Después de terminar con las presentaciones y las explicaciones, les entró a todos un hambre voraz. Tom no recordaba cuándo había sido la última vez que había visto siquiera comida y mucho menos ingerido alguna cosa. Con aquello en mente, sir Henry y Trixie se metieron en el mar con sus arpones y Pearl y Rudy fueron al bosque a recoger fruta, mientras Arlo y Tom se ocupaban del fuego. Tom advirtió que Arlo parecía deseoso de evitar cualquier otra conversación sobre sus padres, prefiriendo, en cambio, intercambiar anécdotas sobre el increíble mundo de Scarazand. Enseguida, sir Henry y Trixie reaparecieron con media docena de pargos colorados, Pearl y Rudy salieron triunfalmente del bosque cargados con mangos y papayas y, en un santiamén, estaban todos dándose un banquete regado con zumo de coco. Cuando terminaron, sir Henry fue a su biplano y sacó una sorpresa, una gran tableta de chocolate sin leche.
—Solo para las emergencias —dijo con una sonrisa, troceándola y pasándola—. Pero creo que nos lo hemos ganado.
Se quedaron masticando el chocolate, mirando las llamas en placentero silencio. El sol se estaba poniendo y la playa semicircular de arena blanca había adquirido deslumbrantes tonalidades azules y doradas.
—Ya casi es hora de irnos —dijo Trixie, observando el banco de nubes moradas que se estaba formando en el horizonte. De vez en cuando, un rayo caía al negro mar.
—¿Estás segura de que cabremos todos? —preguntó Arlo.
—Por supuesto —respondió ella, sonriendo—. ¿Estás totalmente seguro de volver a casa?
—Desde luego que sí, ¿no, hijos?
Rudy asintió con la cabeza, pero Pearl parecía menos segura.
—Sí —dijo—, pero solo con una condición.
—¿Una condición?
—Que no vuelvas a espiar a esos escarabajos nunca más.
—Cariño, sabes que las normas no son lo mío —farfulló Aldo—. No soy un ejecutivo. No está en mi configuración genética. De hecho, es físicamente imposible. No puedo pensar ni por un momento… —Miró a Pearl y vio que estaba serísima—. Ah, maldita sea.
—¿Lo prometes?
—Vale, lo prometo.
—¿Ni tan solo sin que se enteren?
—Ni así.
Pearl le mantuvo la mirada, y él la suya.
—Está bien. Trato hecho —dijo ella, guiñando un ojo a Tom—. Pero hay otra condición.
—¿Otra? No tientes la suerte, jovencita —resopló Arlo.
—Que prometas que algún día nos llevarás a Inglaterra a ver a Tom y el Museo Scatterhorn.
—¡Sí! —gritó Rudy—. ¡El Museo Scatterhorn! —Se quedó callado—. ¿Qué es?
Arlo se rió, y también los demás.
—Es un pequeño museo de Inglaterra, que fundé hace más de un siglo. Está bastante bien, aunque lo diga yo —dijo sir Henry, sonriendo.
—¿Tengo elección? —preguntó Arlo.
—No, la verdad —dijo Pearl, sonriendo con picardía.
—Está bien. Como quieras. Hecho.
Rudy dio un grito de alegría y se puso a correr alrededor de la hoguera, levantando chispas.
—¿Y tú, Tom? —dijo sir Henry—. ¿Tienes ganas de volver al soleado Dragonport?
Tom miró las brasas. De algún modo, pese a todos los peligros, la idea de retomar su vida normal le parecía sumamente aburrida y sosa. Era como tener que volver a clase.
—Quiero volver a ver a mis padres —respondió, que era casi lo único en que podía pensar—. Así que supongo que sí.
Sir Henry sonrió con afabilidad.
—Creo que te espera una buena vida, chico. Ahora que el señor Askary tiene justo lo que quiere, dudo que vuelva a molestarte. Mi consejo es que sigas con tu vida. Que te olvides por completo de él.
Tom miró las esponjosas nubes que se estaban acumulando en el horizonte. Por algún motivo, dudaba que aquello fuera posible.
—Tendríamos que irnos, ¿sabéis? —sugirió Trixie, levantándose.
—Sí. Todos —dijo sir Henry mientras caía otro rayo—. Habrá muchas aberturas en ese pequeño cúmulo de nubes.
—¿Vamos a atravesar un agujero temporal? —preguntó Rudy, entusiasmado.
—Pues sí, chaval —respondió Trixie, apagando los rescoldos con el pie—. Pasaremos zumbando por el desfase entre un trueno y un rayo. Puede que girando en espiral, o sobre nuestro eje. Te gustará.
Rudy sonrió de oreja a oreja y Arlo miró los imponentes nubarrones con aprensión.
—¿No es peligroso?
—¿Después de todo lo que has pasado? Es pan comido, Arlo —dijo sir Henry con una sonrisa, mirando el lugar donde la latiguilla flotaba junto a la orilla. Finalmente, había expirado.
—De hecho, es mejor montura de lo que parece —observó Arlo.
