“Primero, al pez hay que atrapar”.
Eso es fácil. Un niño podría atraparlo.
“Segundo, al pez hay que comprar”.
Eso es fácil. Una moneda podría comprarlo.
TAL VEZ RESULTE INCREÍBLE que hubiese podido olvidarme de aquello, pero es verdad. Habían pasado tantas cosas en el rato que estuve fuera de casa que lo raro era que aún recordarse mi nombre y el de Yehudi.
Eran las doce menos diez y, según dijo, debíamos estar allí a la una.
—¿Tienes coche? —pregunté.
Asintió.
—A unas casas de aquí. Aparqué para ver los números, pero como estaba bastante cerca ya no me molesté en moverlo.
—Entonces, tardaremos entre veinte y treinta minutos en llegar —le dije.
—Bien. Pues si le damos media hora, aún disponemos de cuarenta minutos.
El aturdimiento se me iba pasando a buen ritmo, pero esta vez, al llenar su vaso, dejé el mío vacío. Quería serenarme un poco, aunque no del todo, porque si recuperaba la sobriedad por completo, tal vez recuperase también la sensatez y podría decidir no ir. Y yo quería ir.
Smith se había recostado en su silla, sin mirarme, así que aproveché para mirarle yo. Me pregunté cómo podía siquiera escuchar la absurda historia que me había contado sobre las Espadas Vorpalinas y la vieja casa de los Wentworth.
No era el loco fugado, pero eso no quería decir que no estuviese como una cabra y que yo no estuviera peor que él. ¿Qué demonios íbamos a hacer allí? ¿Intentar pescar un bandersnatch? ¿Pasar al otro lado del espejo o internarnos en una madriguera para cazar un conejo en su elemento natural?
Mientras no me encontrase lo bastante sobrio como para estropearlo todo, me parecía estupendo. Estuviese loco o no, me lo estaba pasando en grande. No me lo había pasado tan bien desde aquel Halloween, cuarenta años antes, en el que… Pero, dejemos eso. Cuando nos ponemos a recordar las cosas que hacíamos de jóvenes, señal de que nos hacemos viejos. Y yo no soy viejo. O no tan viejo.
Sí, ya conseguía enfocar bien la mirada, pero los contornos de la sala seguían desdibujándose. Entonces comprendí que no era cuestión de enfocar, sino de vaciarla de humo. Miré a la ventana y me pregunté si deseaba tanto abrirla como para levantarme.
La ventana. Un cuadrado negro que enmarcaba la noche.
Medianoche. ¿Dónde estabas a medianoche? Con Yehudi. ¿Quién es Yehudi? El hombrecillo que no estaba allí. Pero tengo su tarjeta. Enséñamela, Doc. Mmm. ¿Cuál es tu número de bicho? ¿Mi número de bicho?
Y la torre negra se come al caballo blanco.
Sin duda, el ambiente estaba denso por el humo y yo estaba espeso. Me acerqué a la ventana de guillotina y levanté la hoja de abajo. Las luces a mi espalda la convirtieron en un espejo en el que yo me reflejaba. Un hombrecillo insignificante de pelo gris, gafas y una corbata terriblemente torcida.
Me sonrió y enderezó su corbata. Recordé la estrofa de Carroll que Al Grainger me había citado a primera hora de la noche:
“Eres viejo, padre William —el joven dijo—,
Y tu pelo muy blanco se ha vuelto,
Sin embargo te gusta hacer el pino
¿Crees que a tu edad eso es correcto?”.
Lo que me hizo pensar en Al Grainger. Me pregunté si aún sería posible que apareciera. Le había dicho que podía venir en cualquier momento, hasta la medianoche, y ya era medianoche. Deseaba que hubiera venido. No por jugar al ajedrez, según teníamos pensado, sino para que nos acompañara en la aventura. Y no es que tuviera miedo exactamente, pero ojalá llegara.
Se me ocurrió que podía haberse pasado por casa o telefoneado y que a Yehudi se le olvidara contármelo. Le pregunté. Negó con la cabeza.
—No, Doc. No vino nadie y la única llamada fue la que tú mismo hiciste antes de volver.
