3

¡Cuán alegre enseña los dientes,

Con qué esmero las garras despliega

Dejando entrar a los pobres peces

En sus fauces de sonrisa embustera!

ERA BAJO, más o menos de mi altura, pero parecía más bajo debido a la enorme barriga. De su cara, la nariz era lo primero que llamaba la atención: alargada, fina, puntiaguda, discrepaba grotescamente con su cuerpo rollizo. La luz del interior reflejaba puntitos centelleantes en sus ojos, lo que les proporcionaba un brillo gatuno. Sin embargo, en él no había nada siniestro. Un hombre bajo y regordete jamás consigue parecer siniestro, por mucho que le dé la luz en los ojos.

—¿Es usted el doctor Stoeger? —preguntó.

—Soy Doc Stoeger —lo corregí—. Pero no soy doctor en medicina. Si busca un médico, hay uno que vive cuatro casas más allá en dirección oeste.

Sonrió y me gustó su sonrisa.

—Ya sé que no es médico, doctor, pero tiene un doctorado por la Universidad de Burgoyne, de 1922, si no me equivoco. Y es autor de Lewis Carroll a través del espejo y de La reina roja y la reina blanca.

Me sobresalté. No tanto porque supiera a qué universidad había ido y el año de mi magna cum laude, pero el resto me parecía asombroso. Lewis Carroll a través del espejo era una monografía de una docena de páginas, impresa dieciocho años antes, de la que sólo se habían tirado cien copias. Me sorprendía muchísimo que aún quedara alguna fuera de mi biblioteca. Y La reina roja y la reina blanca era un artículo publicado doce años atrás, como poco, en una revista que en su momento ya era difícil de encontrar y que había salido de forma discontinua hasta su desaparición.

—Sí —respondí—. Pero ¿cómo conoce esas obras? No lo imagino, señor…

—Smith —dijo con solemnidad y luego se rió entre dientes—. Y me llamo Yehudi.

—¡No! —exclamé.

—Sí. Verá, doctor Stoeger, me pusieron el nombre hace cuarenta años, cuando Yehudi, aunque era poco corriente, aún no había adquirido las connotaciones cómicas que tiene hoy. Mis padres no imaginaron que el nombre se convertiría en un chiste ni que resultaría especialmente ridículo al combinarlo con Smith. Si hubiesen sospechado lo mucho que me cuesta ahora convencer a la gente de que no les tomo el pelo al decirles cómo me llamo… —Se rió tristemente—. Siempre llevo tarjetas.

Me entregó una. Decía:

Yehudi Smith

No había dirección ni otro tipo de dato. Me daba igual, yo quería quedarme con aquella tarjeta, así que me la metí en el bolsillo en lugar de devolvérsela.

—Hay más gente que se llama Yehudi —dijo—. Está Yehudi Menuhin, el violinista. Y…

—Pare, por favor —interrumpí—. Lo está convirtiendo en algo plausible y a mí me gustaba más de la otra forma.

Sonrió.

—Entonces no le he juzgado mal, doctor. ¿Ha oído hablar de las Espadas Vorpalinas?

—¿En plural? No. Por supuesto, en el Jabberwocky se dice:

“¡Un, dos! ¡Un, dos! Como una tijera

La espada vorpalina corta y raja…”.

Pero ¡por Dios! ¿Por qué hablamos de espadas vorpalinas en la puerta? Pase. Tengo una botella y espero y supongo que sería una ridiculez preguntarle a un hombre que habla de espadas vorpalinas si bebe o no.

Me hice a un lado y entró.

—Siéntese donde le apetezca. Voy a por otro vaso. ¿Prefiere una copa para combinarlo o un chupito?

Negó con la cabeza y yo me fui a la cocina a buscar un vaso normal. Volví, lo llené y se lo pasé. Ya se había puesto cómodo en el atiborrado sillón.

Recuperé mi sitio en el sofá, levanté mi vaso hacia él y dije:

—No tengo duda de cuál debe ser nuestro brindis. Va por Charles Lutwidge Dodgson, conocido en el País de las Maravillas como Lewis Carroll.

Muy tranquilo, respondió:

—¿Está seguro, doctor?

—¿De qué?

—De cómo ha expresado su brindis. Yo diría: “Por Lewis Carroll, que se ocultó bajo la supuesta identidad de Charles Lutwidge Dodgson, el discreto profesor de Oxford”.

Me sentí ligeramente decepcionado. ¿Aquel iba a ser otro de esos rollos tipo “Bacon era Shakespeare”? Aún más ridículo incluso. Históricamente hablando no podía existir duda alguna de que el reverendo Dodgson, firmando como Lewis Carroll, hubiese escrito Alicia en el país de las maravillas y su continuación.