—Por lo visto —dijo sir Henry, sonriendo—. Lo recordaré la próxima vez que me encuentre con una.
Se dio la vuelta y fue hacia los biplanos, aparcados uno junto a otro al final de la playa. Arlo ayudó a Rudy a subirse a un ala y, luego, se apretujó junto a él en el asiento del acompañante.
—Hasta otra, chaval —se despidió Trixie, dando un fuerte abrazo a Tom—. Es un placer haberte conocido, por fin. Cuídate mucho.
—Lo haré.
—Y, hagas lo que hagas, no les des nada a esos dichosos escarabajos.
—No lo haré —dijo Tom, sonriendo, cuando ella se subió al avión y comenzó a abrocharse el casco.
—Adiós.
Tom se dio la vuelta y vio a Pearl en la orilla. Se había quitado las deportivas.
—Adiós.
—Supongo que no querrás que te las devuelva.
Tom miró las viejas deportivas verdes que ella tenía en la mano y negó tímidamente con la cabeza.
—No —dijo—. Quédatelas.
—Gracias.
Se quedaron callados, sin saber muy bien qué decir. Habían pasado tantas cosas juntos que costaba creer que fueran a retomar su vida de siempre.
—Era en serio, lo que he dicho antes. Nunca me habría atrevido a hacer esto sin ti.
Tom se encogió de hombros.
—Bueno, yo también estaba buscando a mis padres. Era algo que teníamos que hacer los dos, ¿no?
—Supongo.
Volvieron a quedarse callados. El sol había empezado a esconderse tras el horizonte y el mar se estaba tiñendo de una lechosa tonalidad verde. A sus espaldas, relampagueaba con insistencia dentro de los negros nubarrones.
—Espero que los encuentres.
Tom asintió con la cabeza, incapaz de dejar de mirar sus claros ojos azules.
—Lo harás, ¿sabes? Mi padre ha cometido un error, eso es todo.
—Lo sé.
—Me mantendré en contacto —dijo Pearl—. Te escribiré.
—Y yo.
—¡Vamos, Pearl! —gritó Arlo.
—Pues adiós, Tom —dijo ella y, sonriéndole, se encaramó al ala del biplano. Luego, de repente, se lo pensó mejor y, regresando hasta él, lo abrazó y lo besó apasionadamente.
—Lo siento —dijo, con las mejillas arreboladas—, es que… tenía que hacerlo.
Y luego se encaramó al avión.
—¡Caray! —exclamó Rudy—. ¿Has visto eso?
Tom se quedó aturdido mientras el motor arrancaba, con las mejillas ardiéndole. Aquello casi era la cosa más excitante que le había ocurrido en su vida. Fue vagamente consciente de que Pearl le decía adiós con la mano, de que también lo hacía él y, de pronto, el avión estaba rodando por la playa, ganando velocidad, y luego había despegado y se estaba dirigiendo hacia la gran masa morada de nubes.
—Parece que tienes una admiradora —dijo riendo sir Henry, dándole una palmada en el hombro mientras se dirigía a su avión—. Una niña audaz. No le da miedo nada. Siempre son las mejores.
Se subió a la carlinga y se puso alegremente el casco y las gafas de aviador. Tom rodeó el ala y se quedó a su lado. Seguían ardiéndole las mejillas, pero ya estaba reaccionando.
—¿Va a ver a August?
—Desde luego. Si lo encuentro.
—¿Dónde está?
—En el sur. En el fin del mundo. Ha estado investigando, utilizando el cuaderno de Arlo. Cree que ahí es donde encontraremos a Nicholas Zumsteen.
—Oh —dijo Tom, asintiendo con la cabeza. Recordaba vagamente que Zumsteen había dicho algo sobre eso, pero se había cuidado mucho de no dar detalles.
—¿Por qué lo buscan?
Sir Henry subió un par de palanquitas con aire pensativo.
—August tiene la idea de que puede estar tramando alguna cosa. Pero no sé si podrá hacerlo entrar en razón… no puedo decir que sea optimista. Zumsteen es un rebelde, no te equivoques, un alborotador de los gordos. Sus lealtades son… bueno, confusas, por no decir más. ¿Quién sabe en qué bando está o qué quiere?
—¿A qué se refiere?
Sir Henry miró las llamaradas doradas de los últimos rayos de sol en el horizonte. Tom se preguntó si iba a confirmar lo que él pensaba sobre Nicholas Zumsteen.
—No he querido asustar al personal, muchacho, pero esto no ha terminado aún. De ninguna manera. De hecho, me temo que no ha hecho más que empezar. Vaticino que va a haber consecuencias graves, gravísimas. —Sir Henry clavó sus vivos ojos en Tom—. Ahora, nuestro amigo el señor Askary tiene todos los ases, ¿no? Todos. Y va a hacer falta algo, o alguien, bastante extraordinario para parar lo que ya está en marcha.
Apretó un botón y el motor comenzó a rugir.
—¿Hay algo que yo pueda hacer? —gritó Tom.
