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Domingo, 13 de noviembre, a las diez de la mañana

Esta mañana, al volver hacia las ocho y media, me he tomado dos pastillas de fenobarbital y me he acostado, pero la droga no ha producido ningún efecto, y al final he decidido levantarme. Después de una ducha fría, he bajado a mi despacho, y antes de sentarme me he asegurado de que «él» no está montando guardia en la acera.

En resumidas cuentas, el servicio meteorológico tenía razón. El viento ha cesado, el cielo parece nuevo y hace un frío intenso, las personas a las que se ve ir a misa llevan las manos en los bolsillos y andan golpeando con fuerza los talones. Mis vagabundos no están bajo el Pont Marie; me pregunto si se han mudado o si les toca dormir a bordo de la chalana del Ejército de Salvación.

Anoche, cuando oí volver a Viviane, cerré mi expediente, y me encontraba ya casi en la parte superior de la escalera cuando el timbre del teléfono me sobresaltó, porque enseguida pensé en una noticia desagradable.

—¿Eres tú? —preguntó al otro lado del hilo la voz de Yvette.

Su voz no era la normal, sino la que tenía cuando había bebido o estaba muy nerviosa.

—¿Aún no te has acostado?

—Ahora subía a la alcoba.

—Como me dijiste que casi nunca te acuestas antes de las dos, sobre todo el sá…

Se mordió la lengua sin acabar la palabra sábado. Ahora era yo quien preguntaba:

—¿Dónde estás?

—En la Rue Caulaincourt, en Manière.

Hubo un silencio. Cuando me llamaba un sábado por la noche es que tenía algún problema.

—¿Estás sola?

—Sí.

—¿Desde hace mucho?

—Una media hora. Oye, Lucien, ¿te importaría venir a buscarme?

—¿Estás preocupada? ¿Qué pasa?

—Nada. Ya te contaré. ¿Vienes enseguida?

Mi mujer estaba desvistiéndose.

—¿Aún no te has acostado? —dijo.

—Estaba subiendo cuando me han llamado por teléfono. Tengo que salir.

Me dirigió una mirada curiosa.

—¿Ocurre algo malo?

—No lo sé. Ella no ha querido decirme nada.

—Lo mejor sería que despertaras a Albert para que te lleve. En unos minutos puede estar abajo.

—Prefiero tomar un taxi. ¿Ha ido bien lo de la Rue Jacob?

—Éramos el doble de la gente prevista, y unos amigos han tenido que ir a buscar más cajas de champán en su coche. Pareces contrariado.

Lo estaba. Fuera, sorprendido por el frío, tuve que ir andando hasta el Châtelet para encontrar un taxi. Conozco el restaurante Manière, en Montmartre, pero ignoraba que Yvette también lo frecuentase. Para mi mujer y para mi representa una época, una etapa. El segundo año de nuestro matrimonio, durante un tiempo nos aficionamos a remar en barca, y el domingo íbamos al río Marne, entre Chelles y Lagny. Allí nos reuníamos siempre los mismos, matrimonios jóvenes la mayoría, sobre todo médicos y abogados, y durante la semana adquirimos la costumbre de encontrarnos en Maniére.

De un día para otro, sin un motivo del que pueda acordarme, este período pasó a la historia y empezó otro, y formamos parte sucesivamente de varios grupos antes de ir a parar al ambiente en el cual nos movemos ahora. A veces envidio a los que frecuentan siempre a las mismas personas durante toda su vida. No hace mucho que pasamos por Chelles un domingo por la mañana, camino de la casa de unos amigos que tienen una finca en la región, y me sorprendió reconocer en el agua, en las mismas barcas, a varias parejas de antaño, envejecidas, que ahora ya tienen nietos.

No sé cuántos años hacía que no había puesto los pies en Maniére, pero al empujar la puerta noté una bocanada de aire que me era familiar, y no creo que la atmósfera haya cambiado mucho. Vi a Yvette delante de un vaso de whisky, y la elección de esta bebida me lo dijo todo acerca de su estado de ánimo.

—Quítate el abrigo y siéntate —me dijo con el aire solemne de quien tiene noticias graves que comunicar.

