“¿Qué importa hasta dónde lleguemos?”, el amigo escamoso comenta.
“A mayor distancia de Inglaterra, la cercanía de Francia aumenta.
Ya sabes que el otro lado tiene su orilla de templanza,
Así que no palidezcas, caracol, y con nosotros danza.”
ME DI LA VUELTA DESPACIO. Se habían sentado a la mesa tras un recodo que hacía el bar, la única mesa que no se veía a través de las cristaleras ni desde la puerta. Seguramente la habrían elegido por eso. Las jarras de cerveza que tenían delante estaban vacías. Pero no me parecía que lo estuviesen las pistolas que empuñaban.
Una de ellas, la del compañero de Bat Masters, apuntaba a Smiley. Y Smiley, sin sonreír, mantenía las manos muy quietas, sin mover un solo músculo.
La de Masters me apuntaba a mí.
—Así que nos conocías, ¿eh, macho? —fue su comentario.
No tenía sentido negarlo. Ya había dicho demasiado.
—Usted es Bat Masters. —Miré al otro, a quien no había podido ver bien antes, porque estaba en el coche.
Era achaparrado y robusto, de cabeza apepinada y ojillos de cerdo. Parecía la caricatura de un oficial del Ejército alemán.
—Lo siento, no conozco a su amigo —dije.
Masters se rió.
—Vaya, George, así que yo soy famoso y tú no. ¿Qué te parece? —dijo.
George no apartaba la vista de Smiley.
—Creo que será mejor que pases a este lado de la barra —le dijo—. Podrías tener un arma oculta por ahí abajo y animarte a intentar cogerla.
—Venid a sentaros con nosotros —nos invitó Masters—. Los dos. ¿Celebramos una fiesta, George?
—Cierra el pico —respondió George.
Eso hizo cambiar bastante mi opinión acerca de George. Yo no me habría atrevido a mandar callar a Bat Masters, y menos con ese tono de voz. Cierto que le había respondido mal veinte minutos antes, pero no sabía quién era. Ni siquiera había visto lo grande que era.
Smiley estaba saliendo de detrás de la barra. Lo miré y le dediqué lo que debió parecerle una sonrisa de lo más falsa.
—Lo siento, Smiley —dije—. Parece que esta vez he metido la pata por los dos.
Se mantuvo impertérrito.
—No es culpa tuya, Doc.
Yo no estaba tan seguro. Acababa de recordar que había creído ver un coche aparcado frente al bar de Smiley. De haber tenido el cerebro en condiciones normales, como mínimo le habría echado una ojeada. En ese caso hubiese tenido el sentido común suficiente para cruzar a mi despacho del Clarion, en lugar de colarme como un idiota en el bar de Smiley y arrojarme a los brazos de Bat Masters y George.
Y si la Policía del Estado hubiese llegado antes de que la pareja abandonara el bar, el Clarion habría contado con una noticia impresionante. En cambio ahora, la noticia podía seguir siendo buena, pero ¿quién la escribiría?
Smiley y yo estábamos de pie uno al lado del otro, por lo que Masters debió pensar que con un arma bastaba para controlarnos. Guardó la suya en la pistolera y miró a George.
—¿Y ahora qué? —le preguntó.
Eso volvía a demostrar que George era el jefe o al menos compartía posición con Masters. Al estudiar el rostro de George comprendí por qué. Masters era grande y seguramente tendría mucha fuerza y mucho valor, pero George tenía más cabeza.
—Supongo que tendremos que llevarlos con nosotros, Bat —le respondió.
Yo sabía lo que eso significaba.
—Oigan, ahí detrás hay un almacén. ¿No pueden dejarnos atados? Aunque nos encuentren dentro de unas horas ya no importará. Ustedes habrán huido.
—Podrían encontraros dentro de unos minutos. Seguramente te habrás fijado en la marca y color de nuestro coche y sabes adonde vamos. —Negó con la cabeza de una forma que no dejaba duda al respecto—. Y no pensamos quedarnos hasta que aparezca alguien más. Bat, echa una ojeada afuera.
Masters se levantó y se dirigió a la puerta. Pero pareció dudar y regresó hasta la barra. Cogió dos botellas de whisky y las guardó en los bolsillos de su chaqueta, pulsó una tecla para abrir la caja registradora y echó mano de los billetes. No se molestó en llevarse las monedas: dobló los billetes y se los metió en el bolsillo del pantalón. Luego se alejó de la barra y fue hacia la puerta.