Pero de momento lo importante era tomarse la copa. Por eso dije en tono solemne:

—Señor Smith, para evitar cualquier dificultad, ya sea semántica o factual, brindemos por el autor de los libros de Alicia.

Inclinó la cabeza con una solemnidad igual a la mía, luego la echó hacia atrás y se bebió la copa de un trago. Yo tardé un poco en tomarme la mía debido a la sorpresa y admiración que me produjo su forma de beber. Nunca había visto cosa igual. El vaso se había detenido de repente a casi diez centímetros de su boca, pero el whisky siguió su camino y ni una sola gota cayó fuera. He visto a mucha gente bajarse una copa de un solo trago, pero nunca con una precisión tan relajada y desde una distancia tan grande.

Yo bebí de una forma mucho más prosaica, pero decidí probar aquel sistema en otra ocasión: en privado y con una toalla o un pañuelo a mano.

Rellené los vasos y dije:

—¿Y ahora qué? ¿Discutimos acerca de la identidad de Lewis Carroll?

—Remontémonos a antes de eso —respondió—. Creo que será mejor dejarlo a un lado hasta que pueda ofrecerle pruebas concluyentes de lo que creemos… mejor dicho: de lo que estamos seguros.

—¿Quiénes?

—Las Espadas Vorpalinas. Es una organización. Debo añadir que muy pequeña.

—¿De admiradores de Lewis Carroll?

Se recostó en el sillón.

—Sí, claro. Cualquiera que sea culto e imaginativo es admirador de Lewis Carroll. Pero esto va mucho más allá. Tenemos un secreto de tipo esotérico.

—¿Relacionado con la identidad de Lewis Carroll? ¿Quiere decir que creen, como algunos creen o creían que Francis Bacon había escrito las obras de Shakespeare, que no fue Charles Lutwidge Dodgson quien escribió los libros de Alicia sino otra persona?

Esperaba que dijera que no. Y dijo:

—No. Creemos que el propio Dodgson… ¿Qué es lo que sabe de él, doctor?

—Que nació en 1832 y murió poco antes del nuevo siglo, en 1898 o 99. Era profesor en Oxford, matemático. Escribió varios tratados sobre las Matemáticas. Disfrutaba con los acrósticos, otros acertijos y problemas, y los creaba. No se casó pero le gustaban mucho los niños y sus mejores obras están escritas para ellos. Al menos él creía que escribía sólo para los niños, pero en realidad Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo son literatura para adultos, y de la buena, aunque resulten muy atractivas al público infantil. ¿Quiere que continúe?

—Por supuesto.

—También fue capaz de escribir cosas increíblemente malas. Debería existir una ley que prohibiera la edición de las Obras completas de Lewis Carroll. Tendríamos que recordarlo por sus grandes obras y sepultar las malas con sus huesos. Aunque admito que hasta las malas tienen golpes esporádicos de genialidad. En Silvia y Bruno hay momentos que hacen que casi merezca la pena soportar los miles de palabras aburridas que hay que leer para llegar a ellos. E incluso en los peores poemas hay buenos versos o estrofas. Por ejemplo, los tres primeros versos de El palacio de los farsantes:

Soñé que una mansión de mármol habitaba

Y que todos esos seres húmedos que se arrastran,

En sus paredes se estremecían y temblaban.

Tendría que haberse detenido ahí, en lugar de añadir quince o veinte tercetos malos. Pero a mí, éste me parece maravilloso.

Asintió.

—Brindemos por él. —Y brindamos—. Continúe —me animó.

—No. Me estoy dando cuenta de que podría seguir hablando durante horas. Soy capaz de citar todos los versos de los libros de Alicia y casi todos de La caza del snark. Pero supongo y espero que no haya venido a oírme disertar sobre Lewis Carroll. La información que tengo de él es bastante completa, aunque también de lo más ortodoxa. Imagino que no ocurre lo mismo con la que tiene usted y quiero que la comparta conmigo.

Rellené nuestros vasos.

—Tiene razón, doctor. La información de la que dispongo… debería decir de la que disponemos, es bastante poco ortodoxa. Creo que usted cuenta con los antecedentes y el tipo de cabeza adecuada para comprenderla… y para creer en ella cuando haya visto las pruebas. Para una mente más mediocre no habría sido más que pura fantasía.

Aquello mejoraba por momentos. Dije:

—No se detenga.

