10

Y mientras aspenuado allí permanece,

El jabberwock, con ojos de fuego,

Apestronando en el bosque aparece,

Brameando con fuerza, desde luego.

CREO QUE DURANTE VARIOS SEGUNDOS no hice más que quedarme allí plantado, dominado por los nervios. Por fin, conseguí moverme.

Había visto su cara, además de verlo y oírlo al caer, por lo que no tenía duda alguna de que estaba muerto. Sin embargo, debía asegurarme. Me arrodillé y metí la mano bajo la chaqueta y la camisa, en busca del latido de su corazón. Pero no lo encontré.

Quise asegurarme más. La linterna que me había dado tenía un cristal redondo y liso, así que la mantuve un rato sobre su boca y sus orificios nasales, pero no se empañó.

La botellita vacía de la que había bebido era de un vidrio bastante grueso. No se había roto al caer y la etiqueta atada a su cuello había evitado que rodara. No la toqué, pero me puse a cuatro patas para olfatear su embocadura. Olía a buen whisky. No pude detectar nada más. No olía a almendras amargas, pero si aquel whisky no llevaba también ácido prúsico, llevaría algún veneno corrosivo igual de fuerte. ¿O sería ácido prúsico y el olor a almendras amargas habría quedado oculto tras el aroma del whisky? No lo sabía.

Me puse de nuevo en pie y me di cuenta de que me temblaban las piernas. Era la segunda muerte que presenciaba aquella noche. Lo de George no me había importado demasiado: por un lado, se lo merecía y, por el otro, su cuerpo había quedado en el interior del coche y no lo había visto morir de cerca. Tampoco estaba solo, tenía a Smiley a mi lado. Habría dado mi cuenta bancaria y los trescientos doce dólares que contenía a cambio de que Smiley estuviera conmigo en aquel ático.

Quería salir enseguida de allí, pero estaba demasiado asustado para moverme. Pensé que tendría menos miedo si conseguía entender de qué iba aquello, pero era imposible de entender. No tenía sentido que ni siquiera un loco me llevase hasta allí, con un pretexto tan extraño, para que fuese testigo de su suicidio.

De hecho, si de una cosa estaba seguro era de que Smith no se había suicidado. Pero ¿quién lo había matado y por qué? ¿Las Espadas Vorpalinas? ¿Existía semejante grupo?

¿Dónde estaban? ¿Por qué no habían venido?

Una idea repentina hizo que un escalofrío recorriese mi espalda: tal vez habían venido. Mientras esperábamos, tuve la sensación de oír el ruido de un coche al llegar e irse. ¿Y si había traído algún pasajero? Podrían estar esperándome abajo… o subiendo muy despacio las escaleras del ático, en dirección a mí.

Miré hacia las escaleras. La vela osciló y las sombras bailaron. Agucé el oído, pero no se oía nada. En ninguna parte.

Tenía miedo de moverme, pero poco a poco me di cuenta de que más me aterraba quedarme quieto. Debía salir de allí antes de volverme loco. Si abajo había algo, prefería bajar y enfrentarme a él, en lugar de esperar que decidiera subir a buscarme.

Me arrepentí de haberle dado el revólver a Smiley, pero el arrepentimiento no iba a devolvérmelo. Así que usaría la botella de whisky como arma. Pasé la linterna a la mano izquierda y con la derecha agarré la botella por el cuello. Aún quedaba más de la mitad del whisky, lo que la hacía pesada como una porra.

Me acerqué de puntillas al comienzo de las escaleras. No sé por qué lo hice de puntillas, a no ser que fuera para no asustarme más al hacer ruido: antes no habíamos permanecido en silencio y la caída de Smith había retumbado en toda la casa. Si alguien se encontraba abajo, sabía de sobra que no estaba solo.

Miré al remate cuadrado de la barandilla y a la vela gruesa y pequeña que seguía ardiendo sobre él. No quería tocarla. Tenía intención de poder decir que no había tocado nada, excepto un latido que no pude encontrar. Sin embargo, tampoco podía dejar la vela ardiendo: podría provocar un incendio si se caía, ya que Smith no la había asegurado con cera derretida, sino que simplemente la había apoyado sobre el remate.

Lo solucioné apagándola de un soplido, sin tocarla.

