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“Aguarda”, gritó la ostra,

“La charla aún no empecemos,

Pues algunas cansadas estamos

Y todas gordura tenemos”.

LA DECEPCIÓN FUE TERRIBLE. Bueno, no es que hubiese creído realmente en las Espadas Vorpalinas o en que íbamos a ir a una casa encantada para conjurar a un jabberwock o lo que fuera que hiciésemos allí.

Pero, ya sólo el hecho de pensarlo, había resultado emocionante, de la misma forma que nos emocionamos con una partida de ajedrez, aunque sabemos que los reyes y las reinas del tablero no son entidades reales y que cuando un alfil mata a un caballo no se derrama sangre de verdad. Supongo que había sido esa clase de emoción —indirecta— la que sentí ante las cosas que Yehudi Smith me prometió. O tal vez sería mejor comparación decir que fue como leer un relato de ficción emocionante, de esos que sabemos que no son verdad pero en los que podemos creer mientras no acabamos de leerlos.

Ya no me quedaba ni eso. Con profunda desilusión, me di cuenta de que frente a mí sólo había un hombre huido de un manicomio. Yehudi, el hombrecillo que no estaba allí… mentalmente.

Lo curioso es que seguía cayéndome bien. Era un tipo muy agradable y, de momento, me había regalado una media hora fascinante. No me hacía gracia pensar que debía entregarlo a los guardianes del manicomio para que lo devolvieran a su sitio.

Pensé que al menos me proporcionaría un artículo con el que cubrir el hueco en la primera plana del Clarion.

—Espero que esa llamada no nos estropee los planes, doctor —dijo.

Había estropeado más que eso, pero no podía decírselo, como no pude pedirle a Clyde Andrews, por teléfono y en presencia de Smith, que llamase al manicomio y les dijera que se pasaran por casa si querían recoger a su loco fugado.

Así que negué con la cabeza mientras buscaba la forma de salir de casa y hacer la llamada desde la del vecino.

Me levanté. Quizás estaba un poco más bebido de lo que creía, porque tuve que recuperar el equilibrio. Recuerdo que me parecía tener la mente más despejada que nunca, aunque nada nos parece más claro y despejado que un prisma que no nos deja apreciar lo que hay detrás de las esquinas.

—No, la llamada no interrumpirá nuestros planes más que unos minutos. He de darle un recado al vecino. Discúlpeme y sírvase más whisky —respondí.

Salí a la oscuridad de la noche por la puerta de la cocina. Había luces encendidas en las dos casas más próximas a la mía y me pregunté a cuál de mis vecinos molestar. Luego me pregunté por qué tenía tanta prisa en molestar a cualquiera de ellos.

Estaba seguro de que el hombre que se hacía llamar Yehudi Smith no resultaba peligroso. Y, estuviese loco o no, era el hombre más interesante que había conocido desde hacía años. Parecía saber bastante sobre Lewis Carroll. Y volví a recordar que sabía de mi inencontrable folleto y mi artículo de revista, aún más difícil de encontrar. ¿Cómo era posible?

Pensándolo mejor, ¿no debería aplazar la llamada telefónica una hora más o menos, relajarme y disfrutar de la situación? Una vez superados los primeros minutos de decepción al enterarme de que estaba loco, ¿por qué no me iba a resultar tan interesante hablar de sus delirios como si estos fuesen reales?

Aunque se trataba de otro tipo de interés, por supuesto. Muchas veces había pensado que me gustaría tener la oportunidad de charlar con un paranoico sobre sus delirios, pero sin discutir con él o darle la razón, limitándome a intentar averiguar qué era lo que lo movía.

Además, la noche estaba empezando. No podían ser más de las ocho y media y mis vecinos aún tardarían un par de horas en acostarse.

¿Por qué iba a tener prisa en hacer esa llamada? No tenía prisa.

Pero debía perder tiempo suficiente en el exterior para que pareciera que le había dado el recado al vecino, de manera que permanecí al pie de la escalera de atrás, mirando el terciopelo negro del cielo, cuajado de estrellas pero sin luna, preguntándome qué se ocultaría tras él y por qué los locos estaban locos. ¡Lo curioso que sería que uno de ellos tuviera razón y los demás estuviésemos equivocados!

