Miércoles, 30 de noviembre
Ha venido, eligiendo tan mal como le ha sido posible el día y la hora.
El domingo por la noche Yvette salió por primera vez desde que vive en el Quai d’Orléans. Primero me aseguré de que nadie merodeaba por los alrededores. Me tomó del brazo, y mientras andábamos estuvo todo el tiempo como colgada de él, de un modo que con frecuencia he envidiado a las parejas de enamorados. Había algunas en los bancos, en los jardincillos de Notre-Dame, a pesar del frío, y eso me hizo pensar en mis vagabundos del Pont-Marie. Le hablé de ellos a Yvette.
—Hacía ya algún tiempo que habían desaparecido —le conté— y esta mañana volvía a haber dos bajo las mantas.
Se sorprendió de que un hombre como yo se interesase por gente así, lo comprendí por la mirada que me dirigió, como si aquello me acercase un poco más a ella
—¿Les observas con prismáticos?
—No se me había ocurrido.
—Pues yo lo voy a hacer.
—Espera. Esta mañana la mujer ha sido la primera en levantarse, y ha encendido fuego entre dos piedras. Cuando el hombre surgió de su montón de harapos, me di cuenta de que era pelirrojo, de que ya no era el mismo. Este es más alto, más joven.
—A lo mejor han metido en la cárcel al otro.
—Es posible.
Cenamos en la Rôtisserie Périgourdine, donde eligió los platos más complicados, y luego entramos en un cine del Boulevard Saint-Michel. Me pareció que al ver de lejos el hotel en el que yo la instalé después del proceso, se le ensombreció la cara. Para ella sería muy triste volver a verse en la miseria, o aunque sólo fuera en cierta clase de estrechez. El piso de Miss Wilson produce mucho efecto. Hasta la calle, donde soplaba un viento frío que hacía que los transeúntes fueran muy deprisa, le daba un poco de miedo.
Ponían una película triste, y varias veces en la oscuridad su mano buscó la mía. Al salir le pregunté qué quería hacer, y contestó sin vacilar:
—Volver a casa.
Algo más bien inesperado, ya que incluso cuando aún vivía en la Rue de Ponthieu, siempre retrasaba el momento de regresar. Por vez primera se siente amparada, tiene la impresión de un lugar propio. La dejé enseguida, porque el lunes tenía una mañana muy cargada, como casi todas mis mañanas. Desde hace un mes, o sopla mucho viento o llueve, y apenas hemos tenido medio día de sol. La gente está acatarrada, irascible. En el Palacio de justicia incluso han tenido que aplazarse varios juicios porque alguna de las partes padecía gripe.
Aquella noche mi mujer y yo teníamos que cenar en casa de Corine, donde casi nunca nos sentamos a la mesa antes de las nueve y media, y donde, desde hace varios días, reina cierta efervescencia. El país está sin gobierno. Los diferentes jefes posibles han sido convocados en el Elíseo uno tras otro, se han estudiado todas las combinaciones, y se dice que en el último momento será Moriat, que ya lleva en el bolsillo la lista de su gabinete. Según Viviane, quiere formar, como parece que es lo más aconsejable cuando el público pierde confianza, un gobierno de especialistas elegidos al margen del personal político
—Si no fuera por dos o tres asuntos demasiado escandalosos que has llevado, sólo dependería de ti ser ministro de justicia —añadió mi mujer.
A mí jamás se me hubiera ocurrido. A ella sí. Lo curioso es que el reproche implícito de haber aceptado ciertos asuntos lo formule ella, que ya debe de haber olvidado el incidente de Sully.
Salí del Palacio de justicia bastante temprano, unos minutos antes de las seis, me dirigí al Quai d’Orléans, y allí me encontré a Yvette con un nuevo deshabillé, delante del hogar encendido.
—Estás frío —me dijo cuando la besé—. Date prisa en calentarte.
Al principio pensé que eran las llamas del hogar las que le daban un centelleo inhabitual a sus ojos, como un aire travieso. Luego supuse que quería darme una sorpresa, porque puso una prisa febril en preparar los Martinis mientras yo me calentaba sentado en un puf.
—¿Te acuerdas de lo que te dije el otro día?
Yo no tenía la menor idea de lo que me estaba hablando.
—Esta tarde las dos hemos hablado de eso. No es una broma. A Jeanine la alegraría. Me ha confesado que hace dos meses que no tiene ningún amigo, y que cada vez que hacemos el amor no tiene más remedio que acariciarse en la cocina. —Había vaciado su vaso y espiaba mi reacción—. ¿La llamo? —No me atreví a decir que no. Fue hacia la puerta—. ¡Jeanine! Ven. —Y dirigiéndose a mí, añadió—: ¿No te importa que también tome una copa? He preparado tres. —Estaba muy excitada—. Voy a disponer las luces mientras tú la desnudas. ¡Sí, sí! Tienes que hacerlo tú, porque la primera vez una mujer siempre se siente incómoda al quitarse la ropa. ¿Verdad, Jeanine?
