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“¿Quién eres, anciano?”, quise saber,

“¿Y cómo la vida te ganas?”.

En mi cabeza su respuesta se fue a meter

Como a través de un colador las aguas.

—YA HABÉIS ENTRADO EN PRENSA, ¿verdad, Doc? —preguntó la voz de Clyde—. Seguro que sí, porque antes intenté localizarte en la oficina, pero luego alguien me dijo que si no estabas allí estarías en el bar de Smiley, aunque eso querría decir que habíais cerrado la…

—No importa. Cuenta —le dije.

—Sé que es un crimen, Doc, pedirte que cambies una noticia cuando tienes el periódico listo para imprimir y ya no estás en la oficina, pero han cancelado el rastrillo benéfico que íbamos a celebrar el martes. ¿Estás a tiempo de cargarte la noticia? De lo contrario, la leerá mucha gente que el martes por la noche se acercará hasta la iglesia y se llevará una decepción.

—Sin duda, Clyde —respondí—. Me ocuparé de todo.

Colgué. Regresé a la mesa y me senté. Me serví un whisky y, cuando Pete se acercó, le serví otro a él.

Me preguntó de qué iba la llamada y se lo conté.

Smiley y sus otros dos clientes seguían mirándome pero no dije nada hasta que Smiley comentó en voz alta:

—¿Qué ha pasado, Doc? ¿No habías dicho algo de un crimen?

—Sólo era una broma, Smiley —dije.

Se rió. Vacié mi vaso y Pete el suyo.

—Ya sabía yo que eso de acabar temprano tendría su pega. Ya estamos otra vez con un hueco de veinte centímetros en la portada. ¿Con qué lo llenamos? —dijo Pete.

—No tengo ni idea —respondí—. Pero esta noche vamos a dejarlo. Mañana por la mañana vendré a la misma hora que tú y ya se me ocurrirá algo.

—Eso dices ahora, Doc. Pero si mañana no apareces a las ocho ¿qué hago yo con un hueco en el periódico?

—Tu falta de fe en mí me espanta, Pete. Si te digo que vengo mañana, vendré. Probablemente.

—¿Y si no?

Suspiré.

—Puedes hacer lo que tú quieras.

Sabía que a Pete se le ocurriría algo si yo no aparecía. Sacaría alguna cosa de una página interior y taparía el nuevo hueco con un recurso para suscriptores o cualquier otro material de relleno. Quedaría fatal porque ya habíamos metido un anuncio para suscriptores y demasiado material de relleno, esos artículos pequeños que nos cuentan el número de tablas que pueden salir de una secuoya y la tasa actual de las manufacturas de lisa en el valle del Éufrates. No está mal en dosis pequeñas, pero cuando se le da mucho espacio…

Pete dijo que debía irse y se fue. Lo miré mientras se alejaba, envidiándolo un poco. Pete Corey es un buen tipógrafo y le pago casi tanto como cobro yo. Trabajamos casi el mismo número de horas, pero yo soy quien debe preocuparse cuando es necesario preocuparse, algo que ocurre la mayor parte del tiempo.

Los otros clientes de Smiley se marcharon nada más salir Pete y, como no me apetecía quedarme solo en la mesa, me llevé la botella a la barra.

—Smiley ¿te interesaría comprar un periódico? —pregunté.

—¿Qué? —se rió—. ¿Me tomas el pelo, Doc? Si no sale de prensa hasta mañana a mediodía.

—Cierto, pero esta semana merecerá la pena esperar. No te lo pierdas, Smiley. Aunque no me refería a eso.

—¿Eh? Ah, te referías a si quiero comprar el periódico. Me parece que no, Doc. No creo que se me diera bien. Para empezar, lo mío no es la escritura. Pero ¿no me dijiste el otro día que Clyde Andrews estaba interesado en comprarlo? ¿Por qué no se lo vendes a él, si quieres venderlo?

—¿Quién demonios ha dicho que quiero venderlo? Sólo he preguntado si tú estarías interesado en comprarlo.

