12

Llenad los vasos con celeridad,

De salvado y botones la mesa rociad,

Añadid gatos al café, ratones al té,

Y saludad a Alicia Reina treinta veces tres.

LA PUERTA DEL JUZGADO se abrió y se cerró. Kates cruzó la calle. Me miró y le preguntó a Hank:

—¿Qué pasa?

—No lo sé, Rance. Parece que el maletero del coche de Doc ha rezumado sangre. Está cerrado con llave. Dice que te la dio a ti. No quería dejar que subiera él a buscarla. Por eso te grité.

Kates asintió. Dirigía el rostro hacia mí y Hank Ganzer no podía verlo. Yo sí. Estaba contento, muy contento.

Metió la mano por dentro de su cazadora y sacó un arma.

—¿Lo has registrado, Hank? —preguntó.

—No.

—Hazlo.

Hank rodeó a Kates y se acercó a mí desde un lado. Me puse en pie y levanté las manos para facilitarle las cosas. En una sujetaba la botella de whisky. No encontró nada más letal que eso.

—Está limpio —dijo.

Kates no guardó la pistola. Metió la mano libre en un bolsillo y sacó la llave que le había dado. Se la lanzó a Hank.

—Abre el maletero —le dijo.

La llave entró en la cerradura. El picaporte giró. Hank levantó el portón.

Oí la repentina y brusca inspiración y me giré para mirar. Dos cuerpos. No se veía más. Desde donde me encontraba, no veía quienes eran. Hank se inclinó y enfocó la linterna.

—Miles Harrison. Y Ralph Bonney. Los dos están muertos.

—¿Cómo los mató?

—Les golpeó con algo en la cabeza. Algo duro. Debió darles más de un golpe. Hay mucha sangre.

—¿Está ahí el arma?

—Hay algo que podría serlo. Un viejo revólver con sangre en la culata. Un Iver-Johnson niquelado, con óxido donde ha perdido el chapado. Creo que es un treinta y ocho.

—¿Está el dinero? El de las nóminas.

—Bajo Miles hay algo que parece un maletín. —Hank se dio la vuelta. Estaba blanco como la luz de las estrellas—. ¿Tengo que moverlo, Rance?

Kates dudó un minuto.

—Tal vez sea mejor no tocarlo. Antes deberíamos hacer una foto. Oye, Hank, sube a por la cámara y el flash. Ya de paso, llama al doctor Heil y dile que venga de inmediato. ¿Seguro que están los dos muertos?

—Por Dios, Rance, sí. Tienen la cabeza machacada. ¿Llamo también a Dorberg?

Dorberg es el encargado de funeraria que se lleva todo cuanto negocio puede aportarle la Oficina del Sheriff. Es cuñado de Kates, lo cual podría tener algo que ver.

—Sí, dile que traiga el furgón. Pero que no se dé prisa, queremos que el juez de instrucción los vea antes de moverlos. Y antes de eso, las fotos.

Hank empezó a andar hacia la puerta del Juzgado, pero se detuvo y se dio la vuelta.

—Oye, Rance, ¿y si llamo a la mujer de Miles y a la fábrica de Bonney?

Yo volví a sentarme en el bordillo. Necesitaba una copa más urgentemente que antes y tenía la botella en la mano. Pero no me pareció bien darle un trago en aquel momento. La mujer de Miles y la fábrica de Bonney. Pensé que eran dos cosas muy distintas. Bonney se había divorciado aquel mismo día. No tenía hijos. Que yo supiera, no tenía pariente alguno, al menos en Carmel City. Yo tampoco los tenía. Si me asesinaban ¿a quién avisarían? Al Carmel City Clarion y, tal vez, a Carl Trenholm, si el encargado de avisar sabía que Trenholm era mi mejor amigo. Sí, tal vez había hecho bien en no casarme. Pensé en el divorcio de Bonney y los hechos que se ocultaban tras él, según Carl me había contado a través de Smiley. Y pensé en cómo se sentiría la mujer de Miles Harrison cuando se enterara de lo ocurrido. Pero eso era distinto. No sabía si era bueno o malo que nadie sufriera así por mí, si moría de repente.

