7

“Me da pena, dijo la morsa,

Engañarlas de esta forma,

Después de traerlas tan lejos

Y hacerlas correr por norma”.

NI SMILEY NI YO habíamos tocado la segunda copa, así que Pete Corey llegó a tiempo de unirse a la ronda. Smiley le sirvió un whisky.

—Cuéntame, Doc, ¿qué historia es esa de que Smiley y tú os disteis un paseo en coche? Me dijiste que tenías el coche estropeado y Smiley no conduce.

—Pete, Smiley no necesita ser capaz de conducir. Es un genio. Mata o captura asesinos. Eso es lo que hicimos. Mejor dicho, es lo que hizo Smiley. Yo lo acompañé por aquello de ir.

—Me tomas el pelo.

—Si no me crees, lee el Clarion de mañana —respondí—. ¿Has oído hablar de Bat Masters?

Pete negó con la cabeza y cogió su copa.

—Oirás hablar de él —continué—. En el Clarion de mañana. ¿Has oído hablar de George?

—George ¿qué más?

Abrí la boca para decir que no lo sabía, pero Smiley se me adelantó y respondió por mí:

—George Kramer.

Clavé la mirada en Smiley.

—¿Cómo sabes su apellido?

—Lo vi en una revista especializada en casos policiales. También su foto, y la de Bat Masters. Pertenecen a la banda de Gene Kelley.

No podía dejar de mirarlo.

—¿Los reconociste? Me refiero a antes de que yo entrara.

—Claro —respondió Smiley—, pero no habría sido buena idea llamar a la poli con ellos aquí. Pensaba esperar a que se fueran y llamar a la Policía del Estado para que los atraparan camino de Chicago. Iban allí. Oí su conversación, no toda, pero eso sí. Iban a Chicago. Tenían una cita allí mañana por la tarde.

—¿Lo dices en serio, Smiley? —pregunté—. ¿De verdad los tenías fichados antes de que yo entrara?

—Te mostraré la revista con sus fotos. Vienen las fotos de toda la banda de Gene Kelley.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Smiley encogió sus enormes hombros.

—No me lo preguntaste. ¿Por qué no me dijiste tú que llevabas un revólver en el bolsillo? Si me lo hubieses pasado en el coche, nos los habríamos cargado antes. Era pan comido. La parte trasera del coche estaba tan oscura al salir de la ciudad que George Kramer no te habría visto pasármelo.

Se rió como si hubiese dicho algo gracioso. Y tal vez lo era.

Pete no dejaba de mirarnos. Por fin, dijo:

—Mirad, si es una broma, ya está bien. ¿Qué pasó en realidad?

No le hicimos ni caso.

—Smiley —dije—, ¿dónde está esa revista de casos policiales? ¿Puedes enseñármela?

—Claro, la tengo arriba. ¿Por qué? ¿No me crees?

—Smiley, te creería aunque dijeras que todo es mentira. No, estaba pensando que esa revista puede ahorrarme mucho trabajo. Traerá información sobre los tipos con los que hemos jugado a polis y cacos. Pensaba llamar a la Policía de Chicago para indagar, pero si la revista trae un artículo entero sobre la banda de Gene Kelley, me ahorraré la llamada.

—Enseguida te la bajo.

Smiley desapareció tras la puerta que llevaba arriba. Me compadecí de Pete y le hice un rápido esbozo de nuestro encuentro con los gánsters. Fue divertido ver cómo se quedaba con la boca abierta y pensar que muchas otras bocas en Carmel City acabarían igual al día siguiente, cuando se distribuyera el Clarion.

Smiley bajó con la revista, me la guardé en el bolsillo y me dirigí de nuevo al teléfono. Aún tenía que enterarme de los detalles del accidente de Carl, para el artículo. También para mi propia información, aunque saber que no estaba gravemente herido ya era un alivio.

