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Martes, 8 de noviembre, por la tarde

Subí a mi cuarto para cambiarme y llamé a Albert.

—Saque el coche para llevarme a la Rue Saint-Dominique. Supongo que la señora ha cogido el 4 CV.

—Sí, señor.

Tenemos dos coches y un chófer-mayordomo, pero sobre todo es el chófer el que da que hablar. Suponen que es una vanidad más bien ingenua de nuevo rico, cuando lo cierto es que le contraté por una razón más bien ridícula.

Si yo tuviese un cliente ante mí y me dijera eso, sin duda le interrumpiría:

«—Limítese a contarme los hechos».

Sin embargo, quiero aprovechar la ocasión para destruir una leyenda. Andrieu, mi primer patrón, el único, además, que he tenido, y que también fue el primer marido de Viviane, era uno de los pocos abogados de París que se hacía llevar al Palacio de justicia por un chófer de uniforme. Por eso creen que quiero imitarle y que tengo no sé qué complejo que me induce a demostrar a mi mujer…

En la época de nuestros comienzos, cuando vivíamos en la Place Denfert-Rochereau, con el León de Belfort bajo nuestras ventanas, yo tomaba el metro. No duró mucho tiempo, alrededor de un año, después ya pude permitirme los taxis. No tardamos en comprar un coche de ocasión, pero si bien Viviane tenía su permiso de conducir, yo no conseguí aprobar el examen. Carezco del sentido de la mecánica, tal vez también de reflejos. Cuando estoy al volante, me siento tan tenso, tan seguro de la catástrofe inevitable, que el examinador me aconsejó:

—Sería preferible que lo dejara correr, Monsieur Gobillot. No es usted el único que está en ese caso, y casi siempre se trata de personas de una inteligencia superior. Si lo intenta dos o tres veces más, logrará que le den el permiso, pero un día u otro va a tener un accidente. No es para usted.

Me acuerdo del respeto con que pronunció estas últimas palabras, porque por aquel entonces ya empezaba a tener reputación.

Durante varios años, hasta que nos mudamos a la isla de Saint-Louis, Viviane me hizo de chófer, me llevaba al Palacio de justicia y por la tarde iba a recogerme, y sólo cuando Albert, el hijo de nuestro jardinero de Sully, después de terminar el servicio militar empezó a buscar trabajo, se nos ocurrió la idea de contratarle.

Nuestra existencia se había complicado, y cada uno por su parte tenía que atender más obligaciones.

A la gente le pareció raro no vemos siempre juntos a mi mujer y a mí, porque aquello era como una especie de leyenda, y todavía hoy algunos se imaginan que Viviane me ayuda a preparar los casos e incluso mis intervenciones en las vistas.

No soy orgulloso en el sentido en que lo entienden mis colegas, y aunque…

«—¡Hechos!».

¿Por qué me empeño en volver a la noche del domingo pasado en la que no pasó nada importante? Hoy estamos a martes. No pensaba que volvería a tener ganas tan pronto de ocuparme de mi expediente.

Albert me llevó a la Rue Saint-Dominique, donde vi el coche azul de mi mujer en el patio de honor, y le dije a Albert que no me esperara. En casa de Corine de Langelle había unas diez personas en uno de los salones, y tres o cuatro en la salita circular que servía de bar y en la que la dueña de la casa oficiaba en persona.

—¿Un whisky, Lucien? —me preguntó antes de que nos besáramos. Besa a todo el mundo. En la casa es un rito. Luego, sin transición, preguntó—: ¿A qué monstruo de crueldad está arrancando de las garras de la justicia nuestro gran abogado?

Allí estaba Jean Moriat en un enorme sillón, conversando con Viviane, y fui estrechando la mano de los habituales: Lannier, propietario de tres o cuatro periódicos, el diputado Druelle, un joven de cuyo nombre nunca consigo acordarme y cuyas actividades ignoro, excepto que se le encuentra siempre donde está Corine —«uno de mis protegidos», dice ella—, dos o tres mujeres guapas que ya están en la cuarentena, como es norma en la Rue Saint-Dominique.

No pasó nada, ya lo he dicho, salvo lo que suele pasar en ese tipo de reuniones. Seguimos bebiendo y charlando hasta las ocho y media poco más o menos, y entonces, tal como me había anunciado Viviane, sólo quedó un grupo de cinco o seis personas, entre ellas Lannier, y desde luego Jean Moriat.

Si hablo de aquella noche se debe a él, porque dos o tres veces nuestras miradas se cruzaron, y tuve la impresión, quizá me equivoco, pero me extrañaría, de que nos comunicamos algo.