Muchos de mis amigos, de mis clientes, tienen una manía o una aberración sexual cualquiera; yo nunca había descubierto ninguna en mí. Casi a mi pesar me dediqué a desnudar a aquella muchacha rubia y carnosa que se reía diciendo que le hacia cosquillas.
—Ya te dije que tenía muy buen cuerpo. ¿No es verdad? Sus pechos son tres veces más grandes que los míos, y sin embargo se aguantan bien. Si los tocas, los pezones se pondrán tiesos.
—¿Lo has probado?
—Esta tarde.
Eso explicaba la atmósfera que yo había encontrado al entrar en el piso.
—Desnúdate tú también, y los tres pasaremos un buen rato.
Las dos habían estado hablando antes de mi llegada, esbozando un programa bastante detallado, y lo que me sorprende es que todo transcurriera sin vulgaridad.
—Primero acaríciala, porque yo no necesito que me pongan a tono.
Más tarde insistió en ocupar mi lugar.
—Déjame a mí. Te enseñaré lo que hay que hacer.
Está orgullosa de demostrarme que puede proporcionar a una mujer los mismos placeres que yo, orgullosa también de su cuerpo, más que de su belleza, que no tiene nada de extraordinario, del uso que hace de él, de su habilidad para dar placer.
—Mira, Jeanine. Después tú probarás lo mismo.
En ella hay un exhibicionismo infantil. Durante dos horas se comportó como esos músicos de jazz que improvisan hasta el infinito variaciones sobre un mismo tema, y cuyos ojos ríen a cada nuevo descubrimiento.
—Nunca me habías confesado que tenías experiencia con las mujeres.
—Cuando Noémie y yo dormíamos en la misma cama, solíamos divertimos. Al principio ella no quería.
Luego se acostumbró a despertarme casi todas las noches y a tomarme la mano y ponérsela luego sobre su bajo vientre.
,¿Quieres? —murmuraba, sin despertarse del todo. Noémie era muy perezosa, se dejaba hacer sin moverse, y después volvía a dormirse enseguida.
En otro momento Yvette dijo una frase que me sorprendió. Ya nos había servido de beber dos veces, y ella también había bebido.
—Es curioso —observó— que aún me guste tanto, después de haberlo hecho tan a menudo para comer y no dormir en la calle. ¿No te parece?
Los tres estábamos desnudos cuando el timbre del teléfono llenó la habitación, y aunque los timbres del teléfono son impersonales enseguida supe que quien llamaba era mi mujer. Sólo pronunció una frase:
—Son las nueve, Lucien.
Respondí como si me hubieran pillado en falta:
—Ahora voy.
Más tarde, al volver de la Rue Saint-Dominique, donde no vimos a Moriat, supe que Yvette y Jeanine no se habían vuelto a vestir después de irme yo, que siguieron bebiendo Martinis, contándose historias y a veces divirtiéndose con su cuerpo. No cenaron, se limitaron a picar algo en la nevera.
—Qué lástima que tuvieras que irte. No puedes imaginarte lo divertida que es Jeanine cuando se desmelena. Parece que sea de goma. Puede adoptar posturas tan difíciles como las de los acróbatas de circo.
Esta mañana yo estaba vacío. No es que quiera decir que me remordiera la conciencia o que estuviera avergonzado, pero la experiencia me había dejado un regusto extraño y cierta inquietud.
Quizá todo se deba a que desde hace algún tiempo entreveo la futura etapa. Trato de no pensar en ella, de convencerme de que ya estamos bien así, que no hay ningún motivo para cambiar.
Hice el mismo razonamiento cuando alquilé para Yvette la habitación del Boulevard Saint-Michel, y más tarde cuando la instalé en la Rue de Ponthieu. Desde que la conozco, una fuerza oscura me empuja hacia delante, con independencia de mi voluntad.
Cada vez me resulta más penoso quedarme a solas con Viviane, salir con ella, ser para todo el mundo su marido, su compañero, mientras Yvette se aburre esperándome.
¿Se aburre de veras? Yo diría que sí. Por mi parte, siento siempre el mismo «vacío», el mismo desequilibrio angustioso cuando estoy lejos de ella.
Tiene que llegar el momento en que me plantee la única solución aceptable: que comparta por completo mi vida. No ignoro lo que significa eso ni sus consecuencias inevitables. Todavía me parece algo imposible, pero, con el tiempo, ¡he visto pasar tantas cosas imposibles!