La luz de la linterna me permitió ver que no había nada, ni nadie, en las escaleras que llevaban a la segunda planta y que la puerta que se abría al final permanecía cerrada, tal y como la habíamos dejado. Antes de empezar a bajar repasé el estado del ático con la linterna. Las sombras se levantaban a medida que el foco de luz barría las paredes. Entonces, no sé por qué, lo hice detener sobre el cuerpo de Yehudi Smith, que yacía despatarrado en el suelo, con los ojos abiertos y concentrados, sin ver, en las vigas del techo, el rostro aún congelado en la mueca provocada por el terrible dolor con el que había muerto.

No me gustaba nada tener que dejarlo allí solo, a oscuras. Aunque se trataba de una tontería sentimental, no podía evitar sentirme así. Me caía tan bien el hombre. ¿Quién demonios lo había matado y por qué? ¿Y por qué de una forma tan rara? ¿De qué iba todo aquello? Me había dicho que era peligroso acudir a la cita de esa noche y tenía toda la razón, al menos en cuanto a él. ¿Y en cuanto a mí?

Volví a sentir el miedo. Aún no había salido de allí. ¿Me esperaría alguien, o algo, abajo?

Las escaleras del ático no tenían alfombra y crujían tanto que dejé de intentar caminar sin hacer ruido y me di prisa. La puerta del ático también chirrió, pero nadie me esperaba al otro lado. Ni abajo. Enfoqué el haz de luz de la linterna hacia la enorme sala al pasar por delante de su puerta y me llevé un susto cuando pensé que algo blanco se dirigía hacia mí. Pero no era más que la mesa cubierta por una sábana; tampoco se había movido.

Salí al porche y descendí las escaleras exteriores.

El coche seguía en el camino de acceso, al costado de la casa. Entonces me di cuenta de que era un cupé y de la misma marca y modelo que el mío. Al dirigirme hacia él hacía crujir la gravilla bajo mis pies. Aún tenía miedo pero aguanté sin echar a correr. Me pregunté si Smith habría dejado la llave puesta. Esperaba que así fuera. Tenía que haberlo pensado mientras estaba en el ático, para buscar en sus bolsillos, porque ahora me daba cuenta de que por nada del mundo volvería atrás. Antes prefería regresar andando.

Al menos, la puerta del coche no estaba cerrada con llave. Me senté tras el volante y enfoqué el salpicadero con la linterna. Sí, la llave estaba en el encendido. Cerré la puerta y me sentí más seguro dentro del coche.

Giré la llave y el motor se puso en marcha a la primera. Metí la marcha, pero antes de soltar el embrague, volví a dejarlo en punto muerto y me quedé allí, parado y con el motor en funcionamiento.

Aquel no era el coche en el que Yehudi Smith me había llevado. La palanca del cambio de marchas era de goma con un ribete alrededor, y no la bola de ónice pulido en la que me había fijado. Aquella era como la de mi coche, que estaba en el garaje de casa con dos ruedas deshinchadas que no había llevado a arreglar.

Encendí la luz interior, aunque para entonces ya no era necesario. Debido al tacto de los mandos, al ruido del motor y a muchos otros detalles sin importancia, sabía que aquel era mi coche.

Resultaba tan imposible que olvidé tener miedo; olvidé la prisa por irme de allí. Mi falta de miedo tenía su lógica, claro: si alguien me hubiese estado acechando, la casa sería el lugar más adecuado para atacarme. No me habría permitido llegar tan lejos, ni dejado la llave en el encendido del coche para que me fuera en él.

Salí del vehículo y, con la ayuda de la linterna, examiné las dos ruedas que por la mañana había encontrado deshinchadas. Ya no lo estaban. O alguien las había arreglado, si estaban pinchadas, o sencillamente la noche anterior alguien las había deshinchado para volverlas a hinchar más tarde con la bomba de mano que guardo en el maletero. La segunda opción parecía la más probable. Pensándolo bien, no era lógico que dos ruedas, ambas en buen estado y con buenas llantas, se hubieran pinchado y perdido todo el aire al mismo tiempo, estando el coche guardado en el garaje.

Di una vuelta completa alrededor del vehículo, mirándolo bien, y no me pareció que le pasara nada malo. Volví al asiento del conductor, con el motor encendido pero sin arrancar, pensando si sería remotamente posible que Yehudi Smith me hubiese llevado hasta allí en mi propio coche.

