14

“Eres viejo, dijo el joven, y cuesta suponer

Que las habilidades de antes pudieras tener;

Mas con una anguila en la nariz equilibrio guardas,

¿Cómo es posible que no se te caiga?”.

KATES VOLVIÓ A GOLPEAR la puerta y se peleó con el pomo.

Smiley me miró y yo le devolví la mirada. No podía decirle nada —aunque se me ocurriera algo— a aquella distancia sin arriesgarme a que Kates oyese mi voz.

Kates volvió a los puñetazos. Oí que le decía a Hank algo sobre romper el cristal. Smiley se agachó, depositó el revólver en el escalón que quedaba tras él y luego entró en el bar. Sin siquiera mirarme, caminó hacia la puerta de la calle y, al verle, Kates dejó de montar jaleo.

Smiley no caminó recto hacia la puerta, sino que describió una pequeña curva que lo hizo pasar por delante de mi mesa. Aprovechó para quitarme el cigarro de la mano. Se lo llevó a la boca, se acercó a la puerta y la abrió.

Yo no podía ver lo que pasaba y ni se me ocurrió sacar la cabeza por detrás del recodo. Me quedé allí sentado, sudando.

—¿Qué quieres? ¿A qué viene semejante jaleo? —Oí que Smiley preguntaba.

—Pensé que Stoeger estaba aquí. Ese humo… —La voz de Kates.

—Me dejé el puro abajo —dijo Smiley—. Me acordé al llegar arriba y bajé de nuevo a cogerlo. ¿A qué viene tanto lío?

—Hace casi media hora que estuve aquí —respondió Kates en tono agresivo—. Un purito de esos no dura tanto.

—Después de tu visita, no podía dormir —explicó Smiley con paciencia—. Hace cinco minutos que bajé y me serví una copa. Olvidé el cigarro aquí abajo. —Su voz se suavizó mucho—. Ahora lárgate de aquí. Ya me has estropeado la noche. No pude acostarme hasta las dos, tú me despiertas a las tres y media y ahora vuelves a las cuatro. ¿De qué va todo esto, Kates?

—¿Estás seguro de que Stoeger no…?

—Te dije que te llamaría en caso de verlo. Ahora largo de aquí, cabrón.

Imaginé a Kates poniéndose morado. Lo imaginé mirando a Smiley y dándose cuenta de que Smiley era casi el doble de fuerte que él.

El portazo fue de tal calibre que a punto estuvo de romperse el cristal.

Smiley regresó. Sin girarse para mirarme dijo:

—No te muevas, Doc. Kates aún puede volver a mirar hacia aquí.

Se metió detrás de la barra, cogió un vaso y se sirvió una copa. Se sentó en el taburete que tiene dentro para él, el rostro ligeramente vuelto hacia la parte de atrás del local, para que nadie que mirase desde la calle viese el movimiento de sus labios. Le dio un sorbo a la copa y una calada a mi cigarro.

Con un tono de voz tan bajo como el suyo, dije:

—Smiley, deberías lavarte la boca con jabón. Has contado una mentira.

—Que yo sepa, no, Doc —sonrió—. Le dije que lo llamaría en caso de verte. ¿No has oído lo que le llamé?

—Smiley, esta es la noche más descabellada que he vivido jamás, pero lo más extraño de todo es que estás empezando a tener sentido del humor. Nunca pensé que pudieras tenerlo.

—¿En qué lío te has metido, Doc? ¿Qué puedo hacer yo?

—Nada. Excepto lo que acabas de hacer. No sabes cómo te lo agradezco. Esto es algo que debo meditar y resolver por mi cuenta. Nadie puede ayudarme.

—La primera vez que estuvo aquí, Kates dijo que eras un maniático… ¿Cómo era eso?

—Un maníaco homicida —aclaré—. Cree que esta noche he matado a dos hombres. A Miles Harrison y Ralph Bonney.

—Sí. No te molestes en decirme que no has sido tú.

—Gracias, Smiley —dije.

Entonces se me ocurrió que “no te molestes en decirme que no has sido tú” tenía doble sentido y volví a preguntarme si habría hablado en voz alta, o sólo en mi imaginación, mientras Smiley bajaba las escaleras y abría la puerta.