Hace un año, también el Quai d’Orléans hubiera parecido un imposible, e incluso hace tres meses.
Viviane, que lo nota, se dispone a la lucha. Porque no renunciará sin defenderse ferozmente. No sólo la tendré a ella contra mí, sino al mundo, el Palacio de justicia, los periódicos, nuestros amigos, que son más sus amigos que los míos.
No será mañana. Eso sigue perteneciendo al dominio del sueño. Me aferro al presente, me esfuerzo porque me guste, por encontrarlo aceptable. Pero conservo la suficiente lucidez para comprender que esto no ha terminado.
Precisamente a causa de este estado de ánimo, la escena de los tres de anteayer me preocupa. Desde el momento en que ha pasado una vez, volverá a pasar. Tal vez sea la manera de que Yvette no vaya a buscar sus placeres fuera de casa, pero es posible que la cosa no quede ahí y que lo que ha pasado en el Quai d’Orléans pase fatalmente más tarde en el Quai d’Anjou.
Después de una ducha fría, el miércoles por la mañana ya estaba en mi despacho a las ocho y cuarto, haciendo varias llamadas y despachando los asuntos corrientes antes de la conferencia que debíamos celebrar a las nueve.
Los tres hombres acudieron puntualísimos a la cita, y nos pusimos a trabajar mientras Bordenave cuidaba de que nadie nos molestase.
Se trata de un asunto muy importante, la adquisición, por Joseph Bocca, y sin duda por personajes que están tras él, de una cadena de grandes hoteles. Uno de mis interlocutores era el sucesor de Coutelle, que se ha retirado y vive en Fécamp, un muchacho más joven que usa el titulo de conde y frecuenta asiduamente Fouquet’s y Maxim’s, donde le he visto muchas veces.
Teníamos frente a nosotros a uno de mis colegas, con quien mantengo excelentes relaciones, que representaba a los vendedores, acompañado de un señor gordo y tímido que llevaba una pesada cartera de mano, y que resultó ser el más hábil de los expertos en materia de leyes sobre sociedades.
La operación no tiene nada de equivoco. Se trata solamente de estudiar sus modalidades con el fin de evitar los impuestos en la medida de lo posible.
El señor gordo repartió cigarros, y a las diez de la mañana el aire de mi despacho era azulado y olía como un fumoir después de la cena. De vez en cuando yo oía el timbre del teléfono en el despacho de al lado, y sabía que Bordenave estaba allí para responder. No me preocupaba lo más mínimo. Hace ya tiempo que le di instrucciones de interrumpirme en medio de cualquier trabajo, de cualquier conversación, tan pronto como llamara Yvette, y eso ha pasado varias veces. Imagino lo que le cuesta a mi secretaria obedecer mis órdenes.
Eran un poco más de las diez y media, y nuestra reunión seguía, cuando dieron un golpecito en la puerta. Bordenave entró sin esperar respuesta, como siempre le digo que haga, se acercó a mi escritorio, dejó sobre él una de las fichas que empleamos para las visitas y se quedó esperando mi contestación.
En la ficha no había más que una palabra escrita con bolígrafo, un nombre: Mazetti.
—¿Está aquí?
—Desde hace media hora.
Bordenave tenía la cara seria, inquieta, lo cual me hace suponer que sabe de lo que se trata.
—¿Le ha dicho que estaba reunido?
—Sí.
—¿No le ha rogado que volviera en otro momento?
—Ha contestado que prefería esperar. Hace un instante me ha pedido que le llevara su ficha, y no me he atrevido a contrariarle.
Mi colega y los otros dos hablaban a media voz, por discreción, para que no pareciera que estaban escuchando.
—¿Cómo está?
—Más impaciente que cuando llegó.
—Repítale que estoy ocupado y que lamento no poder recibirle inmediatamente. Que espere o que vuelva, lo que prefiera.
Entonces comprendí por qué había interrumpido la reunión.
—¿Tengo que hacer algo?
Supongo que pensaba en la policía. Negué con la cabeza, aunque me sentía mucho menos tranquilo de lo que quena aparentar. Aquella visita me hubiera inquietado menos quince días atrás, cuando Mazetti montaba guardia bajo mis ventanas, porque entonces eso hubiera sido una reacción natural. No me gustaba que hubiese reaparecido de aquel modo después de dos semanas sin dar señales de vida. Aquello no encajaba con mis previsiones. Fallaba algo.
—Señores, les pido disculpas por esta interrupción. ¿Dónde estábamos?
—Si se trata de un asunto importante, quizá podríamos volver a reunimos mañana.
—En absoluto.
