“Ostras, dijo el carpintero,
No ha estado mal la vuelta,
¿Volvemos a casa corriendo?”
Pero no se oyó respuesta.
LO MIRÉ FIJAMENTE. O estaba loco él o lo estaba yo… y en la última hora, había dudado varias veces de mi cordura. ¿Cuál es tu número de bicho? Vaya pregunta para hacerle a alguien en mi situación. ¿Y el tuyo?
Al final conseguí responder. Dije:
—¿Eh?
—Tu número de bicho. Tu número sindical.
Entonces lo entendí. Así que no estaba loco, sabía de qué me hablaba.
Mi taller pertenece al sindicato, lo que significa que he firmado un contrato con el Sindicato Tipográfico Internacional y le pago a Pete, mi único empleado, lo que dicta el convenio sindical. En una población tan pequeña como Carmel City se puede salir adelante sin afiliarse al sindicato, pero yo creo en los sindicatos y el Tipográfico me parece de los buenos. Al pertenecer al sindicato, incluimos la etiqueta sindical en todo lo que imprimimos. Se trata de un artilugio enano de forma ovalada, tan pequeño que casi ni se lee, por muy bien que uno tenga la vista. A su lado aparece un número igual de diminuto, el número sindical, que es el que distingue a mi taller de los demás talleres de la zona. Combinando el nombre del lugar, que forma parte de la etiqueta, y el número sindical que la acompaña, se puede saber dónde se ha impreso cualquier trabajo realizado en talleres del sindicato.
Pero entre los tipógrafos que no pertenecen al sindicato, al pequeño logotipo oval se le conoce como el bicho. Admito que recuerda bastante a un bichito que recorre lentamente la esquina inferior de cualquier cosa en la que se incluya. Los tipógrafos no sindicados llaman al número que acompaña al bicho, el número de bicho. Kates no era tipógrafo, ni del sindicato ni de fuera, pero más tarde recordé que dos de sus hermanos, ambos vecinos de Neilsville, eran tipógrafos no sindicados y, naturalmente, de ahí se habría sacado él la expresión y el prejuicio implícito en ella.
—Mi número sindical es el siete —respondí.
Dejó la tarjeta de visita sobre la mesa, frente a él, dando un golpetazo y resopló. Literalmente. Solemos leer que la gente resopla, pero pocas veces oímos a alguien hacerlo.
—Stoeger, tú mismo has impreso la tarjeta —dijo—. Todo esto es una broma. Me cago en…
Hizo ademán de levantarse, pero se acomodó de nuevo en su silla y se concentró en los papeles que tenía delante. Volvió a mirarme y creo que me iba a decir que me largara inmediatamente, pero luego decidió que bien podía esperar a que llegara Hank.
Él revolvía papeles.
Yo permanecía sentado intentando asimilar el hecho de que, al menos aparentemente, la tarjeta de visita de Yehudi Smith había sido impresa en mi propio taller. No me levanté para examinarla. No sé por qué, pero estaba dispuesto a creer lo que Kates me había dicho.
¿Por qué no? Formaba parte del patrón. Tenía que haberlo imaginado. No por el tipo de letra, casi todos los talleres tienen la Garamond ocho, sino porque la botella del “bébeme” contenía veneno y Yehudi no iba a estar allí cuando Hank fuese a buscarlo. Seguía un patrón y yo ya sabía cuál era: el patrón de la locura.
¿La mía o la de quién? Empezaba a tener miedo. Ya me había pasado lo mismo varias veces en lo que iba de noche, pero ahora se trataba de un miedo distinto. Me daba miedo la noche en sí, el patrón que aquella noche seguía.
Necesitaba una copa urgentemente. Me puse de pie y me dirigí a la puerta. La silla giratoria chirrió y Kates dijo:
—¿A dónde coño te crees que vas?
—Al coche. A buscar una cosa. Ahora vuelvo. —No quería discutir con él.
—Siéntate. No vas a salir de aquí.
Ahora sí quería discutir con él.