—De acuerdo. Pero antes de continuar, debo advertirle una cosa, doctor. También se trata de una información muy peligrosa. Y no hablo a la ligera ni metafóricamente. Existe peligro real, peligro de muerte.

—Eso es estupendo —contesté.

Permaneció sentado, jugando con su vaso, que aún conservaba la tercera copa, sin mirarme. Yo observé su rostro. Resultaba interesante. Aquella nariz alargada, fina y puntiaguda discrepaba tanto del resto de su constitución que podría haber sido falsa: era la auténtica nariz de Cyrano de Bergerac. Ahora que la luz le daba de lleno, se apreciaban marcadas líneas de expresión alrededor de su boca generosa. Al principio le había echado treinta años, en lugar de los cuarenta que confesaba, pero después de examinar su rostro con atención comprendía que no había exagerado. Era necesario reírse mucho tiempo para conseguir unas líneas de expresión tan marcadas.

Sin embargo, ahora no se reía. Estaba terriblemente serio y no parecía un loco. Aunque dijo una cosa que sonó a locura:

—Doctor ¿alguna vez se le ha ocurrido pensar que las fantasías de Lewis Carroll pueden no ser fantasías?

—¿Se refiere a que la fantasía suele estar más cerca de la verdad esencial que la ficción que quiere parecer real? —pregunté.

—No. Me refiero a que son literal y realmente ciertas. A que no son ficción, que son reportajes.

Me lo quedé mirando fijamente.

—Si cree eso, entonces ¿quién opina que fue, o qué fue, Lewis Carroll?

Una leve sonrisa se asomó a su rostro, pero no indicaba diversión.

—Si de verdad quiere saberlo —dijo—, y no tiene miedo, esta noche podrá averiguarlo. Celebramos una reunión cerca de aquí. ¿Desea acompañarme?

—¿Puedo serle sincero?

—Por supuesto.

—Me parece una locura, pero intente librarse de mí —dije.

—¿A pesar de que correrá peligro?

Claro que pensaba ir, con peligro o sin él. Pero tal vez podría utilizar su insistencia a la hora de advertirme para sacarle más información, por eso respondí:

—¿Puede explicarme qué clase de peligro?

Me pareció que dudaba un instante y luego sacó su cartera, de la que extrajo un recorte de periódico, breve, de unos tres párrafos. Me lo entregó.

Lo leí y reconocí la fuente y la composición. Era un recorte del Bridgeport Argus. Recordé haberlo leído un par de semanas antes. Había pensando en recortarlo para usarlo como noticia de intercambio, pero luego decidí no hacerlo, a pesar de que el titular había llamado mi atención. Decía:

HOMBRE ASESINADO POR BESTIA DESCONOCIDA

Los hechos eran pocos y sencillos. Un hombre llamado Colin Hawks, que vivía a las afueras de Bridgeport, un solitario, había aparecido muerto en uno de los senderos que cruzaba el bosque. Tenía la garganta desgarrada y, en opinión de la Policía, un perro grande y feroz lo había atacado. Pero el periodista que escribió el artículo sugería la posibilidad de que un lobo, o incluso una pantera o un leopardo, huidos de un circo o un zoo, hubiesen provocado las heridas.

Volví a doblar el recorte y se lo pasé a Smith. Aquello no significaba nada. Si se sabe buscarlas, es fácil encontrar noticias similares. Un hombre llamado Charles Fort había encontrado miles de ellas, recopilándolas en cuatro volúmenes que se encontraban en mis estanterías.

Aquella en concreto resultaba menos misteriosa que la mayoría. De hecho, no existía misterio alguno: no cabía duda de que un perro feroz había matado al hombre.

Aun así, algo me provocaba una sensación de hormigueo en la nuca.

Se trataba del titular y no del artículo. Es curioso cómo nos puede afectar la palabra “desconocido” y lo que se oculta tras ella. Si el titular del artículo hubiese sido: “Un perro feroz mata a un hombre”, o un león, un cocodrilo o cualquier otra criatura concreta, por muy feroz y peligrosa que resultase, no provocaría escalofrío alguno.

Pero eso de “bestia desconocida”… cualquiera que tenga la clase de imaginación que yo tengo, entenderá a qué me refiero. Si no la tiene, yo soy incapaz de explicarlo.

Miré a Yehudi Smith justo a tiempo de ver cómo bebía su whisky, repitiendo el mismo truco de antes. Luego llené de nuevo los vasos.

—Una historia interesante. Pero ¿qué tiene que ver?