Cuando volví a entrar fui lo bastante cobarde como para hacer una cosa ridícula. De la cocina pasé al dormitorio y al armario. En el estante de arriba, dentro de una caja de zapatos, guardaba un revólver del calibre 38 y cañón corto, de ese modelo compacto y ligero al que llaman “el amigo del banquero”. Nunca lo había disparado y esperaba no tener que hacerlo. Ni siquiera estaba seguro de acertarle a algo que fuera más pequeño que un elefante o se encontrara a más de dos metros. No me gustan las armas. Yo no me la había comprado: en una ocasión, un conocido me pidió prestados veinte dólares e insistió en que me quedase el revólver como garantía. Después me pidió cinco dólares más y dijo que, si se los daba, podría quedarme con el arma. Yo no la quería, pero él necesitaba los cinco dólares con urgencia y se los di.

Seguía cargado con las mismas balas que ya llevaba dentro cuando hicimos el trato, cuatro o cinco años antes, y no sabía si se dispararían o no, pero de todos modos lo guardé en el bolsillo del pantalón. Sólo lo utilizaría de verme en un serio apuro, aunque incluso en ese caso no sería capaz de dar en el blanco, pero me parecía que el hecho de llevarlo convertía mi próxima conversación en algo peligroso y emocionante, más que de cualquier otra forma.

Entré en el salón y el hombre seguía allí. No se había servido otro whisky, así que lo hice yo y volví a sentarme en el sofá.

Levanté mi vaso y, por encima del borde, lo observé realizar aquel truco maravilloso: una simple sacudida del vaso hacia sus labios. Me bebí mi copa de una forma mucho menos espectacular y dije:

—Ojalá tuviera una cámara. Me gustaría grabar eso que hace usted para luego poder estudiarlo a cámara lenta.

Se rió.

—Me temo que es una forma de alardear por mi parte. En una época fui malabarista.

—¿Y ahora? Si no le molesta que se lo pregunte.

—Ahora he vuelto a estudiar —respondió—. Estudio a Lewis Carroll y Matemáticas.

—¿Es posible ganarse la vida con eso? —pregunté.

Dudó sólo un segundo.

—¿Le importa que aplace la respuesta hasta que se entere… de lo que se va a enterar en la reunión de esta noche?

Por supuesto que no se iba a celebrar reunión alguna, eso ya lo sabía yo, pero le dije:

—En absoluto, aunque espero que no se refiera a que no podremos hablar de Carroll en general hasta después de la reunión.

Confiaba en que me diera la respuesta correcta, porque eso significaría que podría hacerlo hablar del tema que lo obsesionaba.

—Claro que no —dijo—. Lo cierto es que quiero hablar de él. Quiero hacerle partícipe de ciertos hechos que le permitirán entender mejor las cosas. Algunos ya los conoce, pero le ayudaré a refrescarlos. Por ejemplo, las fechas. Las de su nacimiento y su muerte las tiene usted bien, más o menos, pero ¿sabe en qué fechas escribió los libros de Alicia o cualquier otra de sus obras?

—No con exactitud —respondí—. Creo que el primer libro de Alicia lo escribió cuando era relativamente joven, rondando los treinta.

—Casi. Tenía treinta y dos años. Alicia en el país de las maravillas se publicó en 1863, pero incluso antes ya le seguía la pista a algo. ¿Sabe qué había publicado antes de Alicia? —Negué con la cabeza—. Dos libros, Curso de geometría del plano en 1860 y Fórmulas de trigonometría del plano al año siguiente. ¿Ha leído alguno de ellos?

Tuve que volver a negar con la cabeza.

—Las Matemáticas no son mi fuerte —dije—. Sólo he leído su obra no técnica.

Sonrió.

—Eso no existe. Pero no ha sido capaz de reconocer las Matemáticas plasmadas en los libros de Alicia y en su poesía. Estoy seguro de que sabe que muchos de sus poemas son acrósticos.

—Por supuesto.

—Todos son acrósticos, pero de una forma mucho más sutil. Sin embargo, comprendo que no haya descubierto las pistas, si no ha leído sus tratados de Matemáticas. Supongo que no habrá leído su Tratado elemental sobre factores determinantes, pero ¿y su Curiosa Mathematica?

No me apetecía defraudarlo otra vez, pero tuve que hacerlo. Frunció el ceño.