A veces creo que la gente está loca. Smiley extendió la mano y dijo:
—Son cinco pavos. Cada una de esas botellas cuesta dos dólares y medio.
Podría haberle pegado un tiro en aquel mismo instante pero, por algún motivo, a Masters le hizo gracia. Sonrió, sacó el fajo de billetes del bolsillo, cogió uno de cinco y se lo dio a Smiley. George dijo:
—Bat, déjate de tonterías. Mira afuera.
Me fijé en que estuvo muy atento y mantuvo el arma apuntando al pecho de Smiley mientras este se guardaba el billete de cinco dólares en el bolsillo.
Masters abrió la puerta y salió, echó una ojeada al exterior y nos hizo señas. George se había puesto en pie, dispuesto a caminar detrás de nosotros, y guardó el arma en el bolsillo de la chaqueta para que no se viera, pero sin soltarla.
—Muchachos, en marcha —nos dijo.
Casi parecía que éramos amigos.
Salimos al agradable fresco de la noche, que no iba a durar mucho más para nosotros, tal y como pintaba la cosa. Sí, el Buick estaba aparcado frente al bar de Smiley. Si me hubiese fijado en él antes de entrar, no estaríamos metidos en semejante lío.
El Buick era un sedán de cuatro puertas.
—Subid a la parte de atrás —ordenó George.
Obedecimos y George se sentó delante, pero ladeado, sin perdernos de vista. Masters ocupó el asiento del conductor y puso el motor en marcha. Por encima del hombro preguntó:
—A ver, macho, ¿por dónde vamos?
—A cinco millas de aquí empieza el bosque. Si nos adentramos en él y nos dejan atados allí, será totalmente imposible que nos encuentren antes de mañana —respondí.
No quería morir, ni que muriese Smiley, y lo que había dicho me parecía tan buena idea que me dejé llevar por la esperanza. Pero Masters preguntó:
—Oye, macho, ¿qué población es esta?
Entonces supe que no teníamos nada que hacer. Media hora antes le había dado una respuesta impertinente a una pregunta impertinente y por eso ya no teníamos nada que hacer.
El coche se apartó de la acera y puso rumbo al Norte.
Tenía miedo y me encontraba totalmente sobrio. Una cosa no iba con la otra, así que pregunté:
—¿Y si tomamos un trago?
George metió la mano en el bolsillo de Masters y nos pasó una de las botellas. Me temblaba el pulso mientras le sacaba el celofán y la abría. Primero se la ofrecí a Smiley, quien le dio un sorbo y me la devolvió. Yo le di un buen trago y percibí calor en una zona de mi cuerpo que estaba helada. No voy a decir que fuera feliz, pero me sentí un poco mejor. Me pregunté en qué estaría pensando Smiley, recordé que tenía esposa y tres hijos y deseé no haberme acordado.
Le pasé de nuevo la botella y le dio otro trago rápido.
—Lo siento, Smiley —dije.
—No pasa nada, Doc —respondió, y luego se rió—. Vaya cosa, Doc. Habrá un artículo de primera para tu Clarion, aunque ¿sabrá escribirlo Pete?
Yo me preguntaba lo mismo, pero muy seriamente. Pete es uno de los mejores tipógrafos de Illinois, muy completo. Sin embargo ¿cómo se las apañaría con todo esta noche y mañana por la mañana? Sacaría el periódico sin problemas, pero nunca había escrito las noticias, al menos desde que trabajaba para mí, y ocuparse de tanta noticia como iba a tener mañana le resultaría muy complicado. Un loco fugado, lo de Carl, y lo que fuera que nos iba a pasar a Smiley y a mí, ¡como si me quedaran dudas! Me pregunté si encontrarían nuestros cuerpos a tiempo de que saliera la noticia en el periódico o si se publicaría como una simple doble desaparición. Muy pronto nos iban a echar de menos. A Smiley porque su bar seguía abierto sin que hubiese nadie tras la barra. A mí porque había quedado con Pete en el Clarion y, más o menos en el plazo de una hora, al ver que no aparecía, empezaría a buscarme.
Ya estábamos saliendo de Carmel City. Me fijé en que habíamos dejado la calle que la cruzaba y que enlazaba con la carretera principal. Burgoyne Street, donde nos encontrábamos, daba a una secundaria.
Masters detuvo el coche al llegar a un desvío y se dio la vuelta.
—¿A dónde conducen esos caminos? —preguntó.