Tuve el suficiente dominio de mí mismo como para continuar la conversación durante tres cuartos de hora, y no creo que ni una sola vez perdiera el hilo de lo que estábamos hablando. En el Palacio de justicia dicen que soy capaz de escribir el texto de una defensa difícil mientras dicto la correspondencia y hago además varias llamadas telefónicas. Exageran, pero sí es verdad que puedo seguir el curso de dos ideas a la vez.
A las once y cuarto mis visitantes se pusieron en pie, el gordo y bajito guardó sus documentos en la cartera, ofreció una nueva ronda de cigarros, como para recompensamos, y nos dimos la mano delante de la puerta.
Una vez solo, apenas tuve tiempo de volver a mi sillón del despacho cuando entró Bordenave.
—¿Le recibirá ahora?
—¿Sigue nervioso?
—No sé si a eso se le puede llamar nerviosismo. Lo que no me gusta es que tiene la mirada fija, y habla solo en la sala de espera. No sé si hace usted bien…
—Hágale pasar cuando yo llame.
Di unos pasos por el despacho sin ningún motivo concreto, como los atletas que calientan los músculos antes de una competición. Dirigí una mirada al Sena, y luego, sentado, abrí el cajón donde se encuentra al alcance de la mano la pistola automática. Puse una hoja de papel encima, para que el arma no estuviera tan a la vista y aquello no pareciera una provocación. Sabía que estaba cargada. Pero mi prudencia no llegó al extremo de quitarle el seguro.
Aprieto el botón y espero. Bordenave debía ir a buscar al visitante a la sala de espera, supongo que la pequeña, la misma en la que, hace poco más de un año, también Yvette estuvo esperando largamente. Oigo los pasos de dos personas que se acercan, un ligero golpe y la puerta se entreabre.
Mazetti avanza más o menos un metro, y me parece más pequeño de lo que recordaba, más torpe también, con un aire más de obrero de fábrica que de estudiante.
—¿Desea hablar conmigo?
Le señalo el sillón, al otro lado de mi escritorio, pero él espera de pie a que mi secretaria haya cerrado la puerta, escucha para asegurarse de que se ha alejado.
Ha visto salir a mis tres visitantes. El aire aún está opaco por el humo, y hay colillas de puros en el cenicero. Ha registrado todo eso. Sabe, pues, que Bordenave no le ha mentido.
Está recién afeitado, viste con pulcritud. No lleva abrigo, sino una cazadora de cuero, porque tiene la costumbre de ir en motocicleta. Me parece más delgado, con los ojos más hundidos en las órbitas. Le creía guapo. No lo es. Tiene los ojos demasiado juntos, y la nariz, que debió de rompérsele, está torcida. No me impresiona. Más bien siento compasión, y por un momento me figuro que ha venido para hacerme confidencias.
—Siéntese.
Se niega. No tiene ganas de sentarse. De pie, con los brazos caldos, vacila, abre dos o tres veces la boca antes de articular:
—Necesito saber dónde está ella.
La voz suena ronca. No ha tenido tiempo de aclararse la garganta ni de familiarizarse con la atmósfera un poco solemne de mi despacho con galería. Otros antes que él ya se sintieron intimidados allí.
No me esperaba, así a bocajarro, una pregunta tan sencilla, tan clara, y busco una respuesta.
—En primer lugar, permítame decirle que nada le indica que yo sepa dónde se encuentra ella.
Los dos hemos dicho «ella», como si no fuese necesario mencionar ningún nombre.
Torció ligeramente los labios en una sonrisa amarga. Sin darle tiempo para responder, seguí:
—Suponiendo que yo lo sepa y que ella prefiera que nadie conozca su dirección, no tengo ningún derecho a dársela a usted.
Mirando fijamente el cajón entreabierto, repitió:
—Necesito verla.
Me resulta incómodo que siga de pie cuando yo estoy sentado, y no me atrevo a levantarme, porque quiero que la automática continúe al alcance de mi mano. La situación es ridícula, y por nada del mundo quisiera que nuestra entrevista fuese registrada por una cámara de cine o por un magnetófono.
¿Qué edad tiene? ¿Veintidós años? ¿Veintitrés? Hasta ahora he pensado en él como un hombre: era el macho que perseguía a Yvette, y ahora está ante mi como si fuera un chiquillo.
—Escúcheme, Mazetti… —Tampoco es mi voz. Busco el tono sin encontrarlo, y el resultado no me hace sentir orgulloso—. La persona de la que habla ha tomado una decisión y se la ha comunicado lealmente…
—Fue usted quien dictó la carta.
Me puse colorado. No consigo evitarlo.
—Aunque yo se la dictase, fue ella quien la escribió, sabiendo lo que hacía. O sea, que decidió su futuro con pleno conocimiento de causa.
Alzó los ojos para dirigirme una mirada triste y dura a la vez. Empezaba a comprender lo que quería decir Bordenave.
