¡Un, dos! ¡Un, dos! Como una tijera,
La espada vorpalina corta y raja.
Lo deja muerto, su cabeza siega
Y triunfanlopa de regreso a casa
.LAS VENTANAS eran leves rectángulos grises. Me había acostumbrado a la oscuridad, cada vez menor, por lo que vi a Carl sin problemas cuando se acercó a la despensa y buscó a tientas hasta que encontró la botella que buscaba.
—Creo que me voy a tomar una copa contigo —dijo—. A ver si se me pasa la resaca. O me cura o me mata.
Cogió dos vasos junto al fregadero y sólo rompió uno, que se le cayó dentro. Soltó un taco y llevó los vasos a la mesa. Yo encendí una cerilla y la sostuve mientras él servía el whisky.
—Maldita sea, Doc —dijo—. Si piensas hacer esto muy a menudo, compraré pintura fluorescente. Podría pintar franjas en los vasos y las botellas. ¿Y sabes qué más? Podría pintar con ella un tablero de ajedrez y sus piezas, así jugaríamos al ajedrez a oscuras.
—Yo ya estoy jugando, Carl. Acabo de llegar a la séptima casilla. Tal vez alguien me corone en la próxima jugada, cuando llegue a la hilera de los reyes. ¿Tienes quitamanchas?
Empezaba a alargar la mano para coger el vaso, pero la retiró y se me quedó mirando.
—¿Quitamanchas? ¿Es que no te llega con el whisky?
—No me lo voy a beber —expliqué—. Es para quemarlo.
Negó suavemente con la cabeza.
—Repítemelo.
—Pero quiero del que no es inflamable. Ya me entiendes.
—Mi mujer tiene quitamanchas, claro, aunque no sé si es inflamable o no. Voy a mirar.
Fue a mirar, utilizando mis cerillas para leer las etiquetas de una hilera de botellas guardadas en el armario bajo el fregadero. Volvió con una a la que examinaba de cerca.
—No. Aquí pone “peligro” en mayúsculas y “manténgase apartado del fuego”. Parece que no tenemos del que no es inflamable.
Suspiré. Si Carl hubiese tenido la marca adecuada, todo habría sido más fácil. Yo la guardaba en casa, pero no quería ir hasta allí. Así que iba a tener que acercarme al supermercado.
Tampoco le pedí una vela a Carl. Podía cogerla en el súper y no quería que Carl me tomase por loco, ni tener que explicarle lo que pensaba hacer.
Nos tomamos la copa. Carl se estremeció ante la suya, pero yo me la bebí de un trago.
—Oye, Doc, ¿no puedo hacer yo algo? —me preguntó.
Me giré desde la puerta.
—Ya has hecho bastante —le dije—. Pero si quieres hacer más, puedes vestirte y estar preparado. Si todo va bien, podría llamarte pronto. Seguramente para entonces te necesite.
—Espera. Me visto en un segundo y…
—No harías más que incordiar, Carl —interrumpí.
Y salí pitando antes de que insistiera. Si hubiese imaginado el lío en el que andaba metido y la locura que estaba a punto de cometer, me habría derribado de un golpe y atado a una silla, antes que dejarme salir a la calle.
La luz gris y tenue del amanecer me permitía avanzar sin problemas. Había olvidado preguntarle a Carl de nuevo qué hora era, pero debían ser las cinco y cuarto, más o menos.
Ahora corría más riesgo de que me vieran, si Kates y sus ayudantes seguían buscándome, pero tenía la corazonada de que lo habían dejado ya, convencidos de que estaba oculto en algún sitio. Seguramente ahora se concentrarían en las carreteras para que no pudiera salir de Carmel. Pero eso era lo último en lo que yo pensaba.
Avancé a lo largo de los callejones traseros, como antes, dispuesto a ocultarme entre los garajes o tras los cubos de basura tan pronto oyese el motor de un coche. Pero no pasó ninguno. Las cinco y cuarto es demasiado temprano, incluso para una población como Carmel City.