—Los dos van a Watertown —respondí—. El de la izquierda sigue el cauce del río y el otro ataja por la sierra. Es más corto, pero mucho más peligroso.
Parecía que a Masters no le importaba el peligro. Giró a la derecha y empezamos a ascender. Si hubiese conducido yo, no habría ido por allí. Los montes son muy empinados y la carretera, estrecha y llena de curvas, con taludes a un lado o al otro todo el tiempo. No son los precipicios que hay en las carreteras de montaña propiamente dichas, pero bastan para destrozar cualquier coche que se salga del camino y para despertar mi pizca de acrofobia.
Las fobias son ridículas, se escapan a la lógica. Sentí que la mía recuperaba importancia en cuanto apareció el primer terraplén al lado del camino y empezamos a subir el primer monte. Lo cierto es que, en aquel momento, le tenía más miedo a aquello que al arma de George. Sí, las fobias son curiosas. La mía, el miedo a las alturas, es una de las más comunes. Carl teme a los gatos. Al Grainger es pirofóbico: siente un miedo morboso al fuego.
—¿Sabes, Doc? —dijo Smiley.
—¿Qué? —pregunté.
—Estaba pensando en lo de que Pete tendrá que escribir el artículo. ¿Y si vuelves para ayudarlo? ¿No existen los fantasmas de la pluma?
Gemí. Después de tantos años, Smiley había elegido un momento como aquel para soltar la única cosa graciosa que le había oído decir.
Habíamos ascendido mucho, casi tanto como lo permitía la carretera. Ya se veía la curva cerrada tras la que se iniciaba el descenso. Masters detuvo el coche.
—Hala, memos, bajaos y empezad a andar.
Había dicho “empezad”, pero sin hacer mención al final. Las luces traseras del coche les bastarían para disparar contra nosotros. Seguramente había elegido aquel lugar porque resultaría fácil hacer rodar nuestros cuerpos colina abajo para que tardaran en encontrarlos. Ya se estaban bajando del coche. Los dos.
La manaza de Smiley me dio un rápido apretón en el brazo. No sabía si se trataba de un gesto de despedida o de advertencia. Tan tranquilo como si estuviera cobrando consumiciones tras la barra de su bar, dijo:
—Adelante, Doc.
Abrí la puerta de mi lado, pero me daba miedo bajar. No porque supiera que me iban a pegar un tiro, eso ocurriría bajase o no. Me sacarían a la fuerza o me dispararían donde estaba, empapando de sangre el asiento trasero del coche. No, tenía miedo de bajar porque el coche se había detenido en el lado desprotegido de la carretera y el talud comenzaba a menos de un metro de la puerta abierta del coche. La mierda de mi acrofobia. La noche era oscura y yo sólo podía ver el bordillo de la carretera, nada más, por lo que imaginaba que a continuación se abriría un precipicio. Dudé y me quedé atascado en la puerta.
—Adelante, Doc —volvió a decir Smiley, y le oí moverse a mi espalda.
De repente se oyó un clic y se hizo la oscuridad completa. Smiley había alargado uno de sus enormes brazos hasta el salpicadero y el interruptor de las luces. Todas las luces del Buick se apagaron.
Sentí un empujón en el centro de la espalda que me lanzó fuera del coche como el corcho de una botella de champán. Creo que ni llegué a tocar con los pies aquel metro escaso de carretera. Mientras volaba por encima del bordillo y me internaba en la tiniebla de lo desconocido, oí un juramento y un disparo a mi espalda. Tenía tanto miedo a la caída que hubiese preferido encontrarme corriendo en dirección a Carmel City, intentando esquivar las balas. Al menos estaría muerto antes de que me arrojaran por el terraplén.
Me di un golpe, caí y rodé cuesta abajo. No era demasiado pronunciada, la verdad. Se trataba de una ladera con un cuarenta y cinco por ciento de inclinación, cubierta de hierba. Aplasté un par de arbustos antes de que un tercero me detuviera. Oí que Smiley se deslizaba detrás de mí y luché por sacarme del medio lo antes posible. Los brazos y las piernas me respondían, así que no podía estar gravemente herido.
Como los ojos empezaban a adaptarse a la oscuridad, fui capaz de ver que frente a mí había árboles, por lo que me dirigí colina abajo hacia ellos, a veces corriendo, otras deslizándome o cayéndome directamente, que es la forma más sencilla, si no la más cómoda, de bajar una colina.