Sir Henry negó con la cabeza.
—¡Solo mantén la calma y sigue con tu vida! —respondió sir Henry—. Lo que sea, será, como dicen. Y, cuando llegue el momento, ¿quién sabe?
Quitó el freno con cuidado y el avión comenzó a rodar lentamente por la playa. Alzó la mano y saludó:
—\AU revoir, Tom!
Tom se quedó solo en la playa vacía, mirando el biplano hasta que solo fue una mota negra que se perdió en las nubes moradas. Sabía que sir Henry tenía razón, que aquello no había hecho más que empezar… y para él quizá no terminara nunca, porque ahora, en un lugar primitivo de su cerebro, había una parte de él que era escarabajo. ¿Y qué significaba eso? ¿Que su vida sería breve o que siempre estaría controlado por don Gervase Askary? Notó que el miedo le encogía el corazón. De pronto, se sentía más solo que nunca.
—¿Listo para marcharnos, número tres?
Allí estaba la gran águila, moviéndose con torpeza al borde de la arena.
—Es que antes no parecías muy entusiasmado.
—No —admitió Tom. Sonrió—. Pero ahora estoy listo.
—Imaginaba que podías estarlo —dijo el ave—. La fiesta ha terminado, ¿no?
El águila se agachó rígidamente y Tom se encaramó a su lomo gigantesco. Sus cálidas plumas le parecieron extrañamente reconfortantes y, después de unos cuantos torpes pasos y un solo aletazo, habían despegado.
—¿Así que conoces el camino?
—No «el» camino, porque hay pliegues y dobleces por doquier, sobre todo en las tormentas tropicales. Que es donde entra mi compañero —dijo el águila cuando la golondrina se adelantó, gorjeando con estrépito—. El detecta los ángulos.
Siguieron ganando altura y, pronto, el atolón solo fue un pequeño aro blanco rodeado de mar. La noche estaba cayendo con rapidez y, después de sobrevolar la fuerte lluvia gris, pasaron por un hueco entre las nubes a un paisaje completamente distinto. Allí, todo era una masa algodonosa de tonalidades moradas y azules. De vez en cuando, se oía un atemorizante estallido y el panorama entero se encendía desde dentro.
—¡Ahí hay uno! —gritó el águila, señalando hacia la izquierda con la cabeza.
La golondrina ya estaba abatiéndose como una bala y Tom estiró el cuello lo más posible. Se oyó otro siniestro tronido y en la fracción de segundo que duró el relámpago vio algo girando por debajo de él… rascacielos rojos, relucientes cúpulas de cristal… una ciudad suspendida en el aire por la noche… La golondrina volvió a ganar altura, gorjeando alrededor de la cabeza del águila.
—¡Época y lugar equivocados, socio! —gritó esta—. ¡Cerca, pero no!
Tom apenas tuvo tiempo de preguntarse qué era aquel extraño mundo antes de que la golondrina saliera disparada hacia el núcleo de la tormenta. Tronaba y relampagueaba a diestro y siniestro, por arriba y por abajo. Tom se pegó al cuello del águila y rezó para que no los alcanzara ningún rayo.
—¡Lo tiene! —gritó el águila.
Tom alzó la cabeza tanto como juzgó prudente y vio a la golondrina abatiéndose como una flecha. Un momento después, estaban volando tras ella a una velocidad de vértigo. El viento aulló y ellos entraron disparados en la pared de aire…
¡PAM!
Un relámpago blanco y luego… farolas… grúas, el estuario… Dragonport.
—¡Esto es lo que yo llamo un comité de bienvenida! —graznó el águila.
Por debajo de ellos, una feria rebosaba de actividad; había casetas, bandas de música y personas por doquier. El final de las fiestas de Dragonport, pensó Tom, aún con el corazón acelerado. Aquello había sido tan emocionante que quería repetirlo.
—¡Qué me aspen! ¡Mira a quiénes tenemos aquí! —exclamó el águila, colocándose detrás de una pequeña motocicleta roja con sidecar que iba trazando eses por la carretera. Allí estaban Jos y Melba e, incluso desde aquella altura, Tom los oyó cantar.
—Imagino que van a casa, socio. ¿Te dejo en el museo, como en los viejos tiempos?
Tom asintió con la cabeza.
—¿Por qué no?
Despacio, en silencio, planearon por encima de los tejados mojados y rodearon las torretas del Museo Scatterhorn antes de que el águila se posara ruidosamente en el tejado del antiguo cuarto abuhardillado de Tom. Bajándose de su lomo, Tom empujó el marco de la ventana con el pie y descubrió que, con un poco de persuasión, se abría lo suficiente para permitirle entrar.
—Bueno, Tom, amigo mío —anunció el águila—. Parece que esto ya está.
—Eso parece —respondió Tom, sonriéndole a la cara de enfado permanente—. ¿Dónde vas ahora?
—Por ahí —gruñó el ave—. Pero antes, necesito una puesta a punto urgente. ¿Has visto que pinta tengo? —dijo, girando torpemente en redondo sobre el tejado.
