13

Orgulloso y tieso como un palo, dijo:

“Yo iré a despertarlos, eso fijo”.

Cogí un sacacorchos del estante

Y sin pensarlo me lancé adelante.

ESPERABA QUE EHLERS se tomara literalmente las órdenes de Rance Kates y registrara el edificio desde el sótano hasta el tejado, por ese orden. Así, mientras él estaba en el sótano, yo podría salir tanto por delante como por detrás. Pero también podía empezar por aquella planta y por aquella habitación.

Así que me acerqué a la puerta y saqué uno de los zapatos del bolsillo. Me pegué a la pared mientras sujetaba con fuerza el zapato, dispuesto a golpear con el tacón si asomaba la cabeza de Ehlers.

No lo hizo. Los pasos continuaron camino y empezaron a bajar las escaleras de atrás. Yo volví a respirar.

Abrí la puerta y salí al pasillo tan pronto oí que había llegado al piso de abajo. Desde allí, en medio del silencio, podía oír perfectamente lo que hacía: no llegó al sótano, antes estaba revisando la planta baja. Mientras siguiera allí, no podía arriesgarme a bajar por ninguna de las dos escaleras. Me encontraba atascado.

Afuera oí arrancar primero un coche y después el otro. Al menos la entrada principal estaba despejada, por si me veía obligado a intentar huir por ahí, en caso de que Ehlers subiera por la escalera de atrás.

Ocupé un lugar en medio del pasillo, equidistante a ambas escaleras. Lo oía moverse por el piso de abajo, pero me costaba saber dónde se encontraba exactamente. Debía estar listo para huir en cualquier dirección.

Me cabreé al recordar la minuciosidad de los planes de Kates para encontrarme. Mi casa, mi oficina, la casa de Carl, el bar de Smiley o cualquier otro bar… todos los lugares a los que podría ir. Incluso el edificio del Juzgado, donde me encontraba. Pero por suerte, en lugar de registrarlo entre todos para acabar antes y ser más exhaustivos, habían dejado a un solo hombre encargado del asunto. Y mientras yo pudiera oírlo a él y él no pudiera oírme a mí, tenía alguna posibilidad. Seguramente, en el fondo no creían que yo pudiera estar allí.

Pero ¿por qué no se daba prisa Ehlers? Quería tomarme una copa y, si conseguía salir, ya encontraría el lugar y la forma de tomármela. Temblaba como una hoja y a mis ideas les pasaba lo mismo. Un solo trago me serenaría lo bastante como para permitirme pensar bien.

Tal vez Kates guardase una botella en el último cajón de su escritorio.

Me sentía tan mal que valía la pena intentarlo. Presté atención a los ruidos de la planta de abajo y decidí que seguramente Ehlers estaba en la parte trasera del edificio, así que me dirigí de puntillas a la parte de delante y entré en el despacho de Kates.

Me acerqué a su mesa y abrí el cajón con mucho cuidado, despacio. Había una botella de whisky. Estaba vacía.

Maldije a Kates en voz muy baja. No le bastaba con intentar matarme, además tenía que acabarse la botella sin dejar ni un solo sorbo. Y la marca era de las buenas.

Cerré el cajón con tanto cuidado como lo había abierto, para que no quedara ni rastro de mi presencia allí.

Sobre el vade del escritorio de Kates había un revólver. Lo miré mientras me preguntaba si debería llevármelo. Durante un segundo no caí en la cuenta de que estaba oxidado, pero luego recordé la descripción que Hank había hecho del arma utilizada como porra para matar a Miles y a Bonney y me incliné para verlo mejor. Sí, era un Iver-Johnson, niquelado donde la chapa no se había gastado o saltado. Entonces, era el arma del delito.

Prueba A.

Estiré la mano para cogerlo y la retiré de repente. ¿No me habían tendido ya bastantes trampas sin que ayudara ahora al traidor dejando mis huellas dactilares en aquel revólver? Sólo me faltaba eso, que mis huellas aparecieran en el arma usada para matarlos. ¿O estarían ya en ella? Teniendo en cuenta todo lo demás, no me sorprendería demasiado que así fuera.