—Smiley, ¿crees que estoy loco?

—Siempre he pensado que estabas loco, Doc. Pero loco en el buen sentido.

Pensé que tener amigos era algo maravilloso. Aunque estuviese loco, había dos personas en Carmel City con las que podía contar en cualquier situación: Smiley y Carl.

Pero la amistad debería ser algo recíproco. Quien corría peligro era yo, y el problema era mío, así que no tenía derecho a meter a Smiley en todo aquello más de lo que se había metido él mismo. Si le contaba a Smiley que Kates había intentado matarme y seguía intentándolo, Smiley, que odia a Kates a muerte, saldría a buscarlo y, o bien lo mataba con sus propias manos, o recibía un tiro al intentarlo. No podía hacerle eso a Smiley.

—Smiley, termínate la copa y sube a dormir. Tengo que pensar —le dije.

—¿Seguro que no puedo ayudarte en nada?

—Totalmente seguro.

Se bebió lo que le quedaba en el vaso y apagó el cigarro en un cenicero.

—Está bien, Doc. Sé que eres más listo que yo y si lo que puede ayudarte ahora es una buena cabeza, yo sólo podría molestarte. Buena suerte.

Se dirigió a la puerta que daba a las escaleras. Escrutó las cristaleras de delante para asegurarse de que nadie miraba desde fuera y recogió el revólver del lugar donde lo había dejado. Luego se acercó a mi mesa.

—Doc, si eres un maní… eso que has dicho antes, tal vez necesites matar a alguien más esta noche. Está cargado. Incluso he reemplazado las dos balas que disparé antes.

Lo dejó frente a mí, sobre la mesa, me dio la espalda y volvió a las escaleras. Lo miré irse, maravillado. Nunca había visto un hombre con camisa de dormir que no resultase ridículo. Hasta aquel momento. ¿Qué otra cosa puede hacer alguien para demostrar que no te toma por loco si no es proporcionarte un arma cargada para luego darte la espalda e irse andando, tan tranquilo? Al pensar en todas las veces que le había tomado el pelo a Smiley y la de chistes que había hecho a su costa, quería…

El caso es que no pude contestarle cuando dijo: “Buenas noches, Doc”, justo antes de cerrar la puerta a su espalda. A mi garganta le pasaba algo y si hubiese intentado hablar, habría acabado berreando.

Me tembló un poco la mano al servirme otra copa corta. Empezaba a sentir su efecto y sabía que sería mejor no seguir bebiendo.

Necesitaba pensar con más claridad que nunca. No podía emborracharme. No me atrevía.

Intenté recuperar las ideas previas, aquello de lo que había hablado con el hombrecillo que no estaba allí, antes de verme interrumpido por la aparición de Smiley y los golpes de Kates.

Miré hacia donde había estado Yehudi Smith, según mi cabeza. Pero ya no estaba allí. No lograba hacerlo volver. Estaba muerto y no volvería.

El silencio de aquel bar en medio del silencio de la noche. La tenue luz de una única bombilla de veinte vatios sobre la caja registradora. El rechinar de mis ideas al intentar que encajasen de nuevo. Relacionar los hechos.

Lewis Carroll y los asesinatos.

A través del espejo y lo que Alicia encontró allí.

¿Qué había encontrado Alicia?

Piezas de ajedrez y una partida. La propia Alicia había sido un peón. Por eso había cruzado la tercera casilla en tren. Y cada nube de humo costaba mil libras, casi tanto como me habría costado el humo de mi cigarro si Smiley no me lo hubiera quitado de la mano para decir que era suyo.

Piezas de ajedrez y una partida.

Pero ¿quién la jugaba?

Lo supe de repente. No era lógico porque no tenía ni el más mínimo motivo. No veía el por qué, pero Yehudi Smith me había contado el cómo y ahora yo veía el quién.

