Sábado, 12 de noviembre
Son las diez de la noche, y he esperado a que se fuera mi mujer para bajar al despacho. Se ha ido con Corine y unas cuantas amigas a inaugurar, en una galería de la Rue Jacob, la primera exposición de pintura de Marie-Lou, la amante de Lannier. Brindarán con champán y es muy probable que la cosa dure hasta altas horas de la madrugada. Para no ir he pretextado que habrá cien personas en un local no mucho más grande que un comedor ordinario, y que el calor será insoportable.
Dicen que Marie-Lou tiene verdadero talento. Hace dos años que empezó a pintar, durante una estancia suya en Saint-Paul-de-Vence. Ella y Lannier viven juntos en la Rue de la Faisanderie, pero los dos están casados cada cual por su lado, Lannier con una prima que aseguran que es muy fea, y de la que está separado desde hace veinte años, Marie-Lou con un industrial de Lyon, Morilleux, un amigo de Lannier con quien aún tiene negocios. Por lo que se sabe, todo se resolvió amistosamente, a satisfacción de todos.
Ella y Lannier cenaron ayer en casa, junto con un político belga que estaba de paso por París, un académico al que invitamos a menudo y un embajador sudamericano acompañado de su mujer.
Cada semana tenemos una o dos cenas de ocho a diez personas, y Viviane, que es una excelente ama de casa, no pierde la afición a tener invitados. El embajador no estaba en nuestra casa por casualidad. Vino de la mano de Lannier, quien, a la hora del café y de los licores me dijo en pocas palabras de qué asunto quería ir a hablarme a mi despacho, un tráfico de armas más o menos legal, si entendí bien ciertas alusiones, que quisiera hacer con finalidades políticas, sin tener problemas con el gobierno francés.
Es un hombre joven, de treinta y cinco años como máximo, buen mozo y seductor, aunque con cierta tendencia a la gordura, y su mujer es una de las criaturas más hermosas que yo haya tenido ocasión de admirar. Se ve que está enamorada de su marido, que no le quita los ojos de encima, y es tan joven y con tanto frescor que diríase que acaba de salir de un convento.
¿En qué aventura va a meterse? Sólo he podido hacer conjeturas, pero no me faltan razones para, suponer que se trata de derribar al gobierno de su país, en el que su padre es una de las primeras fortunas. Tienen dos hijos —nos enseñaron las fotografías— y el palacete de la embajada es uno de los más bellos del Bois de Boulogne.
Estaba impaciente porque se fueran, porque sentía grandes deseos de ir a la Rue de Ponthieu. Esta semana he pasado allí tres noches, y también iría hoy si el sábado no fuese «su» día.
Es mejor no pensar mucho en ello. Esta madrugada, cuando volvía en taxi a las seis y media, aún no había amanecido del todo, y una violenta tempestad azotaba la región parisiense, el viento ha arrancado el tejado de varias casas y ha partido algunos árboles, uno de ellos en la avenida de los Campos Elíseos. Viviane me ha dicho más tarde que uno de nuestros postigos ha estado batiendo toda la noche. Sin embargo no se ha caído, y hacia las doce han venido unos obreros para recomponerlo.
Al entrar en mi despacho, por el que paso siempre antes de bañarme, lo primero que he hecho ha sido buscar con los ojos a mis dos vagabundos bajo el Pont-Mane. Hasta las nueve más o menos, nada se ha movido bajo los harapos que agitaba el viento. Hasta que por fin surgió de ellos un hombre, el que acostumbro a ver, y que con su chaqueta demasiado holgada y demasiado larga, la barba hirsuta y el sombrero abollado, parece un payaso de circo; aunque me he llevado una sorpresa al comprobar que aún quedaban otras dos siluetas echadas. ¿Tiene ahora una segunda compañera? ¿Se ha unido a ellos un camarada?
Sigue soplando el viento, pero sobre todo a ráfagas, y para mañana se anuncia frío, tal vez incluso hielo.
En el curso de la semana he pensado mucho en lo que llevo escrito hasta hoy, y he caído en la cuenta de que solamente he hablado del hombre que soy ahora. He deshecho dos o tres leyendas, las más escandalosas. Hay otras que también me propongo destruir, y para ello me veo obligado a remontarme mucho más lejos.
Por ejemplo, a causa de mi físico suele creerse, incluso lo creen personas que pasan por conocerme muy bien, que soy uno de esos hombres que todavía tienen muy cerca sus orígenes campesinos, y que, como se decía en el siglo pasado, aún llevan tierra en los zuecos. Este es el caso, o está muy cerca de serlo, de Jean Moriat. Por otra parte, es algo que favorece en ciertas profesiones, entre ellas la mía, porque eso inspira confianza, pero me veo obligado a reconocer que en lo referente a mí no es verdad.