El camarero se dirigió hacia mí, y yo también pedí un whisky. Luego pedí varios más, y esto ha sido lo que no me ha dejado dormir esta mañana, porque cierta cantidad de alcohol me pone nervioso en vez de darme sueño.

—¿No has visto a nadie en la acera?

—No. ¿Por qué?

—No sabía si había vuelto para seguir espiándome. Es el tipo de hombre que hace eso. En el estado en que está es capaz de todo.

—¿Os habéis peleado?

Cuando ha bebido dos o tres vasos, las cosas nunca son tan sencillas. Me miró fijamente a los ojos, de un modo trágico, y dijo:

—Te pido perdón, Lucien. Yo debería hacerte feliz. Lo intento con todas mis fuerzas y sólo consigo crearte problemas y preocuparte. Deberías haberme puesto en la puerta el día en que fui a verte por primera vez, y a estas horas estaría en el lugar que me corresponde, en la cárcel.

—Habla más bajo.

—Perdona. Es verdad que he bebido, pero no estoy borracha. Te juro que no estoy borracha. Es importante que me creas. Si me ves así es porque tengo miedo, sobre todo por ti.

—Cuéntame lo que ha pasado.

—Hemos ido a un cine de Barbès, donde echaban una película que hacía tiempo que yo tenía ganas de ver, y al salir me ha apetecido tomar un bocado en la Place du Tertre.

Siente preferencia por los lugares ruidosos y chillones, pintorescos, vulgares, agresivos.

—Al principio no me decía nada. Yo notaba que estaba raro, pero no me figuraba que fuese tan grave. En un momento dado, cuando acabamos de bailar y habíamos vuelto a nuestra mesa, cuando yo iba a sentarme, me ha dicho frunciendo el ceño:

»—¿Sabes lo que vamos a hacer?

»Yo, perdona la expresión, le he dicho:

»—¡Dios, claro!

»—No se trata de eso. Ahora iremos a la Rue de Ponthieu, pero sólo para recoger tus cosas, e iremos a mi casa. Por fin tengo el nuevo cuarto que hace tiempo me prometen. Es lo suficientemente grande para dos, y da a la calle.

»Yo, creyendo que hablaba por hablar, le he dicho:

»—Léonard, ya sabes que eso es imposible.

»—No. Lo he pensado bien. Es una tontería vivir como estamos viviendo. Me has dicho muchas veces que tú no quieres un piso grande ni una vida cómoda. Has vivido en sitios peores que el Quai de Javel, ¿no?

Mientras ella hablaba agitadamente, yo permanecí inmóvil en el banco, con los ojos fijos en una pareja que bebía champán y se besaba entre sorbo y sorbo. Más tarde, como en un juego, mientras se besaban hacían pasar el champán de una boca a otra.

—Te escucho —suspiré cuando Yvette se calló durante unos instantes.

—No puedo contártelo todo. Sería demasiado largo. Él nunca había hablado tanto como hoy. Dice que por fin está seguro de que me quiere y que no renunciará a mí por nada.

—¿Ha hablado de mí?

Ella no contestó.

—¿Qué ha dicho?

—Que no tengo por qué estarte agradecida, que no eres más que un egoísta, un…

—¿Un qué?

—Un vicioso, lo siento, ya que te empeñas en que lo diga. No entiende nada, dice que te portas como todos los burgueses, etcétera. Yo le he contestado que no era verdad, que él no te conocía y que me negaba a abandonarte. Había mucha gente a nuestro alrededor. Un cantante nos ha obligado a callar durante un rato, y eso me ha permitido observarle y comprobar que tenía un aire atravesado. Cuando el cantante se ha callado, me ha dicho:

»—Ya que te empeñas, llámale enseguida por teléfono y anúnciale nuestra decisión.

»Yo me he negado, y le he repetido que no me iría con él.

»—En este caso seré yo quien le telefonee y le hable. Seguro que comprenderá.

»Le sujeté del brazo, y para ganar tiempo le propuse:

»—Vamos a otro sitio. Todo el mundo nos mira y se figura que estamos riñendo.