Tal vez se deba a sus gruesas cejas, que se juntan sobre la nariz, el que su cara tenga una expresión de disimulo, se advierte en él una violencia contenida que podría estallar de un momento a otro.
¿Por qué no estalla? ¿Qué es lo que le impide levantar la voz para colmarme de injurias y de reproches? ¿No es sobre todo el hecho de que soy un hombre importante, célebre, y que le recibo en un ambiente cuya riqueza le impresiona?
Él es hijo de un albañil y de una lavaplatos, se crio con sus hermanos y hermanas en un barrio pobre, y siempre ha oído hablar de los patronos como de seres inaccesibles. Para él, a partir de cierto nivel social, los hombres están hechos de otra pasta distinta de la suya. También yo casi conocí esto, en mis comienzos del Boulevard Malesherbes, y sin embargo no me pesaba una herencia tan cargada de humildad.
—Quiero verla —repitió—. Tengo cosas que decirle.
—Siento mucho no poder atender su deseo.
—¿Se niega a darme su dirección?
—Lo lamento.
—¿Sigue viviendo en París?
Trataba de engañarme, de tenderme una trampa, como lo hubiese hecho Yvette. Le miré sin decir nada, y siguió hablando con una voz más sorda, la cabeza gacha, sin mirarme.
—Usted no tiene derecho a hacer esto. Sabe que la quiero.
Tal vez hice mal contestando:
—Ella ya no le quiere.
¿Voy a empezar a discutir de amor con un joven, esforzándome por demostrarle que Yvette me pertenece, discutiendo las razones que tenemos para considerarla posesión nuestra?
—Deme su dirección —repitió obstinadamente.
Al ver que metía la mano en el bolsillo, hice un leve movimiento hacia el cajón abierto. Lo comprendió enseguida. Lo que iba a sacar era el pañuelo, porque está resfriado, y murmura:
—No tenga miedo. No llevo armas.
—Yo no tengo miedo.
—Entonces dígame dónde está Yvette.
¿Qué camino ha recorrido su pensamiento durante quince días, en los que no ha dado la menor señal de vida? Lo ignoro. Entre él y yo se levanta un muro. Yo esperaba violencia, y me encuentro ante algo sordo, malsano, inquietante. Incluso se me ocurrió la idea de que se había introducido en mi despacho con la intención de suicidarse.
—Dígamelo. Le prometo que será ella quien decida. —Luego añade, para tentarme—: No tiene nada que temer.
—Yvette no quiere volver a verle.
—¿Por qué?
¿Qué podía responder a esta pregunta?
—Lo siento, Mazetti. Le ruego que no insista, porque mi posición no cambiará. No tardará usted en olvidarla, créame, y entonces… —Me detuve a tiempo. No podía llegar tan lejos y decirle: «… y entonces me estará usted agradecido».
En aquel momento sentí que se me encendían las mejillas, porque volvió a mi memoria una imagen del día anterior, nuestros tres cuerpos desnudos en el agua turbia de un espejo.
—Se lo pido otra vez…
—Ya le he dicho que no.
—¿Se da cuenta de lo que hace?
—Hace mucho tiempo que tengo la costumbre de aceptar la responsabilidad de mis actos.
Me parecía estar recitando frases malas en un drama aún peor.
—Algún día se arrepentirá.
—Eso es asunto mío.
—Es usted cruel. Está cometiendo una mala acción.
¿Por qué también decía palabras que yo no esperaba oír, adoptando una actitud que no era la propia de aquel cuerpo de joven bruto? Hubiera sido el colmo que se echara a llorar, y tal vez estuvo a punto de ocurrir, porque vi que le temblaban los labios. ¿No era acaso rabia contenida?
—Una mala acción y una ruindad, Monsieur Gobillot.
Al oírle pronunciar mi apellido me estremecí, y lo de llamarme «Monsieur» ponla súbitamente en nuestra conversación una curiosa nota de solemnidad.
—Una vez más, lamento tener que negarme.
—¿Cómo está Yvette?
—Bien.
—¿No habla de mí?
—No.
—¿Es que…? —Vio que ya exasperado apretaba el botón—. Lo lamentará.
Bordenave, que estaba muy atenta, abrió la puerta.
—Acompañe a Monsieur Mazetti.
Entonces, de pie en medio del despacho, nos miró fijamente a ella y a mi, y aquello duró una eternidad. Volvió a abrir la boca, no dijo nada, se limitó a inclinar la cabeza y a dirigirse hacia la salida. Yo permanecí inmóvil durante unos minutos, y cuando oí que arrancaba el motor de la motocicleta, me precipité hacia la ventana, y lo vi, con su cazadora de cuero, sin nada en la cabeza, con los rizados cabellos al viento de noviembre, adentrándose en la Rue des Deux-Ponts.
