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Domingo, 6 de noviembre

Hace apenas dos horas, después del almuerzo, en el salón en el que acabábamos de entrar para tomar el café, yo estaba de pie delante de la ventana, lo suficientemente cerca de los cristales como para sentir la humedad fría, cuando oí a mis espaldas que mi mujer decía:

—¿Piensas salir esta tarde?

Y estas palabras tan sencillas, tan vulgares, me han parecido cargadas de sentido, como si ocultasen entre sus sílabas pensamientos que ni Viviane ni yo nos atrevíamos a expresar. No he respondido inmediatamente, y no porque dudase acerca de mis intenciones, sino porque he permanecido por un instante en suspenso en ese universo un poco angustioso, en el fondo más real que el mundo de todos los días, que da la impresión de descubrir el reverso de la vida.

Por fin creo que balbuceé:

—No. Hoy no.

Ella sabe que hoy no tengo ningún motivo para salir. Lo ha adivinado como todo lo demás; tal vez está informada también de todo lo que hago. No le guardo rencor por eso, como ella tampoco me guarda rencor por lo que me pasa.

En el momento en que hizo esta pregunta, yo miraba a través de la lluvia fría y oscura que cae desde hace cinco días, exactamente desde el día de Todos los Santos, a un vagabundo que iba y venía bajo el Pont-Marie dándose palmadas en los costados para entrar en calor. Sobre todo tenía los ojos fijos en un montón de oscuros andrajos, junto al muro de piedra, preguntándome si se movía realmente o si era una ilusión creada por el temblor del aire y el movimiento de la lluvia.

Se movía, lo comprobé un poco después cuando un brazo surgió de los harapos, y luego la cabeza de una mujer, abotargada, enmarcada por unos cabellos despeinados. El hombre dejó de ir de un lado a otro, se volvió hacia su compañera para Dios sabe qué diálogo, luego, mientras ella se sentaba, fue a coger entre dos piedras una botella medio vacía que le tendió, y de la que ella bebió a gallete.

Desde hace diez años, el tiempo que llevamos viviendo en el Quai d’Anjou, en la isla de Saint-Louis, he observado muchas veces a los vagabundos. Los he visto de todas clases, también mujeres, pero es la primera vez que veo a unos comportarse como un verdadero matrimonio. ¿Por qué me ha conmovido eso y me ha hecho pensar en un macho y en su hembra agazapados en su refugio del bosque?

Hay gentes que cuando hablan de Viviane y de mí aluden a un par de fieras, me lo han dicho, y sin duda no dejan de añadir que entre los animales salvajes la hembra es la más feroz.

Antes de darme la vuelta y de dirigirme hacia la bandeja en la que estaba servido el café, tuve tiempo de registrar otra imagen, un hombre muy alto, con la cara bronceada, saliendo de la escotilla de una chalana amarrada delante de nuestra casa. Llevaba su chubasquero negro por encima de la cabeza para aventurarse en el universo mojado, y un envase de litro vacío en cada mano, y se puso a andar por el resbaladizo madero que unía la embarcación con el muelle. En aquellos momentos, él y los dos vagabundos, además de un perro canelo pegado a un árbol negro, eran los únicos seres vivos en el paisaje.

—¿Bajas al despacho? —preguntó entonces mi mujer, mientras yo, de pie, vaciaba mi taza de café.

Dije que sí. Siempre me han inspirado horror los domingos, sobre todo los domingos de París, que me dan una angustia que se parece mucho al pánico. La perspectiva de ir a hacer cola, bajo los paraguas, delante de algún cine, me da náuseas, como también la de deambular por los Campos Elíseos, por ejemplo, o por las Tullerías, por no hablar de ir en coche, en comitiva, por la carretera de Fontainebleau.

Ayer noche volvimos tarde. Después de un ensayo general en el teatro de la Michodière, tomamos algo en Maxim’s, y hacia las tres de la madrugada recalamos en un bar que está en un sótano, cerca del Rond-Point, donde se reúnen los actores y la gente del cine.

Ya no aguanto la falta de sueño tan bien como años atrás. En cambio Viviane nunca parece acusar el cansancio.