En cualquier caso, me sentía muy solo. Bueno, al menos ahora me arrestarían y podría llamar a Carl para que fuera mi abogado. Me iba a encontrar en una situación terrible, pero si alguien era capaz de creer en mí, y de creer que estaba cuerdo, ese era Carl.

Kates se había pensado bien la respuesta.

—No, aún no llames a ninguno de esos números, Hank —le contestó—. Y menos a Milly. Podría presentarse aquí antes de que los cuerpos estén en la funeraria. Y deberíamos saber si tenemos el dinero de la nómina o no, antes de llamar a la pirotécnica. Puede que Stoeger lo haya escondido en otra parte y no lo recuperemos esta noche.

—Tienes razón en lo de Milly —dijo Hank—. No queremos que vea a Miles así. Bien, llamaré a Heil y a Dorberg y luego bajaré con la cámara.

—Deja de hablar y en marcha.

Hank entró en el edificio del Juzgado.

No iba a servir de nada, pero tenía que decirlo:

—Oye, Kates, no he sido yo. Yo no los maté.

—Eres un hijo de puta. Miles era un buen tipo —fue la respuesta de Kates.

—Estoy de acuerdo. Yo no lo maté.

Pensé que ojalá Miles hubiese aceptado la copa a la que lo invité por la tarde. Ojalá hubiese sabido lo que iba a pasar. Habría insistido y acabaría por convencerlo. Pero era una tontería, porque es imposible saber lo que va a ocurrir antes de que ocurra. En ese caso podríamos evitarlo. Excepto, quizás, en el país del espejo, donde la gente a veces vivía al revés, donde la Reina Blanca gritaba primero y luego se clavaba la aguja en el dedo. Pero incluso en ese caso ¿por qué no se había limitado a no coger la aguja con la que sabía que iba a pincharse? Porque los libros de Alicia no eran más que un puro absurdo encantador.

Absurdo encantador, sí, hasta aquella misma noche. Esta noche alguien convertía los episodios más divertidos de Lewis Carroll en un horror incoherente. “Bébeme” y muere de repente y de una forma espantosa. La llave que debería abrir una puerta de cuarenta centímetros que daba a un hermoso jardín y que en realidad había abierto un portón a… no quería ni mirar.

Suspiré y pensé que no podía hacer nada más. Que me iban a arrestar porque Kates pensaba que yo había matado a Miles y a Bonney. Pero no lo culpaba por pensarlo. Tendría que esperar a que Carl me sacara de aquel lío.

—Ponte en pie, Stoeger —ordenó Kates.

No obedecí. ¿Para qué? Pensé que a Miles y a Ralph les daría igual que le pegase un trago a la botella que aún sujetaba. Empecé a destaparla.

—En pie, Stoeger, o te pego un tiro ahora mismo.

Lo decía en serio. Me levanté. No podía verle el rostro, pero recordaba la mirada malévola que me había dirigido en su despacho, esa mirada que decía: “Me gustaría matarte”.

Me iba a pegar un tiro. En aquel mismo momento.

Podía hacerlo sin preocuparse. Podría afirmar, si me daba la vuelta y echaba a correr y él me disparaba por la espalda, que lo había hecho porque intentaba huir. Y si me disparaba de frente le bastaba con decir que un maníaco homicida que ya había matado a Miles y a Bonney se abalanzaba contra él para atacarle.

Por eso había echado de allí a Hank y le había encargado hacer dos llamadas, para que tardara unos minutos en volver.

—Kates, no hablas en serio —dije—. No serías capaz de matar a un hombre a sangre fría.

—Si ha matado a uno de mis ayudantes, sí. Si no lo hago, Stoeger, podrías irte de rositas. Podrían declararte demente y no recibirías tu merecido. Así me aseguraré.