Primero llamé al hospital y me dijeron lo mismo que a Pete: que lo sentían pero que como el señor Trenholm ya había recibido el alta, no podían facilitarme esa información. Les di las gracias. Llamé a casa de Carl y nadie contestó, así que volví junto a Pete y Smiley.

Smiley estaba mirando hacia fuera y dijo:

—Alguien acaba de entrar en tu oficina, Doc. Me pareció que era Clyde Andrews.

Pete se giró para mirar, pero ya era tarde.

—Debe de ser él —dijo—. Olvidé decírtelo, Doc: llamó hará veinte minutos, mientras te esperaba en la oficina. Le dije que estarías al caer.

—No cerraste con llave, ¿verdad, Pete?

Negó con la cabeza. Esperé un minuto para que el banquero tuviese tiempo de subir las escaleras y entrar en la oficina. Luego volví al teléfono y llamé al Clarion. Sonó varias veces mientras Clyde, aparentemente, decidía si contestar o no. Por fin lo hizo.

—Soy Doc, Clyde —le dije—. ¿Cómo está el chico?

—Bien. Está bien. Quiero darte otra vez las gracias por lo que hiciste y necesito hablar contigo de una cosa. ¿Vas a venir?

—Estoy enfrente, en el bar de Smiley. ¿Por qué no cruzas, si quieres que hablemos?

Dudó.

—¿No puedes venir tú?

Sonreí. Clyde Andrews no es sólo un defensor estricto de la abstinencia, también es el jefe de la sección local (pequeña, gracias a Dios) de la Liga Antibares. Seguramente nunca en su vida había entrado en uno.

—Me temo que no, Clyde —respondí con voz muy seria—. Si quieres hablar conmigo, tendrá que ser en el bar de Smiley.

Me entendió perfectamente. Se vio obligado a contestar:

—Ahora bajo.

Me acerqué a la barra y dije:

—Smiley, Clyde Andrews viene hacia aquí. Es su primera vez.

Smiley se me quedó mirando.

—No me lo creo —y se rió.

—Ya lo verás.

Muy solemne, me metí tras la barra, cogí una botella y dos vasos y me los llevé a una mesa, la que quedaba más alejada de la barra. Me encantó cómo me miraban Pete y Smiley.

Llené los vasos y me senté. Pete y Smiley seguían mirándome. Se dieron la vuelta para mirar en la dirección contraria cuando entró Clyde, caminando con paso forzado.

—Buenas noches, señor Corey —le dijo a Pete—. Buenas noches, señor Wheeler —le dijo a Smiley, y se acercó a donde yo estaba.

—Siéntate, Clyde —le pedí.

Se sentó. Lo miré y dije muy seriamente:

—Te digo por adelantado que no me gusta lo que vas a pedirme.

—Pero, Doc —dijo preocupado, casi suplicando—, ¿es necesario que publiques lo ocurrido? Harvey no pretendía…

—A eso me refiero —interrumpí—. ¿Qué te hace pensar que tenía intención de publicarlo?

Me miró y su expresión ya era otra.

—¿No vas a publicarlo?

—Por supuesto que no. —Me incliné hacia él—. Mira, Clyde, haremos una apuesta… o la haríamos si te gustara apostar. Pero apuesto a que sé la cantidad exacta que el chaval tenía en el bolsillo al irse. Y no, no registré sus bolsillos. Apuesto a que tenía una cuenta de ahorro. Lleva varios años trabajando en verano ¿no? Pensaba huir, sabía que tú no le permitirías retirar su propio dinero y que no podría sacarlo del Banco sin que tú lo supieras. Ya tuviese veinte dólares o mil, apuesto a que había cogido la cantidad exacta que tenía en su cuenta.

Suspiró.

—Tienes razón. Has dado en el clavo. Gracias por pensar eso de mi hijo. Era lo que iba a contarte.

—Harvey es un buen chico, Clyde, pero tiene quince años. Admitirás que acerté al llamarte a ti en lugar de al sheriff y al no incluir la historia en el periódico.

—Sí.