»Hemos ido andando por callejuelas oscuras de la parte alta de la colina, entre largos silencios. Me has pedido que te lo diga todo, Lucien. Te juro que no he dudado ni un momento en tomar esta decisión, que sólo buscaba una manera de desembarazarme de él. Cuando vi las luces del Manière le dije que tenía sed, entramos y pedí un whisky, que la verdad es que necesitaba urgentemente, porque la escena se repetía.

»—¿Qué saldría ganando —le pregunté— si me fuese a vivir contigo en el Quai de Javel?

»—Serías mi mujer.

»—¿Qué quieres decir?

»—Pues eso. Que me casaría contigo.

Apuró su vaso y dijo sarcásticamente:

—¿Te das cuenta? Me he echado a reír, pero reconozco que me ha producido un efecto muy raro, porque es la primera vez que un hombre me propone una cosa así.

»—Antes de un mes —le he replicado— te arrepentirías, o seria yo la que acabase harta de ti.

—No.

»—Yo no estoy hecha para vivir con un hombre.

»—Todas las mujeres están hechas para eso.

»—Yo no.

»—Eso es asunto mío.

»—También mío.

»—Reconoce que si no quieres es a causa de él.

»Yo no he reconocido nada, he guardado silencio, y él ha seguido diciendo:

»—¿Le tienes miedo?

»—No.

»—¿Entonces le quieres?

Yvette volvió a enmudecer e hizo una señal al camarero.

—Lo mismo.

—¿Para los dos?

Dije que sí sin pensar.

—Él repetía:

»—¿Le quieres? ¡Confiésalo! Dime la verdad.

»Ya no me acuerdo de lo que he contestado. Él se ha puesto en pie, furioso.

»—Yo arreglaré este asunto con él.

»Se ha ido fuera de sí y pálido, tirando dinero sobre la mesa para pagar las consumiciones.

—¿Había bebido?

—Unas copas. No lo suficiente para hacerle tanto efecto. Yo esperaba que una vez en la calle se calmaría y que volvería para pedirme perdón. Antes de telefonearte he estado media hora sola en mi rincón, ansiosa y sobresaltándome cada vez que se abría la puerta. De pronto se me ha ocurrido que tal vez hubiera ido a tu casa.

—Yo no he visto a nadie.

—Irá, estoy convencida, no habla porque sí. No es el tipo de hombre que toma una decisión a la ligera, y cuando se le mete algo en la cabeza, lo hace cueste lo que cueste. Lo mismo que con sus estudios. Tengo miedo, Lucien. ¡Tengo tanto miedo de que te pase algo!

—Vámonos.

—Déjame que tome otro whisky.

No se lo tendría que haber tomado, lo comprendí cuando comenzó a hablar con dificultad, se quedó mirando Fijamente a un punto y el tono de lo que decía me alarmó.

—Estáte seguro de que no te dejaré por nada del mundo, ¿verdad? Tienes que saberlo, tienes que saber que tú lo eres todo para mí, que antes de conocerte yo no existía, y que si me faltaras…

Llamé al camarero para pagar, e Yvette aprovechó la ocasión para beberse el whisky que quedaba en mi vaso. Cuando nos íbamos, me suplicó que me asegurara de que nadie estaba acechándonos. Tuvimos la suerte de encontrar un taxi enseguida, e hice que nos llevara a la Rue de Ponthieu. En el coche se apretó contra mi lloriqueando, y de vez en cuando la sacudía un escalofrío.

Lo que había contado no tenía por qué ser necesariamente exacto, y nunca llegaré a saber lo que le dijo a Mazetti. Aunque no tenga ningún motivo para mentir, necesita contar historias y acaba por creérselas.

Al principio, ¿acaso no juró a Mazetti que yo sólo era su abogado, que era inocente del caso de la Rue del Abbé-Grégoire y que me estaba eternamente agradecida por haberla librado de una condena injusta?

Hay que remontarse al mes de julio, a un día entre semana, ya no me acuerdo cuál, en que la llevé a Saint-Cloud para almorzar en un chiringuito como a ella le gustan. Había mucha gente en la terraza en la que comíamos, y yo apenas me fijé en dos jóvenes en mangas de camisa, uno de ellos con el pelo muy oscuro y rizado, que ocupaban la mesa vecina, y que nos miraban sin cesar. Yo tenía una entrevista importante a las dos y media, y a las dos y cuarto aún no estábamos en los postres. Anuncié a Yvette que tenía que irme.