Todo el mundo conoce a Moriat, que ha sido ministro unas diez veces, dos veces presidente del Consejo, y que volverá a serlo. Sus fotografías y sus caricaturas aparecen tan regularmente como las de las estrellas de cine en la primera página de los periódicos.

Es un hombre recio, grueso, casi tan feo como yo, pero que tiene respecto a mí la ventaja de su gran estatura y de cierta dureza campesina que le da un aire noble.

Su vida también es más o menos conocida, sobre todo por los parisienses que se llaman a sí mismos iniciados.

A los cuarenta y dos años, casado, padre de tres hijos, aún era veterinario en Niort, y no parecía tener otra ambición, hasta que, a consecuencia de un escándalo electoral, se presentó a las elecciones para diputado y fue elegido.

Probablemente durante todo el resto de su vida hubiera sido un diputado laborioso, yendo y viniendo entre su pobre piso de la orilla izquierda y su circunscripción, si Corine no le hubiese conocido. ¿Qué edad tenía ella en aquella época? Es difícil hablar de la edad de Coríne. A juzgar por la que hoy aparenta, debía de tener alrededor de treinta años. Su marido, el anciano conde de Langelle, había muerto dos años antes, y ella empezaba a dejar de lado el ambiente del faubourg Saint-Germain, en el que había vivido junto con él, para frecuentar a los directores de periódico y a los políticos.

Dicen que no eligió a Moriat por casualidad, y que los sentimientos no tuvieron nada que ver con su elección, que antes había probado con dos o tres que finalmente rechazó, y que estuvo observando durante mucho tiempo al diputado de Niort antes de decidirse por él.

El caso es que se le vio cada vez más a menudo con ella, que hizo con menos asiduidad el viaje de Deux-Sèvres, y que dos años después conseguía ya un alto cargo, para ser ministro poco más tarde.

De eso hace más de quince años, casi veinte, no voy a tomarme la molestia de comprobar las fechas, que carecen de importancia, y su relación íntima es hoy algo admitido, casi oficial, ya que es a la Rue Saint-Dominique adonde llama por teléfono, por ejemplo, el presidente del Consejo, o incluso el Elíseo, cuando necesitan a Moriat.

No ha roto con su mujer, que vive en París, en el barrio del Champ-de-Mars. Me he tropezado con ella varías veces; sigue siendo desmañada y como borrosa, siempre como si se excusara de ser tan poco digna del gran hombre. Sus hijos están casados, y me parece que el mayor tiene un cargo en alguna prefectura.

En casa de Corine, Moriat no hace comedia para sus electores ni para la posteridad. Se muestra tal cual es, y a menudo me da la impresión de que se aburre; para ser más exacto, de ser un hombre que se esfuerza por no decepcionar a los demás.

El domingo, cuando nuestras miradas se cruzaron por primera vez, él me observaba frunciendo el ceño, como si descubriese en mi un elemento nuevo, lo que casi estoy tentado de llamar un signo.

No me gustaría repetir de viva voz lo que voy a escribir, por pudor y por temor al ridículo, pero el domingo empecé a creer en los signos, en una señal invisible que sólo pueden advertir los iniciados y los mismos que la llevan.

¿Seré capaz de llegar hasta el fondo del asunto? Sólo ciertas personas pueden tener esa señal, personas que han vivido mucho, que han visto muchas cosas, que lo han probado todo por experiencia propia, y sobre todo que han hecho un esfuerzo anormal, que han conseguido o casi conseguido su meta, y no creo que se pueda tener ese signo antes de llegar a cierta edad, que yo situaría hacia los cuarenta y tantos años.

Por mi parte, yo observaba a Moriat, primero durante la cena, mientras las mujeres contaban historias, luego en el salón, donde la amante del propietario de periódicos se sentó sobre unos almohadones y estuvo cantando acompañándose con una guitarra.

Saltaba a la vista que se divertía tan poco como yo. Mirando a su alrededor debía de preguntarse por qué capricho de la suerte se encontraba en un decorado que constituía como un insulto a su personalidad.

Dicen que es ambicioso. Tiene su leyenda, como yo la mía, y en política pasa por ser tan feroz como yo en el Palacio de justicia.

Aunque yo no creo que sea ambicioso; tal vez lo fue en algún momento, de una manera un tanto infantil, pero ya no lo es. Sufre su destino, su personaje, como ciertos actores están condenados a representar el mismo papel toda su vida.

Le veía beber copa tras copa, sin disfrutarlas, sin alegría, pero tampoco como bebe un borracho, y estoy convencido de que cada vez que pedía alcohol era para tener el valor suficiente y quedarse allí.

Corine, que tiene casi quince años menos que él, le mima como a un niño, y cuida de que todo lo que desee esté a su alcance.

