cual me parece extraordinario, y se esfuerza por establecer alrededor de nosotros como una zona de seguridad.

No puedo explicarme con precisión. Después de la sesión a la que acabo de aludir, sería ridículo hablar de un sentimiento maternal, y sin embargo es eso en lo que pienso. Para ella se ha convertido en un juego, también en una razón para vivir y hacer feliz a Yvette. Me agradece haberlo intentado antes que ella, y aprueba todo lo que hago en este sentido

En cierta manera es como si también me acogiera a mí bajo su protección, aunque si yo dejara de comportarme como hasta ahora, si por ejemplo surgiera una disputa o una disensión entre Yvette y yo, toparía con ella como con una enemiga.

No es lesbiana ni moral ni físicamente. A diferencia de Yvette, antes de venir al Quai d’Orléans nunca había tenido experiencias con las mujeres.

No importa. Ya no me acuerdo por qué pensaba en todo eso al volver a casa. Para ser más exactos, no sospechaba que eso iba a relacionarse con un hecho posterior.

Solamente ahora sé por qué razón quiso aconsejarme aquel domingo: «Hoy no la canse demasiado».

«Martes, 13 de diciembre

»Caillard».

Una defensa extenuante, tres horas luchando a brazo partido con el jurado para acabar obteniendo una condena de diez años de cárcel, cuando, de no ser por las circunstancias atenuantes que he logrado que aceptaran, todavía no sé por qué milagro, a mi cliente le hubiera caído una condena de trabajos forzados a perpetuidad.

En vez de quedarme agradecido, me miró con dureza, mascullando:

—Para eso no valía la pena armar tanto jaleo.

Confiaba tanto en mi fama que estaba seguro de que le absolverían. Se llama Caillard, y casi lamento —porque lo merece— que no le hayan retirado de la circulación para siempre.

Me encontré a Yvette ya acostada a las nueve de la noche.

—Sería mejor dejarla dormir —me aconsejó Jeanine.

No sé lo que me pasó. O, mejor dicho, sí lo sé. Después del desgaste nervioso de una defensa importante, después del mal rato que se pasa esperando el veredicto, siempre necesito una expansión brutal, y durante años me precipitaba a una casa de citas de la Rue Duphot. No soy el único que hace estas cosas.

Acababa de ver a Yvette durmiendo por la rendija de la puerta. Tuve una vacilación, y miré interrogativamente a Jeanine, que se ruborizó un poco.

—¿Aquí? —dijo en un susurro, respondiendo a mi muda pregunta.

Dije que sí con la cabeza. Sólo quería una rápida sacudida. Un poco más tarde oí la voz de Yvette que nos decía:

—¿Os estáis divirtiendo mucho los dos? Abrid la puerta, que yo os pueda ver.

No estaba celosa. Cuando me acerqué a darle un beso, me preguntó:

—¿Lo ha hecho bien?

Y se volvió de lado para dormirse de nuevo.

«Miércoles, 14 de diciembre

»????».

Por fin me ha hablado Jeanine, me ha acompañado hasta el rellano de la escalera y me lo ha dicho. A las once de la mañana Yvette aún seguía en la cama, muy pálida, y observé que en la bandeja aún estaba su desayuno intacto.

—No te preocupes. No es nada. ¿Tienes los billetes de tren?

—Desde ayer. Los llevo en el bolsillo.

—No los pierdas. ¿Sabes que es la primera vez que voy a viajar en coche-cama?

Me había parecido preocupada, decaída y borrosa, como si la estuviera viendo a través de un velo, y en la antesala pregunté a Jeanine:

—¿No será por lo de ayer?

—No… ¡Chist!

Entonces me acompañó hasta el rellano de la escalera.

—Es mejor que se lo diga ahora mismo. Lo que la inquieta es que cree estar encinta, y no sabe cómo se lo va a tomar usted.

Me quedé inmóvil, con una mano sobre la barandilla, los ojos muy abiertos. No analicé mi emoción, y aún soy incapaz de hacerlo, sólo sé que fue una de las más inesperadas y violentas de toda mi vida.

Necesité unos minutos para recobrar mi sangre fría, y entonces aparté bruscamente a Jeanine y volví a subir unos escalones. Entré corriendo en su alcoba gritando:

—¡Yvette! —Ignoro cómo era mi voz ni qué expresión tenía mi cara, mientras ella se incorporaba en la cama—. ¿Es verdad?

—¿El qué?

—Lo que acaba de decirme Jeanine.

—¿Te lo ha dicho?

Me pregunto cómo no comprendió enseguida que mi emoción se debía a la felicidad.

—¿Estás enfadado?

—¡Claro que no, pequeña mía! Todo lo contrario. ¡Y yo que anoche…!

—Precisamente.

Esta era la razón por la que el domingo Jeanine me pidió que no cansara a Yvette.