—¿Puedo quedarme? —preguntó.

Al día siguiente no me habló de nada, y tampoco al otro, solamente al cabo de tres días, ya con las luces apagadas, cuando íbamos a dormirnos, oí que decía:

—¿Duermes, Lucien?

—No.

—¿Puedo decirte una cosa?

—Claro que puedes decírmela. ¿Quieres que encienda la luz?

—No. Me parece que he vuelto a hacer una cosa que no está bien.

A menudo me he preguntado si su sinceridad, su manía de confesión, se deben a sus escrúpulos o a una crueldad natural, tal vez a la necesidad de dar interés a su vida dándole una tonalidad dramática.

—¿Te fijaste el otro día en aquellos dos jóvenes de Saint-Cloud?

—¿Cuáles?

—Estaban en la mesa de al lado. Uno de ellos era moreno, muy musculoso.

—Sí.

—Cuando te fuiste comprendí que quería hablarme, porque se desembarazó de su amigo y, en efecto, poco después me pidió permiso para tomar café en mi mesa.

Ha tenido otras aventuras desde que nos conocemos, y la creo sincera cuando dice que las conozco todas. La primera dos semanas después de haber sido absuelta, cuando aún vivía en el Boulevard Saint-Michel, fue con un músico de un cabaret de Saint-Germain-des-Prés. Me confesó que se sentaba horas y horas cerca de la orquesta de jazz, y que ya la segunda noche él se la había llevado a su casa.

—¿Estás celoso, Lucien?

—Sí.

—¿Te he hecho mucho daño?

—Sí. Pero no importa.

—¿Crees que seré capaz de reprimirme?

—No.

Es verdad. No se trata tan sólo de una cuestión física. Es algo más profundo, la necesidad de llevar una vida diferente, de ser el centro de algo, de sentir que atrae la atención. Lo comprendí en la sala del tribunal, donde probablemente pasó las horas más exaltantes de su vida.

—¿Sigues queriendo que te lo diga todo?

—Sí.

—¿Aunque te haga daño?

—Eso es asunto mío.

—¿Me guardas rencor?

—No es culpa tuya.

—¿Crees que soy distinta a las otras?

—No.

—Entonces, ¿cómo se las arreglan las demás?

En estos momentos, cuando alcanzamos cierto punto de absurdo le vuelvo la espalda, porque ya sé lo que quiere: que se discuta su caso interminablemente, que se analice su personalidad, sus instintos, su comportamiento.

Ella también se da cuenta.

—¿Ya no te intereso?

Entonces se enfurruña o llora, luego se queda mirándome como una niña que ha desobedecido, y por fin se decide a pedirme perdón.

—No comprendo cómo me soportas. Pero ¿has pensado alguna vez, Lucien, lo exasperante que puede ser para una mujer estar ante un hombre que lo sabe todo, que lo adivina todo?

Lo del músico sólo duró cinco días. Una noche la encontré cambiada, febril, con los ojos desorbitados, y después de hacerle las preguntas necesarias, le arranqué la confesión de que le había hecho tomar heroína. Me enfadé, y cuando al día siguiente comprendí que había vuelto a verle a pesar de habérselo prohibido, la abofeteé por vez primera, con tanta fuerza que llevó una señal bajo el ojo izquierdo durante varios días.

No puedo vigilarla día y noche, ni exigir que pase todo el tiempo esperándome. Ya sé que yo no le basto, y no tengo más remedio que dejar que busque en otros lo que yo no le doy. Qué más da si eso me hace sufrir.

Los primeros meses me dominaba la inquietud, porque me preguntaba si iba a volver conmigo o si se metería en alguna aventura desgraciada.

Desde aquello de Saint-Cloud mis inquietudes han pasado a ser otras.

—Es un chico de origen italiano, pero nació en Francia y es francés. ¿Sabes lo que hace? Estudia la carrera de medicina y por la noche trabaja en la Citroën. ¿No te parece admirable?