—¿Estoy arrestado? ¿De qué se me acusa?
—De ser testigo esencial en un caso de asesinato, Stoeger. Si es que hay cadáver donde tú dices que lo hay. Si no lo hay, lo cambiaremos por embriaguez y alteración del orden público. Tú eliges.
Elegí. Y me senté.
Me tenía pillado y era evidente que le gustaba. Deseé haber ido a mi despacho para llamar a la Policía del Estado, sin pensar en las consecuencias.
Esperé. La idea del número de bicho que Kates había tenido me hacía meditar cómo y por qué resultaba que la tarjeta de Yehudi Smith había sido impresa en mi propio taller. Pensándolo bien, no es que el “cómo” resultase muy complicado. Cierro con llave la puerta al irme, pero lo hago con una llave maestra de tienda de baratillo. Te dan dos por diez centavos. Sí, cualquiera podría haberse colado. Y cualquiera, fuera quien fuese, podría imprimir la tarjeta sin necesidad de saber de tipografía. Hay que conocer bien la caja del tipógrafo para componer en cantidad, pero cualquiera podría elegir la docena de letras que más o menos hacen falta para escribir “Yehudi Smith” siguiendo el método de ensayo y error. La pequeña imprenta manual que utilizo para imprimir tarjetas es tan sencilla que un niño —al menos uno de Secundaria— podría entender su funcionamiento. Es verdad que le quedaría fatal y desperdiciaría muchas tarjetas para conseguir una buena. Pero dedicándole tiempo, cualquiera podría haber impreso una sola tarjeta decente en la que se leyera “Yehudi Smith” y que llevara mi número sindical en la esquina inferior.
Pero ¿por qué iba alguien a hacer una cosa así?
Cuanto más lo pensaba, menos sentido tenía, aunque se me ocurrió una cosa que tenía incluso menos sentido que el resto. Habría sido más fácil imprimir esa tarjeta sin el número sindical que con él, así que quien fuera se había tomado más molestias de lo normal para hacer resaltar el hecho de que la tarjeta se había impreso en el Clarion. Excepto por la muerte de Yehudi Smith, todo aquello podría haber sido el patrón de una broma gigantesca. Pero las bromas no incluyen una muerte repentina. Ni siquiera una tan fantástica como la de Yehudi Smith.
¿Por qué había muerto Yehudi Smith?
En algún lugar tenía que estar la clave.
Y eso me hizo pensar en la llave que guardaba en el bolsillo. La saqué y me la quedé mirando, preguntándome qué se podría abrir con ella. La cerradura en la que encajaba tenía que estar en alguna parte.
No me resultaba familiar ni desconocida. Es lo que pasa con las llaves de seguridad. ¿Sería mía? Pensé en todas mis llaves. La que abría la puerta delantera de mi casa era de seguridad, pero no como esta. Además…
Saqué el llavero del bolsillo y lo abrí. La llave de mi puerta delantera colgaba a la izquierda y la comparé con la que había encontrado en el ático. Las muescas no coincidían; no era un duplicado de la mía. Todavía se diferenciaba más de la llave de mi puerta trasera, la que colgaba en el otro extremo de la hilera de llaves. En el medio había dos más, pero eran de tipos muy diferentes. Una abría la puerta de la oficina del Clarion y la otra, la del garaje, en la parte de atrás de mi casa. Jamás uso la llave del garaje. Allí no guardo nada de valor, excepto el coche, y siempre lo dejo cerrado.
Creía recordar que tenía cinco llaves, en vez de las cuatro del llavero, pero no estaba seguro y no se me ocurría qué podría abrir la que faltaba, si es que faltaba alguna.
No era la llave del coche porque no la guardaba en ese llavero. No me gusta llevar un llavero tintineando y colgando del encendido del coche, así que llevo la llave suelta en el bolsillo del chaleco.