Yo nací en París, en una maternidad del faubourg Saint-Jacques, y mi padre, que durante casi toda su vida vivió en la Rue Visconti, detrás de la Academia Francesa, pertenecía a una de las familias más antiguas de Rennes. Hubo señores de Gobillot en las cruzadas, más tarde, un Gobillot capitán de los mosqueteros, y otros de la familia, más numerosos, fueron gentes de leyes, algunos miembros más o menos ilustres del Parlamento de Bretaña.
Eso no me hace sentir ningún orgullo. Mi madre, que se llamaba Louise Finot, era hija de una lavandera de la Rue des Toumelles, y cuando mi padre la dejó embarazada, frecuentaba las cervecerías del Boulevard SaintMichel.
No es probable que estos antecedentes expliquen mi carácter, y aún menos el hecho de que yo haya elegido cierta manera de vivir, en la medida en que pueda hablarse de una elección.
Mi abuelo Gobillot, en Rennes, aún vivía como un gran burgués, y hubiera acabado siendo presidente del tribunal si una embolia no se lo hubiese llevado cuando rondaba los cincuenta años.
En cuanto a mi padre, que vino a París para estudiar derecho, se quedó aquí toda la vida, en el mismo piso de la Rue Visconti, donde, hasta su muerte bastante reciente, le cuidó la vieja Pauline, que le vio nacer, pero que en realidad sólo tenía doce años más que él.
En aquella época aún existía la costumbre de dejar los niños al cuidado de chiquillas, y Pauline, que era una criatura cuando entró al servicio de mis abuelos, estuvo al lado de mi padre hasta su muerte, formando con él una curiosa pareja.
¿Se desinteresó mi padre de mi al nacer yo? Lo ignoro. Nunca se lo pregunté, como tampoco a Pauline, que todavía vive, que tiene ahora ochenta y dos años, y a la que voy a visitar de vez en cuando. Aunque sigue ocupándose ella sola de los trabajos de la casa, siempre en la Rue Visconti, ha perdido la memoria casi por completo, excepto en lo referente a los hechos más lejanos, a la época en que mi padre era un niño con pantalón corto.
¿Es que no tenía la seguridad de que el hijo de Louise Finot fuese suyo, o tenía entonces quizás otra querida?
De un modo u otro, pasé los dos primeros años de mi vida en casa de una nodriza, en los alrededores de Versalles, hasta que un buen día mi madre me fue a buscar para llevarme a la Rue Visconti.
—Aquí tienes a tu hijo, Blaise —se supone que dijo. Volvía a estar encinta. Según me ha contado Pauline a menudo, a continuación dijo—: Me caso la semana que viene. Prosper no sabe nada. Si se enterase de que ya tengo un hijo quizá no se casaría conmigo, y no quiero perder esta oportunidad, porque es un buen hombre, trabajador, que no bebe. He venido para devolverte a Lucien.
Desde aquel día viví en la Rue Visconti, al cuidado de Pauline, para quien al principio un niño era un ser tan misterioso que casi no se atrevía a tocarme.
En efecto, mi madre se casó con un dependiente de Allez Frères, a quien vi mucho más tarde en las tiendas del Châtelet, con un guardapolvo gris de ferretero, cuando iba a comprar sillas de jardín para nuestra casa de Sully. Tuvieron cinco hijos, mis hermanastros y hermanastras, a los que no conozco, y que deben de llevar una vida laboriosa y sin historia.
Prosper murió el año pasado. Mi madre me envió una esquela. Aunque no asistí al entierro, mandé flores, y posteriormente hice dos cortas visitas a la casita de Saint-Maur donde mi madre vive ahora.
No tenemos nada que decimos. Entre nosotros no hay nada en común. Me mira como a un extraño y se limita a murmurar:
—Parece que las cosas te han ido bien. Me alegro de que seas feliz.
Mi padre ejercía la abogacía, y tenía su despacho en el piso de la Rue Visconti. ¿Llevó durante demasiado tiempo la vida de un viejo estudiante? Me resulta difícil juzgarlo. Físicamente, no se parecía a mí, porque era apuesto, distinguido, con una elegancia que yo admiraba en ciertos hombres de su generación. Era culto, frecuentaba el trato de poetas, artistas, soñadores y busconas, y pocas veces se le veía volver, con andares inseguros, antes de las dos de la madrugada.