¿Cuánto tiempo seguimos en el salón sin decimos nada? Juraría que al menos cinco minutos, y cinco minutos de aquel silencio parecen una eternidad. Yo miraba a mi mujer lo menos posible. Hace ya varias semanas que procuro no mirarla a la cara, y que abrevio en lo que puedo el tiempo en que estamos a solas. ¿Tenía ganas de hablarme? Creí que iba a hacerlo cuando, al empezar yo a dar media vuelta, ella abrió la boca, titubeante, para acabar articulando en vez de las palabras que quería pronunciar:

—Ahora mismo me voy a casa de Corine. Si a media tarde te apetece, podrías pasar a recogerme.

Corine de Langelle es una amiga que da mucho que hablar, y que posee una de las mansiones más hermosas de París, en la Rue Saint-Dominique. Entre otras ideas originales, ha tenido la de celebrar reuniones el domingo por la tarde.

—Es un error creer que todo el mundo va a las carreras —explica—, y son pocas las mujeres que acompañan a su marido a cazar. ¿Por qué nos vamos a tener que aburrir por el hecho de ser domingo?

Yo di unas vueltas por el salón hasta que acabé mascullando:

—Hasta ahora.

Recorrí el pasillo y franqueé la puerta del despacho. Aunque ya hace años, sigue causándome extrañeza entrar allí por la galería. La iniciativa fue de Viviane. Cuando el piso de abajo se puso en venta, me aconsejó que lo comprara para instalar allí mi despacho, porque empezábamos a estar estrechos, sobre todo para recibir. Se quitó el suelo de una de las habitaciones, la mayor, y se reemplazó por una galería que tenía la misma altura que el piso superior.

Eso hace que la habitación sea muy alta, con dos hileras de ventanas, tapizadas de libros de arriba abajo, lo cual le da cierto parecido a una biblioteca pública, y necesité algún tiempo para acostumbrarme a trabajar allí y recibir a mis clientes.

De todos modos me arreglé en uno de los antiguos cuartos un rincón más íntimo en el que preparo mis informes y en el que un diván de cuero me permite echar la siesta vestido.

Hoy he echado la siesta. ¿He dormido del todo? No estoy seguro. En la penumbra he cerrado los ojos y no creo haber dejado de oír el agua que bajaba por el canalón. Supongo que Viviane también ha descansado en el tocador tapizado de seda roja que se ha hecho hacer al lado de nuestra habitación.

Son algo más de las cuatro. Debe de estar ocupada arreglándose, y lo más probable es que pase a darme un beso antes de ir a casa de Corine.

Me noto los ojos hinchados. Tengo mala cara desde hace tiempo, y los medicamentos que me ha recetado el doctor Pémal no me sirven de nada. No obstante, continúo tragándome concienzudamente las gotas y píldoras que forman un pequeño arsenal junto a mi plato.

Siempre he tenido los ojos saltones y una cabeza grande, tan grande que en Paris sólo hay dos o tres tiendas en las que encuentro sombreros de mi medida. En la escuela me comparaban con un sapo.

A veces se oye un crujido, porque con la humedad la madera de la galería se va combando, y cada vez levanto la cabeza, como pillado en falta, esperando ver bajar a Viviane.

Nunca le he ocultado nada, y sin embargo voy a ocultarle esto, que guardaré bajo llave en el armario Renacimiento de mi cuchitril. Antes de empezar a escribir me he cerciorado de que la llave, que no se ha usado jamás, no se ha perdido, y de que la cerradura funciona. También tendré que encontrar un escondrijo para esta llave, por ejemplo, detrás de ciertos libros de la biblioteca; es enorme, y no me cabría en los bolsillos.

He sacado del cajón de mi escritorio una carpeta de cartulina de Lyon color gris que lleva impresos mi nombre y mi dirección.

LUCIEN GOBILLOT

ABOGADO DEL TRIBUNAL DE APELACIÓN DE PARIS

17 BIS, QUAI D’ANJOU - PARIS

Cientos de expedientes así, más o menos repletos de dramas, los de mis clientes, llenan un archivador metálico que Mademoiselle Bordenave tiene al día, y he dudado antes de escribir mi nombre en el lugar en el que, en los otros, figura el del cliente. Finalmente, con una sonrisa irónica, he escrito una sola palabra con lápiz rojo: «Yo».

En resumen, lo que estoy empezando es mi propio expediente, y no es imposible que algún día pueda ser útil. Durante diez minutos me ha intimidado comenzar a escribir la primera frase, porque me tentaba empezar igual que un testamento:

«Yo, el abajo firmante, en pleno uso de mis facultades físicas y mentales…».