—Por lo menos debería haber leído ese. No es técnico y contiene la mayor parte de las pistas a sus fantasías. Aun hace más referencias a ellas, aunque sean las últimas y menos directas, en su Lógica simbólica, publicado en 1896, sólo dos años antes de su muerte.

—Un momento —interrumpí—. Si no lo he entendido mal, usted mantiene que Lewis Carroll, dejando a un lado la cuestión de quién o qué fue en realidad, trabajó con las Matemáticas y expresó a través de la fantasía el hecho de que… ¿qué?

—Que hay otro plano de existencia, además de aquel en el que vivimos. Que podemos tener acceso a él y que, en ocasiones, lo tenemos.

—Pero ¿qué clase de plano? ¿Un plano de fantasía “a través del espejo”? ¿Un plano onírico?

—Exacto, doctor. Un plano onírico. No es una explicación totalmente precisa pero, de momento, no puedo ampliársela más. —Se inclinó hacia delante—. Piense en los sueños. ¿No son una analogía casi perfecta de las aventuras de Alicia? Por ejemplo, el capítulo de la lana y el agua, donde todo lo que Alicia mira, cambia y se convierte en otra cosa. ¿Recuerda que en la tienda, mientras la oveja calcetaba, Alicia se esforzaba por ver qué había en los estantes, pero el estante en el que se concentraba siempre estaba vacío aunque los otros se encontrasen a rebosar de alguna cosa, sin que ella lograse averiguar qué era?

Asentí, despacio, y dije:

—Ella comentó: “Aquí las cosas no paran de fluir”. Luego la oveja le preguntó si sabía remar y le entregó un par de agujas de calcetar, que se convirtieron en remos mientras Alicia las sujetaba, y pasó a encontrarse en una barca, con la oveja sin dejar de calcetar.

—Exacto, doctor. Se trata de una secuencia onírica perfecta. Y tenga en cuenta que el Jabberwocky, que probablemente sea lo mejor del segundo libro de Alicia, está escrito en el lenguaje de los sueños. Está lleno de palabras como “frumioso”, “hombroroso”, “esmeso”, palabras que ofrecen una imagen perfecta dentro de un contexto, pero sin que logremos dar con dicho contexto. En un sueño entendemos por completo su significado, pero lo olvidamos al despertarnos.

Entre “hombroroso” y “esmeso” había engullido la última copa, pero no le serví más. Empezaba a preguntarme cuánto iba a durar la botella, o nosotros. Aunque no parecía que a él le hiciese efecto alguno el alcohol que ya había tomado. No puedo decir lo mismo de mí. Sabía que mi voz empezaba a sonar pastosa.

—Pero ¿por qué postular la realidad de ese mundo? —pregunté—. En todo lo demás, comprendo lo que quiere decir. El propio jabberwock es el paradigma de las criaturas que pueblan las pesadillas, con sus ojos de fuego, mandíbulas que muerden y garras que atrapan, además de “apestronar” y “bramear”. Freud y James Joyce al alimón no lo habrían hecho mejor. Aunque ¿por qué no pensar que lo que Lewis Carroll intentaba, con mucho éxito por cierto, era escribir como en un sueño? ¿Por qué asumir que ese mundo es real? ¿Por qué hablar de adentrarnos en él, excepto, claro está, en el sentido de que lo invadimos todas las noches al soñar?

Sonrió.

—Porque ese mundo es real, doctor. Esta noche escuchará la demostración matemática y espero que presencie pruebas auténticas. Yo las he presenciado y confío en que usted también lo haga. Pero al menos verá los cálculos y se le explicará cómo se encontraron en Curiosa Mathematica y luego se confirmaron gracias a las pruebas halladas en otros libros. Carroll iba más de un siglo por delante de su tiempo, doctor. ¿Ha leído algo sobre los recientes experimentos con el subconsciente realizados por Liebnitz y Winton? ¿Las antenas dirigidas en la dirección correcta, que es el planteamiento matemático?

Admití que no había oído hablar de Liebnitz, ni de Winton.

—No son muy conocidos —reconoció—. Mire, hasta hace muy poco, sólo Carroll tuvo en cuenta la posibilidad de que pudiésemos alcanzar, tanto física como mentalmente, lo que llamaremos el plano onírico hasta que le haya mostrado lo que es en realidad.

—¿Como lo alcanzó Lewis Carroll?