A veces se llevaba a casa a una mujer, y se quedaba allí una noche o un mes, en ocasiones, como una tal Léontine, más tiempo. Léontine se incrustó en la casa tan tenazmente, que yo supuse que acabaría por conseguir que se casase con ella.
Todo eso no me afectaba, al contrario. Yo estaba muy orgulloso de vivir en un ambiente muy distinto al de mis compañeros de la escuela, más tarde del liceo; más orgulloso aún cuando mi padre me dirigía una mirada cómplice, cuando, por ejemplo, Pauline descubría la presencia de una nueva huésped en la casa y torcía el gesto.
Recuerdo que a más de una la puso en la calle, a la fuerza (desde luego en ausencia de mi padre, que debía de estar en el Palacio de justicia), con una energía sorprendente en una mujer tan pequeña como ella, y gritándole que era más sucia que una sartén, y demasiado mal hablada para seguir ni una hora más en una casa decente.
¿Fue desgraciado mi padre? Le recuerdo casi siempre sonriendo, aunque con una sonrisa sin alegría. Tenía demasiado pudor para quejarse, y era tan delicado que esparcía a su alrededor una ligereza que luego no he vuelto a ver en nadie.
Cuando yo empezaba la carrera de derecho, él a los cincuenta años aún era un hombre apuesto, pero no soportaba tan bien el alcohol, y a veces se quedaba en la cama días enteros.
Llegó a ver mis comienzos en el despacho del abogado Andrieu. Asistió, dos años después, a mi boda con Viviane. Estoy convencido de que, a pesar de que en la Rue Visconti vivíamos con la misma libertad, la misma independencia de los huéspedes en una pensión de familia, hasta el punto de que a veces pasaban tres días sin vernos, le afectó el vacío que dejó mi marcha.
Pauline, al envejecer, perdió su buen humor y su indulgencia, ya no le trataba como al amo de la casa, sino como a alguien a quien debía cuidar, le imponía un régimen alimenticio que a él le inspiraba horror, le quitaba todas las botellas, que él se veía obligado a esconder, e incluso iba a buscarle por la noche por los cafetines del barrio.
Mi padre y yo nunca nos hicimos preguntas el uno al otro. Tampoco aludimos en ningún caso a nuestra vida privada, aún menos a nuestras ideas y a nuestros sentimientos.
Todavía hoy no sé si Pauline fue para él, en otros tiempos, algo más que un ama de llaves.
Murió a los setenta y un años, pocos minutos después de que yo le visitara, como si hubiera hecho un esfuerzo para evitarme el espectáculo de su muerte.
Tenía que hablar de él, no por piedad filial, sino porque el piso de la Rue Visconti tal vez ha tenido cierta influencia en mis gustos más profundos. En efecto, para mí el despacho de mi padre, con los libros que tapizaban las paredes hasta el techo, las revistas amontonadas en el suelo, las ventanas de pequeños cristales con vistas a un patio medieval y, un poco más lejos, al antiguo estudio de Delacroix, ha seguido siendo el arquetipo del lugar donde se vive bien.
Al ingresar en la Facultad de Derecho, mi ambición no era hacer una carrera rápida y brillante, sino trabajar en un despacho, aspiraba mucho más a ser un jurista mal retribuido que un abogado con pleitos.
¿Es este, todavía hoy, mi sueño? Prefiero no hacerme la pregunta. Con mi gran cabeza, fui el prototipo del alumno brillante, y cuando mi padre volvía por la noche, casi siempre había luz en mi cuarto, en el que a menudo yo trabajaba hasta el amanecer.
La idea que yo tenía de mi futura carrera la compartían hasta tal punto mis profesores que sin decirme nada le hablaron de mí al abogado Andrieu, que entonces era decano del Colegio de Abogados, y cuyo nombre aún se menciona como el de uno de los abogados más notables del último medio siglo.
Aún me parece estar viendo la tarjeta que una mañana recibí por correo, y en la que había, bajo el nombre impreso, una frase escrita con una letra muy fina, muy «artista», como entonces solía decirse.
«Maître Robert Andrieu
»le agradecería que pasara una mañana, entre las diez y las doce, por mi despacho, 66 Boulevard Malesherbes».
Debo de conservar esta tarjeta, que probablemente guardo, junto con otros recuerdos, en un archivador. Yo tenía veinticinco años. No sólo era Maître Andrieu una gloria de la abogacía, sino que además era uno de los hombres más elegantes de Paris, y era reputado por llevar una existencia fastuosa. Su piso me impresionó, y más aún el enorme despacho, a la vez severo y refinado, cuyas ventanas daban al parque Monceau.