Porque eso también se parece a un testamento. Para ser más exactos, ignoro a lo que se parecerá, y me pregunto si tendrá al margen los signos cabalísticos que utilizo para mis clientes.

Tengo la costumbre de anotar delante de ellos, a medida que hablan, lo esencial de lo que dicen, la verdad y la mentira, las medias verdades y las medias mentiras, las exageraciones y las falsedades, y por medio de signos que sólo significan algo para mí, registro al mismo tiempo mi impresión del momento. Algunos de estos signos son inesperados, extravagantes, se parecen a esos monigotes o a esos croquis informes que algunos magistrados garrapatean en su secante en el curso de las largas vistas.

Intento burlarme de mí mismo, no tomarme por lo trágico. No obstante, ¿acaso no es eso ya un síntoma de necesitar expresarse por escrito? ¿Para quién? ¿Por qué? No tengo la menor idea. Por si algo me ocurriera, como suele decir la buena gente que ahorra. Por si las cosas llegan a ir mal.

Pero ¿es que pueden ir bien? Incluso en Viviane adivino un sentimiento que siempre le ha sido ajeno y que se parece, como una gota de agua a otra gota, a la compasión. Tampoco ella sabe lo que nos espera. Pero comprende que esto no puede durar así mucho más tiempo, que es necesario que pase algo, lo que sea.

También Pémal, que es mi médico desde hace quince años, lo sospecha, y aunque me da medicamentos estoy seguro de que lo hace sin convicción. Además, cuando viene a verme adopta ese aire de desenvoltura, esa jovialidad con la que ha de enmascararse cuando entra en la casa de un enfermo grave.

—Vamos a ver, ¿hoy qué se ha estropeado?

Nada. Nada y todo. Entonces me habla de mis cuarenta y cinco años y de que siempre he trabajado muchísimo, de que continúo trabajando mucho. Bromea.

—Llega un momento en el que la máquina más fuerte y más perfecta necesita pequeñas reparaciones.

¿Ha oído hablar de Yvette? Pémal no vive en el mismo ambiente que nosotros, en el que sin duda no se ignora nada de mi vida privada. Habrá leído en las revistas ciertos chismes que sólo los iniciados saben entender.

Además, no se trata solamente de Yvette. Es toda la máquina, para emplear su misma expresión, la que no funciona bien, y no desde hoy o desde hace unas semanas o unos meses.

¿Puedo decir que hace veinte años que sé que esto va a acabar mal? Sería exagerado, pero no más exagerado que afirmar que todo empezó hace un año con Yvette.

«Tengo ganas de…».

Mi mujer acaba de bajar, lleva un traje sastre negro bajo el visón, con un medio velo que da un toque de misterio a la parte superior de su rostro, un poco ajado. Al acercarse he notado su perfume.

—¿Irás a recogerme?

—No lo sé.

—Luego podríamos cenar fuera, en cualquier sitio.

—Ya te telefonearé a casa de Corine.

Por el momento quiero quedarme solo en mi rincón, sudando.

Ha posado sus labios en mi frente y se ha dirigido hacia la puerta, con pasos rápidos.

—Hasta luego.

No me ha preguntado en qué estaba trabajando. La he mirado mientras salía y me he levantado para pegar mi frente a los cristales.

La pareja de vagabundos sigue bajo el Pont-Marie. Ahora el hombre y la mujer están sentados el uno al lado del otro, con la espalda apoyada en la piedra del muelle, y miran pasar el agua bajo los arcos. De lejos no se puede ver si los labios se mueven, y es imposible saber si hablan, con la parte inferior del cuerpo abrigada por las mantas agujereadas. Si hablan, ¿qué pueden decirse?

El marinero ha debido de regresar con su ración de vino, y en el camarote se adivina la luz rojiza de una lámpara de petróleo.

Sigue lloviendo y casi ha anochecido.

Antes de seguir escribiendo he marcado el número de teléfono del piso de la Rue de Ponthieu, y he sentido una sensación dolorosa al oír el timbre sin que yo me encontrase allí. Es una sensación que comienzo a conocer, una especie de ahogo, de espasmo en el pecho, que hace que me lleve la mano al corazón como si fuese cardiaco.