—Tuvo que alcanzarlo para saber las cosas que sabía. Cosas tan revolucionarias y peligrosas que no se atrevió a mostrarlas abiertamente.

Durante un breve instante me pareció tan razonable que me pregunté si podría ser verdad. ¿Por qué no? ¿Por qué no iban a existir otras dimensiones, además de la nuestra? ¿Por qué un matemático brillante de mente formidable no iba a ser capaz de encontrar la forma de adentrarse en una de ellas?

Maldije a Clyde Andrews por haberme contado lo de la fuga del manicomio. Si no lo hubiese sabido, aquella velada habría sido maravillosa. Aun sabiendo que Smith estaba loco, acabé preguntándome si podría tener razón, posiblemente con la ayuda del whisky. Ignorante de su locura, ¡cómo habría disfrutado intentando mantener la calma entre el asombro y la duda! Habría sido una velada en el País de las Maravillas.

Cuerdo o loco, me caía bien. Cuerdo o loco, figurativamente encajaba en el departamento de candelas romanas en el que literalmente trabajaba el marido de la señora Carr. Me reí y, claro, tuve que explicar de qué me reía. Se le iluminó la mirada.

—El departamento de candelas romanas. Es maravilloso. El departamento de candelas romanas.

Es fácil de entender.

Brindamos por el departamento de candelas romanas, los dos nos callamos y se hizo el silencio. Por eso pegué un bote cuando sonó el teléfono. Descolgué y dije:

—Departamento de candelas romanas.

—¿Doc? —Era la voz de Pete Corey, mi tipógrafo. Parecía tensa—. Tengo malas noticias.

Pete no se altera fácilmente. Recuperé un poco la sobriedad y pregunté:

—¿Qué pasa, Pete?

—Oye, Doc, ¿recuerdas que hace un par de horas dijiste que ojalá se produjese un asesinato o algo parecido y así contar con una noticia para el periódico? ¿Recuerdas que te pregunté si querrías que le ocurriese a un amigo tuyo?

Claro que me acordaba. Había mencionado a mi mejor amigo, Carl Trenholm. Agarré el teléfono con más fuerza y le dije:

—No te andes con rodeos, Pete. ¿Le ha ocurrido algo a Carl?

—Sí.

—Por el amor de Dios, ¿qué? Déjate de rollos. ¿Ha muerto?

—Eso es lo que dicen. Lo encontraron en la carretera de peaje. No sé si lo atropelló un coche o qué.

—¿Dónde está?

—Creo que lo están trayendo. Sólo sé que me llamó Hank —Hank es cuñado de Pete y ayudante del sheriff— y me dijo que les avisó alguien que lo había encontrado junto a la carretera. Pero Hank tampoco tenía noticias directas: Rance Kates lo telefoneó para que bajara a hacerse cargo de la oficina mientras él se acercaba hasta allí. Hank sabe que no le caes bien a Kates y que no te avisaría, por eso me llamó. Pero no le busques a Hank un problema con su jefe. No le cuentes a nadie quien te ha dado el chivatazo.

—¿Has llamado al hospital? —pregunté—. Si Carl sólo está herido…

—No creo que les haya dado tiempo a llevarlo allí… o a dondequiera que lo lleven. Hank me llamó desde su casa, antes de salir hacia la Oficina del Sheriff. Kates acababa de avisarlo y aún no se había marchado.

—Está bien, Pete. Gracias. Me vuelvo al centro. Llamaré al hospital desde el Clarion. Si te enteras de algo más, llámame allí.

—Oye, Doc, yo también voy.

Le dije que no era necesario, pero mandó al cuerno la necesidad: quería ir. No discutí con él.

Al colgar el teléfono me di cuenta de que ya estaba de pie. Dije:

—Lo lamento, pero ha surgido algo importante. Un amigo mío ha sufrido un accidente. —Me dirigí al armario de la entrada para coger la chaqueta—. ¿Quiere esperar aquí o…?

—Si no le importa —respondió—. Bueno, si usted cree que no tardará demasiado.

—Eso no lo sé, pero le llamaré por teléfono y le diré algo tan pronto me entere. Si suena el teléfono, conteste, seré yo. Disfrute del whisky y de los libros.

Asintió.

—Estaré perfectamente. Espero que lo de su amigo no sea muy grave.