Más tarde yo iba a cometer la ridiculez de encargar una chaqueta de terciopelo negro con el bordado de una presilla de seda, semejante a la que él llevaba aquella mañana. Me apresuro a añadir que nunca me la puse, y que la regalé antes de que Viviane la viera.
Maître Andrieu me propuso que fuera su pasante, lo cual no podía ser más inesperado, pues ya había tres abogados muy conocidos que trabajaban para él.
No puedo decir que se pareciera físicamente a mi padre, y había sin embargo entre los dos hombres, que habían conocido fortunas diversas, como rasgos de familia comunes, que quizá no eran más que rasgos de época. La esmerada cortesía, por ejemplo, que mostraban siempre en sus menores relaciones con los demás, así como cierto respeto por los seres humanos, que hacían que hablasen a una criada en el mismo tono con que se dirigían a una gran dama. Me llamó la atención sobre todo la similitud de su sonrisa, una tristeza —o una nostalgia tan oculta que sólo era posible sospechar que existía.
Maître Andrieu no sólo gozaba de una reputación excepcional de Jurista, era también un hombre mundano, y entre sus clientes figuraban artistas, escritores y las estrellas de la Opéra.
Éramos dos trabajando en el mismo despacho, un joven alto y pelirrojo que luego se dedicó a la política, y yo, y a nuestros oídos apenas llegaban los ecos de la vida mundana del patrón. Al principio, durante todo un mes no llegué a verle, ya que recibía mis expedientes y mis instrucciones de un tal Mouchonnet, que era su brazo derecho.
Por la noche, asistía a menudo a una cena de gala o a una recepción. Dos o tres veces en el ascensor vi a Madame Andrieu, mucho más joven que su marido; se hablaba de ella como de una de las beldades de París, y a mí me parecía un ser inaccesible.
¿Confesaré que mi primer recuerdo de Viviane fue el de su perfume, una tarde en la que yo tomé el ascensor del que ella acababa de salir? En otra ocasión la vi en persona, vestida de negro, con un velo sobre los ojos, que subía a una larga limusina cuyo chófer mantenía abierta la portezuela.
Nada hacia prever que acabarla siendo mi mujer, y sin embargo es lo que ha sucedido.
A diferencia de otras muchas mujeres hermosas, no procedía de la vida galante ni del teatro, sino de una buena familia burguesa de provincias. Su padre, hijo de un médico de Perpiñán, era entonces capitán de gendarmes, y junto con su familia vivió en muy diversos lugares de Francia, al hilo de sus ascensos, hasta retirarse por fin a sus Pirineos natales, donde ahora se dedica a la cría de abejas.
La primavera pasada fuimos a verle. Alguna que otra vez, pero más raramente desde que enviudó, pasa unos días en París.
Al principio yo ignoraba que cada dos meses poco más o menos, maître Andrieu invitaba a cenar a sus colaboradores, y fue en una de esas cenas donde me presentaron a Viviane. Ella tenía veintiocho años, y hacia seis que estaba casada. El decano había cumplido ya los cincuenta, y había vivido solo durante largo tiempo después de un primer matrimonio del que tenía un hijo.
Este hijo, de veinticinco años, vivía en un sanatorio suizo, y creo que posteriormente murió.
Ya he dicho que soy feo, y como no trato de disimular mi fealdad, eso me da derecho a añadir que está compensada por la impresión de energía o, mejor dicho, de vida intensa, que se desprende de mi persona. La verdad es que esta es una de mis mejores bazas en los tribunales, y los periódicos han hablado tanto de mi magnetismo que me siento autorizado a aludir a él.
Esta vitalidad concentrada es la única explicación que encuentro al interés que desde el primer momento desperté en Viviane, interés que con el tiempo llegó a ser casi fascinación.
Durante la cena, por ser el más joven de los comensales, estaba bastante lejos de ella, pero sentí su curiosa mirada fija en mi y, a la hora del café, en el salón, fue a sentarse a mi lado.
Más tarde, alguna vez hemos evocado juntos aquella noche, lo que llamamos «la velada de las preguntas», porque durante cerca de una hora estuvo haciéndome preguntas, a menudo indiscretas, a las que yo, sintiéndome incómodo, me esforcé por contestar.
El caso de Corine y de Jean Moriat podría proporcionar una explicación de lo que pasó, y probablemente no sería falsa del todo, pero sigo pensando que aquella primera noche no se dieron consideraciones de ese tipo, y que no se hubieran dado en absoluto si, desde el primer momento en que nos vimos, no se hubiera producido una especie de atracción.