El timbre ha sonado largamente, como en un piso vacío, y cuando ya esperaba que se interrumpiese se ha producido un chasquido. Una voz soñolienta, malhumorada, ha murmurado:

—¿Quién es?

He estado a punto de callarme. Sin decir mi nombre, he preguntado.

—¿Estabas durmiendo?

—¡Ah, eres tú! Sí, estaba durmiendo.

Ha habido un silencio. ¿Por qué iba a informarme de lo que hizo anoche y de la hora a la que volvió?

—¿No has bebido demasiado?

Ha tenido que levantarse de la cama para contestar al teléfono, porque el aparato no está en la alcoba, sino en el salón. Duerme desnuda. Al despertar su piel huele de una forma peculiar, su olor de mujer mezclado al de la nicotina y el alcohol. Últimamente bebe mucho más, como si también ella tuviese la intuición de que algo va a suceder.

No me he atrevido a preguntar si él estaba también. ¿Para qué? ¿Por qué no iba a estar si yo mismo, en cierto modo, le he cedido el sitio? Debe de estar escuchando, apoyado en un codo, buscando con la mano los cigarrillos en la penumbra de la alcoba con las cortinas echadas.

Hay prendas de vestir esparcidas sobre la alfombra, sobre las sillas, vasos y botellas aquí y allá, y cuando yo haya colgado, se dirigirá a la nevera por una cerveza.

Hace un esfuerzo para preguntar, como si eso le interesara:

—¿Estás trabajando? —y añade, indicándome así que no ha descorrido las cortinas—: ¿Sigue lloviendo?

—Sí.

Eso es todo. Pienso qué puedo decir, y tal vez ella busque también las palabras. Lo único que se me ocurre es una frase ridícula:

—Pórtate bien.

Creo ver su postura, sentada en el brazo del sillón verde, sus pechos en forma de pera, su espalda delgada de niña con mala salud, el triángulo oscuro de su pubis, que, no sé por qué, siempre me parece conmovedor.

—Hasta mañana.

—Sí, hasta mañana.

He vuelto a acercarme a la ventana y ya sólo se ven las guirnaldas de farolas a lo largo del Sena, sus reflejos en el agua, y en la negrura de las fachadas mojadas, de vez en cuando, el rectángulo de una ventana con luz.

Releo lo que estaba escribiendo cuando me ha interrumpido mi mujer.

«Tengo ganas de…».

No consigo acordarme de lo que quería decir. Tengo la impresión de que si quiero continuar lo que llamo mi expediente, lo mejor será no releer nada, ni siquiera una frase.

«Tengo ganas de…».

¡Ah, sí! Probablemente es eso. De tratarme como trato a mis clientes. En el Palacio de justicia dicen que yo hubiera sido el más temible de los jueces de instrucción, porque consigo que hablen los más coriáceos. Mi actitud no varía mucho, y reconozco que me sirvo de mi físico, de mi famosa cara de sapo, de mis ojos saltones que se clavan en la gente como sin verla, impresionándola. Mi fealdad me resulta útil, me da el aspecto misterioso de un chino grotesco.

Les dejo hablar durante un rato, que desgranen, mientras voy tomando notas con una mano blanda, el rosario de frases que han preparado antes de llamar a mi puerta, y luego, en el momento en que menos se lo esperan, interrumpo sin moverme, siempre apoyando la barbilla en la mano izquierda:

«—¡No!».

Este monosílabo, pronunciado sin levantar la voz, como en lo absoluto, raras veces deja de desconcertarles.

«—Le aseguro… —tratan de protestar.

»—No.

»—¿Quiere usted decir que estoy mintiendo?

»—Las cosas no pasaron como usted dice».

Para algunos, sobre todo mujeres, eso basta, y enseguida sonríen con un aire cómplice. Otros siguen forcejeando.

«—Sin embargo, le juro…».

En estos casos me pongo en pie, como si la entrevista hubiera terminado, y me dirijo hacia la puerta.

«—Se lo explicaré —balbucean inquietos.

»—Lo que necesito no es una explicación, sino la verdad. Quien ha de encontrar las explicaciones soy yo, no usted. Pero dado que prefiere mentir…».

Muy pocas veces tengo que poner la mano en el picaporte.

Evidentemente, no puedo representar esta comedia conmigo mismo. Pero si escribo, por ejemplo:

«Todo empezó hace un año cuando…».