Eso era lo único que me preocupaba. Me puse el sombrero y volví a salir con prisa, pero esta vez en serio, maldiciendo las dos ruedas pinchadas de mi coche y el hecho de no haberlas llevado a arreglar aquella mañana. Nueve manzanas no es una gran distancia cuando no hay prisa, pero se convierten en una distancia enorme cuando es necesario llegar enseguida.

Caminaba rápido, tanto que me quedé sin respiración en las dos primeras manzanas y tuve que bajar el ritmo.

No dejaba de pensar en aquello en lo que, obviamente, Pete también había pensado: vaya coincidencia que hubiésemos comentado la posibilidad de que Carl… pero nosotros hablamos de asesinato. ¿Habían asesinado a Carl? Claro que no; esas cosas no ocurrían en Carmel City. Debía tratarse de un accidente, un atropello con fuga. Nadie tendría el más mínimo motivo para asesinar a Carl Trenholm. Nadie, excepto un…

La idea me obligó a detenerme de golpe. Nadie, excepto un loco, tendría el más mínimo motivo para asesinar a Carl Trenholm. Pero aquella noche había un perturbado suelto por la zona y, a menos que se hubiese marchado en lugar de esperar a que yo volviera, en aquel momento estaba sentado en mi salón. A mí me había parecido inofensivo, a pesar de haber tomado la precaución de guardar el revólver en el bolsillo, pero ¿cómo podía estar seguro? No soy psiquiatra. ¿De dónde habría sacado yo la brillante idea de que sería capaz de diferenciar a un chalado inofensivo de un perturbado homicida?

Empecé a retroceder, pero me di cuenta de que volver atrás era inútil y una tontería. O bien se habría marchado tan pronto doblé la primera esquina, o no imaginaba que sospechaba de él y esperaría hasta tener noticias mías, tal y como le había dicho. Así que bastaba con llamar al manicomio en cuanto pudiera. Enviarían a sus guardianes para rodear mi casa y llevárselo, en caso de que siguiese dentro.

Eché a andar de nuevo. Sí, regresar solo sería ridículo, aunque aún tuviera el revólver en el bolsillo. Podría resistirse y yo no quería disparar, sobre todo porque no tenía motivos para creer que había matado a Carl. También podía haber sido un accidente de tráfico. No podría formarme una opinión en condiciones hasta saber cuáles eran las heridas de Carl.

Seguí caminando tan rápido como podía sin perder el resuello.

De repente me acordé del recorte de periódico. “Hombre asesinado por bestia desconocida”. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. ¿Y si el cuerpo de Carl tenía…?

Entonces, aquella idea espantosa empezó a crecer. ¿Y si la bestia desconocida que había matado al hombre cerca de Bridgeport y el loco fugado eran la misma persona? ¿Y si se hubiese fugado antes, en la época del asesinato de Bridgeport? También resultaba posible que no lo hubiesen encerrado hasta después de esa muerte, ya fuese o no sospechoso de ella.

Pensé en la licantropía y me estremecí. ¿Con qué había estado hablando de jabberwocks y bestias desconocidas?

En ese momento me consoló saber que llevaba un revólver en el bolsillo. Miré por encima del hombro para asegurarme de que nada me perseguía. A mi espalda, la calle estaba vacía, pero aun así apreté el paso.

De repente, las farolas no iluminaban tanto como deberían y la noche, que había sido un agradable crepúsculo de junio, se convirtió en algo amenazador y espantoso. Tenía mucho miedo. Tal vez me dio la vida no imaginar que la juerga ni siquiera había comenzado.

Me alegré de pasar frente al Juzgado, con la luz en la ventana de la Oficina del Sheriff. Incluso pensé en entrar. Seguramente estaría Hank de guardia y Kates aún no habría regresado. Pero no, ya que había andado tanto, continuaría hasta el Clarion y empezaría a llamar desde allí. Además, si Kates se enteraba de que había estado en su despacho hablando con Hank, Hank tendría problemas.

Y seguí adelante. Llegué a la esquina de Oak Street y la doblé; ya sólo me encontraba a manzana y media del Clarion. Pero me iba a llevar un buen rato recorrer aquella distancia.

De repente, un Buick azul marino, enorme, se acercó al bordillo y redujo la marcha a mi altura. En el asiento delantero iban dos hombres. El que conducía sacó la cabeza por la ventanilla y dijo:

—Oye, macho, ¿qué población es esta?