Debido a su carácter y a causa de la diferencia de edades, Andrieu tendía a tratar a su mujer como a una niña mimada más que como a una compañera o una amante. Posteriormente, a Viviane se le escaparon algunas frases reveladoras que indican que no encontraba con él las satisfacciones sexuales que tanto necesitaba.
¿Las buscó con otros hombres? ¿Sospechaba Andrieu estas infidelidades?
He oído hablar, entre sonrisitas, de un tal Phllippe Savard, un joven ocioso que durante cierto tiempo frecuentó asiduamente el Boulevard Malesherbes, y que de pronto dejó de aparecer por allí. Viviane, que cuando era niña practicó mucho la equitación con su padre, todas las mañanas iba a montar a caballo al Bois de Boulogne en compañía de ese Savard, quien además la acompañaba al teatro las noches en que maître Andrieu no podía asistir junto a su esposa.
El caso es que después de aquella primera cena nos vimos frecuentemente, aunque de forma anodina. Con el consentimiento de su mando, Viviane me utilizaba, a mí, que había sido el último en entrar en la casa, para recados personales, pequeñas gestiones mundanas, lo cual me abría de vez en cuando las puertas de su piso.
El teatro aún contribuyó más a acercarnos, en concreto un concierto que se celebró una noche en la que mi patrón tenía que asistir a un banquete oficial. Supongo que a ruegos de Viviane, me pidió que le sirviera de acompañante.
¿Me estudiaba Viviane, sondeándome, como Corine lo hizo con el diputado de Deux-Sèvres? ¿Sentía ya la necesidad de desempeñar un papel más activo que el que su marido le permitía?
Entonces yo no pensaba en todo aquello. Estaba deslumbrado, exaltado, incapaz de creer que mis sueños podían convertirse en realidad. Incluso durante una semana pensé de veras en dejar el despacho para evitarme una desilusión demasiado cruel.
Un viaje de maître Andrieu a Montreal, donde acababan de nombrarle doctor honoris causa por la Universidad Laval, precipitó los acontecimientos. Su ausencia, que en principio debía ser de tres semanas, duró dos meses, a causa de una bronquitis que contrajo en Canadá. Yo no sabía que en su juventud había pasado tres años en un sanatorio de alta montaña, como ahora le sucedía a su hijo.
En varias ocasiones Viviane me rogó que la acompañara por la noche. No sólo fuimos al teatro, al que era muy aficionada, sino que además una noche después del teatro fuimos a tomar un bocado a un cabaret. Ella había despedido el coche, y fue al volver en taxi cuando, jugándome el todo por el todo, la besé.
Dos días más tarde, el día en que libraba la doncella, pasé una hora en su piso. Luego, al regreso de Andrieu no tuvimos más remedio que vernos en un hotel, lo cual la primera vez me dejó muy avergonzado.
¿Descubrió la verdad? ¿Se enteró sólo el día en que ella decidió ponerle al corriente de la situación?
Yo, que soy tan implacable exigiendo hechos precisos a mis clientes, me pierdo en la confusión cuando tengo que establecerlos en algo que me concierne. Durante años he estado convencido de que Andrieu lo ignoraba todo. Más tarde dudé. Desde hace unos meses me inclino a suponer lo contrario.
Antes hablaba de una señal. Yo no sospechaba nada de eso en aquella época, y sin duda me hubiera burlado de quien me hubiese hablado de ella. Ahora bien, si alguien en el mundo llevaba esa señal era maître Andrieu.
El día fijado por Viviane para confesárselo todo presenté mi dimisión, y me quedé sorprendido por la manera a la vez triste y resignada como la aceptó.
—Le deseo el éxito que merece —me dijo, tendiéndome su mano larga y bien cuidada.
Esto fue sólo unas horas antes de la confesión.
Esperé noticias de Viviane durante dos largas semanas. Había prometido telefonearme a la Rue Visconti inmediatamente después de la conversación. Tenía hechas las maletas. Las mías también. Debíamos instalamos en un hotel del muelle de los Grands-Augustins en espera de encontrar un piso, y yo ya había conseguido un empleo en el bufete de un abogado que se ocupaba de negocios, y que más tarde se puso al margen de la ley.
Al día siguiente no me atreví a llamar al Boulevard Malesherbes, y después de dar la consigna a Pauline en caso de que llamara, fui a montar guardia delante de su casa.
Hasta tres días después no me enteré por mi padre, quien lo había oído decir en el Palacio de justicia, que Andrieu había sufrido una recaída y guardaba cama. Tampoco acerca de esta cuestión pienso ahora lo mismo que veinte años atrás. Hoy opino que un hombre para quien una mujer se ha convertido en su principal razón de vivir, es capaz de todo, ruindades, bajezas, crueldades, para conservarla a toda costa.