El patrón. Quienquiera que hubiese organizado el problema ajedrecístico de aquella noche sabía jugar al ajedrez, y muy bien, además. Al ajedrez de a través del espejo y al normal. A los dos. Y me conocía a la perfección, lo cual significaba que yo también lo conocía a él. Conocía mis debilidades, las cosas que me harían picar. Sabía que iría con Yehudi Smith atraído por aquella historia extraña, de locos, que Yehudi me había contado.

Pero ¿por qué? ¿Qué podía ganar? Había matado a Miles Harrison, a Ralph Bonney y a Yehudi Smith. Y no se había llevado el dinero que Miles y Ralph guardaban en el maletín, sino que lo había dejado en mi maletero, con los dos cadáveres.

El dinero no era el motivo. O eso, o el motivo era tal cantidad de dinero que el par de miles de dólares que Bonney llevaba no tenía importancia.

¿Acaso no estaba involucrado en todo aquello uno de los hombres más ricos de Carmel City? Su Compañía Pirotécnica, sus otras inversiones, sus propiedades inmuebles, debían alcanzar el medio millón de dólares. Quien mata por medio millón de dólares bien puede abandonar una ganancia de dos mil para dejarlos con los cuerpos de los hombres a los que ha matado y así colocarle el delito con más facilidad al peón escogido y alejar de sí mismo las sospechas.

Relacionar los hechos.

Ralph Bonney se había divorciado por la mañana. Lo habían matado por la noche.

Entonces la muerte de Miles Harrison era algo secundario. Yehudi Smith había sido otro peón.

Una mente retorcida pero brillante. Una mente fría, cruel. Y sin embargo, paradójicamente, una mente que disfrutaba con la fantasía, como yo, y que disfrutaba con Lewis Carroll, como yo.

Empecé a servirme otra copa y comprendí que sólo contaba con una parte de la respuesta y que, aun en el caso de saberlo todo, no tenía ni la menor idea de para qué podría servirme, sin una sola prueba a la que aferrarme.

Y sin la más mínima sospecha de la razón de todo aquello, del motivo. Aunque alguno debía de haber, porque lo ocurrido estaba muy bien planeado, tenía mucha lógica.

Existía una posibilidad.

Permanecí un rato escuchando para asegurarme de que no se acercaba ningún coche. Era tal el silencio que lo habría oído a una manzana de distancia.

Miré el revólver que Smiley me había devuelto, dudé y al final me lo guardé en el bolsillo. Luego volví al almacén y salí al callejón por la ventana.

La casa de Carl Trenholm se encontraba a tres manzanas de allí. Por suerte, estaba en la calle que corría junto a Oak Street, paralela a ella, por lo que podía hacer todo el camino sin abandonar el callejón trasero, excepto en los cruces.

Al llegar a la segunda calle oí que se acercaba un coche, me agaché y me escondí detrás de un cubo de la basura hasta que pasara. Iba despacio. Seguramente serían Hank y el sheriff o los dos ayudantes. No miré por miedo a que enfocaran el reflector hacia el callejón.

Antes de cruzar, esperé hasta que dejó de oírse por completo.

Entré por la verja trasera a la finca de Carl. Como su mujer no estaba, no sabía en qué dormitorio habría decidido dormir, pero cogí unos guijarros y los lancé contra la ventana que me parecía la correcta.

Se abrió y asomó la cabeza de Carl. Me acerqué a la casa para no tener que gritar.

—Soy Doc, Carl —dije—. No enciendas ninguna luz, pero baja y abre la puerta de atrás.

—Ya voy.

Cerró la ventana. Yo subí las escaleras del porche de atrás y esperé a que se abriera la puerta. Entré y la cerré. La oscuridad de la cocina era tan densa como la de una tumba.

—No tengo ni idea de dónde habrá una linterna —dijo Carl—. ¿No podemos encender una luz? Me encuentro fatal.

—No, déjalo así —le dije.

Aunque encendí una cerilla para buscar un sitio donde sentarme y su luz me permitió ver a Carl con el pijama arrugado, el pelo revuelto y cara de estar sufriendo la abuela de todas las resacas. Aprovechó para sentarse mientras duró la cerilla.