Guardé el llavero y me quedé mirando la llave. De repente me pregunté si podría ser un duplicado de la de mi coche. Pero no podía compararla porque me la había dejado puesta al salir del vehículo, pensando que sólo estaría uno o dos minutos en la Oficina del Sheriff porque enseguida querría acompañarme a la casa de los Wentworth.
Kates debió girar la cabeza —no la silla, porque no chirrió— y verme concentrado en la llave.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Una llave. La llave que desvela un enigma. La clave de un asesinato.
Entonces sí que chirrió la silla.
—Stoeger, ¿qué coño pasa aquí? ¿Sólo estás borracho o también estás loco?
—No lo sé —respondí—. ¿Tú qué crees?
Resopló.
—Déjame ver esa llave. —Se la pasé—. ¿Qué abre?
—No lo sé. —Empezaba a cabrearme de nuevo, esta vez no especialmente con Kates, sino con todo, en general—. Pero sé lo que se supone que debería abrir.
—¿El qué?
—Una puerta que mide cuarenta centímetros de alto y se encuentra en una sala al final de la madriguera de un conejo. Da a un hermoso jardín.
Me contempló durante un buen rato. Yo le devolví la mirada. Ya me daba todo igual.
Afuera se oyó el motor de un coche. Sería Hank Ganzer. Seguro que no había encontrado el cuerpo de Yehudi Smith en aquel ático. De alguna forma, lo sabía. E imaginaba cómo iba a reaccionar Kates ante la noticia. Aunque estaba claro que desde el principio no había creído ni una sola palabra de lo que le decía. En aquel momento habría dado cualquier cosa por poder leer la mente de Kates, o lo que tenga en lugar de mente, para saber qué estaba pensando. Aunque habría dado mucho más por leer la mente de quienquiera que hubiese impreso la tarjeta de Yehudi Smith en mi imprenta manual y puesto el veneno en la botella del “bébeme”.
Se oían los pasos de Hank subiendo las escaleras.
Cruzó el umbral mientras miraba en mi dirección.
—Hola, Doc —saludó como si nada y luego se dirigió a Kates—. Ni rastro de un accidente, Kates. Conduje despacio observando ambas márgenes de la carretera. Nada indica que un coche se haya salido de la misma. Pero podríamos repasarla juntos. Si uno va moviendo el foco mientras el otro conduce, el campo de visión será mayor. —Miró su reloj—. Sólo son las dos y media. No amanecerá hasta las seis y en ese período de tiempo tan largo…
Kates asintió.
—De acuerdo, Hank. Pero, escucha, voy a avisar a la Policía del Estado, por si el coche de Bonney aparece en otro sitio. Sabemos cuándo salieron de Neilsville, pero no podemos estar seguros de que pusieran rumbo hacia Carmel City.
—¿Y por qué no iban a hacerlo?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —preguntó Kates a su vez—. Pero si pusieron rumbo hacia aquí, no llegaron.
Era como si yo no estuviese presente.
—Hank ¿fuiste a casa de los Wentworth? —metí baza.
Me miró.
—Claro, Doc. Por cierto ¿qué clase de broma es esta?
—¿Miraste en el ático?
—Sí, lo revisé entero con la linterna.
Lo sabía, pero cerré los ojos. Kates me sorprendió: su voz casi resultaba amable.
—Stoeger, lárgate de aquí. Vete a casa y duerme la mona.
Abrí los ojos y miré a Hank.
—De acuerdo —dije—. Estoy borracho o loco. Pero dime, Hank, ¿había un cabo de vela sobre el remate de la barandilla, al final de la escalera del ático?
Negó con la cabeza, despacio.
—¿Y una mesa con cubierta de cristal, en una de las esquinas, la esquina noroeste del ático?
—Yo no la vi, Doc. Pero no buscaba mesas. Aunque me habría fijado en el cabo de vela, de haber estado en el remate de la escalera. Recuerdo que apoyé la mano allí para empezar a bajar.
—¿Y no recuerdas haber visto un cadáver en el suelo?
Hank ni se molestó en responder. Miró a Kates.