El supermercado aún no estaba abierto. Con el pañuelo envolví la culata de uno de mis dos revólveres —me llaman Stoeger Dos Pistolas— y rompí el cristal de una de las ventanas traseras. Monté un buen escándalo, pero en esa manzana no hay casas y nadie me oyó, o al menos nadie hizo nada al respecto.
Entré y empecé a comprar.
Quitamanchas. De dos tipos. Necesitaba del no inflamable y, pensándolo bien, también necesitaba de ese en el que pone: “Peligro. Manténgase alejado del fuego”.
Abrí los dos y olían de forma muy parecida. Vacié el inflamable en el fregadero del almacén y lo sustituí por el que no arde.
Incluso me aseguré de que era cierto que no ardía. Mojé un trapo con él e intenté encenderlo. Tal vez habría estado en consonancia con el resto de la noche que se hubiera quemado y yo no hubiese conseguido apagarlo. Si quemaba el supermercado, añadiría el incendio provocado a mis otros logros. Pero el trapo ardió tanto como si lo hubiera empapado en agua, en lugar de en quitamanchas con olor a gasolina.
Hice memoria de las demás cosas que iba a necesitar y empecé a buscarlas: varios rollos de cinta adhesiva ancha, una vela y una pastilla de jabón. Había oído decir que una pastilla de jabón dentro de un calcetín se convertía en una buena porra: el jabón es lo bastante suave como para dejar sin sentido y no matar. Me quité un calcetín y me hice una porra.
Cuando salí del súper, por la misma ventana que había usado al entrar, llevaba los bolsillos llenísimos. Para entonces, estaba tan curtido en el crimen que ni se me ocurrió dejar dinero por las cosas que había cogido.
Casi era de día. El gris claro del amanecer presagiaba un buen día… para alguien. Pronto sabría si también lo iba a ser para mí.
Recorrí de nuevo la distancia hasta la casa de Carl, siempre por los callejones, y continué tres manzanas más.
Llegué a la de Al Grainger. Se trataba de una casa de una sola planta y tres habitaciones, más o menos del tamaño de la mía.
Ya eran casi las seis. Estaría dormido, si pensaba dormir en algún momento. Pero, no sé por qué, tenía la certeza de que iba a estar dormido. Hacia las dos habría terminado de hacer todo lo que podía hacer, y de eso habían pasado cuatro horas. Es posible que sus fechorías lo mantuviesen despierto un buen rato, pero no toda la noche.
Eché una ojeada a la casa y suspiré aliviado al ver que la ventana del dormitorio no estaba cerrada. Daba al porche de atrás y me sería muy fácil colarme por ella.
Me incliné y entré. No hice mucho ruido y Al Grainger, que dormía profundamente en su cama, no se enteró. En la mano derecha llevaba el revólver —el que estaba cargado— y tenía intención de usarlo si se despertaba.
Pero mantenía oculta la mano derecha con el revólver cargado. En la izquierda llevaba el Iver-Johnson oxidado y sin balas que había servido para matar a golpes a Miles y a Bonney. Tenía en mente una prueba que, si daba resultado, para mí sería la prueba definitiva de que Al era culpable. Si no lo daba, no refutaría su culpa y yo seguiría adelante igual, pero no me costaba nada hacerla.
Había poca luz en la habitación, así que alargué la mano izquierda y encendí la lámpara de pie que estaba junto a la cama. Quería que viera el revólver. Se movió inquieto al sentir la luz, pero no se despertó.
—Al —dije.
Entonces sí que se despertó. Se sentó en la cama y se quedó mirándome.
—Arriba las manos, Al —le dije, mientras lo apuntaba con el revólver de mi mano izquierda, lo bastante alejado de él para que no pudiera agarrarme, y suficientemente cerca como para que viera el revólver a la perfección, bajo la luz de la lámpara que había encendido.
Paseó la mirada de mi rostro a mi mano y viceversa. Apartó las sábanas para levantarse.
—No seas idiota, Doc —me dijo—. Ese revólver no está cargado y, aunque lo estuviera, tampoco dispararía.
Si necesitaba más pruebas, ya las tenía.
Empezaba a mover los pies hacia el borde del colchón cuando adelanté la mano derecha, en la que sujetaba el otro revólver.
—Este está cargado y funciona.