Tom sonrió. Si lo pensaba, la gran águila estaba incluso más desaliñada que de costumbre. Le faltaban la mitad de las plumas de la cabeza y tenía la gorguera gris colgando y un ala llena de agujeros.
—No te rías, socio. Es un tema delicado. Pelearme con criaturas extrañas no le hace ningún bien a mi vanidad.
—Está bien —dijo Tom, reprimiendo una sonrisa—. ¿Volverás?
—Bueno, todo depende, ¿no?
—¿De qué?
El ave clavó en él su vivo ojo amarillo.
—No soy un soplón, pero digamos que esta no es la última vez que tú y yo nos vemos.
Tom asintió tristemente con la cabeza; por alguna razón, esperaba que el águila dijera aquello.
—Ojalá —comenzó a decir—, ojalá pudiera hacer algo más. Me siento tan… no sé.
Impotente era la palabra que estaba buscando, pero no quería reconocerlo.
El águila se encogió de hombros.
—Sé tú mismo, socio. ¿Qué más puedes hacer? Es inútil ponerse de los nervios. Sí, vale, hemos perdido unas cuantas batallas, pero, cuando llegue el momento de la verdad, tú y yo vamos a estar ahí, ¿no?
—Ah, ¿sí?
—¡Por supuesto! Nosotros somos supervivientes, socio. Afortunados. Hemos nacido con estrella, de eso no hay ninguna duda.
Tom deseó poder compartir el optimismo del águila, pero, por algún motivo, fue incapaz.
—Recuerda dónde he estado —dijo ella en tono enigmático, y emitió un reclamo largo y extraño. La minúscula golondrina emergió como una flecha de la oscuridad—. Y cuida de esa loca cabeza tuya —añadió, guiñándole el ojo, y alzó el vuelo con estrépito.
Tom la observó mientras sobrevolaba el estuario, ¿de qué estaba hablando? ¿Sabía lo que le sucedería a él? Quizá sí. A fin de cuentas, había estado en el futuro… Echándose en su antigua cama enmohecida, se tapó con la áspera manta y se quedó mirando el papel pintado despegado. Se sentía extrañamente vacío ahora que todo había terminado, pero también enfadado por que no lo hubiera hecho. Sin duda, su vida ya no iba a volver a ser la misma, ¿cómo podría? Aquel mundo extraño había invadido su mundo y ahora estaba conectado con él, interiormente. Un escarabajo escarbador solo vivía tres meses… Se estremeció; ¿era ese todo el tiempo que le quedaba? Y, además, estaba la pequeña cuestión del cuaderno de Arlo Smoot. Por mucho que se hubiera esforzado, no había sido capaz de creer a Arlo cuando él le había dicho que se había equivocado con sus padres. Arlo solo estaba intentando ser amable, hacerle sentir mejor; él lo sabía. Y eso solo podía significar una cosa: si Tom no había traicionado aún a sus padres, de algún modo, los traicionaría en el futuro… No hacía frío, pero aquella cruda certeza le heló la sangre. Ovillándose en la cama, se volvió hacia la pared, tiritando. Cerró los ojos y para su inmenso alivio, no hubo ninguna ola roja, ningún latido, solo el vacío de la oscuridad. Suspiró hondo y se quedó dormido.
—¿Hola?
Silencio.
—¿Hay alguien ahí?
Adormilado, Tom abrió los ojos y vio nubes surcando el reluciente cielo azul. Las deshilachadas cortinas ondeaban al viento.
—¿No?
Ern Rainbird estaba paseándose por abajo, comenzando obviamente con su ronda matutina. Tom se dio la vuelta e intentó dormirse otra vez, pero no pudo. ¿Qué día era? Se frotó la cara, cansado. Si anoche habían terminado las fiestas de Dragonport, eso significaba que hoy debía de ser el último día de las vacaciones de verano. Mañana, volvía a clase. Sus padres venían a buscarlo hoy. Y, después de todo lo que había sucedido, estaba impaciente por verlos. Eso si volvían… Tenían que hacerlo. Era mejor que se levantara. Notándose el cuerpo dolorido, fue hasta la puerta y descubrió que no se abría. Tirando de ella, oyó un ruido metálico al otro lado. Claro, estaba cerrada: Ern Rainbird había instalado un candado después del allanamiento de Pearl. Qué incordio. Iba a tener que dar toda la vuelta. Respiró hondo, abrió la ventana y, un minuto después, estaba en la calle azotada por el viento, delante de la entrada al museo. Se apoyó cansinamente en la pesada puerta de roble, con sensación de haber escalado y saltado suficiente para el resto de su vida.
—¡Santo cielo! —Ern Rainbird estaba en el centro del vestíbulo, mirando a Tom con asombro—. Casi me matas del susto.
—Hola —dijo él, consiguiendo apenas sonreír. Ern lo miró con curiosidad.
—¿Has estado de viaje, hijo?
—Algo así.
La cara pecosa y huesuda de Ern frunció el entrecejo con evidente desaprobación.
