Sábado, 26 de noviembre
Hace dos semanas que no he tenido ni un momento para abrir este expediente, y que vivo por inercia, convencido de que ahora mismo podría desplomarme de agotamiento, incapaz de dar otro paso o de decir una palabra más. Es la primera vez que entreveo la posibilidad de que hablar sea algo que esté por encima de mis fuerzas, y de hecho ya empiezo a hablar menos, por cansancio.
No soy el único que piensa en ese eventual aflojamiento de mis nervios. Leo la misma inquietud en la mirada de los que me rodean, y empiezan a observarme a hurtadillas como un enfermo grave. ¿Qué saben en el Palacio de justicia de mi vida intima? Lo ignoro, pero algunos apretones de mano son insistentes, como también la manera de decirme, sin querer insistir:
—No se agote usted.
Pémal, que suele ser optimista, frunció el ceño al tomarme la tensión el otro día en el cuchitril en el que tuve que recibirle deprisa y corriendo, porque tenía un cliente en el despacho y otros dos que esperaban en la sala.
—Supongo que es inútil pedirle que descanse.
—Por el momento es imposible. A ver si consigue usted que aguante el golpe.
Me administró en forma de inyección no sé qué vitaminas, y desde entonces una enfermera viene todas las mañanas a ponerme una, también con muchas prisas, el tiempo de entrar en el cuchitril y de bajarme el pantalón. Pémal no confía mucho en este remedio.
—Llega un momento en que el muelle ya no da más de sí.
Es la impresión que yo también tengo, un muelle que está vibrando y que se va a romper. Siento por todo el cuerpo como una trepidación que no puedo dominar y que a veces es angustiosa. Apenas duermo. No tengo tiempo para eso. Ni siquiera me atrevo a sentarme en un sillón después de las comidas, porque soy como los caballos enfermos que no quieren echarse en el suelo por temor a no poder volver a levantarse.
Me esfuerzo por cumplir con mis obligaciones en todos los frentes, y llego hasta el extremo de acompañar a Viviane a las reuniones mundanas, a los cócteles, a los estrenos, a las cenas en casa de Corine y a cualquier otro lugar adonde sé que le resultaría incómodo ir sola.
Ella me lo agradece, aunque sin decir nada, pero está inquieta por mí. Y da la casualidad de que nunca he tenido tantos asuntos en el Palacio de justicia, ni tan importantes, y no puedo encargárselos a nadie.
El embajador sudamericano, por ejemplo, vino a verme el lunes, tal como habíamos convenido, y aunque no me equivoqué del todo acerca de la naturaleza de sus problemas, tampoco había adivinado la verdad. Tienen las armas. Es su padre quien tiene la intención de tomar el poder mediante un golpe de Estado, que debería ser breve y con poca efusión de sangre. Según mi interlocutor, que hablaba cada vez de forma más apasionada, su padre se juega la vida y la fortuna, que es inmensa, por el bien de su país, que actualmente está en manos de una pandilla de especuladores que se dedican a saquearlo.
Las armas, pues, incluyendo tres aviones cuatrimotores que son esenciales para el plan de los conjurados, se encuentran a bordo de un barco de bandera panameña que, a causa de una avería, lamentablemente ha tenido que atracar momentáneamente en la Martinica.
La avería no es grave. Era una cuestión de dos o tres días. El azar quiso que un aduanero demasiado celoso inspeccionase la carga y descubriese que lo que llevaba el barco no tenía nada que ver con lo que constaba en los papeles. El capitán, por su parte, cometió la torpeza de querer sobornarlo, y el honrado aduanero puso en marcha la pesada maquinaria administrativa, inmovilizando el barco en el puerto.
De no ser por él todo hubiera sido fácil, ya que el gobierno francés sólo aspira a cerrar los ojos. Ahora bien, una vez destapado el asunto, se convierte en algo extremadamente delicado, y he tenido una entrevista con el mismo presidente del Consejo, lleno de buena voluntad pero casi inerme ante el aduanero. Sé por experiencia que en algunos casos el más oscuro de los funcionarios puede tener en jaque a los ministros.
Dentro de unos días defenderé el caso Neveu, que exige un trabajo enorme y que desde hace meses da mucho que hablar. La querida de un personaje de la carrera diplomática disparó seis balas contra su amante, cuando este, para desembarazarse de ella después de haberle hecho dos hijos, partía para Extremo Oriente, donde había conseguido que le confiaran un puesto consular. Ella cometió el error de actuar con una sangre fría total, en presencia de las autoridades y de los periodistas, diciendo a estos, todavía con el arma humeante en la mano, que desafiaba a los tribunales a que la condenasen. En mi situación actual un fracaso me perjudicarla mucho, y sería considerado por todos como el comienzo de mi declive.