El domingo, también ella, que le conoce mejor que nadie, debía de seguir los progresos de su embotamiento, como si estuviera cada vez más alelado a medida que avanzaba la noche.

A mi aún no me ha dado por beber. Pocas veces me sucede, y nunca de esta forma sistemática.

No obstante, Moriat reconoció en mí la señal, que debe de residir en los ojos, que tal vez no sea más que una mirada insistente, cierta ausencia, más que tal o cual expresión de la cara.

Se hablaba de política, y él soltó unas cuantas frases irónicas, como si arrojase migas de pan a los pájaros. En aquel momento salí del salón y entré en un tocador en el que sabía que había un teléfono. Primero llamé a la Rue de Ponthieu, donde, como ya esperaba, la llamada sólo encontró el vacío. Entonces marqué el número de Louis, el dueño del restaurante italiano en el que Yvette suele comer.

—Soy Gobillot. ¿Está ahí Ivette, Louis?

—Acaba de llegar, Monsieur Gobillot. ¿Quiere que la llame?

Añadí porque era necesario, y además Louis está al corriente:

—¿Está sola?

—Sí. Está empezando a cenar en la mesita del fondo.

—Dígale que pasaré a verla dentro de media hora, tal vez un poco más.

¿Adivinó Moriat también aquel drama? Ni él ni yo somos viciosos, tampoco ambiciosos, pero ¿quién lo admitiría aparte de algunos que también llevan la señal? Me observaba cuando volví al salón, pero su mirada era vaga, húmeda, como siempre tras cierto número de copas.

Supongo que Corine le hizo una sena, porque entre ellos existe el mismo entendimiento que entre Viviane y yo. El expresidente del Consejo, que cualquier día dirigirá de nuevo los destinos del Estado, se levantó penosamente, hizo un ademán como si bendijera y murmuró:

—Tendrá que disculparme…

Cruzó el salón con un andar inseguro y pesado, y a través de la puerta acristalada vi que un criado le estaba esperando, sin duda para ayudarle a acostarse.

—¡Trabaja tanto! —suspiró Corine—. ¡Lleva sobre los hombros un peso tan grande de responsabilidades!

También Viviane me dirigió una mirada de connivencia, y la suya contenía una pregunta. Había comprendido que yo había ido a telefonear. Sabía a quién, por qué, no ignoraba que acabaría por ir a verla, incluso creo que me lo aconsejaba silenciosamente.

La velada aún iba a durar una o dos horas más antes de las despedidas.

—Me veo obligado a rogarles que me disculpen. También a mí me espera el trabajo.

¿Se lo creyeron? Probablemente se lo creyeron tan poco como lo de Moriat. No tiene ninguna importancia.

—¿Has hecho esperar al coche? —me preguntó Viviane.

—No. Tomaré un taxi.

—¿No prefieres que te lleve?

—No, no. Hay una parada ahí enfrente.

Apenas me haya ido, ¿empezará a hablar de lo mucho que trabajo y de mis responsabilidades? Tuve que esperar un taxi bajo la lluvia durante diez minutos, porque era domingo, y cuando llegué al restaurante de Louis, Yvette fumaba un cigarrillo mientras tomaba su café, casi sola en todo el local, con la mirada perdida en el vacío.

Me hizo sitio a su lado en la banqueta, y me acercó la mejilla con un gesto que se había hecho tan familiar como los besos de Corine.

—¿Has cenado fuera de casa? —me preguntó con toda sencillez, como si nuestras relaciones fuesen las de todo el mundo.

—He tomado un bocado en la Rue Saint-Dominique.

—¿Estaba también tu mujer?

—Sí.

No tiene celos de Viviane, no quiere suplantarla, no quiere nada; en resumidas cuentas, se contenta con vivir en el presente.

—¿Qué va a tomar?

Miré la taza de Yvette y dije:

—Un café.

Ella me hizo observar:

—No te dejará dormir.

Es cierto; pero bastará con que tome, como casi cada noche, un barbitúrico. No tengo nada que decirle, y así seguimos, sentados el uno al lado del otro, mirando al frente como un viejo matrimonio.

Sin embargo, termino por preguntar.

—¿Estás cansada?

Contesta que no, sin ver ninguna malicia en la pregunta, y a su vez se informa:

—¿Hoy qué has hecho?

—He trabajado.

No preciso en qué he trabajado por la tarde, e Yvette está muy lejos de sospechar que he estado sobre todo pensando en ella.

—¿Te espera tu mujer?

Es una forma indirecta de saber cuáles son mis intenciones.

—No.

—¿Vamos a casa?