—¿Un viaje bonito?
Tom estaba lo bastante despierto como para saber que Ern Rainbird no era de fiar. Nada de fiar.
—Pues sí.
El conserje silbó entre los dientes.
—Tus padres vienen hoy, así que supongo que ya tendrás preparada tu tapadera. Porque te aseguro que yo no sé qué decirles. Dónde hayas estado no es asunto mío.
Tom sintió que lo embargaba el entusiasmo.
—Gracias.
Ern gruñó y siguió barriendo el suelo.
—¿Sabes a qué hora vienen?
—A primera hora, ha dicho tu tío. De ahí que este servidor se haya levantado antes del alba para dejar este sitio como los chorros del oro —espetó—. Algunos tenemos que trabajar para comer, ¿sabes? —Ern se quedó callado y señaló la puerta del despacho con la cabeza—. Por cierto, tu correo está ahí dentro, aunque no va a interesarte. Facturas, facturas, facturas—. Se rió entre dientes y siguió barriendo.
Tom se rascó la cabeza y se planteó qué hacer. La perspectiva de tener que pasarse una hora escuchando la larga lista de quejas de Ern Rainbird había moderado su entusiasmo de ver a sus padres tan pronto y decidió retirarse al despacho hasta que ellos llegaran. Rodeando el paisaje africano, cerró la puerta con cuidado y vio el ordenado montón de sobres marrones apilados en el escritorio. Con aire distraído, hurgó en ellos hasta encontrar un gran sobre marrón donde ponía «secreto y confidencial», lleno de exóticos sellos sudamericanos. Parecía vagamente oficial, pero la letra le resultaba familiar… Con cuidado, abrió el sobre y sacó una anticuada factura. Llevaba el membrete «Bogie and Khan, suministradores de productos químicos, plomo y cuerda» y el importe era de 71 dólares. ¿Bogie and Khan? Pero el dorso estaba escrito con una conocida letra de patas de araña…
—August —exclamó, y el corazón se le aceleró. Comenzó a leer con avidez.
Querido Tom.
Mis disculpas por este papel tan curioso: imagino que una factura de Bogie and Khan es lo último que te esperabas, pero han tenido la amabilidad de hospedarme y disimular está a la orden del día. Como probablemente ya sabrás, después de que os marcharais recibí una visita de un ejército de personajes muy desagradables, encabezado por esa verdadera bruja de Lotus Askary, que consiguió quemar la casa hasta los cimientos.
Por suerte, eso fue todo, mi biblioteca quedó intacta (escapó justo a tiempo) y, con la oportuna llegada de sir Henry y Trixie, también huí yo, al fin del mundo. Me temo que no puedo darte más detalles, por motivos que tú comprenderás perfectamente, pero, mientras estoy de brazos cruzados en este lugar dejado de la mano de Dios, me he acordado de algo bastante importante.
Un cierto pájaro me ha informado de que, no hace mucho, el Museo Scatterhorn ha adquirido algunos paisajes bastante espectaculares procedentes de Hellkiss Hall. Esto, por supuesto, no es ninguna novedad para ti, pero sí lo es para mí. Resulta que sé que uno de ellos, un paisaje tremendamente vulgar titulado «El Diluvio», ha sido manipulado. Durante sus largos años de exilio en Hellkiss Hall, lo «restauró» un puñado de supuestos «taxidermistas» que sabían tanto del oficio como yo de arameo
Mi querida Oscarine Zumsteen me advirtió de que ocurría algo, así que me presenté de improviso mientras lo tenían desmontado y, por supuesto, Oscarine tenía razón. Aquellos presuntos restauradores habían colocado un «regalo» dentro, lo reconocí de inmediato. Sospecho que debía de ser una sorpresa para el dueño de la casa, en caso de que algún día regresara —y confieso que aquello me molestó bastante—. Así que, tras hacer unos meticulosos cálculos, esperé a que terminaran y luego, con bastante descaro, añadí varias tarjetas de visita propias. Ocultas en pulpa de madera —«dentro» de su regalo, por así decirlo—. Siento ser ten críptico, pero no querría que alguien leyera esto y lo descubriera todo. En definitiva, mis tarjetas de visita van a eclosionar el primero de septiembre a las nueve horas veintiún minutos de la mañana, las suyas, sospecho, lo harán un poco antes. He pensado que querrías saberlo, porque, aunque las mías llevan ahí casi diecisiete años, es probable que su llegada sea muy exacta. Espero que esto te parezca vagamente lógico, buena suerte!