Se detuvo. Yo guardé el revólver oxidado en el bolsillo de mi chaqueta y dije:
—Date la vuelta, Al.
Dudó y yo amartillé el revólver. Lo apuntaba desde una distancia de menos de dos metros, demasiado cerca para fallar si apretaba el gatillo y muy lejos para que él se arriesgara a intentar quitármelo, sobre todo porque estaba sentado en la cama. Lo observé mientras estudiaba sus posibilidades con frialdad e imparcialmente.
Decidió que no eran buenas. Y probablemente decidió también que si permitía que yo lo retuviese, no afectaría a sus planes. Si lo entregaba a la Policía y les contaba mi historia, sin pruebas, saldría aún más perjudicado.
—Date la vuelta, Al —repetí.
Seguía mirándome de forma calculadora. Era consciente de lo que estaba pensando, de que si se daba la vuelta, probablemente yo lo golpearía con la culata del revólver y, fueran cuales fueren mis intenciones, podría pegar demasiado fuerte. Si lo mataba, aunque de manera accidental, no le serviría de nada saber que me colgarían un asesinato más.
—Date la vuelta y pon las manos a la espalda.
Sentí que parte de su tensión se esfumaba al oírme decir aquello. Si sólo iba a atarlo…
Se dio la vuelta. Rápidamente pasé el revólver a la mano izquierda y saqué la porra improvisada que había hecho con el calcetín y la pastilla de jabón. Rogué en silencio que fuese capaz de calcular bien el impulso, para no golpear ni demasiado fuerte ni demasiado flojo, y golpeé.
El ruido sordo me asustó. Pensé que lo había matado y supe que no fingía al caer desmayado sobre la cama porque su cabeza golpeó el cabecero, produciendo un segundo ruido sordo casi tan fuerte como el primero.
Y si hubiese fingido, en ese caso podría haber acabado conmigo sin problemas, porque tenía tal susto en el cuerpo que bajé el revólver. Ni siquiera era capaz de guardármelo en el bolsillo porque estaba amartillado y no sabía como desmartillarlo sin dispararlo. Así que lo dejé en la mesilla de noche y me incliné sobre Al para tomarle el pulso. Aún le latía el corazón.
Saqué del bolsillo los rollos de cinta adhesiva y me puse manos a la obra. Le tapé la boca para que no pudiera gritar y le até las piernas por los tobillos y las rodillas. Luego uní la muñeca izquierda al muslo derecho y utilicé un rollo entero de cinta adhesiva para pegarle el brazo derecho al costado, hasta la altura del codo. Necesitaba que tuviese libre la mano derecha.
En la cocina encontré cuerda para tender la ropa y lo até a la cama, de manera que pudiese tirar de él y dejarlo casi sentado, apoyado contra el cabecero.
De su escritorio cogí un bloc de notas de tamaño normal y lo dejé junto con mi bolígrafo, al alcance de su mano derecha.
Ya no podía hacer otra cosa que sentarme a esperar.
Pasaron diez minutos, o puede que quince, y afuera ya había bastante luz. Empecé a impacientarme. Probablemente no había prisa. Al Grainger siempre se levantaba tarde, así que nadie lo echaría de menos hasta dentro de un buen rato, pero aquella espera resultaba terrible para mí.
Decidí que ya podía tomarme otra copa y que, además, la necesitaba. Me dirigí a su cocina y busqué hasta encontrar una botella. Era ginebra, en lugar de whisky, pero serviría igual. Sabía a rayos.
Cuando volví al dormitorio, estaba despierto. Tan despierto que no tuve duda de que llevaba un buen rato haciéndose el dormido, intentando ganar tiempo. Desesperado, con la mano derecha intentaba despegar la cinta adhesiva que le sujetaba la muñeca izquierda al muslo.
Pero al tener el brazo derecho pegado al costado hasta el codo no era capaz de hacer gran cosa. Cuando recogí el revólver de la mesilla, dejó de intentarlo. Me miró furioso.
—Hola, Al —le dije—. Estamos en la séptima casilla.
Ya no tenía prisa. No tenía prisa alguna. Me senté cómodamente antes de continuar.