—¿Adónde te llevó?

—A ningún sitio. Él no es así. Volvimos a pie por el Bois de Boulogne, me parece que nunca había andado tanto en toda mi vida. ¿Estás enfadado?

—¿Por qué iba a enfadarme?

—Porque no te he hablado de él hasta ahora.

—¿Le has vuelto a ver?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Dónde?

—En la terraza del Normandie, en los Campos Elíseos, allí me citó.

—¿Por teléfono?

O sea que ya conocía su número.

—Como siempre tienes miedo de que tropiece con un granuja, supuse que esto te gustaría. Su padre es albañil en Villefranche-sur-Saône, cerca de Lyon, donde nací yo, y su madre lava platos en un restaurante. Tiene siete hermanos y hermanas. Desde los quince años trabaja para pagarse los estudios. Ahora vive en un cuartucho, en el Quai de Javel, cerca de la fábrica, y sólo duerme cinco horas al día.

—¿Cuándo volverás a verle?

Sabía que me estaba ocultando algo.

—Eso depende de ti.

—¿Qué quieres decir?

—Si me lo pides no volveré a verle más.

—¿Cuándo te ha pedido que os volváis a ver?

—El sábado por la noche, no trabaja en la fábrica.

—¿Te gustaría estar con él el sábado próximo?

No respondió. El domingo por la mañana, cuando telefoneé a la Rue de Ponthieu, la noté tan nerviosa que comprendí que no estaba sola. Era la primera vez, al menos que yo supiese, que llevaba a alguien a un piso que, en resumidas cuentas, es el nuestro.

—¿Está contigo?

—Sí.

—¿Nos veremos en el restaurante de Louis?

—Como quieras.

La noche del sábado al domingo se convirtió en «su» noche, y durante cierto tiempo Mazetti se creyó la historia del abogado de gran corazón. Yvette me ha confesado que a veces, durante el día, iba a darle un beso al Quai de Javel, mientras estudiaba.

—Sólo para darle ánimos. El cuarto es muy pequeño, y en el hotel sólo hay obreros de la fábrica, sobre todo árabes y polacos. En la escalera me dan miedo esos hombres, que no se molestan en cederme el paso y que me miran con ojos muy brillantes.

Él también iba a la Rue de Ponthieu otros días, además del sábado, ya que una tarde me lo crucé en el portal. Nos reconocimos el uno al otro. Vaciló y por fin me saludó con embarazo, y yo le devolví la cortesía.

Aunque sólo fuera para añadir un poco de picante a la aventura, como yo ya esperaba, Yvette terminó por confesarle que yo no soy solamente su bienhechor, sino su amante.

También le contó el atraco de la Rue de l’Abbé-Grégoire, esta vez la verdad, añadiendo que por ella yo me había jugado el honor y la posición.

—Ese hombre es sagrado para mí, ¿comprendes?

¿Qué importa que lo dijera o no? El hecho es que él no protestó, y que en otra ocasión en que nos cruzamos por la calle volvió a saludarme observándome con curiosidad.

Me pregunto si ella no le ha hecho creer que soy impotente, y que bastan unas caricias de las que no tiene que sentir celos. Es mentira, pero me ha contado fábulas más inverosímiles.

Ninguno de los dos entiende nada, desde luego. Y ahora, lo que tenía que suceder ha sucedido.

—¿Y él qué te ha dicho? —le he preguntado, una vez en el piso.

—No me acuerdo. Prefiero no repetirlo. Todo lo que los jóvenes dicen de los hombres de tu edad cuando se comportan como enamorados.

Abrió una alacena y vi cómo bebía a gallete.

—¡Ya está bien!

Mientras me miraba tuvo tiempo de tomar un último trago.

Con la boca pastosa, me preguntó:

—Con las amistades que tienes, ¿no puedes hacer que le detengan?

—¿Por qué motivo?

—Ha proferido amenazas.

—¿Qué amenazas?

—Tal vez nada muy concreto, pero ha dado a entender que encontrarla la manera de librarse de ti.

—¿Qué palabras ha usado?

Estoy seguro de que ahora miente, o en cualquier caso exagera.