Si hubiese tenido alcohol en mi despacho, me hubiera servido una copa, para quitarme el mal sabor que tenía en la boca, y que me parecía como el mal sabor de la vida.
Aquello, más que inquietarme, me turbó. Sé que voy a hacerme nuevas preguntas a las que no será fácil contestar.
Tuve que interrumpirme para responder a una llamada telefónica de un adversario que me preguntaba si estaba de acuerdo en un aplazamiento. Dije que si sin discutir, y eso le sorprendió. Luego llamé a Bordenave y, sin aludir para nada la visita que acababa de recibir, le dicté durante una hora y media, después de lo cual subí a almorzar.
Hay una antigua cuestión que me fastidia, que me ha fastidiado a menudo, y siempre termino por rechazarla, a menos que me contente con una explicación que sólo me convence a medias. Desde mi adolescencia, puedo decir que desde mi niñez en la Rue Visconti, dejé de creer en la moral convencional, la que se aprende en los libros de la escuela y se vuelve a encontrar más tarde en los discursos oficiales y en los artículos de los periódicos de orden.
Veinte años en mi profesión, el hecho de frecuentar lo que suele llamarse la sociedad parisiense, incluyendo a las Corine y a los Moriat, no han contribuido precisamente a que cambiara de opinión.
Cuando le quité a maître Andrieu a Viviane, no me consideré una persona indigna ni me sentí culpable, como tampoco tuve un sentimiento de culpabilidad al instalar a Yvette en el Boulevard Saint-Michel.
Yo no era culpable de nada, tampoco ayer cuando Jeanine se unió a nuestros juegos ante el gran espejo en el que a Yvette le gustaba mirarnos. Me sentí más descontento conmigo mismo en Sully, a orillas del canal, cuando acepté lo que me proponía Joseph Bocca, porque era una cuestión de principios, porque era algo que no correspondía a la idea que yo me había hecho de mi carrera.
Luego me ha sucedido otras muchas veces, sobre todo en el campo profesional, envidio la reputación de honradez de algunos de mis colegas, o la serenidad de las mujerucas que salen de misa.
No me arrepiento de nada. No creo en nada. Nunca he tenido remordimientos, lo que me desazona de vez en cuando es que se apodere de mí la nostalgia de una vida diferente, de una vida que se pareciera precisamente a la de los discursos de repartos de premios y de libros ilustrados.
¿Me he engañado acerca de mí mismo desde el comienzo de mi existencia? ¿Conoció mi padre estas mismas angustias, y lamentó no ser un mando y un padre de familia como los demás?
¿Quiénes son los demás? Sé bien por experiencia que las «familias como las demás» no existen, que basta rascar la superficie e ir al fondo de las cosas, para encontrar los mismos hombres, las mismas mujeres, las mismas tentaciones y las mismas flaquezas. Sólo cambia la fachada, el mayor o menor grado de franqueza o de discreción… ¿de ilusiones?
Pero, de ser así, ¿por qué periódicamente me siento inquieto, como si fuera posible comportarme de una manera distinta?
Una persona como Viviane, ¿conoce estas mismas desazones?
La encuentro en el piso de arriba erguida y limpia, con un vestido de lana oscura sin más adorno que un broche de diamantes.
—¿Te has olvidado de que hoy es la subasta Sauget en el hotel Drouot?
Desde que compré el piso del Quai d’Orléans Viviane se ha entregado a un frenesí de gastos, sobre todo comprando objetos personales, en concreto joyas, como para vengarse o para establecer una compensación. La subasta Sauget es de joyas.
—¿Cansado?
—No mucho.
—¿Tienes alguna vista?
—Dos, pero nada del otro mundo. Para la tercera, más difícil, mi adversario pide un aplazamiento.
¡Si pudiera perder la costumbre de escrutarme como para sorprender mis secretos en mi cara, o tal vez un momento de debilidad! Se ha convertido en una manía. Es posible que siempre la haya tenido, pero antes yo no me daba cuenta.
Albert servía la mesa, concienzudo, silencioso.
—¿Has visto las últimas noticias de Moriat?
—No he leído los periódicos.
—Está formando gobierno.
—¿La lista que Corine nos leyó ayer?
—Con algunos cambios de poca importancia. Uno de tus colegas será ministro de justicia en el nuevo gobierno.
—¿Quién?
—Adivínalo.
No tengo ni la menor idea, y el asunto me deja indiferente.
—Riboulet.