Entonces, estuve a punto de pegar el bote de mi vida: sonó el teléfono.

En el silencio que se produjo entre el primer timbrazo y el segundo, oí los pasos de Ehlers subiendo las escaleras. Pero desde la oficina no podía distinguir si venía por la parte de atrás o por delante. Incluso sabiéndolo, tal vez no tuviese tiempo de escapar.

Miré a mi alrededor, desesperado, y vi un armario con la puerta entornada. Cogí el Iver-Johnson y me escondí en el armario, detrás de la puerta. Allí permanecí de pie, intentando no respirar, mientras Ehlers entraba y cogía el teléfono.

—Oficina del Sheriff —dijo. Y luego—: Ah, eres tú, Rance. —Después escuchó un rato—. ¿Llamas desde el Clarion? Y tampoco está en el bar de Smiley. No, no ha llamado nadie. Sí, ya casi he terminado de registrar esto. He mirado en la primera planta y en el sótano. Me falta este piso.

Me cabreé conmigo mismo. Así que había estado en el sótano y yo podía haberme escapado. Pero allí había tanto silencio que sus pasos por el sótano me habían parecido venir de la primera planta.

—No te preocupes. No pienso arriesgarme, Rance. Llevo el arma en una mano y la linterna en la otra.

También yo tenía un arma en la mano. De repente me di cuenta de la estupidez que había cometido al cogerla del escritorio de Kates. Ehlers debía saber que estaba allí. Si se daba cuenta de que faltaba, si miraba al escritorio mientras hablaba por teléfono…

Dios debía estar de mi parte, porque no miró.

—De acuerdo, Rance —dijo. Colgó y se marchó.

Oí que recorría el pasillo hacia la parte de atrás, tomaba la curva de la ele y empezaba a abrir puertas por allí. Tenía que salir de inmediato y bajar por la escalera de delante, antes de que regresara. Siguiendo con la rutina seguramente abriría la puerta del armario donde me encontraba, al volver a la habitación de la que había salido para empezar el registro.

Salí y bajé de puntillas las escaleras. Me encontré de nuevo respirando el aire de la noche, en Oak Street. Tenía que abandonarla enseguida, porque uno u otro de los dos coches que me andaban buscando podría pasar por allí en cualquier momento. Carmel City no es tan grande, un coche puede recorrer todas sus calles y callejones en muy poco tiempo. Además, aún llevaba los zapatos en los bolsillos y el revólver en la mano.

Con la esperanza de que Ehlers no mirase por ninguna de las ventanas, di la vuelta a la esquina corriendo y tomé la entrada del callejón que discurre por detrás del edificio del Juzgado. En cuanto me supe relativamente a salvo rodeado de oscuridad, me senté en el bordillo del callejón, me puse los zapatos y guardé el revólver en el bolsillo. No había sido mi intención llevármelo, pero ahora que lo tenía, no podía tirarlo por ahí.

En cualquier caso, le había creado un problema con Kates a Dick Ehlers. Cuando Kates fuese a buscar el arma y viera que había desaparecido, sabría que yo había estado en el Juzgado y que Ehlers no me había visto. Sabría que había entrado en su propio despacho mientras el otro me buscaba fuera.

Pero ahora me encontraba protegido por la oscuridad, seguro durante unos minutos, hasta que un coche lleno de ayudantes del sheriff decidiera buscarme en ese callejón. Y en el bolsillo tenía un revólver que podría disparar o no —aún no lo tenía claro—, llevaba los zapatos puestos de nuevo y las manos me temblaban otra vez.

Ni siquiera me hacía falta preguntarme a mí mismo: “Hombrecillo, ¿y ahora qué?”. El hombrecillo no sólo quería un trago; lo necesitaba de verdad.