—Aunque fuera verdad, no bastaría para detenerle. ¿Te gustaría verle en la cárcel?

—No quiero que te pase nada malo. Sólo te tengo a ti, ya lo sabes.

Así lo piensa, y es más grave de lo que ella cree. Se encontraría desamparada, desgraciada, si se viese sola de nuevo, y no tardaría mucho en acabar mal.

—Estoy enferma, Lucien.

Ya lo veo. Ha bebido demasiado y no tardará en vomitar.

—No tenía ni idea de que la cosa iba a terminar de este modo. Me parecía una solución práctica. Sabía que tú estabas contento…

Se da cuenta de que lo que acaba de decir es un poco fuerte.

—Perdóname. Ya lo ves. Siempre me pasa lo mismo. Me esfuerzo por hacer las cosas bien, y estropeo todo lo que hago. Lo que puedo jurarte por lo más sagrado es que no volveré a verle. ¿Puedes echar un vistazo a la calle?

Entreabrí los visillos y no vi a nadie a la luz de las farolas.

—Lo que me da miedo es que se haya puesto a beber, porque no aguanta el alcohol. Es muy tranquilo y muy dócil, pero puede volverse malo. Una vez que había tomado una copa de más…

No termina la frase y va corriendo al cuarto de baño, donde oigo el ruido de sus arcadas.

—Estoy avergonzada, Lucien… —balbucea entre dos accesos de náuseas—. ¡Si supieras cómo me detesto a mí misma! Me pregunto cómo puedes…

Le quité la ropa y la acosté. Luego me desnudé y me eché a su lado. Dos o tres veces pronunció, en medio de la agitación de sus sueños, unas palabras que no pude entender.

Es posible que Mazetti esté emborrachándose en uno de esos bares abiertos toda la noche, de los que hay algunos en París, o tal vez anda a grandes zancadas por avenidas desiertas rumiando sus rencores. También es posible que venga a merodear por la Rue de Ponthleu, como yo estuve vagando cierto día bajo las ventanas del Boulevard Malesherbes.

Si el relato de Yvette sobre aquella noche y la actitud de él no es demasiado novelado, no la dejará fácilmente y no tardará en volver a la carga.

¿Se lo ha dicho de verdad todo acerca de su pasado, ha sido con él tan sincera como conmigo? En cualquier caso, le ha hecho una propuesta de matrimonio.

Debí de quedarme dormido, porque el timbre del teléfono me hizo saltar de la cama, y me precipité hacia el salón para descolgar el aparato, dándome un golpe muy doloroso en el pie al tropezar con un mueble. Lo primero que se me ocurrió es que me llamaba mi mujer, como ya había sucedido en otras ocasiones, para algo urgente. No sabía qué hora era. La habitación estaba a oscuras, pero en el salón vi la luz del día por entre los visillos.

—¡Diga! —Repeti, porque no oía nada—: ¡Diga!

Entonces comprendí. Era él quien llamaba, y no esperaba encontrarme en el piso. Al reconocer mi voz no colgó, y estuve oyendo su respiración al otro extremo del hilo. Causaba cierta impresión, sobre todo porque Yvette, que se había despertado, apareció ante mí desnuda y muy pálida en medio de la penumbra, mirándome con los ojos desorbitados.

—¿Quién es? —preguntó en voz baja.

Colgué y dije:

—Una equivocación.

—¿Era él?

—No lo sé.

—Estoy segura de que era él. Ahora que sabe que estás aquí vendrá. Enciende las luces, Lucien.

Aquella rendija de luz entre los visillos la asustaba.

—Me gustaría saber desde dónde telefonea. Tal vez esté en el barrio.

Reconozco que yo también estaba inquieto. No tenía ningunas ganas de oírle llamar a la puerta del piso, ya que, si había seguido bebiendo, podía armar un escándalo.

No tengo que darle cuentas de nada, ni justificarme con él. Una discusión de los tres sería ridícula, odiosa.

—Es mejor que te vayas.

Pero tampoco quiero que parezca que huyo.

—¿Prefieres quedarte sola?

—Sí. Ya me las arreglaré.