Lo que yo llamaría un ambicioso honrado, quiero decir, un hombre que utiliza su reputación de honradez para llegar muy arriba, o, si se prefiere, que ha elegido la honradez porque a veces es el camino más fácil. Tiene cinco hijos, que educa en los principios más estrictos, y dicen que pertenece a la orden tercera de los oblatos. No me sorprendería, porque se encarga de casi todas las causas eclesiásticas, y es a él a quien se dirigen los ricos que quieren que les anulen el matrimonio en Roma.
—¿Has visto a Pémal?
—Esta mañana no. Tenía una reunión.
—¿Continúa dándote inyecciones?
Lo que quiere es hacerme confesar que ahora me las pone en el Quai d’Orléans. Todo esto resulta penoso. Aún no somos enemigos, pero ya no tenemos nada que decirnos, y las comidas cada vez son más desagradables.
Sólo piensa en recuperarme, o, dicho de otra manera, en que rompa con Yvette, por cansancio o por cualquier otro motivo, mientras que yo, por mi parte, no tengo más obsesión que la de ver a Yvette ocupando su lugar.
¿Cómo vamos a mirarnos a la cara en estas condiciones? Estoy seguro, por ejemplo, sentado a la mesa de pronto se me ha ocurrido la idea, de que si estuviese al corriente de la visita de esta mañana y conociera la dirección de Mazetti, Viviane no dudarla en hacerle saber, de una forma u otra, dónde está Yvette.
Cuanto más pienso en ello más me asusto. En el lugar de Mazetti, me pregunto si no telefonearla a Viviane para hacerle la pregunta que esta mañana me ha repetido tantas veces. ¡Ella no iba a dejarle sin contestación!
Ya es hora de que recupere mi equilibrio. La mayoría de mis problemas de salud se deben al cansancio, y eso me da una nueva idea que basta para que olvide las otras. Ya que se me repite sin cesar que debería tomar vacaciones, ¿por qué no aprovechar las de Navidad e ir a algún sitio, a la montaña o a la Costa Azul con Yvette? Sería la primera vez que viajaríamos juntos, y también la primera vez que ella vería otros decorados que no fueran Lyon y París.
¿Cómo reaccionará Viviane? Preveo dificultades. Se defenderá, hablará del perjuicio que me causaría desde el punto de vista profesional.
Estoy muy excitado ante esa perspectiva. Antes hablaba de una nueva etapa. Trataba de adivinar cómo podía ser. Ahora ya lo sé, un viaje los dos juntos, como un verdadero matrimonio.
Esta palabra me suena como algo maravilloso. Yvette y yo nunca hemos formado un matrimonio. Al menos lo seremos por unos días, y el personal del hotel la llamará «Madame».
¿Cómo es posible que en pocos minutos mi humor haya podido cambiar tanto?
—¿Qué te pasa?
—¿A mí?
—Si. Acabas de pensar en algo.
—Has sido tú quien me hablaba de mi salud.
—¿Y qué?
—Nada. Se me ha ocurrido que se acerca la Navidad y que tal vez me permita un poco de descanso.
—¡Por fin!
No sospecha la verdad, de lo contrario no hubiese suspirado con alivio: «¡Por fin!».
Tengo que pasar un momento por casa de Yvette, de camino al Palacio de justicia, para anunciarle la gran noticia. Cómo se realizará mi proyecto aún no lo se, lo único que sé es que se realizará.
—¿Adónde piensas ir?
—No tengo ni la menor idea.
—¿A Sully?
—Eso si que no.
No sé por qué aberración compramos una casa de campo cerca de Sully. Desde el primer momento el bosque de Orléans me pareció triste, deprimente, y me horrorizan las personas que sólo hablan de jabalíes, de escopetas y de perros.
—Hace mucho tiempo que Bocca te ofrece que vayas a su finca de Menton, aunque él esté ausente. Dicen que es algo único.
—Ya veremos.
Empieza a inquietarse porque uso la primera persona y no le pido su opinión. ¿Me estoy volviendo feroz? Me lo reprocho, y sin embargo no puedo contenerme. Estoy contento. Se acabaron los problemas. Yvette y yo nos iremos de vacaciones y jugaremos a señor y señora. Esta última palabra seguro que la emociona. Aún no se me había ocurrido pensar en eso. En París, cuando nos ven juntos, siempre la llaman señorita. En un hotel de la montaña o de la Costa Azul será distinto.
—¿Tienes prisa?
—Sí.
Lástima que haya que esperar tres semanas. Me parece una eternidad, y como me conozco, sé que voy a empezar a descubrir toda clase de inconvenientes. Lo mejor sería irnos hoy mismo, y dejaría de pensar en la visita de Mazetti y en nuestra penosísima conversación. Casi estoy a punto de plantar a todos mis clientes e irme sin avisar a Viviane.
Imagino la cara que pondría al recibir un telegrama o una llamada telefónica desde Chamonix o desde Cannes.
