8

El joven coge la vorpalina espada

Y busca al enemigo hombroroso.

Luego, junto al árbol tumtum se para

Y allí permanece largo tiempo, caviloso.

NO SÉ QUÉ CARA TENDRÍA. Sí sé que dejé caer el lápiz y tuve que carraspear cuando lo que quise decir no salió de mi garganta a la primera.

Salió a la segunda, aunque lastimeramente.

—Capitán, me toma el pelo. No me lo dice en serio. Es la única noticia importante que ha ocurrido jamás en Carmel City. ¿Se trata de una broma?

Negó con la cabeza.

—No, Doc, va en serio. Son órdenes directas del jefe. Naturalmente, no puedo obligarle a no revelar la noticia. Pero quiero explicarle los hechos y confío en que decida hacerlo así.

Respiré un poco más tranquilo cuando dijo que no podía obligarme a callar. No me haría daño escuchar lo que tuviera que decir, aunque fuera por educación.

—Adelante, hable. Ya puede ser convincente —le dije.

Se inclinó hacia delante.

—Verá, Doc, este asunto de la banda de Gene Kelley es algo muy feo. Son verdaderos asesinos. Supongo que se habrá dado cuenta después de su encuentro con dos de ellos. Por cierto, hizo un trabajo de primera.

—Fue Smiley Wheeler. Yo sólo iba de acompañante.

Era un mal chiste, pero se rió. Seguramente para tenerme contento.

—Si conseguimos guardar el secreto unas cuarenta horas más, hasta el sábado por la tarde, podremos acabar con toda la banda. Incluido el gran jefe, Gene Kelley.

—¿Por qué el sábado por la tarde?

—Masters y Kramer habían quedado en verse el sábado por la tarde con Kelley y el resto de la banda. En un hotel de Gary, Indiana. No habían vuelto a reunirse desde su último atraco y esa era la cita acordada para preparar el siguiente. ¿Lo entiende? Cuando Kelley y los otros acudan a la cita, los detendremos. A menos que se publique la noticia de que Masters y Kramer ya están en la trena. Entonces Kelley y compañía no aparecerán.

—¿Y si la cambiamos un poco y decimos que tanto Masters como Kramer han muerto? —propuse.

Negó con la cabeza.

—Los otros no se arriesgarían. No. Si se enteran de que estos dos han muerto o han sido detenidos, no volverán a acercarse a Gary.

Suspiré. Sabía que no iba a colar, pero dije, lleno de esperanza:

—Puede que ninguno de los miembros de la banda lea el Clarion.

—Ya sabe cómo es la cosa, Doc. Otros periódicos, por todo el país, se harán eco de la noticia. Saldría en las ediciones del sábado por la mañana, si no llega a tiempo de salir en las vespertinas del viernes. —Algo se le ocurrió de repente y se sobresaltó—. Oiga, Doc, ¿quién es el corresponsal de las agencias de prensa? ¿Ya tienen la noticia?

—Soy yo —dije, muy triste—, pero aún no había informado a ninguna de ellas. Pensaba esperar a que saliera mi propio periódico. Seguro que me habrían despedido, lo que me supondría perder unos dólares al año, pero por una vez en mi vida pensaba disfrutar de una gran exclusiva en mi semanario, antes de echársela a los lobos.

—Lo siento, Doc. Ya veo que esto es algo muy importante para usted. Pero al menos ahora no perderá la corresponsalía de las agencias. Puede decirles que retuvo el artículo a petición de la Policía hasta el mediodía del sábado, por ejemplo. Luego se lo envía a todas y se lleva el mérito.

—El dinero, me llevo el dinero. Y lo que yo quiero es el mérito de la exclusiva para el Clarion, maldita sea.

—Pero ¿retendrá la noticia, Doc? Esos tipos son asesinos en toda regla. Si nos deja atraparlos salvará muchas vidas. ¿Conoce algo de la historia de Gene Kelley?

Asentí. Había estado leyéndola en la revista de Smiley. No era un tipo muy agradable. Evans tenía razón al decir que imprimir el artículo costaría vidas, si evitaba que Kelley cayese en una trampa en la que, de otra forma, caería seguro.

Levanté la vista y vi que Pete estaba escuchando. Por su gesto intenté adivinar qué opinaba, pero se mantenía inexpresivo. Lo miré con cara de enfado y dije:

—Apaga la condenada linotipia. No me oigo ni pensar.