Smiley parecía desconcertado.

—Doc —dijo—, nunca sé cuándo hablas en serio o en broma. ¿De verdad quieres vender?

—Lo he estado pensando —respondí despacio—, y no lo sé, Smiley. En este momento, me siento tentado. Creo que si me cuesta dejarlo es porque antes me gustaría sacar un buen número. Sólo pido un buen número en veintitrés años.

—Si lo vendieras ¿qué harías?

—Creo que pasaría el resto de mi vida sin dirigir un periódico.

Smiley decidió que ésa era otra de mis bromas y volvió a reírse. Se abrió la puerta y dejó paso a Al Grainger. Saludé con la botella, se acercó a mi lugar de la barra y Smiley sacó otro vaso y un vasito de agua. Al siempre necesita un vasito de agua.

Al Grainger es un joven mequetrefe —sólo tiene veintidós o veintitrés años—, pero es uno de los pocos jugadores de ajedrez de la zona y uno de los aún más escasos que entienden mi entusiasmo por Lewis Carroll. Además, va camino de convertirse en el hombre misterioso de Carmel City. Aunque no hace falta ser demasiado misterioso para alzarse con semejante distinción.

—Hola, Doc. ¿Cuándo vamos a jugar otra partida de ajedrez? —preguntó.

—No hay mejor momento que el presente, Al. ¿Aquí y ahora?

Smiley guardaba las piezas a mano para sus clientes raros, como Al Grainger, Carl Trenholm y yo. Cuando se las pedíamos, las sacaba y manipulaba como si le fueran a explotar. Al negó con la cabeza.

—Ojalá tuviera tiempo, pero tengo trabajo que hacer en casa.

Le serví whisky, aunque derramé un poco por fuera al intentar llenarle el vaso. Negó con la cabeza lentamente:

—El Caballo Blanco se desliza por el atizador. No guarda bien el equilibrio —dijo.

—Sólo voy por la segunda casilla. Pero el próximo avance será mayor. No olvides que a la cuarta voy en tren.

—Pues no lo hagas esperar, Doc, que cada nube de humo cuesta mil libras.

Smiley miraba primero a uno y luego al otro.

—¿De qué demonios habláis? —quiso saber.

No servía de nada intentar explicárselo. Lo señalé con el dedo y dije:

—Arrastrándose a tus pies podrás ver una mosca de pan con mantequilla. Tiene por alas finas rebanadas de pan con mantequilla, por cuerpo una corteza y por cabeza un terrón de azúcar. Y se alimenta de té con leche poco cargado.

—Smiley, se supone que debes preguntarle qué ocurre si no lo encuentra —dijo Al.

—Entonces yo responderé que, por supuesto, morirá, tú comentarás que eso debe ocurrir muy a menudo y yo afirmo que siempre.

Smiley volvió a mirarnos mientras negaba lentamente con la cabeza. Dijo:

—Estáis como cabras.

Luego se fue al otro extremo de la barra para fregar y sacar brillo a unos cuantos vasos.

Al Grainger sonrió de oreja a oreja.

—¿Qué planes tienes para esta noche, Doc? —preguntó—. Tal vez pueda jugar contigo una o dos partidas más tarde. ¿Estarás en casa y despierto?

Asentí.

—Me estaba mentalizando para volver a pie. Cuando llegue, leeré un rato. Y me tomaré uno o dos tragos más. Si vienes antes de la medianoche, estaré lo bastante sobrio como para jugar. Al menos lo bastante sobrio como para ganarle a un joven novato como tú.

Eso último era tan claramente falso que podía decirlo sin miedo: Al llevaba un año o más ganándome dos partidas de cada tres. Se rió y me dedicó esta cita:

“Eres viejo, padre William —el joven dijo—,

Y tu pelo muy blanco se ha vuelto,

Sin embargo te gusta hacer el pino

¿Crees que a tu edad eso es correcto?”.