—¿No ha pasado nada esta mañana? —me pregunta como quien no quiere la cosa.
¡Ya está! Otra vez vuelve a adivinar, y eso me exaspera.
—¿Qué quieres que haya pasado?
—No sé. No estás como de costumbre.
—¿Y cómo estoy?
—Como si estuvieras empeñado en no pensar en algo que te preocupa.
No sé si enfadarme, porque ha acertado de lleno. Tal vez me aliviara encolerizarme, aunque sólo fuera, como ella dice, para olvidar a Mazetti, pero aún tengo la suficiente sangre fría para prever que si empiezo, me resultará difícil pararme a tiempo.
¿Hasta dónde podría llegar? Llevo demasiadas cosas en el buche, y hoy no estoy preparado para una ruptura. Prefiero evitar una disputa. Además, me esperan en el Palacio de justicia, en dos salas diferentes.
—Eres muy sutil, ¿no?
—Empiezo a conocerte.
—¿Estás segura?
Ella esboza la sonrisa de alguien que nunca ha dudado de si mismo.
—Más de lo que tú crees —acaba por decir.
Me levanto de la mesa sin esperar a que haya terminado su postre.
—Tendrás que perdonarme.
—Por favor.
En la puerta, vacilo. Me cuesta dejarla de esta forma.
—Hasta luego.
—Supongo que nos encontraremos en casa de Gaby para el cóctel, ¿no?
—Espero poder ir.
—Se lo prometiste a su marido.
—Haré lo que pueda.
En el momento de salir a la calle se me ocurre la idea de asegurarme de que Mazetti no ronda por allí. No. No veo nada. La vida es hermosa. Voy andando por el muelle. En el aire hay un polvillo blanco en suspensión, pero aún no puede llamarse nieve. Los dos vagabundos, bajo el puente, se dedican a seleccionar papeles viejos.
La escalera me es familiar, es la misma o casi la misma que la del Quai d’Anjou, con una barandilla de hierro forjado siempre fría bajo la mano, y escalones de piedra hasta el primer piso.
Hay que subir hasta el tercero. Tengo la llave. Para mí es un placer usarla, y sin embargo cada vez me asalta la inquietud, porque me pregunto qué será lo que me espera.
En el vestíbulo abro la boca para anunciar la noticia, proclamando con voz triunfal: «Adivina dónde vamos a pasar la Navidad los dos».
Entonces aparece Jeanine, con uniforme negro y delantal blanco, una cofia bordada en la cabeza, como una doncella de teatro, y se lleva un dedo a los labios:
—¡Chist!
Mi ansiosa mirada la interroga, aunque Jeanine esté sonriente.
—¿Qué pasa?
—Nada —susurra inclinándose hacia mí—. Duerme a pierna suelta.
Con una complicidad afectuosa, me toma de la mano y me arrastra hasta la puerta de la habitación, que entreabre, y diviso en la penumbra los cabellos de Yvette sobre la almohada, la forma de su cuerpo bajo la colcha, un pie desnudo que asoma.
Jeanine va a taparlo sin hacer ruido, vuelve hacia mí y cierra la puerta.
—¿Quiere que le diga algo cuando se despierte?
—No. Volveré esta noche.
Le brillan los ojos. Debe de estar pensando en lo de ayer, y eso la divierte, se acerca más a mi que de costumbre, rozándome con sus pechos.
En el momento de salir, pregunto:
—¿No ha venido nadie?
—No. ¿Quién va a venir?
Debe de estar al corriente. Sin duda Yvette le ha contado su vida, y he hecho mal en preguntarle.
—¿Ha podido descansar? —me pregunta a su vez.
—Un poco, sí. Gracias.
Tuve el tiempo justo de precipitarme al guardarropa y ponerme la toga. El presidente Vigneron, un cascarrabias que me detesta y que tiene la manía de acariciarse la barba, me buscaba con los ojos en el momento en que entré en la sala a la velocidad del rayo.
—Guillaume Dandé contra Alexandrine Bretonneau —recitaba el alguacil.
—¿Guillaume Dandé? Cuando oiga su nombre, póngase en pie y diga: presente.
—Presente.
—¿Alexadrine Bretonneau? —Repite, impaciente—: ¿Alexandrine Bretonneau?
El presidente escruta, las hileras de caras, como si fuese a descubrirla en medio del público anónimo, y por fin aparece la mujer, gorda, sin resuello, después de haber esperado una hora en otra sala que le habían indicado por error.
Desde el fondo de la sala grita:
—¡Aquí estoy, señor juez! Le ruego que me disculpe…
Reina un olor de edificio oficial y de humanidad mal lavada, que es un poco mi olor a cuadra.
¿Acaso aquí no estoy en mi elemento?