—Escucha, Al. Te he dejado libre la mano derecha para que puedas usar ese papel y ese boli. Quiero que escribas una cosa. Te sujetaré el bloc para que veas lo que escribes. ¿O no estás de humor para escribir, Al?
Se limitó a recostarse sin hacer ruido y cerró los ojos.
—Sólo quiero que escribas que anoche mataste a Ralph Bonney y a Miles Harrison. Que te llevaste mi coche y los interceptaste cuando volvían de Neilsville, seguramente a pie, después de haber ocultado mi automóvil. Te conocían, detendrían el coche y te dejarían subir. Así que subiste al vehículo y antes de que Miles, que iría conduciendo, pudiese arrancar de nuevo, lo golpeaste en la cabeza para repetir la jugada con Bonney. Luego metiste sus cuerpos en mi coche y abandonaste el de ellos en algún lugar apartado de la carretera. Después fuiste a casa de los Wentworth y allí dejaste mi coche, cambiándolo por aquel en el que me habían llevado hasta allí. ¿O me equivoco en algún detalle?
No respondió, aunque yo tampoco esperaba que lo hiciera.
—Será una buena parrafada, porque también quiero que expliques que contrataste a un actor para que utilizara el nombre de Yehudi Smith y me proporcionara una historia tan increíble que nadie me creería cuando la contase. Quiero que relates cómo le pediste que me engatusara para ir a casa de los Wentworth, y que hables de la botella que dejaste allí y de su contenido. También que le dijiste que sólo él debía beberlo. Y que digas cuál era su verdadero nombre y qué hiciste con su cuerpo.
»Creo que con eso bastará. No es necesario que escribas cuál fue tu motivo. Resultará obvio cuando salga a la luz tu relación con Ralph Bonney. Tampoco es necesario que escribas los detalles relacionados con cómo o cuándo deshinchaste las ruedas de mi coche para que yo no me lo llevara, o cuándo utilizaste mi taller para imprimir la tarjeta con el nombre de Yehudi Smith y mi número sindical. Ni hace falta que cuentes por qué me elegiste a mí para que cargara con los asesinatos. De hecho, no me enorgullezco de esa parte de la historia. Hace que me dé vergüenza lo que voy a tener que hacer para convencerte de que escribas lo que te he pedido.
Me daba un poco de vergüenza, pero no tanta como para dejar de hacerlo.
Cogí la botella que contenía el quitamanchas no inflamable que olía a gasolina y la abrí.
Los ojos de Al Grainger se abrieron también cuando comencé a rociar su contenido sobre las sábanas y el pijama, mientras sujetaba la botella de forma que pudiese ver el “peligro” que ponía en la etiqueta y, si tenía buena vista para la letra más pequeña, lo de “manténgase alejado del fuego”.
Vacié la botella, y terminé mojando muy bien una zona al lado de sus rodillas, que él podía ver perfectamente. El cuarto apestaba a gasolina.
Saqué la vela y una navaja, con la que corté un trozo de vela de tres centímetros. Estiré bien el lugar más mojado de la sábana, junto a sus rodillas, y allí la situé.
—Voy a encenderla, Al, y será mejor que no te muevas demasiado o la tirarás. Estoy seguro de que a un pirofóbico no le haría ninguna gracia lo que le ocurriría en ese caso. Y tú eres pirofóbico.
Cuando encendí la cerilla, el espanto le hizo abrir los ojos al máximo y, si no hubiese tenido la boca tapada, habría gritado de pavor. Hasta el último músculo de su cuerpo estaba rígido.
Intentó hacerse el desmayado, probablemente pensando que no seguiría adelante si estaba inconsciente, si yo creía que se había desvanecido. Con los ojos podía convencerme, pero los demás músculos de su cuerpo lo delataban. Era incapaz de relajarlos, aunque le fuese la vida en ello.
Encendí la vela y volví a sentarme.
—Tienes tres centímetros de vela, Al —le dije—. Puede que dure diez minutos si permaneces así de quieto. Menos, si te pones nervioso y empiezas a moverte. Sobre un colchón blando, no resulta demasiado estable.