Un abrazo,
August Catcher
Tom se quedó mirando la letra de patas de araña, intentando asimilarlo todo. Parecía que hubiera alguna clase de parásito oculto dentro de El Diluvio y que aquellos supuestos restauradores trabajaran para don Gervase y hubieran tendido una trampa a Nicholas Zumsteen. Entonces recordó algo que Lotus había dicho, algo sobre el hecho de que El Diluvio sería una sorpresa interesante… ¿podía haberse referido a aquello? Posiblemente, pero ¿qué tenía de importante el primero de septiembre? Miró el reloj de pared y tragó saliva. No había caído en la cuenta, pero hoy era primero de septiembre. Y eran casi las nueve. Dentro de veinte minutos, iba a suceder algo…
Preocupado, arrojó la carta al suelo y salió del despacho. En la sala principal, oyó pasos y una voz procedentes del ala este: parecía que alguien estuviera haciendo una visita guiada. Quizá era tío Jos, enseñando el museo a alguien, quizá hasta eran sus padres, que ya habían llegado… sí, quizá… Fue rápidamente a las escaleras y las subió de dos en dos.
—¡¿Hola?! —gritó, pasando por delante de la tigresa agazapada en su hueco y corriendo hasta la puerta del final.
—Tío…
¡Clic!
El diáfano ruido atravesó la oscuridad. Tom se paró en seco y miró hacia la puerta.
—¿Ern?
Oyó el eco de su voz en el profundo silencio. Parecía que hubieran echado la llave de la puerta principal, que Ern hubiera cerrado el museo por dentro. ¿Por qué habría de hacer una cosa así? Allí sucedía algo extraño… Armándose de valor, se dirigió a la puerta por la que se accedía al ala este y se asomó. Allí estaban los paisajes de la colección Hellkiss, inmóviles en la penumbra. Al fondo, distinguió la masa de animales precipitándose al vacío. Al ver de nuevo El Diluvio, le sorprendió lo realista que le parecía ahora. Todos los detalles de la frenética estampida tenían una precisión gráfica: era casi como una fotografía del suceso real.
—¿Hola?
No hubo respuesta.
—¿Tío Jos?
Silencio.
—¿Mamá? ¿Papá?
De pronto, tuvo la sensación de que le daban un martillazo en la cabeza. Cayó al suelo, aturdido, y antes de que pudiera levantarse, otra explosión de energía lo arrojó al suelo. Tumbado boca arriba, intentó respirar, notando un hormigueo en todo el cuerpo mientras fuertes pulsaciones eléctricas lo atravesaban sin piedad, una tras otra. El aire se había vuelto negro.
—Ven aquí —susurró una voz, quemándole en la cabeza—. ¡AQUÍ! —gritó.
Tom se retorció y se arrastró boca arriba por el suelo, hasta estar justo debajo del rinoceronte que había saltado al mar.
—Eso está mejor.
Tom combatió el dolor y se obligó a abrir los ojos. La sala estaba dando vueltas, latiendo con cada pulsación, y apoyada indolentemente en el rinoceronte, vio la silueta borrosa de un hombre muy alto y delgado con la cabeza abombada y la tez amarillenta. En una mano, sostenía la pelota-escarabajo entre los dedos.
—Increíble —se dijo don Gervase—. Qué precisión. Debo de estar mejorando.
—¿Qué… qué quiere? —resolló Tom.
Don Gervase lo miró con indignación.
—¿De verdad creías que podríais libraros, tú y tu valiente pandilla de amigos y sus proezas de aficionados? Qué bien os lo debéis de haber pasado. ¡Qué aventura! Ir hasta Scarazand, y volver. ¿Tienes idea de a quién te estás enfrentando?
Don Gervase acarició la pelota con el dedo y otra implacable pulsación atravesó a Tom, quemándole los sesos. Él se ovilló como un bebé, intentando rehuir el dolor.
—Oh, sí —prosiguió don Gervase, sonriendo con suficiencia—. Sé que mi escarabajito escarbador te ha hecho daño, no el suficiente, quizá, pero bastará. Sé qué estás sintiendo ahora, chico, porque hay una parte de ti que es como yo.
Don Gervase lo fulminó con la mirada mientras él temblaba a sus pies. Que lástima que no pudiera matarlo allí mismo y terminar con aquello, pero, durante unos cuantos minutos más, lo necesitaba vivo.
—¡Levántate! —gritó—. ¡Levántate he dicho!
Tom temblaba de forma incontrolable mientras se levantaba con dificultad. Pese a tener los nervios de punta, estaba devanándose los sesos pensando en una forma de escapar. Don Gervase lo miró sin decir nada, echando fuego por los ojos.
—Quiero saber una cosa —susurró—. Contestarás la verdad, si valoras tu vida. ¿Lo entiendes?
Tom no dijo nada. No podía despegar los ojos de la pelota que don Gervase estaba haciendo girar entre los dedos.
—Me he enterado de que conociste a Nicholas Zumsteen en la isla de Tithona. ¿Es eso cierto?
Tom se encogió de hombros.
—Sí que lo es. Un tal Jerónimo da Piedad lo ha confirmado. Lo tenemos, por cierto, y, con un poco de persuasión, nos ha contado muchas cosas. Nos ha sido de gran ayuda.
—Entonces, ¿por qué me lo pregunta? —gruñó Tom en tono beligerante.
Don Gervase bajó todavía más la voz.
—Ten cuidado, chico. No me provoques. —Se quedó callado, amenazadoramente—. Viste a Zumsteen haciendo el equipaje. ¿Qué metió en la mochila?