—Rance, tal vez sea mejor que lleve a Doc a casa en coche mientras tú haces esas llamadas pendientes. ¿Dónde tienes el coche, Doc?
—Enfrente.
—Vale. No te pondremos una multa por mal aparcamiento. Te llevaré a casa en el mío.
Miró a Kates para que corroborara lo dicho. Kates lo hizo y yo odié a Kates. Me sonreía. Me tenía en una situación tan fea que el muy cabrón podía permitirse el lujo de ser generoso. Si me hacía pasar la noche en el calabozo, yo podría vengarme. Pero si me enviaba a casa a dormirla e incluso me ponía chófer…
—Vamos, Doc —dijo Hank Ganzer, mientras salía.
Me puse de pie. No quería irme a casa. Si lo hacía, el asesino de Yehudi Smith tendría el resto de la noche para acabar con… ¿con qué? ¿Y a mí qué me importaba, excepto el hecho de que Yehudi Smith me caía bien? ¿Y quién demonios era Yehudi Smith?
—Oye, Kates… —empecé a decir.
Kates miró hacia la puerta y pasó de mí.
—Vete, Hank —dijo—. Comprueba si ha aparcado bien el coche o lo ha dejado en medio de la calle. Quiero decirle una cosa y luego te lo mando. Creo que podrá bajar solo.
Seguro que esperaba que me rompiera el cuello al bajar las escaleras.
—De acuerdo, Rance.
Las pisadas de Hank se oyeron cada vez más lejos.
Kates me miró. Yo estaba de pie frente a su escritorio, intentando no parecer un niño al que han pescado copiando en un examen, de pie frente al escritorio del maestro.
Lo miré a los ojos y estuve a punto de dar un paso atrás. Odiaba a Kates y sabía que él me odiaba a mí, pero yo lo odiaba como se odia a quien ocupa un cargo y del que se sabe que es un cenutrio y un bribón. Creí que él me odiaba porque, en mi calidad de director de un periódico, tenía poder contra hombres como él, y lo utilizaba.
Pero aquella mirada no se correspondía con eso: era de puro odio personal y malevolencia. Nunca lo habría sospechado y me dejó atónito. Y eso que después de cincuenta y tres años no resultaba sencillo dejarme atónito.
La mirada desapareció de repente, como cuando se apaga una luz. Ahora me miraba de forma impersonal. Su voz también resultaba impersonal, casi sin matices y mucho más baja de lo que solía ser.
—Stoeger, sabes lo que podría hacerte por algo así ¿verdad? —me preguntó.
No respondí. Él no esperaba respuesta. Sí, sabía algunas de las cosas que podría hacerme. Por ejemplo, obligarme a pasar la noche en el calabozo por embriaguez y alteración del orden público. Y si por la mañana insistía en mis imaginaciones, podría hacer venir al doctor Buchan para que me realizara un repaso psiquiátrico.
—No te haré nada. Pero quiero que me dejes en paz. ¿Entendido? —continuó.
Tampoco respondí a eso. Si quería pensar que al callar otorgaba, allá él. Me pareció que así era.
—Pues desaparece de mi vista —dijo.
Desaparecí de su vista. No me había ido tan mal la cosa, excepto por aquella mirada que me había echado.
No, no me sentía como un héroe. Tenía que haberme enfrentado a él e insistir en que se había cometido un asesinato en aquella casa, hubiese o no corpus delicti. Pero me encontraba demasiado confuso. Necesitaba tiempo para pensar, para decidir qué había pasado en realidad.
Bajé las escaleras y salí de nuevo al aire de la noche.
El coche de Hank Ganzer estaba aparcado en la puerta, pero él se bajaba de mi coche, aparcado enfrente. Me acerqué.
—Lo habías dejado un tanto lejos de la acera, Doc. Te lo he aparcado bien. Toma la llave —me dijo.
Me la entregó y la metí en el bolsillo. Luego volví a abrir la puerta que él acababa de cerrar para coger la botella de whisky que descansaba en el asiento. No tenía sentido dejarla allí, aunque me viese obligado a abandonar el coche.