Así que no había nada que hacer, a menos que Al apareciera en la siguiente media hora o a menos que yo lo telefoneara. Pero no quería llamarlo. Ya había dejado bastante clara mi cobardía a primera hora de la noche.
El caso es que sentía un vacío que…
¡Mi madre! ¡Cómo no iba a sentir un vacío! Me había tomado un sándwich por la tarde, ocho horas antes, sin volver a comer nada más. No era de extrañar que las últimas copas se me hubiesen subido tanto.
Sugerí atacar la nevera y Yehudi dijo que le parecía una idea estupenda. Lógico, porque resultó tener tanta hambre como yo. Entre los dos acabamos con casi medio kilo de jamón cocido, la mayor parte de una barra de pan de centeno y un frasco de encurtidos.
Cuando terminamos, ya eran casi las doce y media. Sólo quedaba tiempo para tomar una última copa y eso fue lo que hicimos. Con el estómago lleno, me supo y me entró mucho mejor que la anterior. Tan bien me supo que decidí llevarme la botella. Después de todo, podríamos acabar en medio de una tormenta de nieve.
—¿Nos vamos? —preguntó Smith.
Decidí que era mejor cerrar la ventana. Reflejado en ella, veía a Yehudi Smith esperándome junto a la puerta. La imagen era nítida y precisa: evidenciaba la suave redondez del rostro, las líneas de expresión junto a la boca y los ojos, el orondo absurdo del cuerpo.
Algo me impulsó a caminar hacia él con la mano extendida y estrecharle la suya, cuando me la dio sin saber de qué iba aquello. No nos habíamos dado la mano cuando nos presentamos en el porche y sentí la necesidad de hacerlo entonces. No pretendo decir que sea vidente. No lo soy, de lo contrario no hubiera ido. No, no sé por qué le estreché la mano.
No fue más que un impulso, pero me alegro de haberme dejado llevar por él. Como me alegro de haberle dado comida y bebida, en lugar de permitir que se enfrentase sobrio o con el estómago vacío a su extraña muerte. Y aún me alegro más de haberle dicho:
—Smitty, me caes bien.
Lo vi contento y avergonzado a la vez. Me dio las gracias pero, por primera vez, no fue capaz de mirarme a los ojos.
Salimos y caminamos hasta donde había dejado el coche.
Es curioso la claridad con la que recordamos algunas cosas y lo poco que nos fijamos en otras. Recuerdo que en el salpicadero había una radio de teclas y que la tecla de la WBBM estaba pulsada; también recuerdo que la palanca del cambio de marchas era de ónice pulido. Pero no sé si el coche era un cupé o un sedán, y no tengo la menor idea de la marca o del color. Recuerdo que el motor resultaba bastante ruidoso, lo único que podía ayudarme a decidir si se trataba de un coche viejo o nuevo. Eso y el hecho de que el cambio de marchas estuviese en el suelo, en lugar de en el bloque del volante.
Recuerdo que conducía bien, prestando atención y hablando poco, seguramente debido al ruido del motor.
Yo lo guié pero ahora no me acuerdo qué camino seguimos, aunque eso no importa. Lo que sí recuerdo es que no reconocí el desvío a la vieja casa de los Wentworth, que se encontraba bastante alejada de la carretera y los árboles tapaban incluso de día; pero un poco más adelante reconocí la granja en la que habían vivido unos tíos míos hacía años, por eso supe que habíamos dejado atrás nuestro objetivo.
Dio la vuelta, tomamos la desviación correcta y seguimos el camino entre los árboles, hasta llegar a la casa. Aparcamos a un costado.
—Somos los primeros —dijo Smith en el repentino silencio que se creó al apagar el motor.
Bajé del coche y, no sé por qué —¿o sí lo sé?—, me llevé la botella. Estaba tan oscuro que ni la veía al inclinarla hacia arriba para beber.
Smith había apagado los faros y se bajaba también. Llevaba una linterna en la mano y, cuando llegó a mi lado, pude ver de nuevo. Le pasé la botella y pregunté:
—¿Un trago?
—Me has leído el pensamiento, Doc —dijo, y bebió.
Empezaba a acostumbrarme a la oscuridad y ya percibía el contorno de la casa. Me di cuenta de que tenía que ser muy vieja. La conocía bien porque, de niño y en verano, pasaba algunas semanas con mis tíos para aprender lo que era la vida en una granja… y compararla con la vida en la gran ciudad de Carmel City, Illinois.