Esta semana he tenido suerte con el joven Delrieu, que mató a su padre por razones que aún parecen bastante misteriosas, y para el que he logrado el internamiento en una clínica psiquiátrica.
Cada día se presentan nuevos clientes. Si escuchase a Bordenave no los recibiría. En su despacho se hace mala sangre como un perro guardián al que se impide ladrar cuando se acercan los merodeadores, y a menudo veo que tiene los ojos enrojecidos.
En algunos momentos de desánimo he llegado a pensar que aunque todo el mundo se pusiera contra mi aún me quedaría mi secretaria para terminar mis días a su lado. ¿No es irónico que sienta por ella una antipatía física, casi una repulsión, que me impediría estrecharla en mis brazos o contemplar su cuerpo desnudo? Sospecho que ella lo intuye, que eso la hace sufrir, y que por mi causa no pertenecerá a ningún hombre.
Lo más duro no ha sido tomar la decisión, sino comunicársela a Viviane, porque esta vez era consciente de ir muy lejos y aventurarme por un terreno resbaladizo. Pase lo que pase, quiero permanecer lúcido hasta el final, y reivindico la plena responsabilidad de mis actos, de todos mis actos.
La semana que siguió a la noche del restaurante Maniére fue una de las más penosas y quizá la más ridícula de toda mi vida. Todavía no sé cómo encontré tiempo para mis intervenciones ante los tribunales, para estudiar los casos de mis clientes y encima para acompañar a Viviane a un buen número de reuniones parisienses.
Todo se debió, como yo ya esperaba, a Mazetti y a su nueva táctica. Nadie me quitará de la cabeza que lo hizo adrede, y lo cierto es que no es tan tonto, porque estuvo a punto de que le saliera bien.
El domingo por la noche sostuve una conversación seria con Yvette, y yo era sincero, o casi, cuando le di a elegir.
—Si decides casarte con él, llámale.
—No, Lucien, no quiero.
—¿Serías desgraciada con él?
—No puedo ser feliz sin ti.
—¿Estás segura?
Estaba tan cansada que tenía un aire como fantasmal, y me pidió permiso para tomar una copa y animarse.
—¿Qué es lo que te ha dicho?
—Que esperará todo el tiempo que haga falta, porque está seguro de que algún día me casaré con él.
—¿Volverá?
No necesitaba responder.
—En este caso, si estás verdaderamente decidida, escríbele una carta que no le deje ninguna esperanza.
—¿Qué tengo que decirle?
—Que no volverás a verle.
Había hecho el amor con él durante una parte del día, y aún se le notaba, sus labios magullados, como diluidos, que parecían invadirle toda la cara.
Le dicté en parte la carta, y yo mismo la eché al correo.
—Prométeme que si telefonea o llama a la puerta no vas a contestarle.
—Lo prometo.
No telefoneó ni trató de entrar en el piso. Pero al día siguiente Yvette me telefoneaba:
—Está aquí.
—¿Dónde?
—En la acera.
—¿No ha llamado a tu casa?
—No.
—¿Qué hace?
—Nada. Tiene la espalda apoyada en la casa de enfrente, y mira fijamente mis ventanas. ¿Qué me aconsejas?
—Iré a buscarte para almorzar.
Fui a su casa. Vi a Mazetti de pie, en la calle, sin afeitar, sucio como si hubiera ido hasta allí sin cambiarse al salir de la fábrica.
No se acercó a nosotros, se limitó a mirar a Yvette con ojos de carnero degollado.
Cuando volví con ella una hora después ya no estaba allí, pero volvió al día siguiente, y al otro, cada vez con la barba más larga, los ojos febriles, y empezaba a parecer un mendigo.
No sé hasta qué punto hay sinceridad en su actitud. También él está en plena crisis. Parece haber renunciado de un día para otro a la carrera por la que ha hecho tantos sacrificios, como si sólo Yvette contase aún a sus ojos.
En el curso de la semana nuestras miradas se cruzaron varias veces, y yo leía en sus ojos un reproche desdeñoso.
Pensé en todas las soluciones imaginables, incluso en soluciones imposibles, como la de alojar a Yvette en el piso de abajo, donde están mi despacho y las oficinas. Hemos conservado allí una alcoba y un cuarto de baño que Bordenave utiliza cuando se queda a trabajar parte de la noche.
Durante horas enteras este proyecto me ilusionó. Me seducía la perspectiva de tener a Yvette al alcance de la mano día y noche, hasta que por fin se impuso la razón. Era impracticable, evidentemente, aunque sólo fuera a causa de Viviane. Hasta ahora ha aceptado muchas cosas. Está dispuesta a aceptar muchas más, pero nunca consentirá en eso.