Asiento con la cabeza. Quisiera ser capaz de responder que no, de irme, pero ya hace tiempo que he renunciado a una lucha condenada al fracaso.

—¿Te importa que tome un chartreuse?

—Claro que no. ¡Louis! Un chartreuse.

—¿Y usted no quiere nada, Monsieur Gobillot?

—No, gracias.

La asistenta de la Rue de Ponthieu nunca va los domingos, y estoy seguro de que Yvette no se ha tomado la molestia de arreglar un poco el piso. ¿Habrá hecho la cama al menos? Poco probable. Bebe lentamente su chartreuse, con largas pausas entre sorbo y sorbo, como aplazando el momento en que tenemos que irnos. Por fin suspira:

—¿Pides la cuenta?

Louis está acostumbrado a vernos en aquella mesa, y sabe adónde vamos al salir de su restaurante.

—Buenas noches, señorita. Buenas noches, Monsieur Gobillot.

Se cuelga de mi brazo bajo la lluvia, y sus tacones demasiado altos la hacen tropezar de vez en cuando. La tengo muy cerca.

Es indispensable que vuelva a nuestro primer encuentro, aquel viernes por la noche, hace poco más de un año, en mi despacho. Mientras ella volvía a sentarse, intimidada, preguntándose qué es lo que yo había podido decidir, descolgué el teléfono interior para hablar con mi mujer.

—Estoy en mi despacho, tengo trabajo para una o dos horas. Ve a cenar sin mí y discúlpame con el prefecto y nuestros amigos. Diles, y es la verdad, que espero llegar a tiempo para el café.

Sin mirar a mi visitante, me dirigí hacia la puerta, ordenándole con brusquedad:

—¡No se mueva! —Incluso añadí, tal vez con la intención de ofenderla, como a una niña mal educada—: No toque nada.

Me reuní con Bordenave en su despacho.

—Baje y asegúrese de que no han seguido a la persona que está en mi despacho.

—¿La policía?

—Sí. Me lo dice por teléfono.

En mi despacho me puse a andar de un lado a otro con las manos a la espalda, mientras Yvette seguía con los ojos mis idas y venidas.

—Ese Gaston —pregunté finalmente—, ¿ya ha sido condenado alguna vez?

—No creo. Nunca me ha dicho nada de eso.

—¿Lo conoce bien?

—Bastante.

—¿Se ha acostado con él?

—Alguna que otra vez.

—Su amiga Noémie, ¿es mayor de edad?

—Acaba de cumplir veinte años.

—¿A qué se dedica?

—A lo mismo que yo.

—¿Nunca ha ejercido una profesión?

—Ayudaba a su madre en la tienda. Su madre tiene una verdulería en la Rue du Chemin-Vert.

—¿Se escapó de su casa?

—Se fue diciéndoles que ya estaba harta.

—¿Hace mucho?

—Dos años.

—¿Hizo su madre que la buscaran?

—No. Le da lo mismo. De vez en cuando, cuando está sin un céntimo, Noémie va a verla, riñen, se hacen reproches mutuamente, pero la madre siempre termina por darle un poco de dinero.

—¿Nunca la han detenido?

—¿A Noémie? Dos veces. Quizá más, pero ella me ha dicho que dos.

—¿Por qué motivo?

—Trabajar en la calle. Las dos veces la soltaron al día siguiente, después de haberle hecho pasar la visita.

—¿Y a usted no?

—Todavía no.

Sonó el teléfono. Era Bordenave.

—No he visto a nadie, patrón.

—Gracias. Esta noche ya no la necesitaré.

—¿No espero?

—No.

—Buenas noches.

Es preciso que me pregunte por qué, y la cuestión me deja confuso, porque quisiera llegar a la verdad absoluta. No a dos o tres pedazos de verdad que forman un conjunto satisfactorio en apariencia, pero necesariamente falso.

Aquella noche no deseaba a Yvette, ni tampoco la compadecía. En el curso de mi carrera he conocido a demasiadas chicas como ella, y aunque tenía un algo excesivo que la hacía un poco diferente, no resultaba para mí, a pesar de todo, ninguna novedad.

¿Fue la vanidad, halagada por la confianza que había puesto en mí incluso sin conocerme?

Sinceramente, creo que no. Yo diría que fue más complicado, y que un Moriat, por ejemplo, hubiese sido capaz de una decisión como aquella.

¿Por qué no ver en mi gesto una protesta y un desafío? Ya me habían obligado a ir lejos, demasiado lejos, por un camino que no estaba en armonía con mi temperamento y mis aficiones. Mi reputación estaba establecida, y yo me esforzaba fanfarronamente por estar a su altura, esa reputación que me valía la visita de la muchacha y su cínica propuesta.