Kates ya me había buscado en el bar de Smiley y no me había encontrado allí.

Así que eché a andar hacia el bar de Smiley, sin salir del callejón.

Puede parecer curioso, pero comenzaba a perder el miedo. Al menos un poco. Para todo hay un límite, hasta para el miedo, luego le debe pasar algo a las glándulas adrenales. Ahora no recuerdo si las adrenales son las que hacen que tengamos miedo o las que se oponen a que lo tengamos, pero las mías debieron ponerse a funcionar entonces, en una dirección o en la otra. Aquella noche había pasado tanto miedo que mis glándulas, o yo, empezábamos a hartarnos.

Casi me había vuelto valiente. Y no era la valentía que da el alcohol. No. Hacía tanto que no tomaba un trago que ya ni me acordaba a qué sabía. Estaba totalmente sobrio. Durante aquella larguísima tarde y aún más larga noche, había estado tres veces al borde de la embriaguez, pero siempre había ocurrido algo que me tenía sin beber un buen rato y luego algo más que me hacía recuperar la sobriedad de golpe. Tonterías como que unos gánsters te lleven de paseo en coche, o ver morir a un hombre de repente y de una forma horrible al tragar el contenido de una botella con una etiqueta de “bébeme”, o encontrar dos hombres asesinados en el maletero de tu coche, o descubrir que el sheriff pretende pegarte un tiro a sangre fría. Cosas como esas.

Así que continué por el callejón hacia el bar de Smiley. El perro que me había ladrado antes volvió a ladrar. Pero no perdí el tiempo en contestarle. Seguí andando por el callejón hacia el bar.

Tenía que cruzar la calle. Eché una ojeada a los lados pero no me preocupé más. Si el coche del sheriff o el de sus ayudantes doblaba de repente la esquina y empezaba a acribillarme con la luz de sus faros y luego a balazos, pues nada. También hay un límite para la preocupación, después ya dejamos de preocuparnos. Cuando las cosas ya no pueden empeorar, a excepción de que alguien te mate, o te matan o todo empieza a ir mejor.

Y las cosas empezaron a ir mejor: la ventana que daba al almacén trasero de Smiley estaba abierta. No me molesté en quitarme los zapatos. Smiley estaría durmiendo arriba, pero solo, y Smiley duerme tan profundamente que aunque en el cuarto de al lado estallase una bomba, no se despertaría. Recuerdo que más de una vez llegué al bar después de comer y me lo encontré dormido. De nada servía intentar despertarlo, así que me servía y dejaba el dinero junto a la caja registradora. Además, se quedaba dormido con tanta facilidad y tan rápidamente que si Kates y Hank lo habían despertado cuando vinieron a buscarme, ya se habría vuelto a dormir.

De hecho… sí, se oía un ligero ruido sordo procedente de arriba, como un trueno muy lejano: Smiley roncando.

Crucé tanteando el almacén a oscuras y abrí la puerta que daba al bar. Había una luz muy tenue que quedaba encendida toda la noche y las persianas estaban levantadas.

Pero Kates ya había pasado por allí y las posibilidades de que pasara alguien más y mirase dentro a las tres y media de la madrugada de un viernes eran insignificantes.

Cogí una botella del mejor bourbon que Smiley tenía y, como existía la posibilidad de que aquellas fuesen mis últimas copas, también cogí una botella de soda. Me llevé las dos a la mesa que quedaba oculta tras el recodo que hace el bar, la mesa que habían ocupado Bat y George a primera hora de la noche.

Tenía la impresión de que Bat y George se habían sentado allí hacía mucho tiempo, años, y no me parecían ni la décima parte de peligrosos que entonces. Hasta casi me hacían gracia.

Dejé las dos botellas sobre la mesa y volví a buscar un vaso, una varilla de cóctel y hielo. Había esperado mucho tiempo para tomarme aquella copa e iba a ser de las buenas.