De eso habían pasado más de cuarenta años y por entonces ya era vieja y estaba deshabitada. Luego la habían ocupado, pero siempre en intervalos breves. No sabía por qué la gente que intentaba vivir en ella acababa por marcharse, antes o después. No se habían quejado de que estuviese encantada, al menos no en público. Pero nadie se quedaba mucho tiempo. Tal vez fuera la casa en sí: se trataba de un lugar muy deprimente. Un año antes el Clarion había publicado un anuncio para alquilarla a un precio muy razonable, pero sin éxito.
Me acordé de Johnny Haskins, que vivía en la granja situada entre la de mis tíos y esta. Él y yo habíamos explorado el lugar varias veces, de día. Johnny estaba muerto. Lo habían matado en Francia, en 1918, casi a punto de acabar la Primera Guerra Mundial. Espero que fuese de día, porque Johnny siempre le había tenido miedo a la oscuridad… como a mí me dan miedo las alturas, a Al Grainger el fuego y a todos, una cosa u otra.
Johnny también le tenía miedo a la casa de los Wentworth, incluso más que yo y eso que me llevaba varios años. Creía en los fantasmas, o al menos los temía, aunque no tanto como a la oscuridad. Yo me había contagiado un poco de ese temor y lo había conservado durante unos años, después de crecer.
Pero ya me había librado de él. Cuantos más años se cumplen, menos se teme a los fantasmas, se crea en ellos o no. Al pasar de los cincuenta, han muerto ya tantos de nuestros conocidos que los fantasmas, si existen, no nos son tan extraños. Algunos de nuestros mejores amigos son fantasmas, ¿por qué íbamos a tenerles miedo? Y no transcurrirán muchos años antes de que nosotros también pasemos al otro lado.
No, no me daban miedo los fantasmas, la oscuridad o la casa encantada. Pero algo me daba miedo. No me daba miedo Yehudi Smith, me caía demasiado bien como para temerlo. Estaba loco, de eso no cabía duda, por haber ido con él hasta allí sin conocerlo. Sin embargo, apostaría una pasta gansa a que no era peligroso. Puede que estuviese pirado, pero no era peligroso.
Smith volvió a abrir la puerta del coche y dijo:
—Acabo de acordarme de que traigo velas. Me dijeron que podría no haber electricidad. También hay otra linterna, por si la quieres, Doc.
Y tanto que la quería. Me sentí un poco mejor y menos temeroso de aquello que fuera lo que me aterraba cuando tuve la linterna en la mano y ya no corrí peligro de quedarme solo y a oscuras.
Dirigí el rayo de la linterna hacia el porche y vi que la casa era tal y como yo la recordaba. La habían habitado lo bastante a menudo como para mantenerla en un estado pasable.
—Vamos, Doc —dijo Yehudi Smith—. Será mejor que esperemos dentro.
Empezó a subir las escaleras del porche, que crujieron al pisarlas, aunque parecían seguras. La puerta principal no estaba cerrada con llave. Por la forma confiada en que la abrió, Smith debía saberlo.
Entramos y cerró la puerta. Los rayos de nuestras linternas bailaban delante de nosotros, por la alargada penumbra del pasillo. Me sorprendió ver que la casa tenía muebles y alfombras; cuando la exploraba de crío, estaba vacía. El último inquilino o propietario la había dejado amueblada, seguramente con la esperanza de facilitar su venta o alquiler.
A la izquierda del pasillo se abría una sala de estar muy grande. Allí también había muebles, cubiertos con sábanas blancas. Y no hacía mucho que los habían cubierto, ya que las sábanas no estaban demasiado sucias y no se veía mucho polvo.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Tal vez fuera por el aspecto fantasmal de las sábanas sobre los muebles.
—¿Esperamos aquí o subimos al ático? —preguntó Smith.
—¿Al ático? ¿Por qué al ático?
—Allí se celebra la reunión.
Aquello me gustaba cada vez menos. ¿En serio iba a haber una reunión? ¿De verdad llegaría más gente?
Ya era la una y cinco.