Nada me impide interrumpirme, como hago con los demás, diciendo un sencillo y categórico:

«—¡No!».

Ese «no» les desconcierta aún más que los precedentes, y ya no comprenden nada.

«—No obstante —siguen debatiéndose—, fue cuando la conocí…

»—No.

»—¿Por qué está tan seguro de que no es verdad?

»—Porque hay que remontarse más lejos.

»—¿Más lejos? ¿Hasta dónde?

»—No lo sé. Piénselo».

Lo piensan y casi siempre descubren un hecho anterior para explicar su drama. Así he salvado a muchos, no como dicen en el Palacio de justicia, con trucos de procedimiento o ademanes efectistas delante de los jurados, sino porque les hacía descubrir la causa de su comportamiento.

También yo, como ellos, iba a escribir:

«Todo empezó…».

¿Cuándo? ¿Con Yvette, la tarde en que al volver del Palacio de Justicia me la encontré sentada y sola en mi sala de espera? Es la solución fácil, lo que me gustaría llamar la solución romántica. De no ser Yvette probablemente hubiera habido otra. Quién sabe incluso si la intrusión de un nuevo elemento en mi vida era indispensable.

Por desgracia, no tengo, como tienen mis clientes cuando se sientan en lo que llamamos el sillón de las confesiones, a alguien delante de mí para ayudarme a encontrar mi propia verdad, aunque sólo fuese con un banal:

«—¡No!».

A ellos no les permito que empiecen por el final ni por el medio, y sin embargo es lo que voy a hacer, porque lo de Yvette me obsesiona y necesito desembarazarme de ello. Después, si aún me quedan ánimos y valor, me esforzaré por profundizar más.

Fue un viernes, hace poco más de un año, no mucho más, porque estábamos a mediados de octubre. Yo acababa de defender una causa en un asunto de chantaje, la vista se había aplazado una semana, y recuerdo que mi mujer y yo teníamos que cenar en un restaurante de la Avenue du Président-Roosevelt, con el prefecto de policía y otras personalidades. Yo había vuelto a pie del Palacio de justicia, que está a un paso, y caía una lluvia fina, casi tibia, muy diferente de la de hoy.

Mademoiselle Bordenave, mi secretaria, a la que nunca se me ha ocurrido llamar por su nombre de pila, y a la que llamo Bordenave, como todo el mundo, como llamaría a un hombre, esperaba mi regreso, pero el joven Duret, que desde hace cuatro años es mi pasante, ya se había ido.

—Le espera alguien en la sala —me anunció Bordenave, levantando la cabeza bajo la pantalla de color verde de su lámpara.

Es más rubia que pelirroja, pero su sudor huele indiscutiblemente como el de las pelirrojas.

—¿Quién es?

—Una chica muy joven. No ha querido decir su nombre ni el motivo de la visita. Dice que tiene que hablar personalmente con usted.

—¿En qué sala?

Hay dos salas de espera, la grande y la pequeña, como las llamamos, y yo sabía que mi secretaria iba a responder:

—La pequeña.

No le gustan las mujeres que insisten en hablarme personalmente.

Yo aún llevaba la cartera bajo el brazo, el sombrero en la cabeza, el abrigo mojado puesto, y empujé la puerta y la vi, hundida en un sillón, con las piernas cruzadas, leyendo una revista de cine y fumando un cigarrillo.

Se apresuró a ponerse en pie y me miró como hubiera mirado en carne y hueso al actor que se veía en la portada de la revista.

—Sígame, por favor.

Me había fijado en su abrigo barato, en los zapatos con tacones torcidos y sobre todo en el cabello recogido en una cola de caballo, según la moda de las bailarinas y de ciertas chicas de la orilla izquierda.

Una vez en mi despacho, dejé la cartera, me quité el abrigo y el sombrero y me senté, señalándole el sillón que había frente a mí.

—¿La ha enviado alguien? —le pregunté.

—No. He venido por iniciativa propia.

—¿Por qué me ha elegido a mí en vez de dirigirse a cualquier otro abogado?

Hago a menudo esta pregunta, aunque la respuesta no siempre es halagadora para mi amor propio.

—¿No se lo imagina?

—No me gustan las adivinanzas.

—Digamos que porque tiene usted la costumbre de conseguir que declaren inocentes a sus clientes.