Lo comprendí cuando le comuniqué la decisión que había tomado. Era después del almuerzo. Elegí aquel momento porque me esperaban en el Palacio de Justicia, y sólo disponía de un cuarto de hora, lo cual impedía que la conversación se prolongara peligrosamente.
Al entrar en el salón para tomar café, murmuré:
—Tengo que hablar contigo.
La crispación que advertí en su rostro me indicaba que pocas cosas nuevas podía decirle. ¿Esperaba quizás una decisión más grave aún que la que había tomado? El caso es que vi que le hacia daño, y en pocos momentos aparentó la edad que tiene.
Se me encogió el corazón, un poco como cuando uno se ve obligado a poner una inyección mortal a un animal que durante mucho tiempo nos ha sido fiel.
—Siéntate. No digas nada. No pasa nada malo.
Se esforzó por sonreír, y su sonrisa era dura, defensiva; cuando le dije de qué piso se trataba comprendí que su crispación no se debía a razones sentimentales. Incluso llegué a pensar por un momento que iba a estallar una disputa, y no estaba seguro de no haberla deseado. Los dos acabaríamos de una vez, en lugar de avanzar por etapas. No está dispuesta a ceder.
—Por razones demasiado largas para que te las pueda explicar, y que por otra parte supongo que ya conoces, es imposible que siga viviendo en un piso alquilado.
Siempre aludíamos a Yvette con la palabra «ella», yo por delicadeza, mi mujer por desdén.
—Lo sé.
—Entonces será fácil. Necesito encontrar lo antes Posible un lugar para ella, en el que cierta persona que no la deja en paz no pueda encontrarla.
—Comprendo. Sigue.
—Resulta que hay un piso vacío.
¿Lo sabía ya, por ejemplo por la agencia?
Cuando vivíamos en la Place Denfert-Rochereau, el segundo año, si mis recuerdos son exactos, empezamos a encontrarnos incómodos en aquella vivienda, y soñábamos con ir a vivir más cerca del Palacio de justicia. Varias veces nos paseamos por la isla de Saint-Louis, que nos gustaba a los dos.
En aquella época había un piso de alquiler en el extremo de la isla, en el espolón que está enfrente de la Cité y de Notre-Dame, y lo visitamos juntos, intercambiando miradas de codicia. A causa de las leyes, el alquiler no era exageradamente caro, pero una de las condiciones era comprar los muebles, y el estado de nuestras finanzas no nos lo permitía, así que salimos de allí muy tristones.
Más tarde, íbamos a conocer en casa de unos amigos a una norteamericana, Miss Wilson, que no sólo había alquilado el piso de nuestros sueños, sino que lo había comprado, y creo que posteriormente Viviane fue a tomar el té a su casa. Escribía, frecuentaba el Louvre y a los artistas, y como algunos intelectuales norteamericanos que se expatrían, juzgaba su país bárbaro, y juraba que quería acabar sus días en París. Aquí todo la encantaba, las tabernas, el mercado central, las callejuelas más o menos de mala vida, los vagabundos, los croissants de la mañana, el vino tinto barato y los bailes populares.
Ahora bien, hace dos meses, a los cuarenta y cinco años, se casó con un norteamericano que estaba de paso, un hombre más joven que ella, profesor en la Universidad de Harvard, y se fue con su marido a Estados Unidos.
Rompió así bruscamente con su pasado, con París, y encargó a una agencia inmobiliaria que vendiera el piso, los muebles y bibelots lo antes posible.
Está a ciento cincuenta metros de nuestra casa, y para ir a ver a Yvette ya no tendría que tomar taxis o molestar a Albert.
—He reflexionado mucho. A simple vista parece una locura, pero…
—¿Lo has comprado?
—Todavía no. Esta tarde me veré con el representante de la agencia.
Ahora tenía ante mí a una mujer que defiende no ya su felicidad, sino sus intereses.
—¿Supongo que no piensas poner el piso a su nombre?
Esperaba aquello. En efecto, mi primera intención había sido hacer ese regalo a Yvette, de modo que, aunque me pasara algo, no volviera a verse en la calle. Viviane, a mi muerte, no tendrá ningún problema económico, casi podrá seguir llevando nuestro ritmo de vida actual gracias a las pólizas de seguros que he contratado en su beneficio.
Vacilé. Luego, al faltarme el valor, me batí en retirada. No me perdono esta cobardía, haber balbuceado poniéndome rojo:
—Claro que no.
Aún me sentí más incómodo, porque ella había adivinado que mi primera intención era diferente, y que por lo tanto había conseguido una victoria.
—¿Cuándo firmas?
—Esta tarde, si la escritura de venta está bien redactada.
—¿Se mudará mañana?