En el terreno profesional, yo nunca me había arriesgado tanto, y tampoco me habían expuesto jamás un caso tan difícil, por no decir imposible.

Recogí el guante. Estoy convencido de que esta es la verdad, y desde hace un año he tenido mucho tiempo para interrogarme acerca de este punto.

No me interesaba Yvette Maudet, hija descarriada de un maestro de Lyon y de una antigua funcionaria de Correos y Telégrafos, sino el problema que acababa de prometerme que iba a resolver.

Volví a sentarme, tomé unas notas e hice preguntas muy concretas.

—Usted durmió en su hotel la noche del miércoles al jueves, pero la noche pasada no puso allí los pies. El gerente lo sabe y se lo dirá a la policía.

—No voy a dormir a la Rue Vavin al menos dos veces por semana, porque no aceptan que subamos con un hombre.

—Le preguntarán dónde pasó la noche.

—Se lo diré.

—¿Dónde?

—En, un meublé de la Rue de Berri, una casa en la que sólo hacen eso.

—¿La conocen?

—Sí. Noémie y yo cambiamos a menudo de barrio. A veces llegamos hasta Saint-Germain-des-Prés; otras, vamos a los Campos Elíseos, de vez en cuando incluso a Montmartre.

—¿Las vio el joyero a las dos?

—Había poca luz en la tienda, y nos miró como quien mira a unos clientes; enseguida prestó atención al reloj.

—Esta cola de caballo es fácil de recordar.

—No la vio, y su mujer tampoco, sencillamente porque me había metido el pelo bajo una boina.

—¿Previendo lo que luego pasó?

—Por si acaso.

Así la interrogué durante cerca de una hora, y telefoneé a un magistrado amigo mío a su domicilio personal.

—¿Está en manos de un juez de instrucción el caso del joyero de la Rue Abbé-Grégoire?

—¿Se interesa por la chica? Por razones que ignoro, sigue a cargo de la Policía judicial.

—Muchas gracias.

Dije a Yvette:

—Vuelva a la Rue Vavin como si no hubiera pasado nada, y cuando la detengan vaya con la policía sin protestar, y no diga ni una palabra de mí.

Me reuní con mi mujer y con nuestros amigos hacia las diez, en la Avenue du Président-Roosevelt, y aún estaban en la caza. Hablé del asunto con el prefecto, dándole a entender que probablemente me ocuparía de él, y al día siguiente por la mañana fui al Quai des Orfèvres.

El caso dio mucho que hablar, demasiado, y el joven Duret me fue más útil que nunca. Ignoro cómo va a acabar. Es un chico al que no consigo comprender del todo. Su padre, un importante administrador de empresas, tuvo reveses de fortuna. Mientras estudiaba derecho, Duret frecuentó las redacciones de los periódicos, logrando que le publicaran algún que otro artículo, e iniciándose en ciertos secretos de la vida parisiense.

Antes que él, yo tenía un pasante llamado Auber, que empezaba a sentirse capaz de volar con sus propias alas. Duret lo supo y se ofreció para ocupar su lugar incluso antes de inscribirse en el Colegio de Abogados.

Hace ya cuatro años que trabaja conmigo, siempre respetuoso, aunque, cuando le encargo ciertas tareas, e incluso en otros momentos, descubro en él una mirada más divertida que irónica.

Él fue quien visitó al famoso Gaston en su bar de la Rue de la Gaîté, y cuando volvió me aseguró que podíamos confiar en él. También fue él quien, con la ayuda de un reportero amigo suyo, averiguó detalles de la vida del joyero que dieron a la causa un color inesperado.

El caso hubiera podido considerarse como delito. Yo insistí para que pasara ante un jurado. La mujer del joyero, que no había muerto, aún llevaba una tira negra sobre el ojo, que tenía pocas esperanzas de salvarse.

Las sesiones fueron tumultuosas, con múltiples amenazas, por parte del presidente del tribunal, de hacer evacuar la sala. Ninguno de mis colegas, ningún magistrado, tenía la menor duda. Para todos, Yvette Maudet y Noémie Brand eran culpables del atraco frustrado de la Rue de l’Abbé-Grégoire. La pregunta que todo el mundo se hacia, y que los periódicos publicaban con grandes titulares, era:

¿CONSEGUIRÁ EL ABOGADO GOBILLOT

QUE LAS ABSUELVAN?

Al término del segundo día parecía imposible, y hasta mi propia mujer lo creía así. Nunca me lo confesó, pero sé que pensaba que yo había ido demasiado lejos y eso le producía desazón.

En el curso del juicio salieron a relucir muchas situaciones escabrosas, y alguna vez se oyó gritar en la sala:

—¡Ya basta!