La apagó. Evans parecía aliviado.

—Gracias, Doc —dijo.

Sin un motivo claro —la noche resultaba moderadamente fresca—, sacó un pañuelo y se enjugó la frente.

—Ha sido una suerte que Masters odiase al resto de la banda lo bastante como para entregárnoslos al darse cuenta de que él ya había caído. Y que usted esté dispuesto a retener la noticia hasta que los pesquemos. Bueno, podrá sacarla la semana que viene.

De nada serviría decirle que sería como publicar uno o dos capítulos de La guerra de las Galias de Julio César. Pura historia antigua. Por eso me callé y, al cabo de unos segundos, se levantó y se fue.

El silencio pesaba demasiado sin la linotipia funcionando. Pete se acercó y dijo:

—Oye, Doc, seguimos teniendo el hueco de veinte centímetros en primera plana para el que ibas a buscar algo por la mañana, pero ya que estamos aquí…

Me pasé los dedos por lo que me queda de pelo.

—Publícala así, Pete —le dije—, pero con un margen negro alrededor.

—Podría adelantar la noticia de las elecciones en la Sociedad de Damas Cooperantes. Si la recompongo a medida estrecha para que quepa en una columna, puede que ocupe lo suficiente.

No se me ocurría nada mejor.

—De acuerdo, Pete —dije. Pero cuando hizo ademán de encender la linotipia, concluí—: Esta noche no, Pete. Mañana. Son las once y media. Vete a casa con tu mujer y tus hijos.

—Pero preferiría…

—Lárgate ya de aquí, antes de que empiece a lloriquear. No quiero que nadie me vea hacerlo.

Sonrió para demostrar que sabía que no hablaba en serio y dijo:

—De acuerdo. Mañana vendré un poco antes. A las siete y media. ¿Vas a quedarte mucho?

—Sólo unos minutos. Buenas noches, Pete. Gracias por haber venido y por todo lo demás.

Cuando se fue, me quedé sentado en mi silla, pero no lloriqueé, aunque tenía ganas de hacerlo. Parecía imposible que hubiesen ocurrido tantas cosas y que no pudiera sacar ni media línea de ninguna. Durante unos minutos deseé ser un cabrón en lugar de un pringado, para pasar de la situación y publicarlo todo. Aunque la banda de Kelley quedase libre y siguiera matando, el marido de mi asistenta perdiera el empleo, dejase mal a Carl Trenholm, preocupara a la hija de la señora Griswald y arruinara la reputación de Harvey Andrews al contar que lo había pillado robando el banco de su padre en plena fuga de su casa. Y ya de paso, también podría calumniar a Ralph Bonney publicando la lista de acusaciones falsas presentadas contra él en el proceso de divorcio y escribir un pequeño artículo humorístico sobre el jefe de la liga antibares y la ronda que nos había pagado en el tugurio de Smiley. Incluso podría incluir el artículo sobre el rastrillo benéfico, basándome en que lo habían cancelado demasiado tarde y permitir que unas cuantas decenas de ciudadanos se desplazaran en balde. Sería estupendo ser un cabrón en vez de un pringado para poder hacer todo eso. Los cabrones se divierten más que la gente normal. Y, sin duda, sacan periódicos mucho mejores y más llenos de noticias.

Me acerqué hasta la platina, en la que se veía la primera plana, y, por aquello de hacer algo, devolví los artículos de relleno a la página cuatro. Esos que habíamos sacado para poder trasladar las cosas menos importantes de primera plana y dejar sitio a las grandes noticias que íbamos a dar en exclusiva. Volví a bloquear la página.

El silencio me envolvía.

Me pregunté por qué no me iba de allí a tomar otra copa, o un montón de ellas, al bar de Smiley. Me pregunté por qué no quería emborracharme hasta estar como una cuba. Pero no quería.

Me acerqué a la ventana y me quedé mirando la calle tranquila. Aún no habían retirado las aceras —en Carmel City los bares cierran a medianoche—, pero nadie caminaba por ellas.

Pasó un coche y lo reconocí. Era el de Ralph Bonney, que seguramente iría a recoger a Miles Harrison para que lo acompañase a Neilsville a buscar la nómina del turno de noche de la Pirotécnica, incluido el departamento de candelas romanas, al cual brevemente…

Decidí fumarme un pitillo más y luego volver a casa. Metí la mano en el bolsillo, saqué la cajetilla y algo revoloteó hasta el suelo: una tarjeta.