—¿Qué pasa, Doc? Kates y Ganzer han venido en tu busca. Me despertaron hace un rato pero no me contaron gran cosa. ¿Te has metido en un lío? ¿Has matado a alguien?

—No —respondí—. Oye, tú eres el abogado de Ralph Bonney ¿verdad? Me refiero a que llevas todos sus asuntos, no sólo su divorcio.

—Sí.

—¿Quién es su heredero, ahora que se ha divorciado?

—Doc, me temo que eso no puedo decírtelo. Un abogado no puede hablar de los asuntos de sus clientes. Eso lo sabes tan bien como yo.

—¿No te ha dicho Kates que Ralph Bonney ha muerto? Y Miles Harrison. Los mataron al regresar de Neilsville con el dinero de la nómina, alrededor de la medianoche.

—¡Dios mío! —exclamó Carl—. No, Kates no me lo dijo.

—Sé que aun así, no deberías hablar de sus asuntos hasta que se legalice el testamento, si es que existe. Pero yo podría hacer suposiciones y tú me dirías si me equivoco. Si tengo razón, no será necesario que lo confirmes, basta con que guardes silencio.

—Adelante, Doc.

—Bonney tuvo un hijo ilegítimo hará cosa de veintitrés años. Ayudó a la madre del chico toda su vida, hasta que esta murió, hace poco. Ella trabajaba, era sombrerera, pero Ralph le pasaba dinero suficiente para que viviera mejor de lo que hubiera podido por sus propios medios, se hizo cargo de los estudios universitarios del chico y le dio toda clase de oportunidades.

Me detuve. Esperé, pero Carl no dijo nada. Así que continué:

—Bonney siguió pasándole una asignación al chico. Así es como él… bueno, ya está bien, será mejor llamarlo por su nombre… Así es como Al Grainger ha podido vivir sin trabajar. Y, o bien sabe con seguridad que está en el testamento de Bonney, o tiene pruebas de su paternidad y puede reclamar el total de su fortuna, que debe rondar el medio millón.

—Voy a hablar —dijo Carl—. Sumará un total de trescientos mil dólares. Y has acertado en todo lo relativo a Al Grainger, aunque no sé cómo has sido capaz. La relación de Bonney con la señora Grainger y con Al ha sido el secreto mejor guardado del mundo. De hecho, a excepción de las partes a las que concierne, yo era la única persona que lo sabía… o que podía llegar a sospecharlo. ¿Cómo lo has sabido tú?

—Por lo que me ha ocurrido esta noche, que es demasiado complicado para explicártelo ahora. Pero Al juega al ajedrez y tiene la clase de cabeza necesaria para hacer las cosas al estilo complicado, que es como han ocurrido hoy. Conoce a Lewis Carroll y… —Me detuve porque aún me faltaban pruebas y no quería empezar a dar explicaciones.

La noche llegaba a su fin. Un destello verdoso en medio de la oscuridad me recordó que Carl llevaba un reloj de pulsera con la esfera luminosa.

—¿Qué hora es? —pregunté.

El destello desapareció al girar la esfera para verla.

—Casi las cinco. Las cinco menos diez. Mira, Doc, sabes ya tanto que creo que te mereces saber el resto. Sí, Al tiene pruebas de su parentesco. Y al ser hijo único, ilegítimo o no, puede reclamar toda la herencia, ahora que Bonney ya no está casado. Antes del divorcio se habría llevado sólo una parte.

—¿Ha dejado testamento?

—Ralph nunca hizo testamento. Era supersticioso. Intenté convencerlo muchas veces, pero jamás accedió.

—¿Y Al Grainger lo sabía?

—Supongo —respondió Carl.

—¿Hay algún motivo por el que Al pudiese tener tanta prisa? Quiero decir que si hubiera podido producirse algún cambio en su estado de haber esperado un poco, en lugar de matar a Bonney la misma noche de su divorcio.

Carl tardó un minuto en responder.

—Bonney tenía pensado marcharse mañana para tomarse unas largas vacaciones. Al habría tenido que esperar varios meses, y tal vez temió que Bonney pudiera volver a casarse, después de conocer a alguien en el crucero que iba a realizar. Esas cosas pasan a veces, cuando uno se está recuperando de un divorcio. Y Bonney sólo tiene… sólo tenía cincuenta y dos años.