—Nuestra última reunión se celebró en Bridgeport. No puedo contarle más. En relación a ese tema, claro. Usted quería saber qué clase de peligro corría y por eso le mostré el artículo. Está a tiempo de negarse a venir. Lo estará hasta que lleguemos.

—¿A dónde?

—Se encuentra a unas millas de aquí. Me han dado las indicaciones necesarias para llegar a una casa que está en la carretera de peaje de Dartown. Tengo coche.

—Yo también, pero con las ruedas deshinchadas. Dos ruedas deshinchadas —dije, aunque no venía al caso. Pensé en la carretera de peaje de Dartown y pregunté—: ¿No se dirigirá usted, por casualidad, a una casa conocida como residencia Wentworth?

—Se llama así, sí. ¿La conoce?

En aquel mismo instante, de haber estado completamente sobrio, habría comprendido que aquello era demasiado bueno como para ser verdad. Me habría olido a chamusquina. O a sangre.

—Tendremos que llevar velas o linternas —dije—. Esa casa se encuentra vacía desde que era un niño. Creíamos que estaba encantada. ¿Por eso la han elegido?

—Sí, claro.

—¿Y su grupo se reúne allí esta noche?

Asintió.

—A la una de la madrugada, para ser exactos. ¿Seguro que no tiene miedo?

¡Y tanto que tenía miedo! ¿Quién no iba a tenerlo, después de la presentación que me había hecho? Por eso sonreí de oreja a oreja y le dije:

—Claro que tengo miedo. Pero intente librarse de mí.

Entonces se me ocurrió una idea. Si iba a acudir a una casa encantada a la una de la madrugada para cazar jabberwocks o intentar invocar al fantasma de Lewis Carroll, o cualquier otra cosa de similar sensatez, no me vendría mal ir acompañado de algún conocido. Y si Al Grainger se pasaba por casa… Intenté decidir si a Al podría interesarle todo aquello. Era admirador de Carroll pero, en cuanto al resto, no sabía qué pensar.

—Una pregunta, señor Smith —dije—. Es posible que dentro de un rato aparezca por aquí un joven amigo mío para jugar al ajedrez. ¿Su oferta es muy exclusiva? ¿Le parecería bien que nos acompañase, si así lo desea?

—¿Cree que está preparado?

—Depende de lo que haga falta —respondí—. Sin pensarlo mucho diría que basta con admirar a Lewis Carroll y estar un poco loco. Aunque, bien mirado, ¿no son la misma cosa?

Se rió.

—No se diferencian mucho. Pero hábleme de su amigo. Ha dicho que es joven, ¿qué edad tiene?

—Rondará los veintitrés. No hace mucho que salió de la Universidad. Tiene buen gusto y bagaje literario, lo que significa que conoce a Lewis Carroll y le gusta. Es capaz de citarlo casi tanto como yo. Juega al ajedrez, si eso cuenta, y yo diría que sí. Dodgson no sólo jugaba al ajedrez, también basó A través del espejo en una partida de ajedrez. Se llama Al Grainger.

—¿Querrá venir?

—Sinceramente, no sé qué decir al respecto —admití.

—Espero que venga —comentó Smith—. Si es admirador de Carroll, me gustaría conocerlo. Pero, en caso de que aparezca, ¿me haría el favor de no comentar nada de lo que le he contado? Al menos hasta que haya tenido la oportunidad de ver cómo es. Lo cierto es que sería la primera vez que me tomase la libertad de invitar a alguien por mi cuenta a una reunión tan importante como la de esta noche. A usted lo hemos invitado porque tenemos mucha información al respecto. Celebramos una votación para decidirlo y debo decir que ha sido aceptado por unanimidad.

Recordé su familiaridad con los dos textos sobre Lewis Carroll que había escrito —tan difíciles de encontrar— y no tuve duda de que aquel hombre, o el grupo al que representaba, si es que representaba a alguien, sabía muchas cosas sobre mí.

—Pero si tengo la oportunidad de conocerlo y creo que puede encajar, tal vez me arriesgue y lo invite a acompañarnos. ¿Podría contarme algo más acerca de él? ¿A qué se dedica? ¿Cómo se gana la vida?

Eso ya era más difícil de explicar.

—Escribe obras de teatro —respondí—. Pero no creo que se gane la vida con eso. En realidad no sé si ha llegado a vender alguna. Es una especie de misterio para Carmel City. Ha vivido aquí toda su vida, excepto cuando fue a la Universidad, y nadie sabe de dónde le viene el dinero. Tiene un coche despampanante y casa propia. Vivió en ella con su madre hasta hace unos años, cuando la madre murió. Parece tener dinero de sobra para sus gastos, pero nadie sabe de dónde lo saca. —Sonreí—. Y todo Carmel City se muere por saberlo. Ya sabe cómo son las poblaciones pequeñas.