No, decidí que ni remotamente. Sólo me había fijado en tres detalles del suyo, pero bastaban para que me sintiera seguro al respecto. Además de la palanca del cambio de marchas, me acordaba de la radio de teclas con la tecla de la WBBM pulsada —y mi coche no tiene radio—, aparte del hecho de que su motor hacía mucho ruido y el mío es silencioso. Aun en aquel momento, casi no se oía.

A menos que estuviese loco.

¿Podría haberme imaginado el otro coche? Ya puestos, ¿podría haberme imaginado a Yehudi Smith? ¿Podría haber llegado hasta allí en mi propio coche, subido al ático solo…?

Es terrible sospechar de repente que estás completamente loco, dominado por las alucinaciones.

Comprendí que sería mejor dejar de pensar de esa forma mientras estuviese solo en el vehículo, en plena noche y aparcado junto a una casa encantada. Si no estaba loco, acabaría por estarlo.

Le pegué un buen trago a la botella, que ahora ocupaba el asiento a mi lado, y me dirigí a la carretera de peaje para volver a Carmel City. No iba rápido, en parte porque me sentía mareado, al menos físicamente, porque aquel espanto ocurrido en el ático, la muerte increíble y fantástica de Yehudi Smith, me había devuelto la sobriedad mental.

Jamás habría imaginado…

Pero cuando estaba llegando a Carmel, me asaltaron de nuevo las dudas, y las respuestas a las mismas. Me detuve en la cuneta y encendí la luz interior. Tenía la tarjeta, la llave y la linterna, tres recuerdos de lo que había vivido. Saqué la linterna del bolsillo de la chaqueta y la examiné. Se trataba de una de esas que venden en las tiendas de baratillo. No tenía ninguna importancia, excepto que no era mía. Lo importante era la tarjeta. La busqué en varios bolsillos, muy preocupado, antes de encontrarla en el de la camisa. Sí, la tenía, y seguía diciendo “Yehudi Smith”. Me sentí algo mejor mientras la guardaba de nuevo. Ya de paso, pensé en examinar la llave, la que había encontrado sobre la mesita de cristal, junto a la botella que pedía “bébeme”.

Seguía en el bolsillo en el que Smith la había guardado: yo ni la había tocado ni la había visto de cerca. Claro que no era el tipo de llave que debía ser, pero en eso ya me había fijado nada más verla sobre la mesa del ático, y fue uno de los motivos por los que me eché a reír. Se trataba de una llave de seguridad y debería haber sido una llave pequeña, de oro, como la que Alicia había usado para abrir la puerta de cuarenta centímetros que daba al hermoso jardín.

Pensándolo bien, los tres accesorios del ático presentaban defectos, de una forma u otra. La mesa sólo tenía la cubierta de cristal, cuando en el libro es toda de cristal: las patas de madera no encajaban. La llave no debería ser de seguridad y niquelada, y la botella del “bébeme” no debería haber contenido veneno. En realidad, y según Alicia, sabía a una mezcla de tarta de cerezas, natillas, piña, pavo asado, caramelo y tostadas calientes con mantequilla. A Smith no pudo saberle así.

Arranqué de nuevo, pero avancé despacio. Ahora que había llegado a la ciudad debía decidir si me dirigía a la Oficina del Sheriff o llamaba a la Policía del Estado. De mala gana, resolví que sería mejor ir directamente a la Oficina del Sheriff. Sin duda, aquel caso pertenecía a su jurisdicción, a menos que él decidiera llamar a la Policía del Estado para solicitar su ayuda. Aunque yo empezara por llamarlos a ellos, acabarían por pasarle el caso al sheriff Kates; y éste ya me odiaba bastante como para empeorar las cosas puenteándolo a la hora de denunciar un crimen. No es que yo no lo odiara, pero en aquel momento podía causarme más problemas a mí que yo a él.

Así que aparqué mi cupé en la calle del Juzgado, en la acera de enfrente, y le aticé otro lingotazo a la botella, para animarme a contarle a Kates la historia que me vería obligado a contar. Luego crucé la calle y subí las escaleras que llevaban a la Oficina del Sheriff, situada en la segunda planta. Pensé que, con un poco de suerte, Kates habría salido y sería su ayudante, Hank Ganzer, quien me recibiera.

No tuve suerte. Hank no estaba y Kates hablaba por teléfono. Me lanzó una mirada feroz cuando entré y volvió a concentrarse en la llamada.