Algunos colegas dudaban —hay quienes dudan aún—, antes de estrecharme la mano, y nunca he estado tan cerca de que me expulsaran del Colegio de Abogados.

Más que cualquier otro proceso, aquel me hizo comprender la excitación de una campaña electoral o de una gran maniobra política, con todos los proyectores enfocándome, la necesidad de ganar a toda costa, por todos los medios.

Mis testigos eran de vida dudosa, pero ni uno solo había sido condenado por la justicia, y tampoco ninguno se contradijo o vaciló por un instante.

Hice comparecer ante el tribunal a veinte prostitutas del barrio de Montparnasse, que se parecían más o menos a Yvette y a Noémie, y todas declararon bajo juramento que el anciano joyero, a quien el fiscal presentaba como el arquetipo del honrado artesano, se entregaba habitualmente al exhibicionismo y, en ausencia de su mujer, daba entrada en la casa a busconas.

Era cierto. Yo debía aquel descubrimiento a Duret, quien a su vez lo debía a un soplón que me telefoneó varias veces sin querer decir su nombre. Aquello cambiaba la fisonomía de uno de mis adversarios, pero es que además pude demostrar que había comprado en varias ocasiones joyas robadas.

¿Sabía que eran robadas? Lo ignoro, eso no es asunto mío.

¿Por qué aquella noche, precisamente cuando su mujer no estaba —había ido a la Rue de Cherche-Midi para visitar a su nuera, que estaba encinta—, por qué, digo, el joyero no iba a aprovechar la ocasión para llamar a su casa, como había hecho otras veces, a dos chicas de la calle que habían abusado de la situación?

No intenté hacer un retrato halagador de mis defendidas. Por el contrario, más bien cargué las tintas, y esa fue la mejor de mis estratagemas.

Hice que admitieran que tal vez hubieran dado el golpe si hubiesen tenido la oportunidad, pero que esta no se había presentado, puesto que en aquel momento estaban en el bar de Gaston.

Me parece estar viendo, durante los tres días que duró el juicio, al joyero calvo y a su mujer con la tira negra sobre el ojo, sentados el uno al lado del otro en el primer banco, me parece estar viendo su inmenso estupor, su indignación, que llegó a tal paroxismo que, finalmente, alelados, ya no sabían adónde mirar.

No comprenderán jamás lo que les pasó, ni por qué me encarnicé con ellos con tanta crueldad para destruir la imagen que tenían de sí mismos. Estoy convencido de que todavía hoy no se han rehecho, que nunca volverán a sentirse como antes, y me pregunto si la vieja, que ha quedado tuerta y cuyos cabellos vuelven a crecer en la mitad del cráneo que despobló la herida, se atreve aún a visitar a su nuera en la Rue de Cherche-Midi.

Viviane y yo nunca hemos hablado de eso. Ella estaba en el pasillo en el momento del fallo, que fue acogido con abucheos, y cuando salí de la sala, con la toga flotante, sin querer decir nada a la prensa que me asediaba, se limitó a seguirme en silencio.

Sabe que es culpa suya. Ha comprendido. No estoy seguro de que no la asustara verme llegar tan lejos, pero no deja de admirarme por eso.

¿Preveía también cómo iba a acabar todo? Es probable. Tenemos por costumbre, después de los juicios que exigen una tensión nerviosa muy fuerte, ir a cenar los dos a algún cabaret y pasar una parte de la noche fuera de casa para tranquilizamos.

Así lo hicimos aquella noche, y en todos los lugares en los que entrábamos nos observaban con curiosidad, éramos más que nunca las dos fieras de la leyenda.

Viviane estuvo muy desafiante. Ni por un momento se echó atrás. Tiene tres años más, que yo, lo cual significa que se acerca a los cincuenta, pero bien vestida, en pie de guerra, sigue siendo más hermosa y atrae más miradas que muchas mujeres de treinta años. Sus ojos tienen, sobre todo, un brillo, una vivacidad que sólo he visto en ella, y en su sonrisa hay una alegría burlona que la hace temible.

Dicen que es feroz, pero no lo es. Es ella misma, y sigue su camino como Corine el suyo, indiferente a los rumores, sin importarle que la gente la quiera o la deteste, devolviendo sonrisa por sonrisa y golpe por golpe. La diferencia entre ella y Corine es que Corine es de apariencia blanda y suave, mientras que Viviane es un puro nervio, posee una vitalidad agresiva que no la abandona.

—¿Dónde está ahora? —me preguntó hacia las dos de la madrugada.