Después volví a la parte de atrás del coche para observar las dos ruedas. Seguía pareciéndome increíble: por la mañana estaban totalmente deshinchadas. Eso también formaba parte del enigma.
Hank se puso a mi lado.
—¿Qué pasa? —preguntó—. Si lo que miras son las ruedas, están bien.
Le dio una patada a la que tenía más cerca y luego se acercó a la otra, para comprobar su estado. Retrocedió y se detuvo.
—Oye, Doc —dijo—, llevas en el maletero algo que ha debido derramarse. ¿Tienes una lata de pintura o algo así ahí dentro?
Negué con la cabeza y me acerqué para ver qué había llamado su atención. Parecía que algo rezumaba desde el maletero. Algo espeso y negruzco.
Hank le dio al picaporte e intentó levantar el portón.
—No está cerrado con llave —dije—. Nunca me molesto en cerrarlo con llave. No llevo más que una rueda vieja y gastada, sin neumático.
Volvió a intentarlo.
—¿Cómo que no está cerrado? ¿Dónde tienes la llave?
Otra pieza de aquel enredo que encajaba. Ahora sabía de qué era la quinta llave de mi llavero, la que debería haber ocupado el centro de la hilera. Nunca cierro con llave el maletero, excepto en las contadas ocasiones en que salgo de viaje y guardo equipaje. Pero llevo la llave en el llavero. Era una llave de seguridad y no estaba en su sitio unos minutos antes, cuando miré.
—La tiene Kates —dije.
Tenía que ser. Todas las llaves de seguridad se parecen, pero la tarjeta de Yehudi Smith había salido de mi taller. Seguro que la llave también era mía.
—¿Qué?
—La tiene Kates —repetí.
Hank me echó una mirada rara.
—Espera aquí un momento —dijo.
Se dirigió hacia su coche. De camino, miró hacia atrás dos veces, como si quisiera asegurarse de que no me subía al vehículo y me iba.
Sacó una linterna de la guantera y volvió. Se agachó y examinó las manchas atentamente. Yo también me acerqué a mirar. Hank retrocedió como si de repente tuviese miedo al saber que yo estaba a su espalda, observando por encima de su hombro. Por eso no me hizo falta mirar: supe de qué eran aquellas manchas… o de qué creía Hank que eran.
—Hablo en serio, Doc —me dijo—. ¿Dónde está la llave?
—Yo también hablo en serio —respondí—. Se la di a Rance Kates. Entonces no sabía de qué llave se trataba. Pero ahora estoy seguro de que es la del maletero.
Y también creía saber lo que había dentro del maletero.
Me miró, indeciso, y luego empezó a cruzar la calle, en diagonal para no perderme de vista. Puso las manos en la boca a modo de bocina y gritó:
—¡Rance! ¡Oye, Rance!
Y rápidamente miró hacia atrás, para asegurarse de que no intentaba ocultarme o subirme al coche para huir.
No obtuvo respuesta y repitió la jugada.
Se abrió una ventana y la silueta de Kates se recortó al trasluz.
—¿Qué te pasa, Hank? —gritó—. Si quieres algo, sube. No despiertes a todo el mundo.
Hank volvió a mirarme por encima del hombro y luego preguntó:
—¿Te dio Doc una llave?
—Sí. ¿Por? ¿Qué batallita te está contando ahora?
—Trae la llave, Rance. Date prisa.
Volvió a mirar por encima del hombro, empezó a andar hacia mí y se detuvo. Al final decidió quedarse donde estaba sin perderme de vista.
La ventana se cerró.
Rodeé el coche de nuevo y decidí encender una cerilla para examinar las manchas. Pero luego pensé que iba a dar igual. Hank se acercó unos pasos.
—¿A dónde vas, Doc? —preguntó.
Para entonces ya estaba en la acera.
—A ninguna parte —respondí—. Y me senté.
A esperar.