Claro que no era sólo por eso, pero así tenía una disculpa que ayudaba a su propia conciencia. Pensaba que había matado a uno de sus ayudantes. Pero me odiaba como para querer matarme antes de suponerlo siquiera. Odio y sadismo… con una excusa perfecta…

¿Qué podía hacer yo? ¿Gritar? No serviría de nada. Seguramente no habría nadie despierto. Ya eran bastante más de las tres y para cuando alguien me oyese, llegaría tarde a presenciar lo ocurrido. Hank estaría llamando por teléfono en el despacho de atrás y no llegaría a tiempo a la ventana.

Kates declararía que yo había gritado al abalanzarme sobre él. Mi grito le haría apretar el gatillo.

Se acercó. Si me disparaba de frente, tendría que haber marcas de pólvora, para demostrar que había disparado mientras me echaba sobre él. La boca del arma apuntaba a mi pecho, a unos treinta centímetros de distancia. Podría vivir unos segundos más si me daba la vuelta y salía corriendo. En ese caso, seguramente esperaría a que me encontrara a una docena de pasos de distancia.

Seguía sin verle bien la cara debido a la oscuridad, pero sí veía que estaba sonriendo. No veía sus ojos ni el resto del rostro, pero sí aquella sonrisa. Una sonrisa incorpórea, como la del gato de Cheshire en Alicia. Pero a diferencia del gato, Kates no se desvanecería.

Yo sí, a menos que ocurriera algo inesperado. Como que apareciera un testigo en la acera de enfrente. No me dispararía a sangre fría delante de un testigo. Carl Trenholm, Al Grainger, quien fuera.

Miré por encima del hombro de Kates y dije:

—¡Hola, Al!

Kates se giró. Qué remedio, no podía arriesgarse a que de verdad se acercara alguien.

Giró la cabeza para echar una ojeada rápida.

Levanté la botella de whisky y le golpeé. Tal vez debería decir que la levantó mi mano, porque yo ni era consciente de seguir sujetándola. Le di en un lateral de la cabeza y el ala del sombrero le salvó la vida. Creo que golpeé lo bastante fuerte como para haberlo matado si hubiese ido con la cabeza descubierta.

Kates y el revólver que sostenía cayeron al suelo por separado. La botella de whisky se escurrió de mi mano y golpeó el pavimento. Se rompió. El pavimento debía ser más duro que la cabeza de Kates, o puede que, si Kates no llevara sombrero, se hubiese roto en su cabeza.

Ni siquiera perdí el tiempo en comprobar si estaba muerto. Salí como alma que lleva el diablo.

A pie, claro. Aún tenía en el bolsillo la llave de mi coche, pero salir huyendo con dos cadáveres en el maletero era lo último que pensaba hacer.

Corrí una manzana entera y me quedé sin aliento antes de comprender que no tenía la menor idea de adonde iba. Aminoré el paso y salí de Oak Street. Me metí en el primer callejón. Tropecé con un cubo de basura y me senté para recuperar el aliento y pensar qué podía hacer. Pero tuve que seguir adelante porque un perro empezó a ladrar.

Cuando me di cuenta, estaba detrás del edificio del Juzgado.

Claro que quería saber quién había matado a Ralph Bonney y Miles Harrison y luego metido sus cuerpos en mi coche, pero había algo que aún me interesaba más en aquel momento: saber si había matado o herido gravemente a Rance Kates. De ser así, estaba metido en un lío espantoso, además de las otras acusaciones en mi contra, porque sería mi palabra contra la suya si decía que lo había hecho en defensa propia, para salvar la vida. Bueno, mi palabra contra la suya en caso de que sólo lo hubiese herido. Mi palabra contra nada de nada si lo había matado.

Y mi palabra no significaría gran cosa para nadie si no era capaz de explicar qué hacían dos cadáveres en mi coche.

La primera ventana que probé no estaba cerrada con pestillo. Supongo que no tienen cuidado con las ventanas del Juzgado porque, por un lado, no guardan nada que un ladrón normal pueda querer robar y, por el otro, la Oficina del Sheriff se encuentra en el edificio y siempre hay alguien de guardia.

La abrí muy despacio, sin hacer demasiado ruido; al menos no bastó para que se oyera en la Oficina del Sheriff, que está en la segunda planta y no da directamente al patio. Después la cerré igual de despacio, para que no me delatase si entraban a buscarme al callejón.