Tomé nota de que hablaba en singular, es decir, que siempre había considerado a Noémie como una simple comparsa. En el Palacio de justicia tampoco nadie se llamó a engaño, ya que la pobre Noémie, con su corpachón informe, sus ojos bovinos y su expresión obtusa no podía engañar a nadie.

—En un hotelito del Boulevard Saint-Michel. Yo quena que volviese a la Rue Vavin, como un desafío, pero el gerente le ha dicho que no tenía ninguna habitación libre.

¿Pensó Viviane que el Boulevard Saint-Michel está a dos pasos de donde vivimos y cerca del Palacio de justicia? Seguro que sí. Y sin embargo no lo hice aposta.

Durante el tiempo que medió entre la detención de Yvette y su absolución, yo ya sabia que no iba a desembarazarme de ella, ni de la imagen de su vientre desnudo tal como lo había visto en mi despacho.

¿Por qué? Todavía hoy no he encontrado la respuesta. Yo no soy un vicioso ni un obseso sexual. Viviane nunca ha sido celosa, y he tenido las aventuras que me ha dado la gana, casi todas sin futuro, muchas sin placer.

También he visto a demasiadas chicas de la vida de todas clases como para, a diferencia de ciertos hombres de mi edad, conmoverme por una chiquilla descarriada, y el cinismo de Yvette me impresiona tan poco como lo que aún queda en ella de inocencia.

Durante la instrucción del caso fui a verla a la cárcel de la Petite Roquette sin abandonar ni una sola vez mi actitud estrictamente profesional.

Pero mi mujer ya lo sabía.

E Yvette también.

Lo que más me sorprende es que Yvette tuviera la habilidad de disimularlo. Estábamos frente a frente como un abogado y su cliente. Preparábamos las respuestas que debía dar al magistrado. Ni siquiera en lo relativo a su asunto la ponía al corriente de mis descubrimientos, salvo en la medida en que era indispensable.

La noche de la absolución, hacia las cuatro de la madrugada, al salir del último cabaret y sentarse al volante, mi mujer propuso con toda naturalidad:

—¿No vas a verla?

Pensaba en ello desde que empezó la noche, pero me resistía por orgullo, por respeto humano, a ceder a la tentación. ¿No era ridículo u odioso precipitarme ya la primera noche para reclamar mi recompensa?

¿O es que el deseo que me inspiraba era tan violento que podía leerse en mi rostro?

No contesté. Mi mujer bajó por la Rue de Clichy, cruzó los Grands Boulevards, y yo sabía que no se dirigía hacia la isla de Saint-Louis, sino hacia el Boulevard Saint-Michel.

—¿Qué has hecho de la otra? —me preguntó luego, segura de que me había desembarazado de ella.

Yo había aconsejado vivamente a Noémie que, al menos durante un tiempo, volviera a vivir en la casa de su madre.

Quisiera evitar un equívoco. Cuando hablo de mi mujer como lo hago en este momento, podría pensarse que había en su actitud cierta provocación, que en cierta forma me empujó a los brazos de Yvette.

Nada más lejos de la verdad. No tengo la menor duda, aunque Viviane jamás querrá reconocerlo, de que es celosa, de que mis aventuras la habían hecho sufrir, de que como mínimo la inquietaban. Pero es muy buena perdedora, mira la verdad cara a cara, acepta por anticipado lo que sabe que, impotente, no va a poder evitar.

Pasamos delante de la masa oscura del Palacio de justicia, y una vez en el Boulevard Saint-Michel, murmuró:

—¿Es más lejos?

—Esquina con la Rue Monsieur-le-Prince. Se entra por la Rue Monsieur-le-Prince.

Cuando paró el coche, yo aún vacilaba, humillado.

—Buenas noches —dijo a media voz.

Y me besó como todas las noches.

Al quedarme solo en la acera, yo tenía los ojos húmedos, e inicié un ademán para llamarla y decirle que volviera atrás, pero el coche ya estaba doblando la esquina de la Rue Soufflot.

El hotel estaba a oscuras, sólo se veía un vago resplandor detrás del cristal esmerilado de la puerta. El vigilante nocturno me abrió, farfulló que no había ninguna habitación libre, y metiéndole una propina en la mano, afirmé que me esperaban en la 37.

Era verdad. Aunque no habíamos convenido nada. Yvette dormía. Pero no se sorprendió cuando llamé a la puerta.

—Un momento.

Oí el chasquido del conmutador, luego idas y venidas, unos pies descalzos sobre el parquet, y abrió terminando de ponerse una bata.

—¿Qué hora es?

—Las cuatro y media.

Pareció sorprenderse, como si se preguntase por qué había tardado tanto.

—Deme el sombrero y el abrigo.

El cuarto era estrecho, la cama de cobre estaba deshecha, y de una maleta abierta que había en el suelo asomaban prendas de ropa interior.