Por fin, unas palabras garrapateadas en una tarjeta me anunciaron:
«El jueves hacia las diez de la mañana estaré en el muelle de los Grands-Augustins».
Llegó a las diez y media con sus maletas, en taxi, aunque Andrieu había insistido en que la llevaran en la limusina.
Los primeros días no fueron alegres, y fue Viviane la que se rehizo primero, descubriendo mil placeres imprevistos en su nueva vida.
También fue ella quien encontró el piso de la Place Denfert-Rochereau, y quien me proporcionó el primer cliente importante, que formaba parte de sus antiguas amistades.
—Ya verás, más adelante, cuando seas el abogado más famoso de París, nos emocionará acordamos de este piso.
Andrieu había insistido en pedir el divorcio aceptando todas las culpas. Pasaron semanas sin que oyéramos hablar del asunto, cuando el periódico, una mañana de marzo, nos trajo la noticia:
EL DECANO ANDRIEU VICTIMA DE UN ACCIDENTE
DE MONTAÑA.
Leímos que había ido a visitar a su hijo a un sanatorio de Davos, y que queriendo aprovechar su estancia allí para hacer solo una excursión por la montaña, había caído en una grieta. Sólo dos días después un gula encontró su cuerpo.
También esta muerte, como su largo bigote sedoso, su cortesía, su sonrisa apenas esbozada, tiene para mí un perfume de época.
¿Se comprende ahora por qué, cuando la gente habla de nosotros como de un par de fieras, tocan sin saberlo un punto especialmente sensible?
Teníamos que aferrarnos el uno al otro con energía para no caer en el remordimiento y en el pesar. Sólo una pasión devoradora podía servirnos de excusa, e hicimos el amor como dos seres enloquecidos, nos apretábamos el uno contra el otro mirando con dureza un porvenir que debía ser un desquite.
Durante un año casi no vi a mi padre sino de lejos, en el Palacio de justicia, porque trabajaba catorce o quince horas al día, aceptando todos los asuntos, yéndolos a buscar, con la esperanza de que llegase el caso que me daría reputación. Sólo la víspera de nuestra boda fui a la Rue Visconti.
—Quisiera que conocieses a mi futura mujer —dije a mi padre.
Sin duda alguna había oído hablar de lo nuestro, que era tema de todas las conversaciones en el Palacio de justicia, pero no me dijo nada al respecto, se limitó a observarme y preguntarme:
—¿Eres feliz?
Contesté que si, y creía serlo. ¿Lo era realmente? Nos casamos de la forma más discreta en la alcaldía del distrito XIV, y fuimos a descansar unos días a una posada del bosque de Orléans, en Sully, donde seis años después compraríamos una casa de campo.
Allí recibí la visita de un hombre que había conseguido nuestra dirección por medio de nuestra portera, y que mirando la posada en la que algunos clientes discutían en el mostrador, me hizo señas para que le siguiera, mascullando:
—Vamos a charlar cerca del canal.
No conseguía situarle socialmente. No parecía un hombre de lo que entonces se llamaba el hampa, ni tampoco lo que hoy se llama un gángster. Iba más bien mal vestido, de oscuro, con poca pulcritud, la mirada desconfiada, la boca con un rictus amargo, hacia pensar en uno de esos funcionarios cansados que van de puerta en puerta para cobrar impuestos.
—Mi nombre no le dirá nada —empezó, apenas hubimos dejado atrás las chalanas amarradas en el puerto —. Por mi parte, yo sé todo lo que necesito saber de usted, y pienso que es usted mi hombre. —Se interrumpió para preguntar —: La mujer que está con usted en la posada, ¿es su esposa legítima? —Le respondí que si, y continuó —: Desconfío de las personas en situación irregular. Iré al grano. No tengo ningún problema con la justicia, y no quiero tenerlos. Dicho esto añadiré que a pesar de todo necesito al mejor abogado que pueda pagarme, y es posible que usted sea ese hombre. No tengo tiendas ni oficinas, no tengo fábricas ni patentes, pero manejo negocios de mucho volumen, más grandes que la mayoría de los individuos que ganan mucho dinero. —Hablaba con cierta agresividad, como para protestar contra la modestia de su aspecto y de su indumentaria —. Como abogado no tiene usted derecho a repetir lo que voy a confiarle, y puedo hablar francamente. Usted habrá oído hablar del tráfico de oro. Desde que el cambio varía casi cada día y en la mayoría de los países las monedas tienen un valor obligado, se obtienen grandes beneficios llevando oro de un lugar a otro, y las fronteras que hay que cruzar varían según la cotización. De vez en cuando los periódicos traen que han detenido a algún traficante en Modane, Aulnoye, a la llegada del barco de Dover o en algún otro sitio. Pocas veces consiguen detener a quien hay detrás de esos intermediarios, pero podría ocurrir. Y detrás de todos ellos estoy yo.