Y como Carroll tenía la respuesta a esa pregunta, yo también:

“Cuando era joven —respondió el padre al hijo—,

Temía que me dañase el cerebro,

Pero ahora que sé que no tengo, y es fijo,

Lo hago siempre que quiero”.

—Tal vez tú sí tengas cerebro, Doc, pero dejemos de alternar versos antes de que llegues al “¡Lárgate si no quieres que te eche escaleras abajo!”, porque he de irme ya —dijo Al.

—¿Y un trago más?

—Creo que no, no hasta que haya terminado el trabajo pendiente. Tú eres capaz de beber y de seguir pensando, yo espero poder hacer lo mismo cuando llegue a tu edad. Intentaré acercarme a tu casa para jugar al ajedrez, pero si no he llegado a las diez o diez y media como mucho, no cuentes conmigo. Y gracias por la copa.

Se fue y, a través de la cristalera del bar, lo vi subir a su reluciente descapotable. Tocó el claxon y al arrancar me saludó con la mano.

Me miré al espejo de detrás de la barra y me pregunté cuántos años me echaría Al Grainger. “Espero poder hacer lo mismo cuando llegue a tu edad”. Sí, claro. Era como si me echara ochenta, tirando por lo bajo. Y aún no he cumplido cincuenta y tres.

Sin embargo, debía admitir que parecía mayor y que mi pelo empezaba a encanecer. Me concentré en el espejo y las canas me asustaron un poco. No, aún no era viejo, pero ya iba camino de serlo. Y aunque me pase la vida rezongando, me gusta vivir. No quiero envejecer y no quiero morir. Sobre todo porque no puedo esperar, como hace la mayoría de mis conciudadanos, pasarme la eternidad dedicado a tocar el arpa y a despiojarme las alitas. Tampoco cuento con una eternidad acarreando carbón a paladas, aunque en mi caso la segunda opción sería la más probable.

Smiley se acercó y señaló la puerta con el dedo.

—No me gusta ese tipo —dijo.

—¿Al? Es buena gente. Puede que esté un poco verde. Tienes prejuicios porque no sabes de dónde saca el dinero. Tal vez tenga una imprenta e imprima él los billetes. Ahora que lo pienso, yo tengo una imprenta: podría hacer la prueba.

—No es eso, Doc. No es asunto mío cómo un tipo se gana la vida… o de dónde saca la pasta si no la gana él. Es su forma de hablar. Tú también dices locuras pero… lo haces de una forma agradable. Cuando él me dice algo que no entiendo, lo dice de una manera que me hace sentir como un idiota redomado. Tal vez lo sea, pero…

De repente me avergoncé de todas las cosas que le había dicho a Smiley, sabiendo que no las iba a entender.

—No es una cuestión de inteligencia, Smiley —dije—. Sólo de conocimientos literarios. Tómate un trago conmigo y me voy.

Le serví una copa y para mí, esta vez, un trago corto. Empezaba a sentir los efectos y no quería beber demasiado: si Al Grainger hacía acto de presencia, mi intención era ser un buen contrincante. Sin motivo alguno, dije:

—Eres un buen tipo, Smiley.

Se rió y contestó:

—Tú también, Doc. Con conocimientos literarios o sin ellos, estás un poco loco, pero eres buena gente.

Entonces, porque los dos sentimos vergüenza por habernos dicho esas cosas, se me ocurrió mirar más allá de Smiley, al calendario de la barra. Tenía la típica foto de todos los calendarios que adornan las barras de los bares —una mujer desnuda, casi demasiado voluptuosa— y había sido impreso por el almacén de los hermanos Beal.