—Estás en un bar, Clyde, un antro de depravación. Tenías que haber contestado “sí, joder”, aunque supongo que en ti no quedaría natural, así que no insistiré. Pero ¿has estado pensando en por qué quería fugarse el chico? ¿Te lo ha dicho?

Negó con la cabeza, despacio.

—Ahora está bien, en su cama, durmiendo. El doctor Minton le ha dado un sedante y me ha dicho que será mejor que Harvey descanse y no hable hasta mañana.

—Te aseguro que no tendrá una explicación demasiado coherente. Tal vez te diga que se fugaba para alistarse en el Ejército, dedicarse al teatro o… casi cualquier cosa. Pero no será verdad, aunque él lo crea así. Clyde, ya sea consciente o no de ello, Harvey huía de algo, no hacia algo.

—¿De qué huía?

—De ti.

Durante un segundo pensé que se iba a enfadar y me alegro de que no fuera así, porque yo podría haberme enfadado también y lo habríamos estropeado todo. Pero sólo se desanimó un poco y dijo:

—Continúa.

No me hacía gracia, pero tenía que golpear en caliente.

—Mira, Clyde, puedes levantarte e irte cuando quieras porque te lo voy a decir muy claro: has sido un padre desastroso.

En cualquier otro momento me habría dejado plantado al oírme decir eso y, por su expresión, supe que no le había gustado nada. Pero en cualquier otro momento tampoco se habría sentado en una mesa del bar de Smiley. Decidí continuar hablando.

—Eres un buen hombre, Clyde, pero te esfuerzas demasiado en serlo. Eres rígido, inflexible, virtuoso. Es imposible querer a un palo. Que seas religioso no tiene nada de malo, si quieres serlo. Algunos hombres buenos son religiosos. Pero debes comprender que no todos los que no piensan como tú han de estar equivocados.

»El alcohol, por ejemplo… tienes un vaso de whisky frente a ti, así que puedes beber, si quieres, pero al menos hablemos de él. Ha sido el consuelo de la humanidad, una de las cosas que vuelven la vida soportable, desde… maldita sea, desde antes de que la humanidad fuese humana. Es cierto que algunos no saben beber, pero eso no es motivo para querer legislar en contra y arrebatárselo a los que sí saben beber e incrementan su capacidad de disfrutar de la vida haciendo un uso moderado de él, o incluso haciendo un uso inmoderado muy de vez en cuando, siempre que no los vuelva pendencieros u otra cosa igualmente inaceptable.

»Pero dejemos el alcohol. Lo que quiero decir es que se puede ser un buen hombre sin intentar meterse demasiado en la vida del prójimo. O en la del hijo. Los chavales son seres humanos, Clyde. En general, la gente es humana. Es más humana que el resto.

No dijo nada y eso me daba esperanzas. Tal vez asimilase una mínima parte.

—Mañana, cuando hables con el chico, ¿qué le vas a decir? —pregunté.

—No lo sé.

—No digas nada. Por encima de todo, no hagas preguntas. Ni una sola. Y deja que se quede con el dinero, en efectivo, para que pueda irse cuando lo desee. Quizás así no se vaya. Si cambias tu actitud hacia él.

»Pero, compréndelo, Clyde, no puedes cambiar tu actitud hacia él, aflojar las riendas, sin aflojarlas en general hacia la raza humana. El chico también es un ser humano. Y tú podrías serlo, si quieres. Tal vez creas que te arriesgas a perder tu alma inmortal, sin embargo yo no estoy de acuerdo y hay muchas personas verdaderamente religiosas que tampoco lo están. Pero si insistes en no comportarte como un ser humano, perderás a tu hijo.

Decidí que ya estaba bien. Cualquier otra cosa que dijera haría tambalear mi argumentación. Decidí que era mejor callarse. Y me callé.