—Vaya, podía haberlo hecho desde aquí, por teléfono. Vete a verlo. Despiértalo y asegúrate de que está lo bastante despejado como para recordar cualquier cosa que dijeran. Sí, luego, antes de volver para acá, me llamas.

Colgó y su silla giratoria chirrió con estridencia mientras se giraba para enfrentarse a mí. Me gritó: “Aún no hay información al respecto”. Rance Kates siempre grita. Jamás le he oído hablar en voz baja, o en un tono normal. Su voz encaja con su cara colorada, que siempre le hace parecer enfadado. A menudo me he preguntado si tendrá ese aspecto también cuando está en la cama. Me lo he preguntado, sí, pero nunca me he sentido inclinado a averiguarlo.

Lo que acababa de gritarme tenía tan poco sentido que me lo quedé mirando.

—He venido a denunciar un asesinato, Kates —dije.

—¿Qué? —Parecía interesado—. ¿Quieres decir que has encontrado a Miles o a Bonney?

Durante un momento, ninguno de esos nombres me dijo nada.

—El hombre se apellida Smith —continué. Pensé que sería mejor dejar para más tarde lo de que se llamaba Yehudi. O permitir que lo leyera directamente en la tarjeta—. Su cuerpo está en el ático de la vieja casa de los Wentworth, en la carretera de peaje.

—Stoeger ¿estás borracho?

—He estado bebiendo —respondí—, pero no estoy borracho.

Al menos, esperaba no estarlo. Tal vez hubiese sido demasiado la última que me tomé en el coche, antes de subir. Incluso a mí me parecía que mi voz sonaba pastosa y sospechaba que tendría la mirada cansada. Ya empezaba a sentir el picor del sueño.

—¿Qué hacías en el ático de la casa Wentworth? ¿Has estado allí esta noche?

Volví a desear haberme topado con Hank Ganzer, en lugar de con Kates. Hank habría aceptado mi palabra y salido en busca del cuerpo; de esa forma mi historia no habría resultado tan increíble cuando la hubiera contado del todo.

—Sí —contesté—. Acabo de llegar de allí. Fui con Smith, a petición suya.

—¿Quién es ese tal Smith? ¿Lo conoces?

—Lo conocí esta noche. Vino a verme.

—¿Para qué? ¿Qué hacíais allí? ¡En una casa encantada!

Suspiré. No podía más que contestar a sus malditas preguntas, y cada vez eran más difíciles de responder. ¿Cómo decirlo para que no sonase mucho a loco?

—Estábamos allí precisamente porque se trata de una casa encantada. A Smith le interesaba lo oculto, los fenómenos paranormales. Me pidió que lo acompañara para realizar un experimento. Entendí que asistirían más personas, pero no apareció nadie.

—¿Qué clase de experimento?

—No lo sé. Lo mataron antes de que pudiera ponerse manos a la obra.

—¿Estabais los dos solos?

—Sí —respondí y me di cuenta a donde me llevaba esa respuesta, por lo que añadí—: Pero yo no lo maté. Ni sé quién lo hizo. Lo envenenaron.

—¿Cómo lo envenenaron?

Una parte de mí quería decirle: “Con una botella cuya etiqueta decía «bébeme» y que habían dejado en una mesa de cristal, como en Alicia en el país de las maravillas. Pero la otra parte, más sensata, me aconsejó que permitiera que eso lo averiguara él solo. Así que respondí:

—Con una botella que habían dejado allí y de la que él debía beber. No sé quién la dejó. Pero parece que no me crees. ¿Por qué no vas allí y lo ves con tus propios ojos, Kates? Maldita sea, he venido a denunciar un asesinato. —Entonces se me ocurrió que no había prueba alguna de que lo fuese y arreglé las cosas un poco—: O al menos, una muerte violenta.

Me miró y creo que empezaba a convencerse… un poco. Sonó el teléfono y la silla giratoria chirrió de nuevo, al girarse.

—Soy el sheriff Kates —ladró. Luego controló la voz un poco—. No, señora Harrison, no sabemos nada. Hank ha ido a Neilsville para preguntar allí. En el camino de vuelta examinará a fondo la carretera. La llamaré tan pronto me entere de algo. Pero no se preocupe. No será nada grave. —Se giró hacia mí—. Stoeger, si se trata de una broma, te haré pedazos.