Avancé a tientas en la oscuridad hasta que encontré una silla y me senté para centrarme un poco y decidir qué podía hacer a continuación. De momento, estaba a salvo. La habitación en la que me había colado era una de las pequeñas antesalas de la sala de juicios y nadie me buscaría allí, mientras no hiciera ruido.

Ya habían encontrado al sheriff, o el sheriff se había hecho encontrar. Se oían pisadas en las escaleras de delante: pisadas de más de una persona. Pero allí atrás estaba demasiado lejos para oír lo que decían, si es que decían algo.

Aunque eso podía esperar unos minutos.

Lo que necesitaba de verdad era tomarme un trago. Jamás en mi vida lo había necesitado con tanta urgencia. Me maldije por haber permitido que la botella se rompiera, después de que me hubiera salvado la vida, además. Si no la hubiese tenido en la mano, podría estar muerto.

No sé cuánto tiempo permanecí allí sentado, pero no debieron ser más de unos minutos, porque aún me costaba respirar cuando decidí que sería mejor moverme. Creo que de haber tenido una botella como acompañante, me habría quedado allí toda la noche.

Pero debía enterarme de lo ocurrido con Kates. Si lo había matado, o si lo habían llevado al hospital y estaba fuera de juego, sería mejor entregarse y acabar con todo aquel lío. Si se encontraba bien y seguía al frente de la operación, no me parecía tan buena idea. Si ya quería matarme antes de que le arreara con la botella, ahora tendría tantas ganas de acabar conmigo que lo haría sin siquiera molestarse en contar con una excusa y tal vez delante de Hank o de los demás ayudantes, a los que sin duda estarían avisando para que ayudaran a perseguirme, o delante del juez de instrucción o de cualquier otra persona presente.

Me agaché y me saqué los zapatos. Los guardé en los bolsillos laterales de la chaqueta y avancé de puntillas, cruzando la sala de justicia, hasta las escaleras de atrás. Había estado tantas veces en aquel edificio que conocía su distribución casi tan bien como la de mi casa o la de la oficina del Clarion, por lo que no tropecé con nada ni me caí.

Para subir las oscuras escaleras de atrás me guié apoyando una mano en la barandilla y evitando pisar el centro de los escalones, donde sería más probable que crujieran. Por suerte, entre las escaleras de delante y las de atrás, el pasillo describe una ele, por lo que no corría peligro de que me vieran, al llegar arriba, si alguien entraba o salía en ese momento de la Oficina del Sheriff.

Seguí de puntillas hasta casi llegar a la curva del pasillo e intenté abrir la puerta de la oficina del topógrafo del condado, que está junto a la del sheriff y separada de ella sólo por una puerta de cristal esmerilado. No la habían cerrado con llave.

La abrí con mucho cuidado. Se me escapó de la mano cuando empecé a cerrarla desde dentro y estuvo a punto de dar un portazo, pero la cogí a tiempo y la cerré sin más problemas. Me habría gustado pasar el pestillo, pero no sabía si haría ruido o no, así que no me arriesgué.

Comparado con el resto del edificio, en la oficina del topógrafo había bastante luz: el cristal esmerilado de la puerta que daba a la oficina del sheriff era un rectángulo amarillo y luminoso que dejaba pasar luz suficiente como para ver los muebles con claridad. Tuve cuidado en evitarlos y me acerqué de puntillas al rectángulo amarillo.

A medida que me acercaba, las voces se oían mejor, pero no fui capaz de distinguir a quién pertenecían y qué comentaban hasta que pegué la oreja al cristal. Entonces lo oí todo sin problemas.

—Sigo sin entenderlo, Rance —decía Hank—. Un tipo amable y buena gente como Doc. Dos asesinatos y…

—¿Amable? ¡Y una mierda! —Era la voz de Kates—. Tal vez lo fuera cuando estaba cuerdo, pero ahora está más loco que una cabra. ¡Eh! Tenga cuidado con ese esparadrapo.

El Doctor Heil hablaba en tono más bajo y me costaba entenderlo. Creo que insistía para que Kates aceptara ir al hospital y asegurarse de que no había conmoción.