Miré a mi alrededor y me pregunté si prefería quedarme allí o subir al ático. Ambas opciones parecían de locos. ¿Por qué no me iba a casa? ¿Por qué no me había quedado en ella?
No me gustaban aquellos muebles espectrales, cubiertos con sábanas.
—Subamos al ático. Supongo que dará igual —dije.
Sí, ya que había llegado hasta allí, podía ir hasta el final. Si en el ático nos encontrábamos con un espejo y Smith quería que pasáramos al otro lado, también lo haría. Siempre y cuando él lo hiciera primero.
Pero antes quería darle otro sorbito a la botella que me había llevado. Se la ofrecí a Smith y no la quiso, así que bebí yo y el alcohol templó ligeramente la frialdad que empezaba a apoderarse de mi estómago.
Subimos las escaleras del segundo piso sin tropezarnos con fantasmas o snarks. Abrimos la puerta que daba a las escaleras del ático. Las subimos, Smith delante y yo detrás, con su trasero rechoncho frente a mí.
Mi mente no paraba de pensar que todo aquello era ridículo. Que el simple hecho de haber ido hasta allí era una auténtica locura.
¿Dónde estabas a la una de la madrugada? En una casa encantada. ¿Qué hacías? Esperar a que llegaran las Espadas Vorpalinas. ¿Quiénes son esas Espadas Vorpalinas? No lo sé. ¿Qué iban a hacer? Repito que no lo sé. Puede que cualquier cosa. Cualquier cosa imposible. Acudir al tribunal para ver quién robó las tartas o subir al caballero blanco a su caballo. O tal vez limitarse a leer las actas de la última reunión y el informe del tesorero, el escrito y dirigido por Benchley. ¿Quién es Benchley? ¿QUIÉN ES YEHUDI?
¿Quién es tu amigo como-se-llame?
Doc, lamento decirlo, pero…
Me temo que…
Muy mordaz y sin duda cierto. Estabas bebido ¿no es así, Doc? Bueno, no exactamente, aunque…
El trasero rechoncho de Yehudi Smith ascendía las escaleras del ático. Detrás de él subía un tipo sin sentido común.
Llegamos arriba y Smith me pidió que enfocase la linterna al remate de la barandilla de la escalera porque quería dejar allí una vela encendida. Del bolsillo sacó una vela corta pero ancha, de esas que permanecen en equilibrio sin palmatoria, y la encendió.
Junto a las paredes del ático había baúles y muebles rotos o estropeados, pero el centro estaba despejado. La única ventana se encontraba al fondo; la habían cegado con tablas desde dentro.
Miré a mi alrededor y, aunque allí los muebles no estaban cubiertos por sábanas, aquel sitio no me gustó más que la sala de abajo. Por un lado, la luz de la vela no tenía la fuerza necesaria para disipar la oscuridad de un espacio tan grande. Por otro, no me gustaban las sombras oscilantes que proyectaba. Podían haber sido jabberwocks o como quiera que nuestra imaginación los llame. Debería existir un test de Rorschach con sombras oscilantes. Lo que la mente interprete a partir de ellas debería ser más revelador que lo que interpreta a partir de unas manchas de tinta.
Sí, me habría venido bien tener más luz, mucha más luz. Pero Smith se había guardado la linterna en el bolsillo y yo hice lo mismo con la otra: también era suya y no tenía excusa alguna para dejarla sin pila manteniéndola encendida. Además, no servía de mucho en una habitación tan grande.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.
—Esperar a los demás. ¿Qué hora es?
Conseguí ver mi reloj a la luz de la vela y le dije que marcaba la una y siete minutos.
—Les daremos hasta la una y cuarto. A esa hora exacta debo hacer una cosa, hayan llegado o no. Escucha ¿eso es un coche?
Escuché y me pareció que sí lo era. Allí arriba, en el ático, no se oía muy bien, pero tuve la impresión de que un coche se acercaba a la casa desde la carretera principal. De hecho, estaba seguro.
Volví a destapar la botella y se la ofrecí. Esta vez, Smith también bebió. Yo le pegué un buen lingotazo: empezaba a sentirme sobrio y aquel no era lugar, ni momento, para estarlo. Bastante tontería era encontrarse allí borracho.