Me di cuenta de que me costaba un poco enfocar bien la mirada en él, aunque no había bebido lo suficiente como para que se me subiese a la cabeza. Por ejemplo: en aquel momento estaba pensando en dos cosas a la vez. Para mi indignación, una parte de mi cerebro insistía en preguntarse si sería capaz de convencer a los hermanos Beal para que contratasen un anuncio de un cuarto de página, en lugar del de un octavo. Intenté deshacerme de aquella idea diciéndome a mí mismo que esa noche no me importaba quién se anunciaba en el Clarion —como si no lo hacía nadie—, y esa parte de mi cerebro insistía en preguntarme por qué, si de verdad pensaba así, no me libraba de todo aquello y le vendía el Clarion a Clyde Andrews. Pero la otra parte de mi cerebro se sentía cada vez más molesta por la figura del calendario.

—Smiley, deberías retirar ese calendario. Es una mentira. No existen mujeres así —dije.

Se dio la vuelta para mirarlo.

—Supongo que tienes razón, Doc; no existen mujeres así. Pero está permitido soñar ¿o no?

—Smiley, si esa no es la primera cosa profunda que has dicho, al menos es la más profunda. Además, tienes razón. Cuentas con mi permiso para dejar el calendario donde está.

Se rió y recorrió la barra hasta el lugar donde sacaba brillo a los vasos, mientras yo permanecía allí de pie, preguntándome a mí mismo por qué no me iba ya a casa. Aún era temprano, faltaban unos minutos para que dieran las ocho. No me apetecía tomar otra copa… de momento. Pero para cuando llegara a casa, la cosa habría cambiado.

Saqué la cartera y llamé a Smiley. Calculamos la cantidad de tragos que yo había servido de la botella y pagué. Luego compré otra botella, de las de litro, y él me la envolvió.

Salí con ella bajo el brazo y dije:

—Hasta más ver, Smiley.

—Hasta más ver, Doc —respondió casi tan de pasada como si, antes de que terminara aquel galimatías de noche que aún no había empezado, él y yo no hubiésemos… pero afrontemos los hechos por orden.

Primero, el paseo de vuelta a casa.

Como la oficina de Correos me quedaba de camino, entré. Las ventanillas estaban cerradas, lógicamente, pero el vestíbulo exterior siempre queda abierto hasta última hora para que los que tengan apartado de correos puedan retirar su correspondencia.

Cogí mi correo —nada importante— y luego me detuve, como suelo hacer, junto al tablón de anuncios para leer los avisos y circulares de los delincuentes buscados por la Policía.

Un par de ellas eran nuevas, así que las leí y observé las fotos. Tengo buena memoria para las caras, incluso para las que sólo he visto en fotografía, y siempre he deseado ser capaz de reconocer en Carmel City a un criminal buscado por la Policía y sacar de ello un buen artículo… o incluso una recompensa.

Seguí camino y pasé frente al Banco, lo que me hizo pensar en su presidente, Clyde Andrews, y en su deseo de comprarme el periódico. Por supuesto, no pensaba dirigirlo en persona, pero tenía un hermano en algún lugar de Ohio que contaba con la experiencia necesaria y que lo dirigiría en su lugar, si yo se lo vendía.

Llegué a la conclusión de que lo que menos me gustaba de todo aquello era que Andrews andaba metido en política y, si controlaba el Clarion, el Clarion apoyaría a su partido. Tal y como yo lo llevaba, daba estopa por igual a las dos facciones cuando se lo merecían, lo cual ocurría a menudo. Puede que esté loco —además de Smiley y Al, otros también lo han dicho— pero creo que así es como debe dirigirse un periódico, sobre todo si es el único de la población.

Aunque debería decir que no es la mejor forma de ganar dinero. Me había proporcionado muchos amigos y suscriptores, pero ningún periódico gana dinero con las suscripciones, sino con los anunciantes, y la mayor parte de los ciudadanos con capacidad para anunciarse estaban metidos en política, por lo que daba igual a qué partido arrease: siempre me exponía a perder algún anuncio.