Pasó un buen rato antes de que él hablara. Miraba concentrado a la pared sobre mi cabeza. Para responderme, siguió sin decir palabra. Hizo algo mejor, mucho mejor: cogió el vaso de whisky que tenía delante. Yo cogí el mío y lo vacié mientras él le daba un sorbo al suyo. Hizo una mueca.

—Sabe fatal —dijo—. Doc, ¿de verdad te gusta?

—No. No me gusta nada. Tienes razón, Clyde, sabe fatal. —Miró el vaso que tenía en la mano y se estremeció. —No te lo bebas. El sorbo que has dado demuestra tu intención. Y no intentes acabártelo de golpe, seguramente te atragantarías.

—Supongo que hay que aprender a apreciarlo, Doc. He bebido vino alguna vez, ya hace tiempo, pero no me pareció tan malo. ¿Tendrá vino el señor Wheeler?

—Se llama Smiley, y tiene vino. —Me puse en pie y le di una palmadita en la espalda. Era la primera vez que lo hacía. Luego continué—: ven, Clyde, vamos a ver qué toman los otros.

Me lo llevé a la barra, con Pete y Smiley. A Smiley le dije:

—Queremos una ronda. Invita Clyde. A él sírvele vino y a mí una cerveza pequeña, que aún me queda reescribir el periódico.

Le hice un gesto a Smiley para que cambiara la expresión de asombro que tenía. Me entendió y me hizo caso.

—Enseguida, señor Andrews —dijo—. ¿Qué clase de vino quiere?

—¿Tiene jerez, señor Wheeler?

—Clyde, te presento a Smiley. Smiley, te presento a Clyde —metí baza.

Smiley se rió. Clyde dejó ver su sonrisa, que le salía agarrotada e iba a necesitar bastante práctica, pero yo sabía que Harvey Andrews no intentaría irse de casa nunca más. Estaba convencido.

De aquel momento en adelante el chico iba a tener un padre más humano. No quiero decir que esperase que Clyde se convirtiera de repente en el mejor cliente de Smiley. Tal vez no volviera a entrar en su bar. Pero al pedir una copa en un bar, aunque fuera de vino, había cruzado su Rubicón. Ya no era perfecto.

Yo empezaba a notar de nuevo el efecto de las copas y no me apetecía beber más, pero aquella era una ocasión especial y debía tomarme la que Clyde me ofrecía. Como tenía prisa por volver al Clarion y ponerme a trabajar en todos los artículos que debía escribir, me la bebí de un trago y Pete y yo nos fuimos. Clyde se marchó a la vez que nosotros porque quería volver al lado de su hijo. Me pareció lógico.

Una vez en el Clarion, Pete comprobó que el recipiente del plomo fundido de la linotipia había alcanzado la temperatura adecuada mientras yo empezaba a maltratar a la vieja Underwood de mi mesa. Había decidido que, con toda la información que sacaría de la revista de Smiley, podría ampliar la cosa hasta que ocupara tres o cuatro columnas, así que me quedaba mucho por hacer. El loco fugado y Carl podían esperar hasta que hubiese terminado el artículo más importante, al fin y al cabo, al loco ya lo habían capturado y Carl se encontraba bien.

Le dije a Pete que, mientras esperaba el primer párrafo, compusiera un gran titular: “Tabernero captura asesinos buscados por la Policía”, para ver si cabía. Claro que pensaba incluirme en el relato, pero quería que Smiley apareciera como un héroe. Por un motivo muy sencillo: como tal se había portado.

Cuando le pasé un párrafo para componer, Pete ya había compuesto el titular y cabía bien.

Mientras preparaba el segundo me di cuenta de que no tenía la seguridad de que Bat Masters siguiera con vida, aunque así lo había puesto en primera plana. Sería mejor asegurarme y enterarme de cuál era su estado actual.

Sabía que en el hospital sólo me aclararían si estaba muerto o no, por eso cogí el teléfono y llamé a la comisaría de la Policía del Estado en Watertown. Respondió Willie Peeble.