—¡No lo sé! —exclamó Tom, sorprendido de la pregunta—. Muchas cosas.
—¿Por ejemplo? Piénsalo bien.
Tom hizo todo lo posible por recordar la noche en la cabaña del árbol y la información que don Gervase quería saber… ¿podía mentirle? Podía intentarlo…
—Pistolas.
—¿Y? ¿Qué más?
—Comida, un catalejo, una mosquitera. No sé, cosas…
Don Gervase rozó la pelota con el dedo y, de pronto, Tom notó una punzada de dolor detrás de los ojos y la sala empezó de nuevo a dar vueltas.
—Concentrate más —dijo don Gervase, con aire distraído.
—Pastillas… —masculló Tom, la boca moviéndosele sin que él quisiera—, unos saquitos de pastillas blancas… como huevos… como perlas.
Don Gervase sonrió.
—Bien. Interesante. Mejor. ¿Y cuántas de esas perlas blancas había?
Tom se tapó la cabeza con las manos, intentando hallar una salida. Parecía que le estuvieran atravesando el cráneo con alambres calientes.
—No lo sé. Cientos quizá. Por favor… pare.
Don Gervase lo ignoró.
—¿Y te dijo dónde se llevaba su pequeño tesoro?
Tom comenzó a mover la cabeza, pero ya no había nada que hacer… el dolor era excesivo.
—Al fin del mundo… —murmuró—, a un sitio donde no podrán atraparlo… hielo… nieve…
—El Antártico, ¿es eso lo que dijo? —inquirió don Gervase.
Tom farfulló de forma incoherente.
—¿LO ES? —gritó don Gervase.
Otra pulsación atravesó a Tom, que volvió a ovillarse en el suelo. La oscuridad era cada vez más espesa. El sudor le corría a raudales por las mejillas.
—Eso creo. No lo sé.
Don Gervase miró al muchacho con ferocidad: parecía estar diciendo la verdad. ¿Cómo habría de resistirse? El dolor y el ruido eran más de lo que nadie podría aguantar. Una persona convertida del todo ya estaría muerta.
—Muy bien, chico, te creo —dijo, sonriendo con suficiencia—. Gracias por mostrarte tan colaborador.
Aturdido, Tom abrió los ojos. Era vagamente consciente de que don Gervase estaba de pie delante de la estampida de animales.
—Es increíble, ¿verdad? No puedo evitar admirar el genio de Catcher, pese a todo. Lástima que pronto dejará de existir. —Consultó su reloj con impaciencia. Luego miró a Tom, desmadejado en el suelo. Una cruel sonrisa asomó a sus labios—. Las nueve y diecisiete. ¿Sabes qué día es hoy?
Tom asintió, embotado.
—Es primero de septiembre. Mi cumpleaños. Y también es el cumpleaños de Nicholas Zumsteen. Qué coincidencia. Hace muchos años, tenía la esperanza que a lo mejor montaba una fíestecita en Hellkiss Hall para celebrarlo. Este iba a ser mi regalo. Un regalito, de su herm… —Don Gervase se interrumpió. Luego, sonrió con ferocidad. Bah, ¿qué importaba lo que supiera aquel crío? Ya era como si estuviera muerto—. En cambio, vas a tener que recibirlo tú. Lo cual, en cierto modo, me complace. Todos nuestros esfuerzos no han sido del todo en vano.
Se agachó para examinar al muchacho que le había causado tantas molestias, con los ojos amarillos cargados de resentimiento.
—Ninguna valentía de colegial va a salvarte esta vez, Tom Scatterhorn —susurró—. Adiós.
Tom se quedó desmadejado en el suelo, oyendo los taconeos de don Gervase mientras salía de la sala. Respiró despació, hondo, y las oleadas de dolor y ruido comenzaron a remitir. Estaba seguro de no haber sentido tanto dolor en su vida, y no quería volver a sufrir así, jamás. Aturdido, abrió los ojos y miró la avalancha de animales que tenía encima. La estructura entera parecía estar estremeciéndose, casi temblando… Parpadeó con fuerza y se obligó a apoyarse en los codos, intentando enfocar la visión… se estaba moviendo, no eran imaginaciones suyas: toda la estructura estaba comenzando a mecerse como un árbol…
—¡CHAS! ¡Chas-chas-chas!
Tom se sobresaltó y, de pronto, el enorme cuerpo gris del rinoceronte reventó, dejando al descubierto la paja y el material de relleno que había debajo, y la cabeza comenzó a resquebrajársele…
—¡CRAC!