Hace poco un periodista lo ha dicho de otra manera, y desde entonces la frase se ha repetido mucho en la prensa:

«Si es usted inocente, contrate a cualquier abogado bueno. Si es culpable, diríjase a Gobillot».

La cara de mi visitante estaba implacablemente iluminada por la lámpara que enfocaba el sillón de las confesiones, y recuerdo la desazón que me produjo fijarme en ella, porque era, a la vez, una cara infantil y una cara muy vieja, una mezcla de candidez y de malignidad, podría añadir que de inocencia y de vicio, pero no me gustan estas palabras, que reservo para los jurados.

Era delgada, con aspecto de poca salud, como las chicas de su edad que viven en París sin mucha higiene. ¿Por qué pensé que debía de tener los pies sucios?

—¿Tiene que comparecer ante la justicia?

—Seguro que eso no tardará mucho en suceder.

Estaba satisfecha de sorprenderme, y hubiera jurado que cruzaba ex profeso las piernas descubriéndolas hasta más arriba de las rodillas. Su maquillaje, que había retocado mientras me esperaba, era excesivo y torpe, como el de las prostitutas de baja estofa o el de algunas criadas recién llegadas a París.

—Cuando vuelva a mi hotel, si vuelvo, me detendrán…, y es probable que en la calle todos los agentes ya tengan mi descripción.

—¿Por eso ha querido verme antes?

—¡Hombre, después sería demasiado tarde!

Yo no comprendía y empezaba a sentirme intrigado. Sin duda es lo que ella quería, y sorprendí una sonrisa furtiva en sus delgados labios.

Ataqué a ciegas:

—¿He de suponer que es usted inocente?

Había leído lo que decían de mí en los periódicos, porque respondió en el acto:

—Si fuese inocente no estaría aquí.

—¿De qué delito la acusan?

—Atraco.

Lo dijo con toda sencillez, secamente.

—¿Ha cometido una agresión a mano armada?

—Eso es lo que se llama un atraco, ¿no?

Entonces me arrellané en mi Sillón, adoptando la postura que me era habitual, con la barbilla apoyada en la mano izquierda, mientras con la derecha trazaba palabras y arabescos en un bloc, la cabeza un poco ladeada, entornando mis ojos saltones fijos en ella.

—Cuéntemelo.

—¿El qué?

—Todo.

—Tengo diecinueve años.

—Yo le hubiera echado diecisiete.

Lo dije adrede, para que se molestase, aunque no sé por qué. Podría decir que desde el primer momento había surgido entre nosotros una especie de antagonismo. Ella me desafiaba, y yo respondía al desafío. En aquel momento la partida aún podía considerarse igualada.

—Nací en Lyon.

—¿Qué más?

—Mi madre no es asistenta, ni obrera de fábrica ni prostituta.

—¿Por qué lo dice?

—Porque es lo que suele ocurrir, ¿no?

—¿Lee novelas de quiosco?

—Solamente leo los periódicos. Mi padre es maestro, y antes de casarse mi madre trabajaba en Correos y Telégrafos.

Parecía esperar una respuesta que no se produjo, lo cual por un instante la desconcertó.

—Fui a la escuela hasta los dieciséis años, saqué el diploma y trabajé de mecanógrafa durante un año en Lyon, en una compañía de transportes por carretera. —Yo había decidido guardar silencio—. Un día decidí probar suerte en París y dije a mis padres que había encontrado un empleo por correspondencia. —Yo seguía sin hablar—. ¿No le interesa todo eso?

—Continúe.

—Llegué aquí sin trabajo, pero me fui apañando, la prueba es que aún sigo viva. ¿No me pregunta cómo me las arreglé?

—No.

—De todos modos se lo diré. Haciendo de todo. De todo. —No dije nada, y ella insistió—: ¡De todo! ¿Me comprende?

—¿Qué más?

—Conocí a Noémie, a la que han echado el guante no sé dónde, y a la que a estas horas deben de estar interrogando. Como saben que en el atraco éramos dos, no tardarán en enterarse, si es que aún no se lo han dicho, que compartíamos la misma habitación del hotel, y allí me esperarán. ¿Conoce el hotel Alberti, de la Rue Vavin?

—No.

—Pues es allí.

Mi actitud empezaba a impacientarla e incluso a hacer que perdiera los estribos. Yo, por mi parte, exageraba adrede el aire de quietud e indiferencia.