Decidí que incluso iba a pagarla bien, sobre todo después de mirar en mi cartera y comprobar que tenía varios billetes de diez dólares, pero nada suelto. Dejé un billete de diez junto a la caja registradora y me pregunté si alguna vez recibiría el cambio.

Volví a la mesa y me preparé una copa, muy bien hecha.

También encendí un purito. Eso ya era un poco más arriesgado, porque si Kates volvía a comprobar la zona, podría ver el humo del cigarro a la tenue luz del bar, aunque yo me encontrase fuera de su campo de visión. Pero decidí que merecía la pena arriesgarse. Empezaba a comprender que cuando uno está metido en semejante enredo, un poco más de lío ya no importa.

Le pegué un buen sorbo a la copa y le di una calada profunda al puro. Me sentí genial. Estiré las manos y ya no temblaban. Una tontería por su parte, pero ya no temblaban.

Tenía la oportunidad de pensar por primera vez en mucho tiempo. La primera desde que Yehudi había muerto.

Hombrecillo, ¿y ahora, qué?

El patrón. ¿Sería capaz de encontrarle sentido al patrón?

Yehudi Smith —aunque, sin duda, ese no era su verdadero nombre, de lo contrario su tarjeta de visita no habría estado impresa en mi taller— había venido a verme y me había dicho…

Me convencí de que era mejor olvidar lo que me había dicho. Que sólo era un galimatías, la clase de galimatías que te incita a ir a un sitio tan extravagante como aquel en un momento más extravagante aún. Me recordé a mí mismo que él me conocía, que sabía muchas cosas de mí: mis aficiones, mis debilidades, lo que era y lo que podría interesarme.

Su aparición había sido planificada mucho tiempo antes. La tarjeta lo demostraba.

Siguiendo un plan, había ido a visitarme en un momento en el que no habría nadie más. Probablemente me habría esperado sentado en su coche, me habría visto llegar a casa, sabiendo que la señora Carr estaba dentro —con total seguridad él, u otra persona, habría vigilado la casa toda la tarde— y esperado a que se marchara para llamar a la puerta.

Nadie lo había visto, sólo yo.

Me había llevado a intentar hacer algo imposible. Las Espadas Vorpalinas no existían. Eso también era un cuento chino.

Tenía que relacionar aquello con el hecho de que Miles Harrison y Ralph Bonney habían sido asesinados mientras Yehudi Smith me mantenía entretenido y ocupado, y que alguien había metido sus cadáveres en el maletero de mi coche.

Muy sencillo. Smith era cómplice del asesino, contratado para alejarme de cualquier otra persona que pudiera servirme de coartada mientras se cometía el crimen. Y para darme una historia tan increíble en relación con mi paradero que incluso a mi madre le habría costado creerla, de haber estado viva.

Pero debía relacionar eso con el hecho de que también habían matado a Smith. Y con el hecho de que, junto a los cadáveres, habían dejado en mi coche el dinero de las nóminas.

El galimatías aumentaba.

Le di otro sorbo a la copa y me supo a poco. La miré y comprendí que había dejado pasar tanto tiempo entre sorbo y sorbo que casi todo el hielo estaba derretido. Le añadí un poco más de bourbon y volvió a saber bien.

Recordé el revólver que había cogido de la mesa de Kates, el oxidado con el que se habían cometido los asesinatos. Lo saqué del bolsillo y lo miré. Lo manipulaba de forma que no me viera obligado a tocar las manchas secas de la culata.

Lo abrí para ver si lo habían disparado y descubrí que no estaba cargado. Lo volví a cerrar y apreté el gatillo. El óxido no lo dejaba moverse. Entonces no lo habían usado como un arma normal, sino como un martillo, para machacar la cabeza de dos hombres.

Y, desde luego, yo había hecho el idiota al traérmelo. Me había puesto en manos del asesino. Volví a guardarlo.