Me temo que la política tampoco ayudaba a mejorar mi cobertura informativa. La mejor fuente de noticias es la Oficina del Sheriff y, de momento, el sheriff Rance Kates era uno de mis peores enemigos. Kates es un tipo honrado, pero también idiota, maleducado y lleno de prejuicios raciales. Los prejuicios raciales, aunque no son un tema candente en Carmel City, constituyen una de mis fijaciones preferidas. No me había cortado a la hora de criticar a Kates desde mis editoriales, ni antes ni después de que lo eligieran. Llegó al cargo sólo porque su oponente, quien tampoco era un peso pesado intelectualmente hablando, se había metido en una bronca de bar una semana antes de las elecciones, en Neilsville, donde lo arrestaron y acusaron de agresión con resultado de lesiones. El Clarion también se había hecho eco de la noticia, de manera que, probablemente, el Clarion había sido responsable de que Rance Kates hubiese sido elegido para el cargo de sheriff. Pero Rance sólo recordaba las cosas que yo había dicho sobre él y casi no me hablaba en la calle. Algo que, por cierto, no me preocupaba lo más mínimo, pero me obligaba a conseguir las noticias de la Policía de una forma mucho más complicada.

Pasé por delante del supermercado, del almacén de los hermanos Real y de la tienda de música de Deak —donde en una ocasión me compré un violín pero olvidé pedir el libro de instrucciones—, doblé la esquina y crucé la calle.

El paseo de vuelta a casa.

Tal vez zigzagueé un poco, porque en esa etapa nunca me encuentro tan sobrio como suelo estar más tarde. Pero mi mente se hallaba en ese agradable estado que consiste en verlo todo claro como el agua en el centro y borroso en los bordes; ese estado que todo bebedor moderado conoce pero no es capaz de explicar o definir; ese estado que hace que incluso una población como Carmel City parezca encantadora y cosas como su sórdida política resulten divertidas.

Dejé atrás el drugstore de la esquina —la tienda de Pop Hinkle—, donde tomaba batidos de niño, antes de marcharme a estudiar fuera y cometer el grave error de cursar Periodismo. Pasé frente al almacén de piensos de Gorham, donde trabajé en verano mientras fui al instituto. Dejé atrás el teatro Bijou. Pasé por delante de la funeraria de Hank Greeber, donde mis padres habían yacido quince y veinte años atrás.

Doblé la esquina del Juzgado, donde aún brillaba una luz en el despacho del sheriff Kates. Me sentía tan contento que, por mil dólares más o menos, me habría parado a charlar con él. Pero no había nadie cerca para ofrecerme los mil dólares.

Salí de la zona comercial y dejé atrás la casa en la que había vivido Elsie Milton, en la que también había muerto estando ya comprometidos, veinticinco años antes.

Pasé frente a la casa donde vivía Elmer Conklin cuando le compré el Clarion. Dejé atrás la iglesia donde asistí a catequesis de niño y gané un premio por memorizar versículos de la Biblia.

Dejé atrás mi pasado y continué caminando, zigzagueando ligeramente, hacia la casa en la que había sido concebido y donde nací.

No, no llevo cincuenta y tres años viviendo en ella. Mis padres la vendieron para mudarse a otra más grande cuando yo tenía nueve años y nació mi hermana, que ahora está casada y vive en Florida. Volví a comprarla hace doce años, porque la pusieron en venta a buen precio. Es una casa de tres habitaciones en una sola planta que no resulta demasiado grande para un hombre solo, si le gusta vivir solo… y a mí me gusta.

También me gusta la gente, claro. Me gusta que venga alguien para charlar o jugar al ajedrez o tomar una copa, o las tres cosas al mismo tiempo. Me gusta pasar una o dos horas en el bar de Smiley, o en cualquier otro bar, varias veces por semana. Me gusta jugar al póquer de vez en cuando.

Pero me conformo, todas las noches, con mis libros. Recubren por completo dos paredes enteras de mi salón y desbordan las librerías del dormitorio; incluso tengo una estantería en el baño. ¿Cómo que incluso? Creo que un baño sin una estantería está tan incompleto como lo estaría sin retrete.