Encendió un gauloise y se detuvo para mirar los círculos que los insectos trazaban en la superficie del canal.
—He estudiado la cuestión, no como podría hacerlo un hombre de leyes hábil, pero lo bastante a fondo como para darme cuenta de que existen medios legales de evitarme problemas. Tengo a mi disposición dos sociedades de exportación e importación, y dos agencias, y necesito más en el extranjero. Contrato sus servicios por años. Sólo tendrá que dedicarme una pequeña parte de su tiempo, y tendrá libertad para defender ante los tribunales a quien le plazca. Antes de cada operación le consultaré, y usted tendrá que encargarse de que carezca de todo peligro. —Se volvió hacia mi por vez primera desde que salimos de la posada, y, mirándome a los ojos, se limitó a decir —: Eso es todo.
Yo me había puesto rojo, y tenía los puños apretados de ira. Iba a abrir la boca —y sin duda mi protesta hubiera sido violenta—, cuando, al ver mi reacción, murmuró:
—Nos veremos esta noche después de la cena. Hable con su mujer.
No volví directamente, preferí hacer un poco de ejercicio para calmar los nervios. En la posada era la hora del aperitivo, y en el mostrador había demasiados clientes para que fuera posible que los dos conversáramos.
—¿Has vuelto solo? —se sorprendió Viviane.
Fuera empezaba a refrescar, con un frescor húmedo. La llevé a nuestra habitación, tapizada con un papel de flores, que olía a campo. Le hablé en voz baja, porque oíamos las voces de los bebedores y ellos hubieran podido oímos.
—Me ha dejado en el camino de sirga, anunciándome que vendría a saber mi respuesta esta noche, después de haberte puesto al corriente.
—¿Qué respuesta?
Le repetí lo que me había dicho, y vi que me escuchaba sin reaccionar.
—No lo esperabas, ¿verdad?
—Pero, ¿no comprendes lo que me pide?
—Consejos. ¿Tu trabajo de abogado no consiste en dar consejos?
—Consejos para burlar la ley.
—Como la mayoría de los consejos que se piden a un abogado, si es que no lo he entendido mal.
Creí que no se había dado cuenta del asunto, y me esforcé por puntualizar todos los aspectos, pero ella seguía impasible.
—¿Cuánto te ha ofrecido?
—No ha dado ninguna cifra.
—Pues todo depende de la cifra que dé. ¿Te das cuenta, Lucien, de que esto representa el fin de nuestras dificultades, y que el abogado que es consejero de una gran empresa hace exactamente este mismo trabajo?
Se había olvidado de bajar la voz.
—¡Cuidado!
—¿Le has dicho algo que le impida volver?
—No he abierto la boca.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé.
Ahora sí lo sé. Se llama Joseph Bocca, aunque después de tantos años no estoy seguro de que este sea su verdadero nombre, de la misma forma que tampoco pondría la mano en el fuego respecto a su nacionalidad. Además del palacete que tiene en París y de las fincas que posee por toda Francia, se ha comprado una magnífica propiedad en la Costa Azul, en Menton, donde vive una parte del año, y adonde nos ha invitado, a mi mujer y a mí, a pasar todo el tiempo que queramos.
Hoy en día es un hombre conocido, ya que con la fortuna que le ha proporcionado el tráfico del oro ha montado negocios de industria textil con sucursales en Italia y en Grecia, y posee acciones de las empresas más diversas. No me sorprendería que el lunes, cuando venga a verme el embajador sudamericano, descubra que Bocca también tiene que ver con el asunto de las armas.
Yo aún soñaba con llegar a ser un jurista distinguido.
—Lo único que te pido es que esta noche no le contestes con una negativa brutal.
Cuando volvió, hacia las ocho y media, estábamos terminando de cenar, fuimos los dos a pasear por la oscuridad, y le dije enseguida que sí, para acabar de una vez, y también porque no tenía ninguna alternativa.
—O todo o nada.
Mencionó la cifra.
—La semana próxima le enviaré a uno de mis empleados que se llama Coutelle y que le explicará el mecanismo actual de las operaciones. Usted estudie el asunto con calma, y cuando haya encontrado una solución me telefonea.