—Sí, Doc, está vivo —me dijo—. Incluso ha recuperado la consciencia y hablado lo suyo. Cree que se muere y se ha explayado.

—¿Se va a morir?

—Sí, pero no como él cree. El Estado tendrá que pagar unos cuantos kilovatios. Y no se librará. Tienen bien pillada a toda la banda, una vez los detengan. En el atraco al banco de Colby murieron seis personas, dos de ellas mujeres.

—¿George también estaba en el ajo?

—Claro. Él fue quien mató a las mujeres. Una era cajera y la otra una cliente demasiado asustada para moverse cuando le ordenaron tirarse al suelo.

Eso hizo que me sintiera un poco mejor por lo que le había pasado a George. Aunque tampoco me tenía demasiado preocupado.

—Entonces ¿puedo incluir en mi artículo que Bat Masters ha confesado? —pregunté.

—No sé qué decirte, Doc. El capitán Evans está ahora en el hospital hablando con él. Aquí sabemos que Masters está hablando, pero no los detalles. No creo que el capitán se moleste en preguntarle por lo del banco.

—¿Y qué le está preguntando?

—Dónde está el resto de la banda. Hay otros dos, además de Gene Kelley, y sería estupendo que el capitán le sacase a Masters algo que nos ayude a atraparlos a todos. Sobre todo a Kelley. Los dos de esta noche son insignificantes comparados con Kelley.

—Muchas gracias, Willie. Oye, si surge algo más, ¿me das un telefonazo? Aún voy a pasar un buen rato en el Clarion.

—Claro —me dijo—. Hasta luego.

Colgué y volví a mi artículo. Marchaba bien. Iba por el cuarto párrafo cuando sonó el teléfono. Era el capitán Evans, de la Policía del Estado, desde el hospital al que habían llevado a Masters. Acababa de llamar a Watertown y de enterarse de mi llamada.

—¿Señor Stoeger? ¿Cree que seguirá ahí dentro de un cuarto de hora o veinte minutos?

Le dije que seguramente me quedarían por delante unas cuantas horas de trabajo.

—Bien, entonces voy a verle.

Aquello iba a ser coser y cantar. Oiría la historia del interrogatorio a Masters de boca de su protagonista. Así que no me molesté en preguntarle nada por teléfono.

Al terminar el párrafo, me encontraba justo en el lugar en el que iba lo del interrogatorio a Masters y decidí esperar a Evans, que ya no tardaría demasiado.

Mientras, podía ocuparme en comprobar los datos de las otras noticias. Primero llamé a Carl Trenholm y nadie descolgó. Luego llamé al manicomio del condado.

La chica de la centralita me dijo que el director no estaba y me preguntó si deseaba hablar con su ayudante. Le dije que sí. Me lo pasó y, antes de que terminara de explicarle quién era y qué quería, me interrumpió diciendo:

—Precisamente va a verle a usted, señor Stoeger. ¿Se encuentra ahora en las oficinas del Clarion?

—Sí —respondí—. ¿Y dice que el director viene a verme? Estupendo.

Mientras colgaba, pensé encantado que las noticias acudían a mi encuentro: el capitán Evans y el doctor Buchan. Sólo faltaba que apareciera Carl para explicarme lo que le había ocurrido.

Y así fue. No en ese mismo instante, pero sí dos minutos después. Me había acercado a la platina y miraba con regodeo la horrible primera plana sin noticias, pensando en lo bonita que estaría un par de horas después, mientras escuchaba encantado el ruido de las matrices al caer en los canales de la linotipia, cuando se abrió la puerta y entró Carl.

Llevaba la ropa algo sucia y desastrada, un esparadrapo grande en la frente y tenía ojos llorosos. Sonrió avergonzado.

—Hola, Doc, ¿cómo va todo? —fue su saludo.

—De maravilla. ¿Qué te pasó, Carl?

—Eso es lo que vengo a contarte. Pensé que podrías haber oído una versión confusa y estar preocupado por mí.