—Pasado mañana.
Sonrió con amargura, probablemente acordándose de nuestra visita años atrás, de nuestra decepción cuando nos dijeron cuál era la cantidad que pedían por quedarse por unas cuantas alfombras sin valor.
—¿No tienes nada más que decirme?
—No.
—¿Eres feliz?
Afirmé con la cabeza, y ella se acercó para darme unas palmadas en el hombro, en un gesto a la vez afectuoso y protector. A causa de este gesto, que nunca le había visto, comprendí mejor su actitud con respecto a mí. Desde hacía mucho tiempo, quizá desde siempre, me considera como creación suya. Antes de conocerla, para ella yo no existía. Ella me eligió, como Corine eligió a Jean Moriat, con la diferencia de que yo ni siquiera era diputado, y que sacrificó por mí una vida lujosa y fácil.
Me ayudó en mi ascensión, desde luego, sería ridículo que lo negase, con su actividad mundana me abrió muchas puertas y me atrajo numerosos clientes. También a ella, al menos en parte, le debo el hecho de que mi nombre aparezca sin cesar en los periódicos, aparte de cuando se me menciona en la crónica judicial, porque ha hecho de mí una personalidad parisiense.
Aquel día no me dijo nada de todo esto, no me reprochó nada, pero comprendí que no podía arriesgarme a dar un paso más, que el piso del Quai d’Orléans, «a condición de que estuviera a mi nombre», era el límite que no me permitiría franquear.
Me pregunto si Corine y ella hablan de mí, si forman una especie de clan, porque son varias las que se encuentran en el mismo caso, o si por el contrario se envidian e intercambian falsas confidencias y sonrisas.
Durante toda aquella semana yo luché contra el reloj, porque mi mayor miedo era que Yvette se dejase conmover, que hiciera en su ventana el gesto que esperaba Mazetti para precipitarse en sus brazos. La telefoneaba cada hora, incluso durante las pausas de las visitas, y cuando tenía un momento corría a la Rue de Ponthieu, donde, por prudencia, pasaba todas las noches.
—Si te saco de aquí, ¿me prometes no escribirle, no dejar nunca que conozca tu nueva dirección, no frecuentar durante cierto tiempo los lugares donde él podría encontrarte?
Al principio no comprendí el pavor que leía en sus ojos. Sin embargo, respondió dócilmente:
—Lo prometo.
Yo veía que estaba asustada.
—¿Adónde me llevas?
—Muy cerca de mi casa.
Sólo entonces vi que respiraba aliviada, y me confesó:
—Creía que querías mandarme al campo.
Porque el campo le da miedo, una puesta de sol detrás de los árboles, aunque sean los árboles de un parquecito de París, basta para sumirla en la más negra de las melancolías.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—¿Preparo mis cosas?
Ahora tiene con qué llenar un baúl y dos maletas.
—Haremos la mudanza de noche, cuando tengamos la seguridad de que el camino está libre.
A las once y media de la noche, después de una cena de gala en casa del decano, fui a buscarla en coche con Albert. Fue Albert quien bajó el equipaje mientras yo montaba guardia y cala nieve fundida, dos busconas que iban de un lado a otro de la calle trataron de seducirme, y luego asistieron con curiosidad al rapto.
Hace meses que me sostiene la promesa, para mañana o para la semana siguiente, de una existencia más tranquila, más fácil. Cuando compré el piso del Quai d’Orléans estaba convencido de que eso lo iba a arreglar todo, y que a partir de entonces iría a ver a Yvette dando un paseo, como otros pasean a su perro, por la noche y por la mañana, alrededor de la isla.
No vale la pena seguir escribiendo si no es para decirlo todo. Me asaltó una fiebre casi juvenil. El piso es bonito, femenino, refinado.
El Boulevard Saint-Michel olla a aventura barata, la Rue de Ponthieu a la zorra de medio pelo de los Campos Elíseos.
Aquel era un nuevo universo, casi un salto hasta lo ideal, y para que Yvette no se sintiera demasiado desambientada, me precipité a la Rue Saint-Honoré y le compré lencería, deshabillés, saltos de cama que armonizaran con el decorado.
Y para que no pensara en salir, al menos durante los primeros tiempos, le llevé un fonógrafo, discos, un aparato de televisión, y le llené dos estantes de la biblioteca con libros más bien picantes, como a ella le gustan, sin llegar a darle novelas de quiosco.
Sin consultarle contraté una criada, Jeanine, bastante mona, atractiva y charlatana, que le hará compañía.
No hice ninguna alusión a todo eso delante de Viviane, pero tengo razones para creer que está al corriente. Durante los tres días que dediqué a todas esas gestiones, parecía mirarme de un modo conmovedoramente maternal y un poco compasivo, como se mira a un chico que sufre la crisis de la adolescencia.