Entre mi mujer y yo nunca se ha hablado de hijos. Es un tema del que nunca habla, y por eso y también por las precauciones que siempre ha tomado, he sacado la conclusión de que no los quería. Además, nunca he visto que mirara a un niño en la calle, en la playa o en casa de unos amigos. Para ella es un mundo que le es ajeno, que le parece vulgar, casi indecente.

Me acuerdo del tono con que dijo, cuando nos anunciaron que la mujer de uno de mis colegas estaba encinta por cuarta vez:

—Hay mujeres que han nacido para hacer de conejas. Y a algunas incluso les gusta.

Diríase que la maternidad le repugna; tal vez lo considere como una humillación.

Yvette estaba intimidada en su cama, avergonzada, pero no por el mismo motivo.

—Mira, si prefieres que no lo tenga…

—¿Te había pasado antes de estar conmigo?

—Cinco veces. No me atrevía a decírtelo. No sabía qué es lo que tenía que hacer. Con todos los problemas que ya te he creado…

Yo tenía los ojos empañados y no la abracé. Me daba miedo ser teatral. Me contenté con tomarle la mano y besársela por segunda vez. Jeanine tuvo el tacto de dejarnos solos.

—¿Estás segura?

—Nunca se puede estar segura tan pronto, pero hace ya diez días. —Me vio palidecer, y al comprender la causa se apresuró a añadir—: He echado las cuentas. Si es eso sólo puede ser tuyo.

Yo tenía un nudo en la garganta.

—Seria raro, ¿no? Eso no impide que vayamos a Suiza. Me quedo en cama porque Jeanine no deja que me levante. Dice que si quiero tener el niño, tengo que reposar unos días.

¡Qué chica más rara! ¡Qué chicas más raras las dos!

—¿De verdad estás contento?

¡Evidentemente! Aún no he reflexionado sobre el asunto. Ella tiene razón al decir que esto traerá complicaciones. Pero a pesar de todo estoy contento, emocionado, conmovido, como no recuerdo haberlo estado nunca.

—Dentro de dos o tres días si no hay novedad, iré a ver al médico y me harán una prueba.

—¿Por qué no lo haces enseguida?

—¿Quieres? ¿Tienes prisa?

—Sí.

—En este caso enviaré una muestra al laboratorio mañana por la mañana. Jeanine la llevará. Llámala. —Y a Jeanine—: ¿Sabes que quiere que lo tenga?

—Lo sé.

—¿Qué ha dicho cuando le has dado la noticia?

—Nada. Se ha quedado quieto, y yo casi tenía miedo de que se cayera por las escaleras, luego casi me tira al suelo al salir corriendo.

Se burla de mí.

—Insiste en que lleves una muestra al laboratorio mañana por la mañana.

—Entonces tengo que ir a comprar un frasco esterilizado.

Todo eso les es familiar a las dos.

Me esperan en el despacho. Bordenave telefonea para que yo le dé instrucciones. Jeanine responde al teléfono.

—¿Qué le digo?

—Que estaré allí dentro de unos minutos.

Es mejor que me vaya, porque en este momento aquí ya no tengo nada que hacer.

«Jueves, 15 de diciembre

»Envío de la muestra. Cena en la embajada».

Se trata de mi embajador sudamericano, que dio una cena íntima, pero de un refinamiento extremado, para celebrar nuestro éxito. Gracias a Moriat, las armas navegan libremente hacia no sé qué puerto en el que las esperan con ansiedad, y el golpe de Estado se prevé para el mes de enero.

Además de mis honorarios recibí una pitillera de oro.

«Viernes, 16 de diciembre

»Espera. Viviane».

Esperar el resultado de la prueba, que no se conocerá hasta mañana. Impaciencia de Viviane.

—¿Ya has reservado nuestra suite en el hotel?

—Todavía no.

—Los Bernard van a Montecarlo.

—¿Ah sí?

—¿Me escuchas?

—Has dicho que los Bernard van a Montecarlo, y como eso no me interesa he dicho: «¿Ah sí?».

—¿No te interesa Montecarlo? —Me encojo de hombros—. Yo prefiero Cannes. ¿Y tú?

—Me da lo mismo.

Dentro de pocos días todo va a cambiar, pero por el momento, ante ella, me siento casi etéreo. Mi sonrisa la desconcierta, porque ya no sabe qué pensar, y de pronto se enfada.

—¿Cuándo piensas hacerlo todo?

—¿Todo para qué?

—Para Cannes.

—Aún hay tiempo.

—No lo hay si queremos tener una suite en el hotel Carlton.

—¿Por qué en el Carlton?

—Porque siempre nos alojamos allí.

Para quitármela de encima, le dije:

—Pues telefonea tú.

—¿Puedo encargárselo a tu secretaria?

—¿Por qué no?

Bordenave oyó cómo telefoneaba a Saint-Moritz. Comprenderá, no dirá nada y volverán a enrojecérsele los ojos.

«Sábado, 17 de diciembre

»Es que sí».