—Ni siquiera conseguí una versión confusa. En el hospital no quisieron decirme nada. ¿Qué pasó?

—Me emborraché. Salí a dar un paseo a la zona de la carretera de peaje para despejarme, pero estaba tan aturdido que decidí tumbarme un rato, así que me dirigí a la franja de hierba que se extiende al otro lado de la cuneta y… bueno, mientras intentaba cruzar la cuneta resbalé y el suelo, con un pedazo de piedra en la mano, se levantó y me golpeó en la cara.

—¿Quién te encontró? —pregunté.

—Ni siquiera lo sé —se rió—. Me desperté, o recuperé la consciencia, en el coche del sheriff, camino del hospital. Intenté convencerlo para que no me llevara, pero insistió. Comprobaron que no había conmoción cerebral y me dieron el alta.

—¿Cómo te encuentras ahora?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Bueno, quizás no —dije—. ¿Una copa?

Se estremeció. No insistí. Pero le pregunté dónde había estado desde que había salido del hospital.

—Tomando café bien cargado en la cafetería. Creo que ahora puedo llegar hasta casa, que es adonde me marcho ya. Pero supuse que te habrías enterado y pensé que sería mejor que conocieras lo ocurrido por mí, en caso de que…

—No seas idiota, Carl —le dije—. No te mereces ni media línea. Aunque me lo pidieras. Por cierto, Smiley me contó la verdad del divorcio de Bonney, así que reduje el artículo a lo esencial y retiré todo lo relacionado con las acusaciones contra Bonney.

—Un detalle por tu parte, Doc.

—¿Por qué no me lo contaste tú? ¿Tenías miedo de interferir en la libertad de prensa? ¿O de aprovecharte de nuestra amistad?

—Supongo que un poco de todo. Pero gracias. Bueno, tal vez te vea mañana, si sobrevivo.

Se marchó y yo volví a mi escritorio. La linotipia había quedado bloqueada por la máquina de escribir y yo tenía la esperanza de que Evans llegara pronto, o el doctor Buchan, el director del manicomio, para poder continuar con al menos uno de los artículos y no obligar a Pete a quedarse trabajando más tarde de lo necesario. A mí me daba igual la hora. Estaba demasiado nervioso para dormir.

Una cosa sí que podíamos ir adelantando: acercarnos a la platina y empezar a sacar las noticias de relleno de las últimas páginas, para pasar a ellas las menos importantes de la página uno y dejar sitio a las dos grandes noticias que aún nos quedaban. Al menos necesitaríamos dos columnas completas en la página uno para la captura de los atracadores y la fuga del loco, o más, si conseguíamos hacer hueco.

Empezábamos a desbloquear las páginas cuando llegó el doctor Buchan. Lo acompañaba una anciana que me resultó vagamente conocida, aunque no fui capaz de situarla. Me sonrió y me dijo:

—¿Se acuerda de mí, señor Stoeger?

La sonrisa tuvo la culpa: me acordé de ella. Era vecina nuestra cuando yo era pequeño y me daba galletas. También recordé que, cuando estaba estudiando fuera, me contaron que había perdido ligeramente la cordura, pero no de forma peligrosa, y acabó en el manicomio. De eso habían pasado —¡Dios mío!— treinta y pico años. Ahora debía de tener setenta y muchos, y se llamaba…

—Desde luego, señora Griswald —le dije—. Incluso recuerdo las galletas y los dulces que usted me daba.

Le devolví la sonrisa. Parecía tan feliz que resultaba imposible no sonreírle.

—Me alegro mucho de que se acuerde, señor Stoeger. Necesito que me haga un gran favor y me consuela que recuerde los viejos tiempos, tal vez así me ayude. El doctor Buchan, muy amable, se ofreció a traerme para que hablase con usted. La verdad es que no quería fugarme. Sólo estaba confusa. Vi la puerta abierta y me olvidé de todo. Retrocedí cuarenta años y me pregunté qué hacía allí y por qué no estaba en casa con Otto, así que eché a andar camino a casa. Para cuando recordé que Otto llevaba muerto mucho tiempo y que yo estaba… —Ahora la sonrisa era tímida y las lágrimas asomaban a sus ojos—. Para entonces me había perdido y no era capaz de regresar, hasta que me encontraron. De verdad que intenté volver, cuando recuperé la memoria y supe dónde debía estar.