La tercera noche que dormíamos en el nuevo piso me desperté con la impresión de que, a mi lado, Yvette estaba ardiendo. No me equivocaba. Cuando le tomé la temperatura, hacia las cuatro de la madrugada, estaba a treinta y nueve, y a las siete el termómetro se acercaba a los cuarenta grados. Telefoneé a Pémal, quien acudió enseguida.
—¿Ha dicho usted en el Quai d’Orléans? —se sorprendió.
No le di ninguna explicación. Ni la necesitaría cuando me encontrase en la alcoba, junto a Yvette, que estaba desnuda en la cama.
No fue una enfermedad grave, unas malas anginas que duraron una semana, con altibajos. Yo iba y venía entre las dos casas, y entre ambas y el Palacio de justicia.
Aquello me permitió descubrir que Yvette tiene un miedo cerval a la muerte. Cada vez que la temperatura volvía a subir se agarraba a mí como un animal acosado, suplicándome que llamara al médico, al que llegué a importunar tres veces en el mismo día.
—¡No dejes que me muera, Lucien!
Me lo decía a menudo, con los ojos desorbitados, como si descubriese Dios sabe qué terrorífico más allá.
—No quiero. ¡Nunca! ¡No te apartes de mí!
Cogiéndole una mano, telefoneaba para aplazar entrevistas, para disculparme de no acudir a otras, y tuve que llamar a Bordenave para dictarle, junto a la cama de Yvette, cartas que no admitían espera.
A pesar de todo, no dejé de asistir, vestido de tiros largos, a la Noche de las Estrellas, y Viviane no dejaba de mirarme de reojo, preguntándose si aguantaría hasta el fin, si no iba a plantarlo todo para ir corriendo al Quai d’Orléans.
Para complicar aún más la situación, al día siguiente tropecé con Mazetti, que seguía dejándose crecer la barba, montando guardia delante de la casa del Quai d’Anjou. Debió de comprender que tarde o temprano yo iba a conducirle hasta Yvette, e incluso tal vez se figuró que estaba en mi casa.
Tuve que recurrir a Albert, coger el coche y dar la vuelta a la isla cada vez que visitaba el Quai d’Orléans, y no salir del piso de Yvette si no estaba seguro de que había vía libre.
Si anoto estos detalles sórdidos es porque tienen su importancia y me ayudan a explicar ese alelamiento en el que todavía vivo ahora.
Afortunadamente, Mazetti no perseveró. Vino tres veces. Yo esperaba que subiera, que preguntase por mí, y ya había dado instrucciones. También pensé en la posibilidad de que fuera armado, y tenía mi automática en el cajón.
Pero desapareció de un día para otro, casi al mismo tiempo que Yvette empezaba a sentirse mejor.
Se levantó, casi restablecida, pero seguía estando débil, y Pémal le recetó las mismas inyecciones que a mí; nos las ponla a uno tras otro, con la misma jeringuilla, y eso parecía divertirle.
No sé si reconoció a Yvette, cuya fotografía se publicó en los periódicos en el momento del proceso. Debe de sentir por mi cierta compasión y tal vez él también piensa en el veranillo de San Martín.
Esta expresión me ataca los nervios. Siempre he detestado las simplificaciones. Uno de mis colegas, de quien se habla casi tanto como de mí a causa de sus frases brillantes, y que pasa por ser uno de los hombres más ingeniosos de Paris, tiene para todos los casos una explicación que es a la vez tajante y simplista.
Para él, el mundo se reduce a unos cuantos prototipos humanos, la vida, a cierto número de crisis más o menos agudas por las que los hombres pasan tarde o temprano, a veces sin darse cuenta, como pasaron en su niñez por las enfermedades infantiles.
Tiene chispa, a veces desarma a los jueces haciéndoles reír con una de sus ocurrencias. Debe de bromear a mi costa, y sus frases sin duda se repiten en el Palacio de justicia y en los salones. ¿No es curioso que un hombre de mi edad, de mi posición —tal vez, añada, de mi inteligencia— eche a perder su vida y la de su mujer porque un buen día una putita fue a pedirle que la defendiera y le enseñó las vergüenzas?
Aunque confieso que lo que me sorprende, lo que me desconcierta, es que Mazetti esté enamorado de Yvette, y tiendo a creer que, de no ser por mí, no se hubiera fijado en ella.
Si algún día alguien lee estas páginas, observará que en ellas nunca escribo la palabra amor, y no es una casualidad. No creo en el amor. Para ser más exactos, no creo en lo que suele llamarse así. Por ejemplo, yo nunca amé a Viviane, a pesar de lo mucho que significó para mí en la época del Boulevard Malesherbes.