Llegué al abrigo de los árboles y oí que Smiley también llegaba, en el momento en que las luces del coche volvieron a encenderse en la carretera, por encima de nosotros. Sonaron disparos en nuestra dirección y luego oí a George decir:
—No perdamos más el tiempo. En marcha.
—¿Quieres decir que vamos a dejar…?
—Eso es —masculló George—. Podríamos pasarnos una hora jugando al escondite en medio de ese bosque. En marcha.
Hacía mucho tiempo que no escuchaba unas palabras tan bonitas.
Oí el golpe de las puertas del coche al cerrarse y el encendido del motor. La voz de Smiley, unos dos metros a mi izquierda, preguntó:
—¿Doc? ¿Estás bien?
—Creo que sí —le dije—. Bien hecho, Smiley. Gracias.
Salió de detrás de un árbol en dirección a mí. Ya podía verlo.
—Déjate de rollos, Doc, y date prisa. Tenemos una posibilidad, aunque mínima, de detenerlos.
—¿Detenerlos? —pregunté.
El tono agudo de mi voz me sonó raro hasta a mí. Me pregunté si Smiley se habría vuelto loco. No se me ocurría nada que me apeteciera menos que detener a Bat Masters y a George.
Pero me había agarrado del brazo y empezaba a bajar la cuesta, entre los árboles en penumbra y alejándose del camino, mientras me arrastraba con él.
—Mira, Doc. Conozco esta zona como la palma de mi mano. He cazado aquí muchas veces.
—¿Atracadores de banco? —pregunté.
—Verás, esa carretera describe una curva muy cerrada y vuelve a pasar por debajo de nosotros, a menos de cuarenta metros de aquí. Si conseguimos situarnos por encima del camino antes de que ellos pasen, y si encuentro una piedra grande para dejarla rodar sobre el coche…
No me hacía mucha gracia, pero él me arrastraba y ya estábamos entre los árboles. Me había acostumbrado del todo a la oscuridad y veía la carretera en penumbra, a diez metros por delante y por debajo de nosotros. A lo lejos, tomando una curva, se oía el coche. Aún no se veía. Se encontraba a buena distancia pero venía con prisas.
—Busca una piedra grande, Doc —me pidió Smiley—. Si no ves ninguna lo bastante grande como para hacerla rodar ladera abajo, busca una que podamos arrojarles. Si les damos en el parabrisas…
Se inclinaba, buscando a tientas. Yo hice lo mismo, pero el terraplén estaba cubierto de hierba y no había piedras. O si las había, yo no las encontraba.
Al parecer, Smiley tampoco tenía suerte, porque soltó un par de tacos y dijo:
—Ojalá tuviera un arma.
Entonces me acordé.
—Yo tengo una —dije.
Se enderezó y me miró. Me alegro de que la oscuridad le impidiera verme la cara, y a mí ver la suya.
Le entregué el revólver. Los faros del coche se veían ya al dar la curva. Smiley me hizo retroceder al abrigo de los árboles y se ocultó tras uno, dejando expuestas sólo la cabeza y la mano que sujetaba el arma.
El Buick venía como alma que lleva el diablo, pero Smiley apuntó sin inmutarse. Efectuó el primer disparo cuando el coche se encontraba a unos cuarenta metros y el segundo, a veinte. El primero dio en el radiador. No quiero decir que fuera esa su intención, pero allí encontraron la bala después. El segundo atravesó el parabrisas, casi en el centro pero en diagonal. Abrió un surco en el lateral del cuello de Masters. El coche dio un bandazo, se salió de la carretera y cayó colina abajo, lejos de nosotros. Dio una vuelta de campana, las luces acuchillaron la noche con pulso de borracho, se estrelló contra un árbol con un ruido de mil demonios y se detuvo.
Durante un segundo, después de tanto ruido, se produjo un silencio que casi resultaba ensordecedor. Luego estalló el depósito de gasolina.
El coche empezó a arder y tuvimos luz de sobra. Al correr hacia él vimos que uno de los hombres había salido disparado. Cuando nos encontramos lo bastante cerca supimos que se trataba de Masters. George aún estaba dentro del coche, pero no podíamos hacer nada por él. Y en medio de aquel infierno en llamas, no habría sobrevivido ni el minuto escaso que tardamos en llegar al lugar del accidente.
Arrastramos a Masters para alejarlo del incendio antes de comprobar si estaba vivo. Sorprendentemente, así era. Tenía la cara como si la hubiese metido en una picadora de carne y los dos brazos rotos. No sabíamos si le pasaba algo más, pero al menos respiraba y le latía el corazón.