La recogí y la miré. Decía:

Yehudi Smith

De repente, la noche volvía a estar llena de vida. Había descartado a Yehudi Smith al enterarme de la captura del loco fugado. Lo había descartado de tal forma que olvidé volver a contar con él cuando el doctor Buchan trajo a la señora Griswald para hablar conmigo.

Yehudi Smith no era el loco fugado.

Sentí la necesidad de saltar, de correr, de gritar.

Entonces recordé la cantidad de tiempo que lo había dejado solo y me abalancé sobre el teléfono de mi escritorio. Di el número de mi casa a la operadora y empecé a desanimarme mientras sonaba una vez, dos, tres… después de sonar cuatro veces, contestó la voz adormilada de Smith.

—Soy Doc Stoeger, señor Smith. Ahora mismo salgo hacia casa. Le pido disculpas por haberle tenido esperando tanto tiempo. Han surgido varias cosas.

—Me alegro. Quiero decir que me alegro de que venga ya. ¿Qué hora es?

—Alrededor de las once y media. En quince minutos me tiene ahí. Gracias por esperar.

Me puse la chaqueta corriendo y cogí el sombrero. A punto estuve de olvidar apagar la luz y cerrar con llave.

Paré en el bar de Smiley, pero no para tomar una copa. Compré una botella para llevar. La de casa andaba bajo mínimos cuando me marché y sabe Dios cómo estaría ahora.

Al salir del bar, volvió a fastidiarme que mi coche se encontrara fuera de juego por culpa de las ruedas pinchadas. No porque estuviera lejos o porque me moleste caminar si no tengo prisa, pero otra vez tenía prisa. Antes había sido porque creía que Carl Trenholm estaba muerto o gravemente herido y para alejarme de Yehudi Smith. Ahora era para volver a su lado.

Pasé frente a Correos, que ya estaba a oscuras. Frente al banco, con la luz de seguridad encendida y ni rastro de un posible delito. Dejé atrás el lugar donde se detuvo el Buick y una voz le preguntó a un tal “macho” qué población era aquella. No había un solo coche a la vista, amigo o enemigo. Dejé atrás todo lo que había dejado atrás miles de veces y abandoné la calle principal para adentrarme en las secundarias, tan agradables y acogedoras, libres de locos homicidas y demás horrores. En todo el camino a casa no miré atrás ni una sola vez.

Me sentía tan bien que parecía tonto. Lo mejor era que todo aquello me había dejado totalmente sobrio, por lo que me encontraba de humor y dispuesto a tomarme unas copas más y hablar de cosas descabelladas.

Seguía sin creerme del todo que Smith esperara en casa. Pero estaba. Allí sentado parecía tan en su sitio que no entendí por qué había dudado.

—Hola —dije.

Lancé el sombrero hacia la percha, golpeó uno de los colgadores y allí se quedó. Era la primera vez que lo conseguía en varios meses y me hizo pensar que aquella noche estaba de suerte. Como si me hiciera falta que algo así me lo aclarase.

Me senté frente a él, igual que antes, y serví las copas, aún de la primera botella. Por lo visto, no había bebido mucho en mi ausencia. Le pedí disculpas de nuevo por haber tardado tanto.

Con un gesto informal de la mano le quitó importancia al asunto.

—No me molesta porque ya ha vuelto. —Sonrió—. Me he echado una cabezadita.

Brindamos y bebimos.

—Veamos —continuó—, ¿por dónde íbamos cuando la llamada…? Oh, por cierto, dijo que un amigo había sufrido un accidente. ¿Puedo preguntar cómo…?

—Está bien —respondí—. No ha sido nada grave. Pero empezaron a surgir otros asuntos que me retuvieron.

—Bien. Entonces… ah, sí, ya me acuerdo. Cuando sonó el teléfono hablábamos del departamento de candelas romanas. Acabábamos de brindar por él.

Asentí.

—Ahí es donde he estado desde que me fui de aquí. Entre fuegos artificiales.

—¿En serio?

—Casi —respondí—. Me echaron hará cosa de media hora. Pero fue divertido mientras duró. Alto, no. No es cierto. No quiero mentir. Lo pasé fatal mientras todo ocurría.

Alzó un poco las cejas.

—Entonces habla en serio. Le ha ocurrido algo de verdad. ¿Sabe una cosa, doctor?

—Doc —dije.

—¿Sabe, Doc? Le veo distinto. Cambiado.