Además, son buenos libros. No, no me sentiría solo, ni aunque Al Grainger faltara a nuestra partida de ajedrez. ¿Cómo iba a sentirme solo si llevaba una botella en el bolsillo y me esperaba tan buena compañía? Leer un libro es casi como escuchar al hombre que lo escribió dirigiéndose a ti. En cierto modo es mejor, porque no te obliga a ser amable con él. Puedes cerrarlo y hacerlo callar en el momento en que te apetezca y dedicar tu tiempo a otro. Puedes descalzarte y apoyar los pies en la mesa. Puedes beber y leer hasta olvidarte de todo, excepto de aquello que lees y de que llevas encima la cruz de un periódico que te pesa día y noche, hasta que llegas al refugio de tu hogar, donde olvidas.

El paseo de vuelta a casa.

Por fin me encontré en la esquina de Campbell Street y en mi bocacalle.

Estábamos en junio, pero había refrescado y la brisa nocturna me hizo recobrar la sobriedad casi por completo a lo largo de las nueve manzanas que había recorrido desde el bar de Smiley.

Entré en mi calle y vi una luz encendida en el salón de mi casa. Me apresuré, ligeramente desconcertado. Estaba seguro de no haberla dejado encendida por la mañana, al irme a la oficina. Y de haber sido así, la señora Carr, la asistenta que viene un par de horas todas las tardes para limpiar y ordenar, la habría apagado.

Pensé que tal vez Al Grainger había terminado pronto lo que tenía que hacer, llegado temprano y… pero no, Al no habría venido sin su coche, y no había ningún coche aparcado delante.

Podía haber sido un misterio, pero no lo era.

Al entrar vi a la señora Carr poniéndose el sombrero frente al espejo del armario. Me dijo:

—Ya me iba, señor Stoeger. No pude venir a la hora de siempre y vine más tarde. Acabo de terminar.

—No se preocupe —contesté—. Por cierto, ahí fuera hay ventisca.

—¿Cómo dice?

—Ventisca, tormenta de nieve. —Le mostré la botella envuelta en papel—. Así que será mejor que se tome una copita conmigo antes de volver a casa, ¿no le parece?

Se rió.

—Gracias, señor Stoeger. Acepto. Hoy ha sido un día muy duro y me parece buena idea. Voy a buscar los vasos.

Guardé el sombrero en el armario y la seguí hasta la cocina.

—¿Un día duro? —pregunté—. Espero que no haya pasado nada malo.

—No ha sido muy grave. Mi marido, ya sabe que trabaja en la Compañía Pirotécnica Bonney, sufrió un pequeño accidente esta tarde, se quemó y lo trajeron a casa. Dice el médico que no es grave, que es una quemadura de segundo grado, pero le dolía mucho y decidí quedarme con él hasta después de cenar. Cuando se durmió por fin me vine corriendo, pero me temo que me he dado demasiada prisa en arreglar su casa y no ha quedado muy bien.

—Yo la veo impecable —dije. Había abierto la botella mientras ella cogía los vasos—. Espero que su marido se encuentre bien, señora Carr, pero si quiere dejar de venir un tiempo para…

—Oh, no. Puedo seguir viniendo. Sólo estará en casa unos días. Hoy se me complicó porque lo trajeron a las dos, justo cuando me preparaba para venir. Para mí es suficiente, gracias.

Brindamos y yo vacié mi vaso, mientras ella bebía la mitad del suyo. Dijo:

—Ah, llamaron por teléfono hará cosa de una hora. Al poco de llegar yo.

—¿Sabe quién era?

—No quiso decírmelo. Sólo dijo que no era importante.

Negué con la cabeza, apenado.

—Esa, señora Carr, es una de las mayores falacias de la mente humana. Me refiero a la idea de que las cosas puedan dividirse arbitrariamente en importantes y no importantes. ¿Cómo podemos decidir si un hecho concreto es importante o no, si no conocemos todos los detalles al respecto? Y nadie lo sabe todo acerca de nada.

Sonrió, pero distraída, y decidí bajar el nivel.