No me dio ninguna tarjeta de visita, sólo un pedazo de papel en el que había escrito el nombre de Joseph Bocca, un número de teléfono del barrio del Louvre y una dirección de la Rue Coquillière.
Por curiosidad fui a echar un vistazo a aquel edificio, con escaleras y pasillos mugrientos, donde había, tal como anunciaban en el portal unas placas de esmalte, un curioso muestrario de las profesiones más inesperadas, un masajista, una escuela de taquigrafía, una tienda de flores artificiales, un detective privado, una agencia de empleos y el boletín gremial de los carniceros.
Además, I.P.F., comisionista-exportador.
Preferí no dejarme ver y esperar la visita del tal Coutelle a mi despacho. Volvió muchas veces en el curso de los años, y la última vez fue para anunciarme que se jubilaba y que se retiraba a vivir en una quinta que acababa de hacerse construir en el acantilado de Fécamp.
Viviane no me coaccionó. Obré por mi libre voluntad. Ahora siento haberme remontado tan lejos en mi vida, porque en este escrito me había prometido a mí mismo no ocuparme del pasado, sino del presente.
Dicen que lo uno explica lo otro, pero no estoy seguro.
Son las dos de la madrugada. A pesar de las previsiones del servicio meteorológico, ha vuelto a soplar un viento borrascoso, y oigo el postigo del piso de arriba que se suelta otra vez. En la Rue Jacob debe de hacer un calor sofocante, y la mitad de las personas que se apiñan allí se encuentran diez veces a la semana en los estrenos, los cócteles, las subastas de beneficencia o las ceremonias más o menos oficiales.
Es posible que Marie-Lou tenga talento, aunque no creo en las vocaciones tardías Ayer, mientras cenábamos, me dijo que le gustaría pintar mi retrato porque tengo una «máscara poderosa», y Lannier, que lo oyó, sonrió exhalando lentamente el humo de su cigarrillo.
Es un hombre importante, y cada vez que sus periódicos son acusados de difamación, recurre a mí. En cambio, nunca me ha pedido que le represente en un asunto de derecho civil, y siempre tiene causas pendientes de esa clase. Sin duda me considera, y no es el único, como una «lengua bien afilada», capaz de conseguir un veredicto absolutorio gracias a la energía y al arrebato de mi elocuencia, a la violencia y a la astucia de los ataques y contraataques, pero no quiere enviarme ante los fríos magistrados de un proceso civil.
¿También hace negocios con Bocca? Es probable. En mi 1 profesión no se tarda mucho en comprobar que a cierta altura de la pirámide sólo hay unos pocos hombres que comparten el poder, las fortunas y las mujeres.
Trato de no pensar en Yvette, y cada cinco minutos me pregunto qué estarán haciendo «ellos». ¿Han ido a un baile popular, de los que le gustan a Yvette, y en el que a pesar de todo yo me sentiría desplazado? ¿O han elegido uno de esos bailes de Montmartre, llenos de mecanógrafas y de vendedores de los grandes almacenes?
Ella me lo dirá mañana si se lo pregunto. ¿Están comiendo chucrú en una cervecería?
¿Habrán vuelto ya a casa?
Me impaciento, deseo que vuelva mi mujer a fin de ir a acostarme. Pienso en maître Andrieu, que quizás esperaba también en su despacho, en el que, desde que empezaba el otoño, tenía la costumbre de instalarse con la espalda cerca del fuego de la chimenea.
Yo no tengo la intención de ir a Suiza ni de hacer excursiones por la montaña. El caso es diferente. Todo es diferente. Dos vidas, dos situaciones nunca son semejantes, y hago mal dejándome impresionar por esa historia de la señal que empieza a obsesionarme.
Hace tiempo que no he tomado vacaciones. Estoy cansado. Aunque Viviane es mayor que yo, lleva tal agitación, que si quiero seguir su ritmo voy siempre con la lengua fuera.
Le diré a Pémal que venga a visitarme. Me recetará nuevos medicamentos, me aconsejará una vez más que no fuerce la máquina, y me repetirá que los hombres, como las mujeres, tienen su edad crítica.
Según él, yo estoy en plena edad crítica.
—Espere a cumplir los cincuenta y se sorprenderá al sentirse más joven y más vigoroso que hoy.
A los sesenta años comienza a visitar a las ocho de la mañana, si no antes, y termina a las diez de la noche, sin que por ello deje de atender las llamadas nocturnas.
Siempre le he visto de un humor tranquilo, con una sonrisa maliciosa en los labios, como si le pareciera divertido ver que la gente se inquieta por su salud.
El ascensor está subiendo, se detiene en el piso de arriba.
Es mi mujer que regresa.