Deseé tener a alguien con quien hablar. Pensé que decir las cosas en voz alta me ayudaría a encontrarle sentido a todo aquello. Deseé que Smiley estuviese despierto y por un momento sentí la tentación de subir a buscarlo. Pero decidí que no, que ya había puesto en peligro a Smiley una vez aquella noche… un peligro del que él nos había librado a los dos sin recibir ningún tipo de ayuda por mi parte.

Era mi problema y no sería justo enredar a Smiley en él.

Además, aquel asunto no requería de la fuerza y la valentía de Smiley. Era como jugar al ajedrez y Smiley no jugaba. Carl podría ayudarme a comprender aquello, pero Smiley… jamás. Y tampoco quería meter a Carl en semejante lío.

Pero deseaba hablar con alguien.

Puede que estuviera un poco loco, porque borracho no estaba. Pero quería hablar con alguien y lo iba a hacer.

Hablaría con el hombrecillo que no estaba allí.

Imaginé que se encontraba sentado a la mesa, frente a mí, con una copa imaginaria en la mano. Le habría servido encantado una de verdad, si hubiese estado allí. Me miraba de forma rara.

—Smitty —dije.

—¿Sí, Doc?

—¿Cuál es tu verdadero nombre? Sé que no te llamas Yehudi Smith. Eso formaba parte de la broma. La tarjeta que me diste lo demuestra.

No era la pregunta que debía hacerle. Tembló un poco, como si fuera a desaparecer. No debía hacerle preguntas que yo no pudiera responder, ya que estaba allí sólo porque mi mente así lo quería. No podía decirme nada que yo no supiera o no lograra deducir.

Tembló un poco pero se recuperó.

—Doc, eso no puedo decírtelo. Así como tampoco puedo decirte para quién trabajaba. Ya lo sabes.

Fíjense en la construcción de la frase central. Me sentí orgulloso de él y de mí.

—Tienes razón, Smitty, no debí preguntártelo. Y escucha: lo siento, siento muchísimo que hayas muerto.

—No importa, Doc. Todos tenemos que morir. Y hasta ese momento, fue una velada muy agradable.

—Me alegro de haberte dado de comer —dije—. Y de haberte permitido beber cuanto quisiste. Además, Smitty, siento haberme reído al ver la botella y la llave en la mesita con la cubierta de cristal. Es que no pude evitarlo. Tenía gracia.

—Lo entiendo, Doc, pero yo estaba obligado a seguir el juego. Formaba parte de la representación, aunque resultaba cursi. No me extraña que te rieras. Oye, siento haberlo hecho. No conocía el plan al completo… eso ya lo sabes tú. De lo contrario, no me habría tomado el contenido de la botella. No tengo aspecto de querer morir, ¿verdad que no?

Negué con la cabeza lentamente, mirando las líneas de expresión alrededor de sus ojos y su boca. No tenía aspecto de querer morir.

Pero había muerto, de una forma repentina, espantosa.

—Lo siento, Smitty —le dije—. Ni te imaginas cuánto. Daría lo que fuera por tenerte aquí sentado de verdad.

Se rió.

—No te pongas sensiblero, Doc. Afectará a tu capacidad de concentración. Recuerda que estás intentando reflexionar.

—Es verdad —dije—. Pero tenía que sacármelo de dentro. De acuerdo, Smitty, estás muerto y yo no puedo cambiar ese hecho. Eres el hombrecillo que no está ahí y de nada me sirve hacerte preguntas que yo mismo no sea capaz de responder, así que en realidad no puedes ayudarme.

—¿Estás seguro? ¿Y si me haces las preguntas adecuadas?

—¿A qué te refieres? ¿A que mi subconsciente podría saber las respuestas, aunque yo no las conozca?

Se rió.

—No nos pongamos freudianos. Creo que es mejor seguir con Lewis Carroll. Es cierto que era un entusiasta de Lewis Carroll. Soy muy rápido memorizando, pero no tanto, no habría sido capaz de aprenderme de golpe tantas cosas sobre él para una sola ocasión.