—Déjeme en paz —dijo Kates—. No pienso hacerlo hasta que atrapemos a Stoeger antes de que mate a alguien más, como mató a Miles y a Bonney y estuvo a punto de matarme a mí. Hank ¿qué pasa con los cuerpos?

—He realizado un rápido examen preliminar —la voz de Heil me llegaba ahora con más claridad—. La causa de la muerte es de lo más obvio: varios golpes en la cabeza con la pistola oxidada que está sobre su mesa, según parece. Por las manchas que tiene en la culata, no creo que surjan dudas al respecto.

—¿Siguen delante?

—No, están en la funeraria —dijo Hank—, o camino de ella. Dorberg y uno de sus ayudantes trajeron el furgón y se los llevaron.

—Doc. —Era la voz de Kates y me puso nervioso hasta que comprendí que se dirigía al doctor Heil y no a mí—. ¿Ha terminado? Me refiero al vendaje. Tengo que ponerme en marcha. Hank, ¿a cuántos de los nuestros has avisado por teléfono? ¿Cuántos vienen?

—Tres, Rance. He localizado a Watkins, Ehlers y Bill Dean. Ya vienen de camino. Llegarán enseguida. Así seremos cinco.

—Creo que ya no puedo hacer mucho más desde aquí, Rance —dijo la voz del doctor Heil—. Insisto en que debería ir al hospital lo antes posible, para que le hagan un chequeo y lo miren por rayos X.

—De acuerdo, Doc. En cuanto pille a Stoeger. No podrá salir de Carmel con la Policía del Estado vigilando las carreteras, aunque robe un coche. Ahora ¿me hará el favor de acercarse a la funeraria y ocuparse de todo aquello?

La voz de Heil, otra vez en tono muy bajo, dijo algo que no oí y unos pasos se dirigieron a la salida. Otras pisadas subían las escaleras. Llegaban uno o más de los ayudantes del turno de día.

—Hola Bill, Walt —dijo Kates—. ¿Viene Ehlers con vosotros?

—No lo hemos visto. Seguro que está al caer. —Parecía la voz de Bill Dean.

—De acuerdo. De todos modos, lo dejaremos aquí. ¿Venís armados? Bien, escuchad, patrullaréis juntos y yo iré con Hank. Nos moveremos en parejas. No os preocupéis por las carreteras que salen de Carmel City, ya las vigila la Policía del Estado. Y no hay tren ni autobús hasta mañana por la mañana, a última hora. Basta con que peinemos la población.

—¿Nos la dividimos, Rance?

—No. Vosotros, Walt y Bill, recorredla entera, sin dejar calle o calleja alguna. Hank y yo revisaremos los sitios en los que haya podido intentar esconderse. Registraremos su casa y la oficina del Clarion, haya luces encendidas o no, y cualquier otro lugar cubierto en el que pudiera ocultarse. Podría meterse en cualquier casa vacía, por ejemplo. ¿A alguien se le ocurre otro sitio donde pueda buscar refugio?

—Se lleva muy bien con Carl Trenholm —dijo la voz de Bill Dean—. Podría recurrir a él.

—Buena idea, Bill. ¿Alguien más?

—A mí me pareció que estaba bastante borracho —dijo Hank—. Pero rompió la botella que tenía. A lo mejor se le mete en la cabeza que quiere otro trago y se cuela en un bar. Probablemente en el de Smiley, porque ahí es donde suele beber.

—De acuerdo, Hank. Lo comprobaremos… Ese que llega debe ser Dick. ¿Alguna otra idea antes de que nos separemos?

Ehlers entró en la oficina.

—A veces la gente vuelve sobre sus pasos y se oculta donde cree que nadie la va a buscar —dijo Hank—. Lo que quiero decir, Rance, es que podría haber vuelto hacia aquí y entrado por atrás, pensando que el escondite más seguro estaba delante de nuestras narices. Aquí, en el mismo edificio.

—Ya lo has oído, Dick —dijo Kates—. Tú te quedas para vigilar la oficina, así que encárgate de eso: registra el edificio antes de sentarte junto al teléfono.