—¿Qué le parece a usted que es importante, señora Carr?

Ladeó la cabeza y lo pensó muy seriamente.

—El trabajo es importante ¿no cree?

—No —respondí—. Me temo que no ha dado en el clavo. El trabajo no es más que un medio para alcanzar un fin. Trabajamos para permitirnos hacer cosas que nos importan, que son las cosas que queremos hacer. Hacer lo que queremos hacer… eso es lo importante, por encima del resto.

—Me parece una forma curiosa de decirlo, pero puede que tenga razón. En cualquier caso, el hombre que llamó dijo que volvería a llamar o se pasaría por aquí. Le dije que seguramente no estaría en casa hasta las ocho o las nueve de la noche.

Se terminó la copa y no quiso repetir. La acompañé a la puerta y le dije que la llevaría a casa encantado, pero que mi coche tenía dos ruedas pinchadas. Las había descubierto aquella misma mañana cuando quise arrancarlo para ir a trabajar. Si hubiese sido una, la habría llevado a arreglar, pero al ser dos, me rajé y decidí dejar el coche en el garaje hasta el sábado por la tarde, momento en el que tendría tiempo de sobra. Además, sé que me viene bien caminar para ir y volver del trabajo, aunque mientras el coche funcione no lo haré. Pero en aquel momento deseé haberlo arreglado, por el bien de la señora Carr.

—Sólo son unas pocas manzanas, señor Stoeger. No se lo permitiría ni aunque el coche funcionase. Buenas noches —dijo.

—Un momento, señora Carr. ¿En qué departamento de la pirotécnica trabaja su marido?

—En el departamento de candelas romanas.

Su respuesta me hizo olvidar, de momento, mis intenciones.

—¡El departamento de candelas romanas! —exclamé—. ¡Qué frase tan buena! Me encanta. Como venda el periódico, seguro que al día siguiente me voy a ver a Bonney. Me encantaría trabajar en el departamento de candelas romanas. Su marido es un hombre con suerte.

—Ya sé que es una broma, señor Stoeger. Pero ¿de verdad piensa vender el periódico?

—Me lo estoy pensando. —Y eso me hizo recordar—. No he redactado ningún artículo sobre el accidente en la pirotécnica de Bonney. Ni siquiera me había enterado. Necesito con urgencia una noticia para la primera plana. ¿Conoce los detalles de lo ocurrido? ¿Hubo más heridos?

Había recorrido la mitad del porche delantero, pero se giró y se acercó de nuevo a la puerta.

—Por favor, no lo saque en el periódico. No fue nada importante. Sólo resultó herido mi esposo y, según él, por culpa suya. Al señor Bonney no le gustaría verlo en la prensa. Ya tiene bastantes problemas para conseguir toda la mano de obra que necesita para la temporada fuerte antes del 4 de julio, porque hay muchos que temen trabajar con pólvora y explosivos. Si el accidente sale en el periódico, podrían despedir a George, y necesita el empleo.

Suspiré. Había sido buena idea mientras duró. Le aseguré que no publicaría nada al respecto. Además, si George Carr era el único herido y no conocía los detalles, el artículo no ocuparía más de tres centímetros.

Aunque me habría encantado ver en letra impresa esa hermosa frase: “El departamento de candelas romanas”.

Entré y cerré la puerta. Me puse cómodo librándome de la chaqueta y aflojando el nudo de la corbata, luego cogí la botella de whisky y mi vaso y los dejé sobre la mesa de centro, frente al sofá.

No me quité la corbata, ni los zapatos. Resulta mucho más agradable ir haciendo esas cosas poco a poco, sintiéndose cada vez más cómodo.

Elegí varios libros y los deje al alcance de mi mano, me serví una copa, me senté y abrí uno de ellos.

Llamaron al timbre.

Pensé que Al Grainger llegaba temprano. Me acerqué a la puerta y la abrí. Un hombre alargaba la mano para llamar de nuevo. Pero no era Al. Se trataba de alguien a quien nunca había visto.