La frase me llamó la atención: “Soy muy rápido memorizando”. La repetí y continué por aquello en lo que me había hecho pensar.

—¿Eras actor, Smitty? Vale, no contestes. Tenías que serlo, y yo tenía que haberlo imaginado. Un actor contratado para representar un papel.

Sonrió irónicamente.

—Entonces no era tan bueno, si has acabado por darte cuenta. Un buen pringado sí que era, por haber aceptado el papel. Tenía que haber adivinado que me ocultaba algo. —Se encogió de hombros—. A ti te gasté una broma pesada, pero la que me gasté a mí mismo lo fue mucho más.

—Siento que hayas muerto, Smitty. Me caías bien.

—Me alegro, Doc. Porque estos últimos años no me he caído muy bien a mí mismo. Ya que lo has adivinado, puedo contártelo. Estaba a dos velas, por eso acepté un encargo como ese y al precio que el tipo me ofreció. Además, no me pagó por adelantado, me dio sólo lo justo para los gastos, así que ¿qué saqué en limpio? Que me mataran. Alto, no te vuelvas a poner sensiblero. Brindemos.

Brindamos. Hay cosas peores que el hecho de que te maten. Y hay formas peores de morir que de repente, cuando no te lo esperas, cuando estás ligeramente tenso y…

Pero aquel tema no nos llevaba a ninguna parte.

—Eras un actor de carácter —dije.

—Doc, me decepcionas insistiendo en lo que es obvio. Y eso no te ayuda a descubrir quién es Cualquiera.

—¿Cualquiera?

—Así lo llamabas hace un rato en tu cabeza, cuando intentabas aclarar las cosas. ¿Recuerdas que pensaste que Cualquiera podría haber entrado en tu taller, componer una sola línea y arreglárselas para imprimir una tarjeta decente en tu imprenta manual? Pero ¿por qué querría Cualquiera…?

—No es justo —dije—. Tú puedes meterte en mis pensamientos porque… porque es ahí donde estás. Pero yo no puedo meterme en los tuyos. Tú sabes quién es Cualquiera. Yo no.

—Es posible que ni yo sepa su verdadero nombre, Doc. No me lo habría dicho por si algo salía mal. Por ejemplo, imagina que coges la botella del “bébeme” tan pronto la encuentras y te la bebes antes de que yo pueda decirte que está reservada para mí. Sí, muchas cosas podían haber salido mal en un acuerdo tan complicado como este.

Asentí.

—Sí, imagina que aparece Al Grainger para jugar al ajedrez y nos lo llevamos con nosotros. O imagina que yo no consigo volver a casa. A primera hora de la noche he estado a punto de no contarla.

—En ese caso, Doc, nada habría ocurrido. Deberías ser capaz de darte cuenta sin que te lo diga yo. Si hubieses muerto con Smiley a primera hora de la noche, entonces Ralph Bonney y Miles Harrison no habrían muerto más tarde, al menos si Cualquiera se hubiese enterado, cosa muy probable. O no habrían muerto esta noche. En el plan habría fallado el engranaje y yo habría vuelto a… al lugar del que había salido. Todo quedaría cancelado.

—Pero ¿y si me hubiese quedado en la oficina trabajando hasta tarde en uno de esos noticiones que creía tener y que tan contento me habían puesto? ¿Cómo lo habría sabido Cualquiera?

—Yo no lo sé, Doc. Pero tú podrías deducirlo. Supongamos que tenía órdenes de avisar a Cualquiera de tus movimientos si surgían imprevistos. Al irte de casa diciendo que volvías enseguida, yo podría haber usado tu teléfono para decírselo a él. Y cuando telefoneaste y me anunciaste que volvías, tuve tiempo de sobra para advertírselo mientras regresabas andando.

—Pero era muy tarde.

—No tanto como para interceptar a Miles Harrison y Ralph Bonney en el camino de vuelta desde Neilsville. En determinadas circunstancias… Si sus planes dependían de que volvieras a casa y te mantuvieras fuera de la circulación antes de la medianoche.