Mientras observaba las llamas, Smiley comentó:
—Un Buick de primera totalmente perdido. Y era un modelo del cincuenta.
Movió la cabeza con pena y retrocedió, como yo, cuando se produjo otra explosión en el coche, seguramente provocada por los cartuchos del arma de George.
—Uno de nosotros tendrá que volver andando. Y el otro debería quedarse aquí, ya que Masters sigue vivo —dije.
—Tienes razón. No creo que podamos hacer gran cosa por él, pero tampoco podemos irnos los dos y dejarlo aquí. Oye, mira, ahí viene un coche.
Miré hacia donde señalaba, el tramo superior de carretera donde nos habíamos bajado del Buick, antes de la curva cerrada, y tenía razón: eran los faros de un coche que venía hacia nosotros.
Salimos a la carretera para hacerle señas, aunque se habría detenido de todas formas. Era un coche de la Policía del Estado con dos agentes en su interior. Por suerte, yo conocía a uno de ellos, Willie Peeble, y Smiley conocía al otro, así que aceptaron nuestra versión de lo ocurrido. Sobre todo porque Peeble conocía la historia de Masters y fue capaz de identificarlo, a pesar de cómo tenía la cara.
Masters seguía vivo, respirando tan bien como cuando nos acercamos a él por primera vez. Peeble decidió que era mejor no moverlo. Regresó al coche de la Policía y utilizó su radio para pedir una ambulancia e informar de lo ocurrido a la central. Al volver, dijo:
—En cuanto llegue la ambulancia, os acercaremos a Carmel. Tendréis que hacer una declaración y firmarla, pero el jefe dice que podemos esperar a mañana, que os conoce a los dos y no hay problema.
—Estupendo —dije—, porque he de volver al periódico lo antes posible. En cuanto a Smiley, tiene el bar abierto y no hay nadie al cuidado. —De repente, tuve una idea y pregunté—: Oye, Smiley, ¿no te habrás quedado con la botella que nos dieron en el coche, verdad?
Negó con la cabeza.
—En medio del lío de apagar las luces, empujarte fuera del coche y salir yo…
Suspiré al conocer la pérdida de tan buen licor. La otra botella, la del bolsillo izquierdo de la chaqueta de Bat Masters, no había sobrevivido al accidente. Con todo, Smiley me había salvado la vida, así que debía perdonarle el abandono de la botella.
El fuego se iba extinguiendo, aquel olor a barbacoa estaba empezando a marearme y deseaba con todas mis fuerzas que llegara la ambulancia para poder irnos de allí.
De repente me acordé de Carl y le pregunté a Peeble si habían dicho algo sobre Carl Trenholm en la radio de la Policía. Negó con la cabeza.
—Aunque hablaron de la fuga de un loco. Se escapó del manicomio del condado. Pero han debido cogerlo porque anularon la orden de búsqueda.
Era una buena noticia, en cierto modo. Significaba que Yehudi había decidido no esperar en mi casa. No me habría gustado verme obligado a entregarlo. Ya estuviese loco o no, esa no era forma de tratar a un invitado.
Y el hecho de que no hubieran hablado de Carl Trenholm en la radio de la Policía al menos resultaba alentador.
Se acercó un automóvil en la dirección contraria y se detuvo al ver los restos humeantes del accidente y el coche de la Policía. Resultó una oportunidad para Smiley y para mí. Lo conducía un hombre de Watertown conocido de Peeble y que iba camino de Carmel City. Peeble nos presentó y habló en nuestro favor, por lo que el otro dijo que nos llevaría encantado hasta Carmel.
Cuando, en el reloj del salpicadero del coche, vi que al entrar en Carmel City no eran más que las diez pasadas, no me lo creí. Parecía imposible que hubiesen ocurrido tantas cosas en las pocas horas —menos de cuatro— transcurridas desde que había salido del Clarion. Pero pasamos junto a un escaparate iluminado en el que se veía un reloj y comprobé que el del coche estaba bien. Sólo eran las diez y cuarto.
Nos dejó delante del bar de Smiley. Enfrente, se veían las luces encendidas en las oficinas del Clarion, lo cual indicaba que Pete se encontraba allí. Pero decidí tomarme antes una copa rápida con Smiley, así que entré con él.
El bar estaba tal y como lo habíamos dejado. En caso de que hubiese entrado algún cliente, se habría cansado de esperar y habría decidido irse.