—No se fije en el desorden. Me acosté apenas volver.

Su aliento olla a alcohol, pero no estaba borracha. ¿Qué debía de parecer yo, completamente vestido, en medio de la habitación?

—¿No se acuesta?

Lo más difícil era desnudarme. No tenía ganas. Ya no tenía ganas de nada, pero tampoco tenía el valor de irme.

—Ven aquí —ordené.

Se acercó, levantando la cabeza, figurándose que iba a besarla, pero me limité a abrazarla, sin tocar sus labios, y luego, bruscamente, le arranqué la bata, bajo la cual iba desnuda.

Con un movimiento brutal hice que se tendiera al borde de la cama, y me dejé caer sobre ella, mientras Yvette fijaba la vista en el techo. Me dispuse a poseerla, malignamente, como por venganza, y entonces vi que me observaba con asombro.

—¿Qué te pasa? —dijo en un susurro, tuteándome por primera vez.

—¡Nada!

Lo que me pasaba es que no podía, y me puse en pie, avergonzado, mascullando:

—Discúlpame, por favor.

Entonces ella dijo:

—Has pensado demasiado en este momento.

Esta hubiera podido ser la explicación, pero no lo era. Por el contrario, me había negado a pensar en aquello. Lo sabía, pero no quería pensar en lo que iba a suceder. Además, me había ocurrido con otras antes que con ella.

—Desnúdate y ven a acostarte a mi lado. Tengo frío.

¿Lo haría? ¿El porvenir hubiera sido diferente si entonces hubiera respondido que no, si me hubiese ido? Lo ignoro.

Por su parte, ¿sabía lo que hacía al alargar el brazo un poco después para apagar la luz, acurrucándose contra mí? Notaba su delgadez junto a mi cuerpo, y poco a poco, con vacilaciones, con pausas, como para no asustarme, iba tomando posesión de mí.

Aún no dormíamos cuando un despertador sonó en una de las habitaciones, ni tampoco más tarde cuando unos huéspedes se agitaron al otro lado de un tabique.

—Es una lástima que no tenga nada con que prepararte café. Tendré que comprar un infiernillo, de alcohol.

La luz se filtraba por la cortina cuando salí a las siete de la mañana. Me detuve en una taberna del Boulevard Saint-Michel para tomar una taza de café, y me miré en el espejo que había detrás de la cafetera.

En el Quai d’Anjou no subí a mi alcoba, sino que me instalé en el despacho, donde a partir de las ocho, el teléfono, como de costumbre, empezó a sonar. Bordenave no podía tardar mucho en llegar, traería los periódicos de la mañana, cuyos titulares podrían resumirse así:

EL ABOGADO GOBILLOT HA GANADO

Como si se tratara de una competición deportiva.

—¿Está contento?

¿Sospechaba mi secretaria que no me sentía orgulloso de aquella victoria? Ella es la persona más fiel que conozco en el mundo, incluyendo a Viviane, y si cometiese una acción lo suficientemente vil como para que todo el mundo me volviera la espalda, probablemente ella sería la única que no me abandonarla.

Tiene treinta y cinco años. Tenía diecinueve cuando empezó a trabajar para mí, y nunca se le ha conocido ninguna aventura, mis sucesivos pasantes siempre han estado de acuerdo en afirmar, como mi mujer, que todavía es virgen.

No sólo no le he hecho la corte, sino que, además, con ella me muestro sin razón más impaciente, más duro que con cualquier otra persona, a menudo injusto, e incontables veces la he hecho llorar porque no encontraba lo bastante rápido un expediente extraviado por mi culpa.

¿Se dio cuenta de que venia de la cama de Yvette y de que mi piel aún estaba impregnada de su olor ácido? Lo sabrá un día u otro, porque, siendo mi colaboradora más directa, no ignora nada de lo que hago.

¿Llorará a solas en su despacho? ¿Está celosa? ¿Está enamorada de mí?, y en ese caso, ¿qué idea se hace del hombre que yo soy?

Mi primera entrevista estaba fijada para las diez, y tuve tiempo de tomar un baño y de cambiarme. No desperté a Viviane, que aún dormía, y no volví a verla hasta la noche, porque aquel día tenía que almorzar en el Café de Paris con un cliente cuyo caso iba a defender aquella misma tarde.

De eso hace un año.

En aquella época yo ya conocía a Moriat. Nos veíamos en casa de Corine, donde muchas veces nos poníamos a charlar en un rincón.

¿Por qué, antes de Yvette, Moriat no me miraba como me miró el domingo pasado? ¿Es que aún no tenía la señal, o bien aún no era suficientemente visible?