Repetí “en determinadas circunstancias” y me pregunté qué querría decir con eso. Yehudi Smith sonrió. Levantó el vaso y me miró burlón por encima del borde antes de beber. Dijo:

—Continúa, Doc. Sólo vas por la segunda casilla, pero el próximo avance será mayor. No olvides que a la cuarta vas en tren.

—Y cada nube de humo cuesta mil libras.

—Esa es la respuesta, Doc —dijo, tan tranquilo.

Me lo quedé mirando. Un escalofrío me recorrió la espalda.

Afuera, un reloj dio las cuatro.

—¿Qué quieres decir, Smitty? —pregunté despacio.

El hombrecillo que no estaba allí sirvió más whisky de una botella imaginaria a su vaso imaginario y dijo:

—Doc, has permitido que la mesa con cubierta de cristal, la botella y la llave te distrajesen. Proceden de Alicia en el país de las maravillas, que en un principio se tituló Las aventuras subterráneas de Alicia. Un libro maravilloso. Pero tú estás en el segundo.

—¿La segunda casilla? Acabas de decirlo.

—El segundo libro: A través del espejo y lo que Alicia encontró allí. Y tú, Doc, sabes tan bien como yo lo que Alicia encontró allí.

Me serví otra copa, pero poca cantidad, para acompañar a la suya. Ni me molesté con el hielo o con la soda. Levantó su vaso.

—Ahora lo entiendes, Doc —me dijo—. No todo, pero lo bastante como para empezar. Es posible que aún veas amanecer.

—No te me pongas tan dramático —dije—. Pues claro que voy a ver amanecer.

—¿Aunque Kates vuelva por aquí en tu busca? No olvides que cuando se dé cuenta de que falta el revólver oxidado que llevas en el bolsillo, sabrá que estuviste en el Juzgado mientras él te buscaba aquí. Podría volver a registrar todos los sitios a los que acudió antes. Y has sido terriblemente descuidado al llenar el bar de humo.

—¿Te refieres a que cada nube de humo cuesta mil libras?

Echó hacia atrás la cabeza y se rió; luego dejó de reírse y ya no estaba allí, ni siquiera en mi imaginación, porque un ruido leve y repentino me hizo mirar hacia la puerta que llevaba arriba, a las habitaciones de Smiley. La puerta se abrió y apareció Smiley.

En camisa de dormir. No sabía que hubiese gente que usara aún camisas de dormir, pero Smiley llevaba una puesta. Tenía la mirada somnolienta, el pelo —lo que quedaba de él— alborotado y estaba descalzo. Sujetaba un arma en la mano, el pequeño treinta y ocho de cañón corto, el amigo del banquero, que yo le había dado unas horas antes. En su manaza parecía enano, un juguete. No daba la impresión de haber sacado a un Buick de la carretera aquella misma noche, matando a un hombre y dejando al otro gravemente herido.

En su rostro no había expresión alguna.

Me pregunto qué cara tendría yo. Pero me encontrase en el mundo de a través del espejo o no, lo cierto es que no tenía donde mirarme.

¿Había estado hablando solo en voz alta? ¿O mi conversación con Yehudi Smith había sido imaginaria, dentro de mi cabeza? La verdad es que no lo sabía.

Si había hablado en voz alta, me iba a costar explicarlo. Sobre todo si Kates, en su visita al bar, había despertado a Smiley para contarle que yo estaba loco.

En cualquier caso, ¿qué otra cosa podía decir en aquel momento, más que: “Hola, Smiley”?

Abrí la boca para decir: “Hola, Smiley”, pero no lo dije.

Alguien golpeaba el cristal de la puerta de la calle. Alguien que gritaba: “¡Eh, abre la puerta!” con la voz del sheriff Rance Kates.

Hice lo único que podía hacer. Me serví otra copa.