—De acuerdo, Rance.

—Otra cosa —continuó Kates—: es peligroso. Seguramente a estas alturas ya estará armado. Así que no os arriesguéis. Tan pronto lo veáis, empezad a disparar.

—¿Contra Doc Stoeger?

La voz de alguien parecía sorprendida y conmocionada. No distinguí a qué ayudante pertenecía.

—Contra Doc Stoeger —respondió Kates—. Tal vez lo tengáis por un tipo inofensivo, pero esos suelen ser los que acaban convirtiéndose en maníacos homicidas. Esta noche ha matado a dos hombres e intentado matarme a mí. Seguramente creyó que lo había conseguido, o se habría quedado a rematarme. Y no olvidéis que uno de los hombres a los que ha matado era Miles.

Alguien murmuró algo.

—Pues no lo entiendo —dijo Bill Dean. Al menos creo que fue él—. Un tipo como Doc… No está arruinado, tiene un periódico que le da dinero y no es un granuja. ¿Por qué, de repente, iba a querer matar a dos hombres por mil pavos, sólo por mil pavos?

Kates lanzó un taco y luego dijo:

—Está loco, se le ha ido la cabeza. Seguramente el dinero no habrá tenido mucho que ver, aunque sí que se lo llevara. Estaba en el maletín, bajo el cuerpo de Miles. Prestad atención porque es la última vez que os lo digo: es un maníaco homicida y será mejor que penséis en Miles en cuanto lo tengáis delante y disparéis de inmediato. Está como una cabra. Se atrevió a venir aquí a contarme una historia descabellada sobre un tipo al que habían matado en la casa de los Wentworth, un tipo que se llamaba Yehudi Smith, curiosamente. Doc tenía una tarjeta de visita que lo demostraba, pero la había impreso él mismo. Está tan loco como para añadir su propio número de bicho, el número sindical. Luego me dio una llave que, según él, abría una puerta que mide cuarenta centímetros de alto y da a un hermoso jardín. Pues se trataba de la llave que abría el maletero de su propio coche, con los cuerpos de Miles y Bonney, y el dinero de la nómina. Lo había dejado aparcado enfrente. Lo condujo hasta aquí, subió y me entregó la llave. Además, intentó convencerme para que lo acompañara a una casa encantada.

—¿Alguien fue a comprobarlo? —preguntó Dean.

—Claro, Bill —dijo Hank—. Al volver de Neilsville. La registré entera y nada. Escucha, Rance tiene razón en lo de que está loco. Yo también oí algunas de las cosas que dijo. Y si no te parece peligroso, mira a Rance. Lo siento mucho, porque apreciaba a Doc. Pero maldita sea, estoy de acuerdo con Rance en que debemos disparar primero y detenerlo después.

—Mierda, si mató a Miles… —dijo alguien.

—Si tan loco está… —creo que fue Dick Ehlers—… le haremos un favor. Si alguna vez se me va la cabeza tanto y acabo matando, prefiero que me peguen un tiro a pasarme la vida en una celda acolchada. Pero, ¿qué le habrá hecho estallar así? ¿Puede ser tan repentino?

—El alcohol. Ablanda el cerebro y, de repente… adiós.

—Doc no bebía tanto. Se ponía algo alegre una o dos noches por semana, pero no era un alcohólico. Y era tan buena gen…

Alguien dio un puñetazo sobre una mesa. Debió ser el puño de Kates sobre el escritorio de Kates, porque fue su silla giratoria la que chirrió y su voz la que dijo:

—¿Por qué coño estamos aquí de cháchara? Vamos, en marcha. A por él. Y lo de disparar primero es una orden. Ya he perdido un ayudante esta noche. Andando.

Muchas pisadas en dirección a la puerta y la voz de Kates hablando desde allí:

—No olvides registrar el edificio, Dick. Desde el sótano hasta el tejado, antes de encerrarte aquí.

—De acuerdo, Rance.

Pisadas, muchas y con fuerza, bajando las escaleras. Y un par de ellas que retroceden hacia el pasillo.

Hacia la oficina del topógrafo del condado.

Hacia mí.