—¿Piensas abrirle?

—No lo sé. Ya veremos. Vístete.

Otra idea le pasa por la cabeza.

—¿Por qué no telefoneamos a la policía?

Me vestí humillado, furioso conmigo mismo. Mientras ella, que seguía desnuda, miraba por la ventana con la cara pegada a los cristales.

—¿Estás segura de que prefieres quedarte sola?

—Sí. Anda, date prisa.

—Te telefonearé cuando llegue al Quai d’Anjou.

—De acuerdo. Yo no me moveré en todo el día.

—Volveré a verte más tarde.

—Sí. ¡Anda, vete!

Me acompañó hasta el rellano y me besó, todavía sin ropa, y luego se inclinó sobre el pasamanos para recomendarme:

—¡Ten mucho cuidado!

Yo no tenía miedo, aunque no presumo de valor físico y las peleas me inspiraban horror. Pero deseaba evitar el encuentro, que podría ser desagradable, con un joven exasperado. Sobre todo porque no le guardo rencor, no tengo nada que reprocharle y comprendo su estado de ánimo.

La Rue de Ponthleu estaba desierta, y sólo oía resonar mis pisadas mientras subía por ella hasta la Rue de Berri para tomar un taxi. En los Campos Elíseos, una pareja vestida de gala, unos extranjeros, volvía al Claridge, cogidos del brazo, y la mujer aún llevaba en el pelo trozos de serpentinas.

—Al Quai d’Anjou. Ya le diré dónde ha de parar.

Seguía inquieto por Yvette. Conociéndola, sabía que no se había vuelto a acostar, y que estaría vigilando junto a la ventana sin pensar en vestirse. A veces se queda desnuda durante gran parte del día, incluso en verano, cuando las ventanas están abiertas.

—¿Lo haces adrede? —le dije en cierta ocasión.

—¿El qué?

Exhibirte desnuda ante los vecinos de enfrente.

Me miró como suele mirarme cuando adivino sus pensamientos, con una sonrisa que se esfuerza por disimular.

—Es divertido, ¿no?

A lo mejor también la divertía que Mazetti la persiguiera. No estoy seguro de que si supiera dónde localizarle no le telefoneara. Siempre la misma necesidad de salir de su propia vida, de crearse un personaje.

Tenía miedo de que si le veía en la calle telefoneara a la policía, sólo por experimentar esta emoción.

Apenas llegué a mi despacho, la llamé yo:

—Soy Lucien.

—¿Has llegado bien?

—¿No ha ido?

—No.

—¿Estabas aún en la ventana?

—Sí.

—Vuelve a acostarte.

—¿No crees que va a venir?

—Estoy convencido de que no. Volveré a llamarte dentro de un rato.

—Supongo que tú también vas a dormir.

—Sí.

—Perdóname por la mala noche que te he hecho pasar. Estoy avergonzada de haberme emborrachado, pero no me daba cuenta de que bebía.

—Acuéstate.

—¿Se lo contarás a tu mujer?

—No lo sé.

—No le digas que he vomitado.

Sabe que Viviane está al corriente de todo, y eso la preocupa porque respecto a ella no quisiera tener un papel demasiado humillante. A veces, bruscamente, me hace preguntas sobre Viviane.

—¿Qué le cuentas exactamente? ¿Todo lo que hacemos? —En alguna ocasión, al hacer esta pregunta, añade con una risa nerviosa—: ¿Hasta lo que te estoy haciendo ahora?

He mirado por la ventana de mi despacho, ya lo he dicho, y no he visto a nadie en el muelle. Es probable que Mazetti haya vuelto a su casa y esté durmiendo profundamente.

He subido sin hacer ruido. Aunque mi mujer ha entreabierto los párpados en el momento en que yo tragaba mis dos pastillas.

—¿Ha pasado algo?

—No. Duerme.

No debía de estar despierta del todo, porque inmediatamente ha vuelto a dormirse. Yo también he tratado de dormir. No he podido. Tenía los nervios a flor de piel, todavía ahora los tengo, y me basta con ver mi letra para convencerme de ello. Un grafólogo quizá sacase la conclusión de que es la letra de un loco o de alguien drogado.