Llené los vasos. Aquella ronda puso fin a la primera botella.

—Creo que es algo temporal. Sí, señor Smith, he sufrido…

—Smitty —me interrumpió.

—Sí, Smitty, he sufrido una experiencia bastante desagradable, mientras duró, y aún no me he recuperado del todo, pero será algo temporal. Sigo nervioso y seguramente mañana lo estaré todavía más, cuando comprenda lo cerca que he estado de no contarla, pero soy el mismo tipo de siempre. Doc Stoeger, cincuenta y tres años y fracasado de primera, como héroe y como director de periódico.

Tras unos segundos de silencio, dijo:

—Doc, me caes bien. Creo que eres buena persona. No sé qué habrá pasado e imagino que no querrás contármelo, pero te apuesto una cosa.

—Gracias, Smitty. No es que no quiera contarte lo ocurrido esta noche, es que ahora no me apetece hablar de eso. Te lo contaré encantado en otro momento, porque ahora prefiero no pensar más en ello y empezar a centrarme en Lewis Carroll. Pero ¿qué es eso que me quieres apostar?

—Que no eres un fracasado como director de periódico. Como héroe, es posible; hay muy poco héroe por ahí. Pero apuesto a que has dicho que eres un fracaso como director de periódico porque has retirado una noticia, y por un buen motivo además, nada de egoísmos. ¿Ganaría la apuesta?

—Sí —respondí. Lo que no le dije fue que la ganaría cinco veces o más—. Pero no me siento orgulloso, aunque de haber hecho lo contrario me avergonzaría de mí mismo. Ahora me avergonzaré de mi periódico. Smitty, todos los periodistas deberíamos ser unos cabrones.

—¿Para qué? —Antes de que lograra responder, terminó de un trago la copa que le había servido, con ese truco fascinante de beber sin que el vaso rozara siquiera sus labios, y se respondió él mismo, con una pregunta aún más imposible de contestar—. ¿Para que los periódicos resulten más entretenidos a expensas de las vidas humanas que podrían destrozar o incluso destruir?

No estaba de humor para aquello. Me removí en mi sitio y dije:

—Volvamos al tema del jabberwock. Cada vez que hablo en serio recupero la sobriedad y, a primera hora de la noche, había pillado ya un punto tan bueno… Brindemos de nuevo por Lewis Carroll. Y luego continuemos hablando de ese galimatías que me explicabas, ese que parecía ser como irse de juerga con Einstein.

Sonrió.

—Estupenda palabra, galimatías. Carroll podría haberla creado, aunque en su época no se hablaba tan mal. De acuerdo, Doc, a la salud de Carroll.

Otra vez vació el vaso. Tenía que aprender aquel truco, por mucho tiempo que me llevase o mucho whisky me hiciera desperdiciar. Pero la primera vez lo intentaría en privado.

Me bebí el mío, que era el tercero desde que había vuelto a casa, quince minutos antes. Empezaba a notarlos. Tres copas no me hacen nada cuando parto de cero, pero ya había tomado unas cuantas a primera hora de la noche, antes de que el aire fresco respirado durante el paseo con Bat y George me hubiese despejado, y varias más en el bar de Smiley, después de eso.

El ambiente en la sala estaba cargado. Volvíamos a hablar de Carroll y las Matemáticas. Mejor dicho, hablaba Yehudi y yo intentaba concentrarme en lo que me decía. Hubo un momento en que lo vi desdibujarse un poco y avanzar y retroceder al mirarlo. Su voz también se volvía borrosa: un sonido borroso de senos y cosenos. Sacudí la cabeza para intentar despejarme y decidí dejar la botella un rato.

Entonces me di cuenta de que lo que acababa de decir era una pregunta y le pedí que me la repitiera.

—El reloj de la repisa de la chimenea ¿va bien? —preguntó.

Conseguí centrar la mirada en él. Las doce menos diez.

—Sí, va bien. Aún es temprano. No estarás pensando en irte ya. Ahora mismo estoy un poco aturdido, pero…

—¿Cuánto tardaremos en llegar desde aquí? Me han dado las indicaciones necesarias para ir, pero quizás tú puedas calcular mejor que yo el tiempo que nos llevará.

Durante un segundo lo miré sin comprender, preguntándome de qué hablaba.

Entonces me acordé.

Íbamos a ir a una casa encantada a cazar un jabberwock, o algo parecido.