El rinoceronte se partió por la mitad y, al instante, todos los leones, hienas, jirafas, lémures, osos, loros y serpientes cayeron y se estrellaron contra el suelo. Pum, pum, pum, pum… el estruendo resonó por todo el museo y Tom se quedó paralizado en el suelo, con la boca abierta. Allí, en lugar del rinoceronte, había una gran criatura roja y untuosa, mirándolo con sus pequeños ojos grises. Era algo parecido a un escarabajo, con cortas mandíbulas serradas y un cuerno dentado. Sin poder contenerse, Tom comenzó a empujarse con los pies, intentando alejarse, y la espantosa criatura percibió su movimiento. Al instante, Tom se quedó completamente inmóvil, con las sienes latiéndole a un ritmo demencial. Había sido un grandísimo error, pero ya era demasiado tarde. La criatura avanzó y se quedó ante él con aire amenazador. Tom contuvo un grito al ver sus pequeñas mandíbulas rojas, moviéndose entre sus labios negros. El escarabajo bajó su gran cuerno dentado y lo embistió sin miramientos, empujándolo por el suelo. Luego, bajó la cabeza y lo miró con curiosidad. Fue acercándose cada vez más y Tom notó sus cortas antenas rozándole la mejilla, olió su carne untuosa… Cerró los ojos: había llegado su hora, había…
En algún lugar remoto, dos hombres recorrían un valle nevado en un trineo tirado por perros.
—¡Alto! —gritó el conductor, y tiró de las riendas, obligando a los cansados perros a detenerse.
—¿Es esto?
El otro hombre se puso la gruesa capucha de pieles e inspeccionó la escena. Todo estaba quieto y en silencio y la nieve centelleaba a la luz de la luna. En el centro, en lo que parecía ser un lago helado, había un barco volcado. Algo semejante a una enorme serpiente marina congelada estaba enroscado a su alrededor, uniéndolo al hielo.
—Yo diría que sí —respondió con gravedad el hombre del trineo, la respiración convirtiéndosele en vaho en aquella noche fría—. Veamos —resopló, rebuscando en su abrigo de pieles y sacando un reloj de bolsillo—. En lo que respecta al otro asunto, si he hecho bien los cálculos, predigo que todo empezará a pasar… —entrecerró los ojos y miró la pálida esfera del reloj— muy pronto.
La segundera casi había terminado de dar la vuelta.
—Cinco, cuatro, tres, dos…
Tom miró el gran ojo gris que estaba a centímetros de los suyos. Veía sus crestas y protuberancias, todos los detalles insólitos de la extraña cabeza armada con púas del escarabajo… estaba esperando a que lo atacara… esperando, esperando… Y, entonces, de repente, el escarabajo pareció quedarse paralizado. Dejó de moverse.
Abajo, se oyó un chasquido y, luego, una llave girando en la cerradura.
—¡Tom, hemos vuelto! —gritó una voz familiar—. ¿Tom?
Pero Tom estaba paralizado: no podía hablar; apenas podía moverse. Por encima de él, los lustrosos élitros rojos estaban comenzando a abombarse, a estirarse y resquebrajarse. Tom contuvo el aliento. Cuando el escarabajo, al igual que el rinoceronte antes, comenzó a romperse, fue como mirar una extraña metamorfosis por un microscopio. Empujándose con los pies para alejarse, vio que al escarabajo se le saltaba un ojo y, de repente, un largo insecto amarillo salió por la cuenca. Era una cigarra. Y luego otra, y otra. Después, también se le saltó el otro ojo y comenzaron a aparecer más cigarras, que emergieron por el hueco y echaron a volar por la sala.
—Tom, ¿eres tú?
—¡Hola! ¿Tom? ¿Dónde estás?
La madre de Tom apareció en la entrada y se quedó clavada al suelo. Se le desencajó la mandíbula.
—¿Qué… qué demonios es eso?
Los lustrosos élitros rojos se agrietaron y las cigarras salieron volando en todas las direcciones.
—Se llama El Diluvio. Una escena bíblica de gran efectismo y, sin lugar a dudas, el trabajo de taxidermia más complejo que nunca se haya llevado a cabo —resolló Jos, subiendo las escaleras detrás de ella—. Quita el aliento, ¿verdad? Es increíblemente…
Jos no terminó la frase.
El Diluvio había dejado de existir. Delante de la gran ola había un montón de animales, esparcidos por el suelo. En el centro, donde antes estaba el rinoceronte, había un escarabajo rojo enorme y bastante repugnante. Y estaba hueco. De los ojos, la cabeza y el cuerpo le salían cigarras amarillas que llenaban la sala como confeti. El aire estaba tan plagado de ellas que el ruido era ensordecedor. Jos solo pudo chillar con impotencia.
—¡Magicicada septendecim! Bueno, bueno, vaya sorpresa —dijo el enjuto hombre rubio que los había seguido—. ¿Se puede saber en qué has andado metido?
Tom se levantó y se dio la vuelta. Eran sus padres, y nunca se había alegrado tanto de verlos.
El hombre del trineo cerró su reloj de bolsillo y se lo metió en el abrigo de pieles.
—¿Crees que habrá funcionado?
—¿Cuando no lo ha hecho, querido August? —respondió sir Henry, dándole una palmada en la espalda—. Anda, veamos hasta dónde ha llegado ese sinvergüenza de Zumsteen.
Y, restallando el látigo, condujo el trineo hacia el barco helado por el valle bañado de luz lunar…