Era la mujer de mi patrón, de un hombre al que yo admiraba y que era célebre. Ella vivía en un mundo que era forzoso que deslumbrase al estudiante pobre y tosco que yo era aún hacía muy poco tiempo. Ella era hermosa y yo era feo. Vería caer en mis brazos fue un milagro que me llenó bruscamente de confianza en mí mismo y en mi destino.
Porque yo ya comprendía lo que la atraía de mi persona: cierta fuerza, una voluntad inflexible en la que confiaba.
Fue mi amante. Luego se convirtió en mi esposa. Su cuerpo me dio placer, pero nunca fue la obsesión de mis sueños, nunca fue nada más que un cuerpo de mujer, y Viviane no participó en modo alguno en lo que creo más importante de mi vida sexual.
Yo le estaba agradecido por haberse fijado en mi, por haber aceptado por mi lo que yo consideraba aún como un sacrificio, y sólo mucho más tarde sospeché la verdad de lo que por su parte ella llamaba su amor.
¿Acaso no era, por encima de todo, una necesidad de afirmarse, de demostrarse a si misma y a los demás que era algo más que una mujer atractiva, a la que se viste, se protege y se acompaña para hacer vida social?
¿Y acaso no había en ella un ansia de dominio?
Si, me dominó durante veinte años, y se esfuerza por seguir dominándome aún. Hasta la historia del piso del Quai d’Orléans, vivía sin demasiada inquietud, aflojando la cuerda, segura de sí misma, segura de que yo iba a volver después de una crisis más o menos tumultuosa que no era una amenaza para ella.
Lo que me reveló su cara durante la conversación que siguió al almuerzo fue el descubrimiento que hizo súbitamente de una amenaza verdadera. Por primera vez tuvo la impresión de que yo escapaba de sus manos, y de que eso podría llegar a ser definitivo.
Reaccionó lo mejor que pudo. Siguió representando su papel sin dejar de observarme con más atención. Sufre, lo sé, veo que sigue envejeciendo día tras día, y que acentúa su maquillaje. Pero no sufre por mí. Sufre por ella, no sólo a causa de la posición que se ha creado conmigo, sino a causa de la idea que se ha formado de sí misma y de su poder.
Yo la compadezco, y a pesar de las miradas alarmadas que me dirige, ella no tiene compasión por mi. Su solicitud es interesada, lo que espera no es que yo recobre la serenidad, sino que vuelva a su lado. Aunque tenga que volver herido de muerte. Aunque ya sólo sea a partir de ahora un cuerpo vacío a su lado.
¿Cómo explica mi pasión por Yvette? En cuanto a las otras, las aventuras que tuve antes, las atribuía a la curiosidad, y sobre todo a la fatuidad masculina, a la necesidad que sienten todos los hombres, sobre todo si son feos, de demostrarse que pueden reducir a una mujer a su merced.
Ahora bien, en la mayoría de los casos no fue así, y me considero lo suficientemente lúcido en lo que se refiere a mí como para no equivocarme. Si ella tuviera razón, hubiese tenido halagadoras aventuras, entre otras con algunas de nuestras amigas, a las que no me hubiera sido difícil conquistar. Esto ocurrió alguna vez, raramente, siempre en momentos de duda o de desaliento.
Más a menudo me acosté con mujeres fáciles, profesionales o no, y cuando pienso en ello comprendo que todas tenían puntos en común con Yvette, en lo cual hasta ahora no había caído.
Lo que me empujaba por encima de todo era probablemente un hambre de sexualidad pura, si puedo expresarme así sin que esta observación haga sonreír; quiero decir, sin la menor mezcla de consideraciones sentimentales o pasionales. Digamos sexualidad en estado bruto. O cínico.
He recibido, a veces de un modo forzado, las confidencias de cientos de clientes, hombres y mujeres, y he podido convencerme de que no soy una excepción, de que en el ser humano existe una necesidad de comportarse a veces como un animal.
Tal vez he hecho mal al no atreverme a mostrarme con Viviane en este sentido, pero es que ni se me ocurrió. Quién sabe si por su parte ella no me lo reprocha, si en alguna ocasión no ha ido a buscar estas satisfacciones en otro.
Es el caso de varias de nuestras amigas, de casi todos nuestros amigos, y si este instinto no fuese casi universal, la prostitución no hubiera existido en todas las épocas y todos los lugares.
Hace mucho tiempo que con Viviane ya no siento placer, y ella achaca mi frialdad a mis preocupaciones, a mi trabajo, sin duda también a mi edad.
Pero no puedo estar una hora con Yvette sin sentir la necesidad de ver su desnudez, de tocarla, de pedirle caricias.