Lo decía en serio y además podía hacerlo. Kates es un hombre de estatura media, no mucho más grande que yo, pero físicamente es duro y fuerte como una piedra.

Es capaz de vencer a hombres que pesan mucho más que él. Y tiene una vena sádica lo bastante desarrollada como para disfrutar con ello cuando encuentra una buena excusa para darle una paliza a alguien.

—No es una broma —insistí—. ¿Qué pasa con Miles Harrison y Ralph Bonney?

—Han desaparecido. Salieron de Neilsville con la nómina de Bonney pasadas las once y media, por lo que deberían haber llegado alrededor de la medianoche. Casi son las dos y nadie sabe dónde están. Mira, si pensara que estás sobrio y que hay un fiambre en la carretera de peaje, llamaría a los polis del Estado. Yo tengo que quedarme aquí hasta que sepamos qué ha sido de Miles y Bonney.

A mí me parecía bien lo de la poli del Estado. Yo había denunciado donde debía denunciar y Kates no se cabrearía si era él quien los llamaba. Estaba abriendo la boca para decir que podría ser buena idea cuando el teléfono volvió a sonar.

Kates le gritó y luego dijo:

—Según ha dicho el cajero, regresaban directos aquí ¿no es eso, Hank? Allí no pasó nada fuera de lo normal. De acuerdo, vuelve y, de camino, observa bien ambas márgenes de la carretera, por si se han salido de ella o algo parecido. Sí, la de peaje. Es el único camino que pudieron seguir. Ah, oye, de paso para en la casa de los Wentworth y echa una ojeada en el ático. Sí, he dicho en el ático. Tengo aquí a Doc Stoeger borracho como una cuba, y dice que hay un fiambre en el ático de esa casa. Empezaré a preocuparme si de verdad lo hay.

Más que colgar, le arreó un golpe al teléfono y empezó a revolver los papeles que tenía sobre la mesa, intentando parecer ocupado. Por fin se le ocurrió algo que hacer y llamó a la Compañía Pirotécnica para preguntar si Bonney se había pasado por allí o llamado. Por lo que pude oír de la conversación, no había hecho ni una cosa ni la otra.

Me di cuenta de que seguía en pie y que, como Kates le había dado aquella orden a su ayudante, no ocurriría nada más hasta que Hank llegara de vuelta, lo que supondría como poco media hora, si conducía despacio para examinar ambos lados de la carretera. Así que me agencié una silla y me senté. Kates volvió a revolver sus papeles y no me hizo ni caso.

Empecé a pensar en Bonney y Miles, y deseé que no hubiesen sufrido un accidente. De haber sido así, y si llevaban dos horas sin dar señales, es que era de los graves. A menos que ambos estuviesen gravemente heridos, uno de ellos habría llegado a un teléfono mucho tiempo antes. Claro que podían haber parado en algún sitio a tomarse algo, pero no parecía probable y menos durante dos horas. Además, pensándolo bien, resultaba imposible, porque la hora de cierre para los bares estaba vigente en todo el condado, no sólo en Carmel City. Y hacía casi dos horas que habían dado las doce.

Eso me fastidió. No porque necesitara o quisiera tomarme una copa en aquel momento, sino porque habría sido mucho más agradable esperar en el bar de Smiley, en lugar de hacerlo en la Oficina del Sheriff.

De repente, Kates dirigió su silla hacia mí.

—Tú no sabrás nada de Bonney y Harrison, ¿verdad?

—Nada —respondí.

—¿Dónde estabas a medianoche?

Con Yehudi. ¿Quién es Yehudi? El hombrecillo que no estaba allí.

—En casa, charlando con Smith. Estuvimos allí hasta las doce y media.

—¿Había alguien más?

Negué con la cabeza. Pensándolo bien, que yo supiera, nadie más había visto a Yehudi Smith. Si su cuerpo no estaba en el ático de la casa Wentworth, las iba a pasar canutas para demostrar su existencia. Una tarjeta, una llave y una linterna.

—¿De dónde salió ese tal Smith?

—No lo sé. No me lo dijo.

—¿Cuál era su nombre de pila?

Intenté ganar tiempo y le dije:

—No me acuerdo. Pero tengo su tarjeta por algún sitio. Me la dio él.

Seguramente pensaría que la tenía en casa. Aún no estaba preparado para mostrársela.