—¿Usted siempre es así? —preguntó despechada—. Yo me figuraba que su trabajo consiste en ayudar a sus clientes.

—Para eso tengo que saber en qué puedo ayudarlos.

—¡Anda, pues en hacer que nos suelten a las dos!

—Estoy escuchando.

Vaciló, se encogió de hombros y siguió diciendo:

—¡Y qué más da! Lo intentaré. Las dos acabamos hartas.

—¿Hartas de qué?

—¿Quiere que entre en detalles? Le aseguro que a mi no me importa, y si le gustan las historias asquerosas…

Había desdén y decepción en su voz, y yo por primera vez la animé, reprochándome haber sido con ella aún más duro de lo que solía.

—¿A quién se le ocurrió la idea del atraco?

—A mí. Noémie es demasiado tonta para que se le ocurra algo. Es buena chica, pero tiene el cerebro de un mosquito. Leyendo los periódicos me dije que con un poco de suerte, de golpe podríamos ganar para vivir semanas enteras, incluso meses. Muchas veces, a la caída de la tarde, paseo por los alrededores de la estación Montparnasse, y empiezo a conocer el barrio. En la Rue de l’Abbé-Grégoire me fijé en una relojería que por la noche aún está abierta hasta las nueve o las diez.

»Es una tienda estrecha, mal iluminada. Al fondo se ve una cocina en la que una vieja hace punto o pela legumbres escuchando la radio.

»El relojero, que es tan viejo como ella y calvo, trabaja cerca del escaparate, con una lupa dentro de un aro negro incrustada en el ojo, y me puse a pasar por delante una y otra vez, sólo para observarlos.

»Esa parte de la calle está mal iluminada, y no hay tiendas cerca.

—¿Tenía armas?

—Tenía uno de esos revólveres de juguete que se parecen mucho a un revólver de veras.

—¿Eso fue anoche?

—No, anteayer, el miércoles.

—Adelante.

—Poco después de las nueve entramos las dos en la tienda y Noémie dijo que su reloj necesitaba que lo reparasen. Yo estaba a su lado y me inquietó un poco no ver a la vieja en la cocina. Incluso estuve a punto de renunciar a nuestro plan, pero en el momento en que el hombre se inclinaba para mirar el reloj de mi compañera, saqué el arma y le dije:

»“Esto es un atraco. No grite. Deme el dinero y no le haré daño”.

»Él comprendió que iba en serio y abrió la caja, mientras Noémie, tal como estaba previsto, se hacía con los relojes que colgaban alrededor de la mesa y los iba metiendo en los bolsillos de su abrigo.

»Yo iba a alargar la mano para tomar el dinero cuando noté una presencia a mi espalda. Era la vieja, con sombrero y abrigo, que volvía de no sé dónde, y que desde la puerta de la calle se puso a pedir socorro.

»Mi revólver no parecía darle miedo, y me cerraba el paso con los brazos en cruz y chillando:

»—¡Al ladrón! ¡Socorro! ¡Al asesino!

»Entonces vi la manivela que sirve para subir y bajar el cierre metálico, la agarré y me lancé contra la vieja mientras le gritaba a Noémie:

»—¡Aprisa, larguémonos!

»Golpeé a la vieja, que cayó de espaldas sobre la acera, pasamos por encima de su cuerpo y las dos echamos a correr en direcciones diferentes.

»Habíamos quedado que en caso de tener que separarnos nos encontraríamos en un bar de la Rue de la Gaîté, pero yo di vueltas y más vueltas durante más de una hora, incluso tomé el metro hasta la estación de Châtelet antes de ir al bar. Allí pregunté a Gaston:

»—¿No ha venido mi amiga?

»—Esta noche no la he visto —me respondió.

»Pasé una parte de la noche en la calle y al amanecer volví al hotel Alberti; Noémie no había regresado. No la he vuelto a ver. En el periódico de ayer por la mañana contaban la historia en pocos renglones, añadiendo que a la mujer del relojero, que tenía una herida en la frente y un ojo dañado, la llevaron al hospital.

»No dicen nada más. No hablaban de nosotras ni ayer por la tarde ni esta mañana. Tampoco precisan que las del atraco eran dos mujeres.