No sólo porque no me impresiona, porque es una chiquilla sin importancia, ni porque carezco de pudor con ella.
Mañana es posible que piense y escriba lo contrario, pero lo dudo.
Yvette, como la mayoría de ese tipo de chicas que me han turbado, personifica para mí la hembra, con sus debilidades, sus ruindades, también con su instinto de aferrarse al macho y de convertirse en su esclava.
Recuerdo su sorpresa y su orgullo el día en que la abofeteé, y desde entonces de vez en cuando me empuja a volver a hacerlo.
No quiero decir que me ame. No me gusta esta palabra.
Pero ha renunciado a ser ella misma. Ha puesto su suerte en mis manos. No me importa si es por pereza o por abulia. Este es su papel, y quizá de un modo ingenuo veo un símbolo en la manera como, después de haberme pedido que la defendiese, se abrió de piernas en mi despacho.
Si mañana la abandono se convertirá en las calles en una perra errante en busca de un amo.
Mazetti no puede haberlo comprendido. Se ha equivocado de mujer. No ha visto que estaba tratando con una hembra.
Miente. Engaña. Hace comedia. Inventa historias para desconcertarme, y ahora que tiene el pan asegurado, se revuelca en la pereza, hay días en los que apenas sale de la cama, enfrente de la cual se hace poner la televisión.
Ver pasar a un macho la excita, y en la calle mira el pantalón de los hombres, en un punto preciso, con la misma insistencia con que los hombres miran el trasero de las mujeres que pasan. Ha llegado a excitarse viendo en unos grandes almacenes el anuncio de unos calzoncillos o de un bañador.
Ha hecho con Mazetti todo lo que ha hecho conmigo. También lo ha hecho con otros desde la pubertad. Ninguna parte del macho, ninguna de sus exigencias, le repugna.
Sufro cuando sé que está en los brazos de otro, no puedo por menos de imaginar cada uno de sus gestos, y sin embargo ya no seria ella si no obrase así.
¿La hubiese elegido?
Acabo de escribir esta frase a propósito, porque cuando vino a verme hubiérase dicho que yo la esperaba, y fue aquella noche cuando tomé mi decisión.
¿A causa de mi edad?
Tal vez. Pero no se trata del veranillo de San Martín. Y tampoco de edad critica o de impotencia, aún menos de la necesidad de una pareja más joven.
Ya sé que abordo un problema complejo, que suele tratarse en un tono de broma, porque es más fácil y más tranquilizador. Por lo común sólo se bromea con lo que da miedo.
¿Por qué al llegar a cierto grado de madurez, el hombre no puede descubrir que…?
No, no consigo expresar lo que pienso con exactitud, y todas las aproximaciones me irritan.
¡Hechos!
El hecho esencial es que no puedo vivir sin ella, que sufro físicamente cuando estoy lejos de ella. El hecho es que necesito sentirla cerca de mí, mirar cómo vive, respirar su olor, jugar con su vientre y saberla satisfecha.
Hay una explicación, pero nadie va a creer en ella: la voluntad de hacer feliz a alguien, de cuidar completamente de alguien, alguien que nos lo deba todo, a quien se saque de la nada sabiendo que volverá a la nada si nosotros nos desentendemos.
¿No es por la misma razón por la que tantas personas tienen un perro, un gato, canarios o peces de colores, y por la que los padres no se resignan a ver que sus hijos viven por si mismos?
¿Es lo que ha pasado con Viviane, es por eso por lo que sufre al ver que la dejo? ¿No he sufrido yo también cada sábado imaginando a Mazetti en la Rue de Ponthieu?
¿Y tiempo atrás el decano Andrieu?
Estamos a sábado, y esta noche podré ir a verla. Ya no hay sábados malditos, sábados crueles. Estoy cansado, ya no tengo energía, pero sigo funcionando como una máquina con el freno roto, pero ella vive a ciento cincuenta metros de mi casa, y es un alivio.
Eso no significa que sea feliz, pero es un alivio.
Me esperan otras preocupaciones, las adivino a punto de caer sobre mi, apenas me crea con derecho a respirar un poco. Mi primera inquietud es que el cuerpo no aguante. Toda esa gente que me mira alarmada o compasiva empieza a asustarme. ¿Qué pasarla si caigo enfermo y me veo obligado a guardar cama?
Si eso pasa en mi despacho, ¿cómo voy a exigir que me lleven al Quai d’Orléans? ¿Estaré en condiciones de expresar mi voluntad?
Y si es allí, ¿no irá Viviane a buscarme?
Por nada del mundo quisiera separarme de Yvette. O sea, que tengo que aguantar, y mañana preguntaré a Pémal si no seria oportuno que consultase a un especialista.