—¿Y cómo es que recurrió a ti para que lo acompañaras a una casa encantada si ni siquiera te conocía?

—Había oído hablar de mí. Sabía que soy admirador de Lewis Carroll.

—¿De quién?

—De Lewis Carroll. Creador de Alicia en el país de las maravillas y de Alicia a través del espejo.

Y de la botella con la etiqueta de “bébeme” sobre una mesa de cristal, de una llave, y de los bandersnatches y los jabberwocks. Pero era mejor que Kates se enterase de eso por su cuenta, después de haber encontrado el cadáver y de saber que yo no estaba ni borracho ni loco.

Alicia en el país de las maravillas —dijo, y sorbió con ruido.

Me miró fijamente durante diez segundos y luego decidió que perdía el tiempo conmigo, por lo que giró la silla de nuevo hacia sus papeles.

Tanteé mis bolsillos para asegurarme de que aún tenía la tarjeta y la llave. Las tenía. La linterna estaba en el coche, pero la linterna no tenía importancia. Tal vez la llave tampoco la tuviera. Sin embargo, la tarjeta suponía, en cierto modo, mi punto de contacto con la realidad. Mientras siguiera diciendo “Yehudi Smith”, sabría que no estaba completamente loco. Sabría que esa persona había existido de verdad y no era producto de mi imaginación.

La saqué del bolsillo para volver a mirarla. Sí, seguía diciendo: “Yehudi Smith”, aunque me costase enfocar la vista con claridad. Las letras parecían borrosas, lo cual significaba que necesitaba una copa más o varias de menos.

Yehudi Smith, en letras de contorno borroso. Yehudi, el hombrecillo que no estaba allí.

Y de repente… que nadie me pregunte cómo lo supe pero lo supe. No fui capaz de ver el patrón completo, pero sí esa parte. El hombrecillo que no estaba allí.

No iba a estar allí.

Hank entraría diciendo: “¿Qué historia es esa del fiambre en el ático de los Wentworth? No encontré ninguno”.

Yehudi. El hombrecillo que no estaba allí. “En la escalera a un hombre vi, un hombrecillo que no estaba allí. Hoy tampoco estaba: ¡Cómo me gustaría que se marchara!”.

Estaba preparado; tenía que estarlo. Era capaz de ver esa parte del patrón. El nombre Yehudi no había sido una casualidad. Creo que en ese momento me faltó poco para experimentar un destello de comprensión que me habría mostrado la mayor parte del patrón, o incluso todo. Fue como cuando estamos bebidos, pero no demasiado, y nos parece que nos encontramos al borde de comprender algo importante y cósmico que se nos ha escapado toda la vida. Y es muy probable que así sea.

Pero entonces levanté la vista de la tarjeta y perdí el hilo de mis pensamientos, porque Kates me estaba mirando. En vez de hacer chirriar la silla giratoria en la que se sentaba, sólo había vuelto la cabeza. Me miraba de forma especulativa, con suspicacia.

Intenté ignorarlo. Quería recuperar mis pensamientos y dejarme llevar por ellos. Andaba cerca de dar con algo.

“En la escalera a un hombre vi”. El trasero rechoncho de Smith subiendo las escaleras del ático, delante de mí.

No, el cadáver de rostro contraído, la pobre pieza de arcilla que había sido aquel hombrecillo con líneas de expresión alrededor de los ojos y comisuras de la boca, no estaría en el ático cuando Hank Ganzer lo buscase. No podía estar. Su presencia allí no encajaría en el patrón que seguía sin ver del todo y sin comprender.

La silla chirrió cuando Rance Kates giró su cuerpo para acomodarlo a la posición de su cabeza.

—¿Esa es la tarjeta que te dio el hombre?

Asentí.

—¿Cuál es su nombre completo?

A la mierda Kates.

—Yehudi —respondí—. Yehudi Smith.

Claro que en realidad no lo era. Ahora ya estaba seguro de eso. Me levanté y me acerqué al escritorio de Kates. Por desgracia para mi dignidad, hice alguna que otra ese. Pero no me caí. Dejé la tarjeta frente a él y volví a sentarme, esta vez caminando en línea recta.

Miró la tarjeta y luego me miró a mí. Volvió a mirar la tarjeta y después, a mí.

Entonces supe que yo estaba loco.

—Doc —dijo con el tono de voz más calmado que le había oído nunca—, ¿cuál es tu número de bicho?