»Eso no me gusta. La noche pasada no dormí en el hotel Alberti, y hacia las doce, cuando me dirigía al bar de la Rue de la Gaîté, afortunadamente vi a tiempo a dos polis de paisano.

»Pasé por delante mirando hacia otro lado. Desde una taberna de la Rue de Rennes, en la que no me conocen, telefoneé a Gaston.

Yo la escuchaba siempre inmóvil, sin concederle las muestras de interés que ella había dado por supuestas.

—Le enseñaron una foto de Noémie, como esas que toman a los presos, y le preguntaron si la conocía. Les dijo que sí. Entonces quisieron saber si conocía a su amiga, y también les dijo que sí, pero que no sabía dónde vivíamos las dos. Debieron de hacer lo mismo en todos los bares de los alrededores, y sin duda también en los hoteles. Le supliqué a Gaston, que es amigo mío, que me hiciera un favor, y aceptó.

Me miró como si yo ya sólo tuviera que adivinar el resto.

—Sigo esperando —le dije, sin perder la frialdad.

No sé por qué le guardaba rencor, pero era así.

—Cuando le vuelvan a preguntar, lo cual seguro que va a ocurrir, dirá que el jueves por la noche las dos estábamos en su bar a la hora del atraco, y habrá clientes que lo confirmen. Eso Noémie no lo sabe, y es indispensable que lo sepa. Como la conozco, seguro que no ha abierto la boca y que les mira fijamente. Ahora que usted es nuestro abogado tiene derecho a ir a verla para decirle lo que conviene que diga. También puede ultimar los detalles con Gaston, le encontrará en su bar hasta las dos de la madrugada. Ya le he avisado por teléfono. Por ahora no podré pagarle con dinero, porque no tengo nada, pero sé que a veces usted se encarga de ciertos asuntos gratuitamente.

¡Y yo que creía haberlo visto y oído todo!

Adivinaba que no se atrevía a acabar, que aún no había vaciado todo el buche, que todavía le quedaba algo por hacer, y que de pronto aquello le resultaba difícil. ¿Tenía miedo de estropearlo todo, después de preparar aquella entrevista con la misma minuciosidad que el atraco?

Parece que la estoy viendo poniéndose en pie, más pálida, esforzándose por sonreír con aplomo para representar debidamente una escena importante. Su mirada recorrió la estancia hasta detenerse en el único rincón del despacho que no estuviese ocupado por papeles, y entonces, subiéndose la falda hasta la cintura, se tendió en el sofá murmurando:

—Lo mejor es que usted se aproveche antes de que me metan en la cárcel.

No llevaba bragas. Fue la primera vez que vi sus muslos delgados, su vientre abombado de chiquilla, el triángulo oscuro de su pubis, y, sin una razón precisa me subió la sangre a la cabeza.

Veía su cara al revés, cerca de mi lámpara, del jarrón de flores que Bordenave cambia todas las mañanas, y ella también se esforzaba por verme, esperaba; poco a poco al ver que yo seguía inmóvil, perdía confianza en su destino.

Pasaron unos minutos antes de que sus ojos se llenaran de lágrimas, se sorbiera los mocos y finalmente se llevase la mano al borde de la falda, aunque aún sin bajarla, preguntando con voz decepcionada y humillada

—¿No le gusta?

Se puso en pie lentamente, de espaldas a mí, y sin dejarme ver su rostro preguntó resignada:

—¿O sea que nada de nada?

Encendí un cigarrillo. Y luego dije, mirando hacia otra parte:

—Siéntese.

No se sentó enseguida, y antes de volverse hacia mí se sonó ruidosamente, como los niños.

Es a ella a quien he telefoneado hace un momento a la Rue de Ponthieu, donde había un hombre en su cama, un hombre al que conozco y al que casi pedí que se hiciera su amante.

Ha sonado el timbre del teléfono cuando no sabía que iba a seguir escribiendo. He reconocido la voz de mi mujer.

—¿Sigues trabajando?

He vacilado antes de contestar.

—No.

—¿No vienes? Está aquí Moriat. Si vienes, a Corine le gustaría invitarnos a cenar con cuatro o cinco amigos.

He dicho que iré.

O sea, que voy a guardar «mi» expediente en el armario, y decidiré detrás de qué libros de la biblioteca voy a esconder la llave; luego subiré para vestirme.

La pareja de vagabundos, ¿continúa echada bajo el Pont-Marie?