Dejé de oír el coche y, de repente, volví a oírlo, más claro que antes, como si alguien lo hubiese apagado y vuelto a encender. Pero el sonido empezaba a disminuir: daba la sensación de que alguien lo había traído desde la carretera, deteniéndose un minuto para volver a irse en dirección al camino principal. Luego el sonido se extinguió.
Las sombras oscilaron. Abajo no se oía nada.
Me estremecí.
—Ayúdame a buscar una cosa —dijo Smith—. Tiene que estar por aquí, preparada. Es una mesa pequeña.
—¿Una mesa?
—Sí, pero si la encuentras, no la toques.
Había vuelto a sacar la linterna y paseaba su rayo de luz por una de las paredes del ático. Yo me dirigí al otro extremo, contento de poder combatir aquellas malditas sombras con mi linterna. Me pregunté qué clase de mesa estaríamos buscando. “Tú pones ante mí una mesa, enfrente de mis enemigos”, pensé. Aunque esperaba que allí no apareciera ninguno de mis enemigos.
La encontré yo. Estaba en el rincón más alejado. Se trataba de una mesita de tres patas con cubierta de cristal, sobre la que descansaban dos objetos pequeños.
Me eché a reír. Sin importarme ni los fantasmas ni las sombras, solté una carcajada. Uno de los objetos era una llave pequeña y el otro una botella con una etiqueta.
La mesita de cristal que Alicia había encontrado en la sala al final de la madriguera del conejo, la mesa sobre la que descansaban la llave que abría la puertecita del jardín y la botella con la etiqueta de papel que decía “¡BÉBEME!” atada alrededor del cuello.
Yo había visto antes aquella mesa: en la ilustración que John Tenniel había hecho para Alicia en el país de las maravillas.
Los pasos de Smith acercándose a mi espalda, acabaron con mi risa. Después de todo, aquella ridiculez podría ser una especie de ritual para él. A mí me hacía gracia, pero el hombre me caía bien y no quería herir sus sentimientos.
Ni siquiera sonreía cuando dijo:
—Sí, es esa. ¿Ya es la una y cuarto?
—Casi.
—Bien. —Con una mano cogió la llave y con la otra la botella—. Los otros se habrán retrasado, pero nosotros daremos el primer paso. Tú guardas esto. —Dejó caer la llave en mi bolsillo—. Y yo me bebo esto. —Destapó la botella—. Disculpa que no lo comparta contigo tan generosamente como has compartido tú conmigo el contenido de tus botellas, pero debes comprender que hasta que no hayas sido totalmente iniciado…
Parecía sentirse avergonzado de verdad, por lo que asentí, indicando que comprendía y perdonaba.
Ya no tenía miedo. Aquello resultaba demasiado ridículo para tener miedo. ¿Qué le iba a hacer esa botella del “bébeme”? Sí, ya, lo encogería hasta que sólo midiera unos centímetros y luego tendría que buscar una cajita en la que pusiera “¡CÓMEME!”, comerse el pastel que contenía y de repente crecería tanto que…
Smith alzó la botella y dijo:
—Por Lewis Carroll.
Como ese era nuestro brindis, le dije:
—¡Espera!
Destapé corriendo la botella de whisky que llevaba y la alcé con él. No había motivo por el que no pudiera formar parte de aquel brindis, siempre y cuando mis labios de neófito no profanaran el sagrado elixir que contenía la botella del “bébeme”.
Hizo tintinear la botellita contra la mía y la vació empleando de nuevo su truco de magia —lo observé de reojo mientras yo bebía también—, dejando la botella a varios centímetros de la boca y tragándose su contenido sin derramar ni una gota.
Estaba tapando de nuevo mi botella de whisky cuando Yehudi Smith se murió.
Dejó caer la botella con la etiqueta de “¡BÉBEME!” y se llevó las manos a la garganta, pero creo que murió antes incluso de que la botella llegase al suelo. Tenía el rostro terriblemente contraído por el dolor, aunque el dolor no pudo haber durado más de una fracción de segundo. Los ojos, aún abiertos, de repente perdieron la expresión, se quedaron sin vida. Y el golpe sordo de su caída hizo retumbar el suelo bajo mis pies y pareció sacudir la casa entera.