Dije que sí con la cabeza, para mí mismo, claro, porque Carl no podía verme en la oscuridad. Eso último terminaba de explicar cualquier duda relacionada con el motivo.

Ya lo sabía todo, excepto los detalles y eso no importaba demasiado. Sabía por qué Al había hecho lo que había hecho. Tenía que tenderle una trampa muy clara a alguien porque, una vez reclamase la herencia de Bonney, su motivo quedaría a la vista de todos. Incluso adivinaba algunas de las razonas por las que me había escogido como chivo expiatorio.

Debía odiarme, aunque lo ocultaba con mucho cuidado. Y entendía por qué, ahora que sabía más cosas acerca de él. Soy un poco bocazas y en ocasiones insulto a la gente de forma cariñosa, ya me entienden. ¿Cuántas veces, cuando Al me ganaba al ajedrez, le había sonreído y dicho: “Vale, bastardo, a ver si te atreves a repetirlo”?

Por supuesto, ni se me había ocurrido que fuera hijo ilegítimo y que además lo supiera.

Debía odiarme a muerte. Podía haber escogido una víctima más creíble, alguien a quien se considerase más capaz que yo de matar para robar. Al elegirme, su plan debía convertirse en un galimatías. Me había obligado a contar semejante historia que nadie creería ni una palabra y en cambio pensaría que me había vuelto loco. Además, también sabía lo mucho que me odiaba Kates. Contaba con eso.

De repente se me ocurrió una cosa que me hizo estremecer. ¿Habría estado Kates conchabado con Al? Eso explicaría que quisiera matarme en lugar de detenerme. Tal vez habían quedado en eso. A cambio de una parte de la herencia —veinte o cincuenta mil dólares—, Kates había aceptado acabar conmigo, alegando que había querido matarlo o escapar.

No, decidí pensándolo mejor, no podía ser así. Había permanecido casi media hora a solas con Kates en su oficina, mientras Hank Ganzer regresaba desde Neilsville. Le habría resultado muy fácil matarme entonces, ponerme un arma en la mano y decir que había entrado para atacarle. Cuando aparecieran los dos cuerpos en mi coche, la historia habría resultado perfectamente creíble. Incluso habría subrayado el hecho de que me había vuelto loco y era muy peligroso.

No, el motivo de Kates para desear matarme era algo personal, pura maldad debido a lo que había escrito sobre él en los editoriales y mi oposición a su candidatura durante las elecciones. Quería matarme y había visto la oportunidad al aparecer los cuerpos en mi coche. Si había dejado pasar una oportunidad mucho mejor, cuando estuve tanto tiempo a solas con él, fue porque no sabía que los cuerpos estaban allí.

No, sin duda aquello era cosa de una sola persona, a excepción de Yehudi Smith. Al había contratado a Smith para tenerme distraído pero lo había eliminado una vez cumplida su misión. Un peón más. El ajedrez no se juega en equipo.

—¿Qué relación tienes con todo esto, Doc? ¿Qué puedo hacer? —preguntó Carl.

—Nada —respondí. Aquello era mi problema, no de Carl. No había mezclado a Smiley y tampoco mezclaría a Carl. Excepto por la ayuda que ya me había prestado al darme toda esa información—. Vete a la cama, Carl. Necesito pensar un poco más.

—Y un cuerno. No podría dormir sabiendo que estás aquí, pensando. Me quedaré contigo, sin hablar, a menos que me hables tú. Total, si me callo, no serás capaz de ver si estoy aquí o no.

—Pues entonces cállate —le dije.

Pensé que necesitaba pruebas. Pero ¿qué pruebas? En algún lugar —Dios sabría dónde— se encontraba el cuerpo del actor a quien Al había contratado para representar a Yehudi. Pero todo aquello estaba muy bien planeado. La eliminación de aquel cuerpo habría sido preparada mucho antes de que Al se lo llevase de casa de los Wentworth. No aparecería por casualidad y podía haberlo ocultado o enterrado en cualquier parte. Había tenido varias horas para hacerlo y sabía por adelantado todos y cada uno de los pasos que iba a dar.