Desde hace cierto tiempo espero que ocurra algo desagradable, pero no había imaginado nada más desagradable y más humillante que la noche que acabo de pasar.

Con los ojos cerrados, en el calor de mi cama, me he preguntado si Mazetti no podría ser una amenaza para mí. En el curso de mi carrera he conocido gestos más insensatos. Nunca he hablado con él. Sólo le he visto fugazmente, y me da la impresión de que es un chico serio, reservado, que sigue obstinadamente la línea de conducta que se ha fijado.

¿Se da cuenta de que su historia con Yvette es un grave peligro para el porvenir que se prepara a costa de tanto esfuerzo? Si ella se lo ha dicho todo, si la conoce como yo la conozco, ¿puede ser tan ingenuo como para suponer que va a cambiar de pronto y que podrá convertirla en la esposa de un joven médico ambicioso?

Está en plena crisis, es incapaz de razonar. Mañana o dentro de unos días verá la realidad cara a cara, y se alegrará de mi existencia.

Lo malo es que no estoy tan seguro de que pase una cosa así. ¿Por qué va a reaccionar de un modo distinto a como he reaccionado yo? ¿Porque es demasiado joven para comprender, para sentir lo que yo he sentido?

Quisiera creerlo. ¡He buscado tantas explicaciones a mi apego por Yvette! Las he rechazado una tras otra, he vuelto a aceptarlas, combinándolas, mezclándolas unas con otras sin obtener ningún resultado satisfactorio, y esta mañana me siento viejo y obtuso; al bajar a mi despacho hace un momento, con la cabeza vacía, los ojos escociéndome por falta de sueño, he mirado los libros que cubren las paredes y me he encogido de hombros

¿Se contempló alguna vez Andrieu a sí mismo con una compasión despectiva?

Hoy envidio a los que siguen remando con su barca entre Chelles y Lagny, y a todos los que dejé atrás por el camino porque no iban lo bastante deprisa.

Ahora estoy aquí mirando por la ventana por si veo acercarse a un joven sin seso que al parecer amenaza con pedirme explicaciones. Digo al parecer porque ni siquiera estoy seguro de que todo eso sea verdad, y que esta noche o mañana Yvette no me confiese que ha exagerado, si no inventado, gran parte de todo lo que me ha contado.

No puedo enfadarme con ella por eso, porque es su manera de ser, y en el fondo todos lo hacemos más o menos. La única diferencia es que ella tiene todos los defectos, todos los vicios, todas las debilidades. Ni siquiera eso. Quisiera tenerlos. Es algo a lo que le gusta jugar, su forma de llenar el vacío.

Esta mañana no estoy en condiciones de analizarme. Por otra parte, ¿para qué, y para qué saber por qué, a causa de ella, me veo en esta situación?

Ni siquiera tengo la seguridad de que haya sido a causa de ella. Los autores de vodeviles, los autores cómicos que consiguen hacer reír a costa de la vida, llaman a eso el veranillo de San Martín, y se convierte en motivo de chistes.

Nunca he tomado la vida por el lado trágico. Todavía ahora me niego a hacerlo. Intento seguir siendo objetivo, juzgarme y juzgar a los demás fríamente. Sobre todo trato de comprender. Al empezar este expediente tenía la sensación de estar guiñándome un ojo, como si me entregase a un juego solitario.

Aunque aún no me he reído. Esta mañana tengo menos ganas de reír que nunca, y me pregunto si no preferiría ser uno de esos pequeños burgueses endomingados que se dirigen a toda prisa a misa mayor.

Acabo de telefonear por segunda vez a Yvette, y ha tardado mucho en descolgar el aparato. Por la manera como ha dicho «diga» ya noto que ha habido alguna novedad.

—¿Estás sola?

—No.

—¿Estás con él?

—Sí. Para no obligarla a hablar delante de él hago preguntas concretas.

—¿Furioso?

—No.

—¿Te ha pedido perdón?

—Si.

—¿Sigue teniendo las mismas intenciones?

—Bueno, verás… Mazetti ha debido de arrancarle el aparato de las manos, porque han colgado bruscamente.

¡Viejo idiota!