Viviane y yo salimos dentro de una hora para cenar en casa del embajador sudamericano. Mi mujer, que ya está arreglándose, llevará un vestido nuevo que se ha hecho hacer para esta ocasión, porque va a ser algo por todo lo alto; no tengo más remedio que ponerme esmoquin, lo cual de regreso me obligará a venir a cambiarme antes de ir al Quai d’Orléans.
La convalecencia de Yvette, su debilidad de ahora, no durarán eternamente. Por el momento, esta reclusión, que es nueva para ella, todavía la divierte. Ayer me dijo, mientras Jeanine, la criada, nos traía el té.
—También deberías hacer el amor con ella. Seria un poco como en un harén.
Jeanine, que estaba de espaldas, no protestó, y estoy convencido de que eso también la divertiría.
—Ya verás. Tiene un culo precioso, con pelos muy rubios.
¿Se limitará durante mucho tiempo a jugar al harén? Cuando salga de nuevo, viviré en la angustia, no sólo por temor a Mazetti, con quien podría tropezar por casualidad, sino por miedo a que vuelva a empezar con otro.
A pesar de su promesa, ¿no es capaz, una vez se vea en la calle, de ir corriendo al Quai de Javel?
Yo no puedo traerle amantes a domicilio, y un día u otro los va a necesitar, aunque sólo sea después de haber visto a cierto tipo de hombre pasar por la calle.
Sólo Jeanine, precisamente, se toma nuestra situación como si fuese natural. No sé dónde ha servido hasta ahora, creo que la directora de la agencia de empleos me habló de un hotel de Vichy o de otra ciudad balnearia.
Llaman a la puerta. Albert aparece arriba, en lo alto de la escalera, y cuando abre la boca yo ya he comprendido:
—Diga a la señora que subo enseguida.
Ya es hora de que me vista, y antes tengo que ir a dar instrucciones a Bordenave, que aún no ha terminado la correspondencia. El joven Duret está con ella, sentado a horcajadas en una silla, mirándola trabajar, sabiendo que eso a ella la horroriza, y que le detesta. Lo hace ex profeso, para que se enfade.
Él no me mira ni con compasión ni con ironía. Todo le divierte aún en la vida, como exasperar a Bordenave hasta que llora, y sin duda también lo que sabe de mi aventura.
—¿Ha terminado la carta de Palut-Rinfret?
—Aquí la tiene. Dentro de diez minutos la correspondencia estará a punto de firma. ¿Se la subo?
—Sí, por favor.
¡Bastaría tan poco para hacerla feliz! Que le diese tan sólo la centésima parte, la milésima de lo que le doy a Yvette. Bordenave se contentaría con migajas, se fundiría de gratitud. ¿Por qué, pues, es algo que está por encima de mis fuerzas?
Durante la enfermedad de Yvette, en una ocasión incluso creí que mi secretaria iba a encontrarse mal, hasta tal punto sufría por nuestra intimidad. Yvette, además, me llama Lucien a propósito, exige de mí que le ayude en pequeñas cosas, como cuando salió desnuda de la cama, como de costumbre, para ir al cuarto de baño.
Mi mujer está en combinación delante del tocador, Porque siempre espera a que yo esté a punto para ponerse el vestido.
—Falta un cuarto de hora —me anuncia.
—Habrá tiempo.
—¿Trabajas?
—Sí.
Aunque propiamente no se ocupa de lo que sucede en el despacho, sospecha la verdad respecto a aquel expediente que me vio cerrar un día en que pasaba para despedirse. Tiene antenas para todo lo que se refiere a mí, lo cual no deja de crisparme. No me gusta que adivinen lo que hago, sobre todo cuando se trata, como ocurre a menudo, de pequeñas debilidades que uno prefiere ocultarse a si mismo.
Tengo que subir y no acabo de decidirme. Me da la impresión de que, después de haber buscado tanto la verdad, estoy tan lejos de ella como antes, si no más. Habrá mucha gente en casa del embajador, y me sentarán a la derecha de su joven esposa, que sólo tendrá ojos para su marido.
¿Es que este matrimonio invalida mis teorías —si es que son teorías— o hay que esperar diez o veinte años para saberlo?
Viviane debe de impacientarse, y yo sé bien por qué no tengo prisa, por qué dudo. Preveía que esto ocurriría cuando instalé a Yvette en el Quai d’Orléans.
Era la etapa más peligrosa, porque, para seguir yendo adelante, ahora solamente es posible un determinado paso.
Esa pereza para subir, para enfrentarme con Viviane, constituye un poco como un timbre de alarma.
¡Andando! Ya le hago demasiado daño para encima irritarla con mi retraso.
Sólo me queda encerrar mi expediente y esconder la llave detrás de las obras completas de Saint-Simon.