Había vuelto a abrir los ojos y miraba horrorizado la vela que ardía y se acercaba a la sábana empapada. Sentí odio hacia mí mismo por lo que le estaba haciendo, pero seguí adelante. Pensé en los tres hombres a los que había asesinado y eso me dio fuerzas. Además, el único peligro que corría Al estaba en su cabeza. La gran cantidad de líquido que empapaba la sábana en el punto donde se encontraba la vela evitaría que el resto de la ropa llegase a arder.
—¿Listo para escribir, Al?
Sus ojos horrorizados pasaron de la vela a mi rostro, pero no movió la cabeza para asentir. Por un momento pensé que me había visto el farol, aunque luego me di cuenta de que no se movía por miedo a tirar la vela.
—Está bien. Vamos a ver si estás listo. Si no lo estás, volveré a dejar la vela en su sitio. No la apagaré y seguirá consumiéndose, por lo que no habrás ganado tiempo.
Cogí la vela con cuidado y la deposité sobre la mesilla de noche.
Sostuve el bloc. Empezó a escribir y luego se detuvo. Hice ademán de coger la vela y continuó escribiendo.
—Es suficiente. Fírmalo —dije al cabo de un rato.
Suspiré aliviado y me dirigí al teléfono. Carl Trenholm debía estar esperando pegado al suyo, porque contestó casi antes de que hubiera terminado de sonar la primera señal.
—¿Vestido y preparado? —pregunté.
—Claro, Doc. ¿Qué hago?
—Tengo la confesión de Al Grainger. Necesito entregársela a los representantes de la ley para quedar libre de toda sospecha, pero no puedo hacerlo yo. Kates me pegaría un tiro antes de leerla y algunos de sus ayudantes es posible que también. Tendrás que hacerlo tú, Carl.
—¿Dónde estás? ¿En casa de Al?
—Sí.
—Ahora voy. Y llevaré a Ganzer para que detenga a Al. Tranquilo. Hank no disparará contra ti. He estado razonando con él y admite que otra persona pudo haber metido los cuerpos en tu coche. Y cuando le diga que Grainger ha confesado, nos escuchará.
—Pero ¿y Kates? Por cierto ¿cómo es que has hablado con Hank Ganzer?
—Me llamó preguntando por Kates. Hace dos horas que Kates lo dejó para volver a la oficina, pero allí no llegó y nadie sabe dónde está. Tú no te preocupes, Kates no te disparará si estás conmigo y con Ganzer. Enseguida voy.
Telefoneé a Pete y le conté que se habían abierto las puertas del infierno y teníamos una noticia que podíamos publicar, una incluso más importante y mejor que la que se nos había escapado. Contestó que bajaría enseguida al taller para encender el fuego bajo el recipiente del metal fundido de la linotipia.
—De todos modos ya salía, Doc. Son las siete y media —me dijo.
Tenía razón. Miré por la ventana y vi que ya era de día. Me senté a esperar, muerto de miedo, hasta que aparecieron Carl y Hank.
Cuando llegué a la oficina eran las ocho. Al ver la confesión, Hank dejó que Carl y yo lo convenciéramos para que Grainger le contase cualquier detalle que le faltara por saber y así yo pudiese sacar el periódico a tiempo. Iba a tardar dos horas, tranquilamente, en redactar semejante noticia y lo más probable es que entráramos tarde en prensa.
Pete empezó a desmantelar la primera plana para hacerle sitio al notición… mucho sitio. Yo llamé a la cafetería, los convencí para que me enviasen un termo grande de café bien cargado y empecé a aporrear mi máquina de escribir. Sonó el teléfono y lo cogí.
—¿Doctor Stoeger? Soy el Doctor Buchan, del manicomio. Ayer fue usted tan amable al aceptar no publicar la noticia sobre la huida y captura de la señora Griswald, que me ha parecido de lo más justo llamarle ahora para decirle que, al final, puede usted sacarla, si aún está a tiempo.
—Estoy a tiempo —respondí—. Vamos a entrar tarde en prensa de todas formas. Gracias. Pero ¿por qué? Creí que la señora Griswald no quería preocupar a su hija, la que vive en Springfield.