Smiley pasó al otro lado de la barra y sirvió unos tragos mientras yo me dirigía al teléfono. Pensaba llamar al hospital para preguntar por Carl Trenholm, pero decidí llamar a Pete. Seguramente él ya habría telefoneado al hospital. Así que di el número del Clarion. Cuando Pete reconoció mi voz, dijo:
—Doc, ¿dónde demonios te habías metido?
—Enseguida te lo cuento, Pete. Pero antes, dime, ¿sabes algo de Carl?
—Está bien. Aún no sé lo que ha pasado, pero se encuentra bien. Llamé al hospital y me dijeron que lo habían atendido y dado el alta. Quise averiguar qué tipo de heridas presentaba y cómo se las había hecho, pero dijeron que no podían facilitarme esa información. Llamé a su casa, aunque imagino que no habría llegado porque nadie respondió.
—Gracias, Pete, estupendo. Escucha, vamos a tener que redactar muchas cosas: el accidente de Carl, cuando nos pongamos en contacto con él, la fuga y captura de un loco y una cosa mucho más impresionante que cualquiera de esas dos. Por eso creo que será mejor hacerlo esta noche, si te parece bien.
—Claro, Doc. Yo prefiero dejarlo listo hoy. ¿Dónde estás?
—En el bar de Smiley. Ven a tomarte una copa rápida para celebrar que Carl está bien. Si le han dado el alta tan pronto es que las heridas no son graves.
—De acuerdo, Doc. Me tomaré una. Pero ¿dónde te habías metido? ¿Y Smiley?. Miré en el bar camino de la oficina. Vi que aquí las luces no estaban encendidas y supe que aún no habías llegado, pero en el bar no estabais ni Smiley ni tú. Esperé entre cinco y diez minutos y luego decidí cruzar, por si alguien llamaba por teléfono y para empezar a fundir el plomo en la linotipia.
—Smiley y yo nos hemos dado un paseo en coche. Ahora te lo cuento —dije.
—Vale, nos vemos dentro de dos minutos.
Me acerqué a la barra y cuando fui a coger el vaso que Smiley me había servido, me temblaba la mano. Smiley sonrió y me dijo:
—A mí también me pasa, Doc. —Extendió la mano y vi que no estaba mucho más firme que la mía. —Bueno, ya tienes tu gran noticia, Doc. La que siempre habías deseado. Por cierto, te devuelvo el revólver. —Sacó el treinta y ocho de cañón corto y lo dejó sobre la barra—. Como nuevo, aunque le faltan dos balas. ¿Cómo es que lo llevabas encima?
No sé por qué, pero no me apetecía contarle —ni a él ni a nadie— que el loco fugado me había tomado el pelo de tal forma que lo había invitado a mi casa. Por eso dije:
—Tenía que venir hasta aquí andando y Pete acababa de llamarme para contar que había un loco suelto por ahí, así que me lo metí en el bolsillo. Supongo que me entró el miedo.
Me miró y negó lentamente con la cabeza. Sé que estaba pensando en que había tenido el revólver en el bolsillo todo el tiempo, durante lo que creímos que iba a ser nuestro último paseo en coche, y ni una sola vez había hecho ademán de usarlo. Tenía tanto miedo que me olvidé de él por completo, hasta que Smiley deseó tener un arma. Sonreí y le dije:
—Smiley, tienes razón en lo que estás pensando. Las armas se me dan tan bien como a una serpiente los patines. Quédatelo.
—¿Lo dices en serio? He estado pensando en comprarme uno para guardarlo tras la barra.
—Lo digo en serio. A mí me da miedo y me siento más seguro sin él.
Lo levantó en alto para sopesarlo.
—Es bueno. Debe valer lo suyo.
—Como mi vida, Smiley. Al menos para mí. Y tú me la salvaste al empujarme para hacerme salir del coche y saltar el bordillo.
—Olvídalo. Si permitía que te durmieras en la puerta, yo tampoco podía salir. Y bajar por el otro lado no habría sido tan buena idea. Pero, si lo dices en serio, gracias por el revólver.
Lo guardó tras la barra y luego sirvió otro trago para los dos.
—No lo cargues —le pedí—. Me queda mucho trabajo por hacer.
Miró el reloj y sólo eran las diez y media.
—Hombre, Doc, si la noche aún está en pañales.
Aunque no lo dije, pensé: “Pues vaya con los pañales”.
Me pregunto qué habría pensado de haber sabido lo mucho que les quedaba por absorber a aquellos pañales.
Entró Pete.