Asintió.

—¿No sería lógico suponer que ha heredado el dinero?

—Por un lado, sí. Pero no parece muy probable. Su madre trabajó de sombrerera toda su vida, y sin tener tienda propia. Recuerdo que todo el mundo se preguntaba cómo se las habría arreglado para tener casa en propiedad y enviar a su hijo a estudiar fuera con lo que ganaba. Pero no es posible que ganase lo bastante como para hacer ambas cosas y dejarle al hijo dinero suficiente para vivir sin trabajar durante años. Bueno, tal vez escribir obras de teatro sea trabajar, pero no resulta remunerativo si no se venden. —Me encogí de hombros—. Aunque seguramente no habrá ningún misterio. La madre podría recibir los réditos de alguna inversión hecha por su marido y Al los habría heredado, o recibido el capital que los producía. Es probable que no hable de esos asuntos porque le divierta que lo tengan por misterioso.

—¿El padre era adinerado?

—El padre murió antes de que Al naciera y antes de que la señora Grainger se mudase a Carmel City. De manera que aquí nadie lo conoció. Creo que eso es todo lo que puedo contarle sobre Al, excepto que casi siempre me gana al ajedrez y que espero que tenga la oportunidad de conocerlo.

Smith asintió.

—Si viene, ya veremos.

Miró su vaso vacío, capté la indirecta y rellené ambos vasos. Volví a observar fascinado su forma de beber. Juraría que en esa ocasión el vaso se alejó de sus labios más de diez centímetros. Definitivamente, tenía que aprender aquel truco, aunque sólo fuera porque no me gusta tanto el sabor del whisky como sus efectos. Al beberlo así, no creo que tuviese la más mínima oportunidad de saborearlo. Estaba en el vaso… y desaparecía. La nuez de su garganta no parecía moverse y, si estaba hablando en el momento de beber, su discurso casi no se interrumpía.

Sonó el teléfono, me disculpé y lo cogí.

—Doc —dijo la voz de Clyde Andrews—, soy Clyde Andrews.

—Ya —le dije—. Supongo que sabrás que has saboteado el número de esta semana al cancelar un artículo de la primera plana. ¿Qué vas a cancelar ahora?

—Siento mucho haberte causado molestias, Doc, pero al anular el rastrillo, imaginé que no querrías publicar el artículo y así evitar que la gente viniera de todas partes para…

—Desde luego —lo interrumpí. Estaba impaciente por volver a mi conversación con Yehudi Smith—. No pasa nada, Clyde. Pero ¿para qué llamabas?

—Me gustaría saber si has decidido venderme el Clarion o no.

Durante un segundo, me enfadé mucho y sin motivo razonable.

—¡Maldita sea, Clyde! ¿Interrumpes la única conversación interesante que he mantenido desde hace años para preguntarme eso, cuando llevamos meses hablando del tema? No lo sé. Quiero y no quiero venderlo.

—Lamento molestarte, Doc, pero acabo de recibir una carta urgente de mi hermano, el de Ohio. Le han ofrecido irse al Oeste. Dice que prefiere venir a Carmel City y aceptar la propuesta que le hice, siempre y cuando tú me vendas el Clarion, por supuesto. Pero ha de responder enseguida a la otra oferta, tiene uno o dos días para decidirse, en el caso de que quiera aceptarla, claro. Y eso cambia las cosas, Doc. He de saberlo ya. No tiene por qué ser esta noche, pero sí durante el día de mañana, por eso decidí llamarte ahora y pedirte que tomes una decisión.

Asentí con la cabeza, luego me di cuenta de que no podía verme y le dije:

—Entiendo, Clyde. Perdona que me enfadase. De acuerdo, mañana por la mañana lo habré decidido. Entonces te daré la respuesta ¿te parece bien?

—Muy bien —respondió—. Estaremos en plazo. Por cierto, hay una noticia que podrías usar si no es demasiado tarde. ¿O ya te has enterado?

—¿De qué?

—Del loco que se ha fugado. No conozco los detalles, pero un amigo mío acaba de llegar de Neilsville y dice que detienen a los coches y vigilan las carreteras que rodean el manicomio del condado. Supongo que si los llamas te dirán qué ha pasado.

—Gracias, Clyde —respondí.

Colgué el teléfono y miré a Yehudi Smith. Me pregunté cómo no se me habría ocurrido antes, con la cantidad de cosas absurdas que aquel hombre había dicho.