—Su hija ya lo sabe. Una amiga suya que vive aquí, a la que fuimos a ver mientras buscábamos a nuestra paciente por si sabía algo de ella, la telefoneó para contárselo. La hija, a su vez, llamó al manicomio para asegurarse de que su madre se encontraba bien. Así que ya lo sabe y no importa que usted publique la noticia.
—De acuerdo, doctor Buchan. Muchas gracias por llamar.
Me concentré otra vez en la máquina de escribir. Llegó el café y del primer sorbo vacié casi una taza entera, por lo que estuve a punto de escaldarme.
La noticia del manicomio era de las que se escriben rápido y podía sacármela de encima enseguida, así que la redacté primero. Acababa de terminarla cuando volvió a sonar el teléfono.
—¿Es usted el señor Stoeger? —me preguntó una voz—. Soy Ward Howard, supervisor de la Compañía Pirotécnica. Ayer tuvimos un pequeño accidente en la planta y me gustaría que sacara usted una noticia breve, si no es demasiado tarde.
—No lo es —respondí—, si el accidente se produjo en el departamento de candelas romanas. ¿Fue allí?
—Ah, entonces ya lo sabía usted. ¿Conoce los detalles o necesita que se los pase?
Le pedí que me los diera, tomé nota y luego le pregunté por qué querían que publicásemos la noticia.
—Se debe a un cambio de política, señor Stoeger. Verá, se han oído toda clase de rumores en la ciudad sobre accidentes ocurridos en la planta que no son ciertos. La gente cree que se producen accidentes y que nosotros evitamos que se publiquen. Por eso hemos decidido que si se publican los accidentes que de verdad ocurren, se acabarán los rumores y las falsedades.
Le dije que lo entendía y le di las gracias.
Me tomé otro café y trabajé un rato en la noticia de los asesinatos de Bonney, Harrison y Smith, luego intercalé la del departamento de candelas romanas y después volví a la gran exclusiva.
Ya sólo me faltaba…
Entró el capitán Evans, de la Policía del Estado. Levanté la mirada hacia él y a cambio recibí una sonrisa.
—No me lo diga —me adelanté—. Ha venido a comunicarme que, al final, puedo publicar la noticia del paseo que Smiley y yo dimos con los dos gánsters y de cómo Smiley capturó a uno y mató al otro. Es justo lo que me hacía falta. Así podré pasar a otras páginas cosas menos importantes.
Volvió a sonreír y cogió una silla. Se sentó, pero no le hice caso y seguí tecleando.
Luego se echó el sombrero hacia atrás y dijo con calma:
—Así es, Doc.
Cometí cuatro erratas en una palabra de tres letras y me lo quedé mirando.
—¿Cómo? —dije—. Yo estaba de broma.
—Tal vez usted sí, pero yo no. Puede publicar la noticia. Hace dos horas que detuvieron a Gene Kelley en Chicago.
Solté un gruñido de felicidad y volví a mirarlo.
—Pues entonces haga el favor de marcharse ya —le dije—. Tengo mucho trabajo por delante.
—¿No quiere que le cuente el resto de la historia?
—¿Qué resto? No necesito saber los detalles de cómo detuvieron a Kelley, me basta saber que lo han detenido. Desde mi punto de vista, eso no está relacionado con las noticias locales. Lo que sí pertenece al ámbito local es lo que les pasó aquí a George y a Bat… y a Smiley a mí. Así que, largo.
Tecleé una frase más y soltó:
—Doc.
El tono en que lo dijo me llevó a apartar las manos del teclado y concentrar mi mirada en él.
—Doc, tranquilícese. Es una noticia local. Hay una cosa que no le conté anoche porque era demasiado local y demasiado candente. Una cosa que le sacamos a Bat Masters. No iban directos a Chicago ni a Gary. Pensaban ocultarse a pasar la noche en un escondrijo para delincuentes. Se trata de una granja que dirige un hombre llamado George Dixon, en la sierra, en un lugar aislado. Sabíamos que Dixon tenía antecedentes, pero nunca pensamos que llevase un refugio para forajidos. Anoche hicimos una redada. Detuvimos a cuatro criminales de los que buscaban en Chicago y, entre otras cosas, encontramos varias cartas y otros documentos que nos dijeron dónde se encontraba Gene Kelley. Telefoneamos a Chicago y lo detuvieron, así que ya puede publicar el artículo porque los demás miembros de la banda no acudirán a la cita en el hotel. Pero nos conformamos con haber sacado a Kelley de la circulación y con todo lo demás que conseguimos en la granja de Dixon. Por eso se trata de una noticia local, Doc. ¿Quiere que le dé los nombres y esas cosas?