Por encima de su cabeza miré al doctor Buchan y él asintió, corroborando la historia. Pero seguía sin saber de qué iba aquello. No lo entendía, por eso dije:

—Entiendo, señora Griswald.

Recuperó la sonrisa y movió la cabeza con mucha energía.

—Entonces ¿no lo sacará en el periódico? ¿No contará que me marché y me perdí? Porque no era mi intención. Y Clara, mi hija, ahora vive en Springfield, pero sigue suscrita a su periódico para recibir noticias de casa. Si lee en el Clarion que me escapé, pensará que no soy feliz allí y se preocupará. Y yo soy feliz, señor Stoeger. El doctor Buchan es estupendo y no quiero que Clara se disguste o se preocupe por mí. No lo sacará en el periódico ¿verdad?

Le di un golpecito en el hombro con ternura y le dije:

—Por supuesto que no, señora Griswald.

De repente, me la encontré abrazada a mí, llorando, y me sentí de lo más azorado, hasta que el doctor Buchan la apartó y la encaminó hacia la puerta. Luego retrocedió y, en voz baja para que ella no pudiera oírlo, me dijo:

—Es la verdad, Stoeger. Seguramente su hija se preocuparía mucho y la mujer no tenía intención de escapar, simplemente se perdió. También es verdad que la hija lee su periódico.

—No se preocupe. No lo mencionaré siquiera —dije. A su espalda, vi que se abría la puerta y entraba el capitán Evans, de la Policía del Estado. La dejó abierta para que saliera la señora Griswald. El doctor Buchan me estrechó la mano y dijo:

—Muchas gracias. De mi parte y de la señora Griswald. A una institución como la nuestra no le viene bien que se haga publicidad de las fugas. Y que conste que yo no le habría pedido que suprimiera la noticia, pero como nuestra paciente tenía un motivo legítimo para pedirle que no…

Se dio la vuelta por casualidad y vio que su paciente ya estaba bajando las escaleras. Salió corriendo tras ella, antes de que volviera a sentirse confusa y se despistara en el limbo.

“Otro artículo perdido”, reflexioné mientras estrechaba la mano de Evans. Me habían salido caras aquellas galletas. De repente pensé en todas las noticias que había tenido que silenciar aquella noche. El robo del banco, por motivos obvios y justificados. El accidente de Carl, porque había sido una tontería y publicarlo afectaría a su reputación de abogado. El accidente en el departamento de candelas romanas, porque haría perder el empleo al marido de la señora Carr, que tanto lo necesitaba. El divorcio de Ralph Bonney; esa no la había silenciado exactamente, pero había convertido una noticia importante y extensa en una nota breve. La huida del manicomio protagonizada por la señora Griswald, porque de pequeño me daba galletas y habría preocupado a su hija. Incluso el rastrillo benéfico de la Iglesia Baptista, por el motivo más evidente de todos: que lo habían cancelado.

Pero ¿qué más me daba a mí todo eso mientras me quedara una noticia importante de verdad, la más importante de todas? Y no existía ningún posible motivo que me impidiese publicarla.

El capitán Evans aceptó la silla que acerqué para él a mi mesa. Yo me senté en la giratoria y cogí un lápiz, dispuesto a tomar nota de lo que iba a contarme.

—Muchísimas gracias por venir hasta aquí, capitán. ¿Qué es lo que ha conseguido sacarle a Masters?

Se echó el sombrero hacia atrás y frunció el ceño. Luego dijo:

—Lo siento, Doc, pero tengo que pedirle, y son órdenes de arriba, que no publique nada de esta historia.