El coche en el que Yehudi Smith me había llevado a casa de los Wentworth y que había cambiado por el mío después de utilizarlo en el supuesto atraco. No, no conseguiría encontrar ese coche y, aun en caso de hacerlo, no valdría como prueba. Podía ser —seguramente lo era— un coche robado que habría devuelto ya al lugar de donde lo había cogido, sin que su dueño lo hubiese echado en falta. Ni siquiera recordaba de qué marca o modelo era. Sólo sabía que el pomo de la palanca de cambios era de ónice y la radio de teclas. Podía tratarse de cualquier tipo de automóvil, desde un Cadillac descapotable hasta un Ford cupé.

¿Se habría Al preparado una coartada?

Puede que sí y puede que no. Pero ¿qué importaba eso si no encontraba algo en su contra, además del motivo? El motivo y mi certeza absoluta de que Al era culpable. Yo no tenía coartada. Sólo podía aportar una historia increíble y la aparición de dos cadáveres y el dinero robado en mi maletero. Además de un sheriff y tres de sus ayudantes persiguiéndome y dispuestos a disparar contra mí nada más verme.

Llevaba el arma del crimen en el bolsillo. Y otra arma, cargada.

¿Podía ir a ver a Al Grainger y meterle el susto en el cuerpo hasta el punto de obligarlo a redactar y firmar una confesión?

Se reiría de mí. Yo me reiría de mí mismo por intentarlo. Un tipo tan retorcido como para idear semejante plan no iba a cantarme ópera porque lo apuntase con un arma.

Por las ventanas empezaba a asomar un ligero tinte de luz. Ya intuía a Carl sentado al otro extremo de la mesa, frente a mí.

—Carl.

—Sí, Doc. Oye, te he dejado pensar, pero me alegro de que me hables porque se me acaba de ocurrir una idea.

—Eso es justo lo que necesito —le dije—. ¿Qué idea?

—¿Quieres una copa?

—¿Esa es la idea? —pregunté.

—Esa misma. Verás, yo tengo una resaca de mil demonios y no puedo beber contigo, pero acabo de darme cuenta de lo mal anfitrión que soy. ¿Quieres beber algo?

—Gracias —dije—, pero ya he bebido. Oye, Carl, háblame de Al Grainger. No me preguntes qué quiero saber. Habla sin más.

—¿Cualquier cosa? ¿Al azar?

—Cualquier cosa. Al azar.

—Pues siempre me ha parecido que andaba un tanto desencaminado. Brillante, pero algo retorcido. Tal vez a eso haya contribuido el saber quién era y lo que era. Smiley también opina lo mismo, me lo ha comentado. Claro que Smiley no sabe quién o qué es Al, pero ha presentido que tiene problemas.

—Esta noche, mi opinión sobre Smiley ha dado un giro de ciento ochenta grados. Es más listo y mejor persona que tú y yo juntos. Pero sigue hablando de Al.

—Tiene una pizca de complejo de Edipo, complicado por su ilegitimidad. Seguramente, de alguna forma retorcida, ha llegado a culpar a Bonney de la muerte de su madre. No es un paranoico, pero se acerca lo bastante como para hacer algo así. Casi todos tenemos una pequeña vena sádica, pero lo de Al es un torrente.

—Casi todos tenemos una pequeña vena de cualquier cosa posible. Continúa.

—Es pirofóbico. Pero eso ya lo sabes. Los demás también tenemos lo nuestro. Tú tienes acrofobia y yo tengo miedo a los gatos. Pero el caso de Al es de los graves. Tiene tanto miedo al fuego que no fuma y me he fijado que incluso hace una mueca de dolor cuando me ha visto encender un ciga…

—Cállate, Carl.

Tenía que haberlo pensado antes. Mucho antes.

—Me tomaré esa copa, Carl —dije—. Sólo una, aunque de las buenas.

Físicamente no la necesitaba, pero psicológicamente sí. Me moría de miedo con sólo pensar en lo que iba a hacer.