Claro que los quería. Lo quería todo. Cogí un lápiz. Lo que no sabía es dónde iba a meter el artículo. Evans habló durante un rato y yo tomé notas hasta que no necesité saber nada más y le dije:
—Por favor, no siga. Me voy a volver loco.
Se rió y se puso en pie.
—De acuerdo —dijo. Caminó hacia la puerta y se volvió cuando ya casi había salido—. Entonces no le interesa saber por qué hemos detenido al sheriff Kates.
Salió y había empezado a bajar las escaleras cuando lo cogí y lo hice volver a rastras.
Dixon, que dirigía el escondite para delincuentes, pagaba a Kates a cambio de su protección y tenían pruebas. Al sufrir la redada, pensó que Kates lo había traicionado y habló. La Policía del Estado se dirigió a la oficina de Kates y lo pilló a las seis de la mañana, cuando entraba en el edificio del Juzgado.
Pedí que trajeran más café.
Sólo se produjo una interrupción más y fue justo antes de que por fin cerrásemos los moldes a las once y media. Clyde Andrews llamó y me dijo:
—Doc, quiero darte otra vez las gracias por lo que hiciste anoche y decirte que el chico y yo hemos hablado largo y tendido y todo saldrá bien.
—Me alegro muchísimo, Clyde.
—Otra cosa, y espero no darte una mala noticia. Confío en que no estuvieras pensando en venderme el periódico, porque he recibido un telegrama de mi hermano, desde Ohio. Ha decidido aceptar la oferta que le han hecho, por lo que ya no necesito comprar. Si tenías pensado vender, lo siento de verdad.
—No te preocupes, Clyde. No cuelgues aún. Voy a incluir un anuncio en el periódico para ponerlo en venta. —A Pete, que estaba al otro extremo del taller, le grité—: Oye, Pete, haz un hueco en alguna parte y añade un anuncio en tamaño sesenta que diga: “En venta el Carmel City Clarion. Precio, un millón de dólares”. Volví al teléfono—. ¿Lo has oído, Clyde?
Se rió.
—Me alegro de que pienses así. Oye, una cosa más. Me acaba de llamar el señor Rogers. Dice que se ha enterado de que los Scouts van a utilizar el gimnasio de la iglesia el próximo martes, en lugar de este. Así que, al final, sí que vamos a celebrar el rastrillo benéfico. Si aún no has entrado en prensa y si no tienes bastantes noticias para llenar el hueco…
Casi me atraganto, pero conseguí decirle que incluiríamos la noticia.
A las doce y media bajé al bar de Smiley con el primer periódico salido de imprenta en las manos. Lo iba sosteniendo con el mayor de los cuidados.
Lo deposité sobre la barra, muy orgulloso.
—Lee —le dije a Smiley—. Pero antes, saca la botella y un vaso. Estoy medio muerto y hace casi seis horas que no bebo. La tensión no me deja dormir. Necesito tres tragos cortos.
Me tomé los tres tragos mientras Smiley leía los titulares.
La habitación empezó a moverse un poco y comprendí que debía meterme en la cama lo antes posible.
—Buenas noches, Smiley —dije—. Ha sido un placer conocerte. Tengo que…
Me dirigí hacia la puerta.
Smiley dijo:
—Doc, deja que te lleve a casa en coche.
Su voz parecía venir desde muy lejos. Vi que se dirigía al extremo de la barra para salir al bar.
—Doc —decía—, siéntate y espera, que ya voy. Te vas a caer de bruces.
Pero el taburete más próximo se encontraba a varias millas de distancia, a través del pentelleo, y los escurrosos tovos aspeaban la matambecida. La advertencia de Smiley había llegado con un segundo de retraso.